Seattle, EE. UU.

27

Uno de los asistentes de Boeing se acercó al diácono Joshua Kincaid y abrió un paraguas para protegerlo de la lluvia que empezaba a caer sobre las enormes instalaciones construidas a las afueras de Everett, unos cuarenta kilómetros al norte de Seattle, en el condado de Snohomish, estado de Washington; la planta industrial más grande de los Estados Unidos y la mayor dedicada a la fabricación de aeronaves comerciales y militares del planeta.

—Gracias —pronunció Kincaid, un afroamericano de treinta y ocho años, tataranieto de esclavos y abogado de formación, aunque su principal tarea era ser hermano mayor de la Primera Iglesia Baptista de Athens, Giorgia. El muchacho, que llevaba una gorra deportiva con el logo de Boeing, sujetó bien el paraguas para que no se lo llevara el viento y lo guio hacia la fila que, algunos metros más adelante, se había ordenado ante el helicóptero que llevaría a los invitados de vuelta a Seattle.

El prototipo de una nueva versión del 787 Dreamliner tronó en el extremo de la pista principal mientras iniciaba su carrera para el despegue.

—Un vuelo de pruebas —explicó el joven—. Realizan giros rápidos alrededor de la ciudad y prueban el avión en condiciones extremas, como aterrizaje con mal clima, como hoy.

—Esta lluvia apenas moja —comentó el hombre de color.

—¿De dónde es usted?

—Athens, cerca de Atlanta.

—Entonces usted no sabe cómo es el clima en Everett o en Seattle. Empieza así y en un par de horas se largará un aguacero con viento cruzado, por eso es mejor que vuelen ya de regreso a la ciudad.

—¿Hace cuánto trabajas en Boeing?

—Tres años, señor.

—¿Como asistente?

—Empecé repartiendo correspondencia.

—¿Estuviste en la reunión?

—No, señor, soy católico.

—Eso no es impedimento.

—Me hubiera sentido incómodo.

—Te entiendo; igual pide a tus compañeros que te entreguen la información que les dejamos, quizá te interese.

—Eso haré, señor.

—¿Y te gusta la religión católica?

—Es la religión de mis padres, creo que no se trata de si me gusta o no —respondió el muchacho, visiblemente incómodo con el interrogatorio.

—Comprendo.

Kincaid observó cómo pocos metros delante, la comitiva oficial del reverendo Caleb Leverance Jackson abordaba el Boeing 234 de doble rotor, pintado de blanco y con los logos oficiales de la empresa grabados a ambos lados del fuselaje en forma de banana. El helicóptero ya empezaba a girar sus hélices gemelas de tres palas mientras los turboejes, que colgaban de la parte posterior, vibraban al interior de sus barquillas al expulsar aire caliente hacia atrás.

—La versión civil del Chinook —describió el asistente, identificando al aparato como un utilitario para transporte de pasajeros basado en la plataforma de la nave de alas rotatorias de carga y asalto más popular del ejército—. ¿Ha volado en uno de esos?

—No —respondió el hombre.

—Ni lo hará —interrumpió una tercera voz, cortando la conversación.

Ambos giraron.

Un anciano encorvado, de espesas cejas blancas, apareció bajo su propio paraguas. Lo primero que hizo fue presentarse:

—Andrew Chapeltown, gusto en conocerlo señor Kincaid.

Le estrechó la mano.

—Sé quien es usted, senador —contestó el diácono de Athens, sabiendo que ese contacto iba a suceder tarde o temprano.

—Ex senador —aclaró Chapeltown—, hace más de diez años que no estoy en la cámara. —Era cierto, su último periodo como representante de Texas por el Partido Republicano había terminado en 2008 y desde entonces vivía retirado de la vida política.

—Cuatro elecciones consecutivas como senador, con todo respeto, pero ese cargo lo acompañará de por vida.

—Puede ser, pero ahora solo soy un ministro del Señor.

—De la famosa —no exageró— iglesia «La espada de Dios»; gusto en conocerlo, pastor.

A Chapeltown le gustaba que el mote con el cual llamaban a su congregación, el templo Christ of Life de Austin, Texas, fuese tan popular y reconocido dentro de la obra.

—Y gracias —continuó Kincaid— por la invitación, supe que usted no solo organizó esta reunión, sino que escogió personalmente a los asistentes.

—Me habían hablado muy bien de usted, hermano, en la gracia de Dios. —El anciano texano hizo un alto y luego se dirigió al asistente que veía la escena sin entender mucho—: El caballero viene conmigo y no vamos en ese vuelo. Yo me encargo ahora, conozco bien este lugar —le indicó.

—Mis órdenes son otras… —trató de replicar el muchacho.

—Insisto, no se preocupe —recalcó el exsenador, nuestro transporte está por allá —apuntó—. Ahora, si me permite… —Y tomando del brazo a Kincaid lo llevó de regreso a las instalaciones principales de la base. El asistente se los quedó mirando, y luego, arrastrando los pies, buscó salir rápido de la loza principal de la gigantesca fábrica.

—No entiendo —se excusó el hombre de Atlanta.

—Ya lo hará, Kincaid —respiró—. Como le decía, he recibido muy buenas referencias de usted y de sus ideas para con La Hermandad. Hay alguien que quiero presentarle —fue estirando el diálogo—. Escuché que quiso convertir al muchacho.

—Hay que ganar almas para la obra.

—Mi estimado, usted ya no es un simple diácono y debe acostumbrarse a su nuevo rango. El motivo por el cual estamos acá no es para tratar con mandos medios o bajos, como ese pelafustán. —Fue hiriente, pues concebía que era la única forma de dar a entender su posición—. Esa es solo la fachada, lo que los directores de esta compañía nos pidieron para excusar esta reunión. Hubiese sido sencillo concretar esta visita en las oficinas centrales de Boeing en Chicago, pero ellos, por una cuestión de imagen de la compañía, prefirieron encontrarse con nosotros acá, en su «Disneylandia» —sonrió—. Lo relevante fue lo que sucedió allá arriba —indicó al acristalado piso superior del edificio central de las dependencias—. ¿Usted estuvo ahí, verdad?

Kincaid asintió.

—Entonces escuchó al reverendo Leverance.

—Lo hice.

—Y dígame, ¿qué le pareció?

El diácono de Athens, Giorgia, expresó sus dudas, opiniones favorables y contrarias a lo ocurrido en la reunión entre Leverance y los altos ejecutivos de Boeing. La mayoría eran juicios negativos ante la gestión del reverendo líder de La Hermandad.

Fundada en 1916 en Seattle por William Boeing, la empresa comenzó diseñando y fabricando hidroaviones para Pan American, los que dominaron el mercado del transporte de pasajeros durante la década de 1930. Con la llegada de la Segunda Guerra Mundial la compañía entró al desarrollo de aeronaves militares, como el B-17 y el B-29, responsable este último de llevar las bombas atómicas que destruyeron Hiroshima y Nagasaki, que pusieron fin al conflicto. Durante la guerra fría, la empresa no abandonó el negocio militar, pero su gran fuerte apuntó a la aeronáutica comercial, iniciando con el 707 la llamada era del jet, en la que destacaron naves suyas como el Jumbo 747 o el Dreamliner 787.

Con doscientos mil empleados e ingresos de 74 billones de dólares anuales durante las primeras décadas del siglo XXI, Boeing absorbió a las quebradas McDonnell Douglas y North American Rockwell, apropiándose de esta manera de algunos de los contratos aeroespaciales más rentables, como los cazas F-15 y F-18 y el bombardero B-1B, además de la Estación Espacial Internacional. Pero fuera de las armas y la alta tecnología, había otra área en la cual Boeing tenía una especial dedicación: la garantía de los valores más básicos sobre los cuales se construyeron los Estados Unidos de América, una mirada conservadora que puso a la firma en la mira de los grupos más liberales de la nación, incluido el Partido Demócrata, que se encargó de frenar desarrollos como el caza F-32 o el nuevo transbordador Venture Star en beneficio de competencia más ambigua en temas valóricos, sus eternos rivales de Lockheed. En ese ambiente no era extraño que La Hermandad se hubiera acercado a Boeing, menos aún que desarrollaran una jornada de dos días de reuniones y que todo terminara en un trato político y económico entre el mayor fabricante de armas de Norteamérica y el grupo que desde 1935 se había encargado de resguardar la fe y los valores cristianos al interior de los estamentos más poderosos de Washington D. C.

—Por acá —indicó Chapeltown, invitando a Kincaid a ingresar a un hangar privado, donde los aguardaba un helicóptero civil que el abogado de Atlanta jamás había visto—. Ventajas de tener buenos contactos —se justificó el expolítico y actual reverendo de Austin, Texas, al enseñarle el aparato.

La nave, estilizada y curva como una lágrima, parecía más un jet ejecutivo que un helicóptero. Sobre el fuselaje, montado uno encima de otro, resaltaban un par de rotores gemelos que giraban en direcciones contrarias. Pero lo más novedoso estaba en la cola, donde en lugar de la clásica hélice de antitorsión aparecía una propela de cinco cuchillas apuntando hacia atrás a manera de sistema de empuje de un barco.

—¿Estamos listos, pastor? —preguntó el piloto de la máquina, apareciendo desde el fondo del hangar.

—Cuando usted quiera —contestó Chapeltown, presentando de inmediato a su nuevo acompañante.

—Sikorsky S-97 —describió el piloto al diácono de Athens, Georgia—, la versión civil del RAH-97 Raider, la nave de asalto más rápida y sigilosa de nuestras fuerzas. La CIA usó dos de estos para matar a Osama bin Laden en mayo de 2011 —contextualizó—. El propulsor trasero lo empuja más allá de los cuatrocientos cincuenta kilómetros por hora, casi el doble que su competidor más cercano. Por favor, suba —insistió.

El interior era incluso más lujoso.

—Acomódese donde quiera, solo iremos los dos —indicó el pastor de Austin, Texas, mientras le pedía al piloto que no perdiera más tiempo en tierra.

Con elegancia, el Sikorsky carreteó por la pista hasta encontrar el punto preciso para el despegue. Luego apenas la torre dio luz verde, los rotores principales comenzaron a girar y, tras un ligero soplido, elevaron la aeronave en dirección norte, hacia la metrópolis capital del estado de Washington. La única sacudida experimentada fue la del tren de aterrizaje al plegarse dentro de la bodega debajo del fuselaje.

—El vuelo silencioso nos da otra ventaja —argumentó el pastor texano—: acá se puede conversar.

—Entonces, senador —dijo Kincaid y Chapeltown ni siquiera se inmutó—, lo escucho.

—No voy a andar con rodeos, a pesar de que es nuevo dentro del círculo central de La Hermandad, sé que está muy bien informado —subrayó el adverbio—. Supongo que no es necesario hablar en detalle acerca de la operación La cuarta carabela que tanto ha propiciado Leverance y sus aliados, pero me interesa su opinión al respecto.

—Opino —recalcó— que tiene la ventaja de ser una estrategia muy inteligente y sobre todo furtiva para concretar la misión que La Hermandad ha abrazado desde su fundación.

—¿Cree que funcionará?

—Según entiendo, está funcionando.

—A pesar de la demora ocasionada por el asunto este de Bane Barrow y ahora del escritor español…

—Salvo-Otazo —precisó el afroamericano.

—El mismo, soy malo para los nombres —sonrió—, además no lo he leído.

—No es el único peón que Leverance está moviendo, además tengo entendido que ya hay otro escritor «haciendo el trabajo» —subrayó—, una «tercera carta» como lo llama él. Lo lúcido del plan, aparte de usar la historia nacional de determinados países de Sudamérica a nuestro favor, es que ha sabido garantizar su concreción con buenos actores secundarios, jugadores de reserva bien entrenados.

—Dijo ventajas, por lo que puedo presuponer que también ve desventajas.

—Varias.

—¿Por ejemplo?

—El excesivo gasto de dinero en el desarrollo del software, que dependamos en demasía de esos «socios externos» de los cuales tanto habla Leverance, la infiltración de su propia hija en el FBI y la Interpol y, finalmente, la posibilidad de que nadie termine La cuarta carabela.

—Hay muchos que opinamos como usted.

—Lo imagino. E imagino también que se trata de gente muy poderosa, adversarios políticos de Leverance dentro de La Hermandad; por algo me invitó a volar en —miró alrededor— esta cosa.

—Inteligente.

—No hay que serlo demasiado.

—Usted es contrario a la administración de Caleb. —Al nombrar a Leverance por su nombre propio, el diácono y abogado de Atlanta entendió lo que a esas alturas ya era evidente, que su anfitrión estaba situado muy arriba y que lo mejor, para sus propios intereses personales, era aceptar la invitación que estaban haciéndole.

—Usted ya lo sabe, como yo sé que usted también lo es.

—Diácono Kincaid, ambos somos caballeros del Señor.

—En su glorioso y santo nombre.

—Y por su voluntad haremos cosas que pueden parecerle ilegítimas al resto del mundo.

—Somos obreros de Jesucristo, el mundo externo no es nuestro negocio.

—Me hace feliz en Cristo que opine así.

—No soy tonto ni ingenuo, pastor. Hasta ahora lo que me muestra tiene todo el sentido del mundo, pero hay algo que me preocupa. Si vamos a frenar…

—Adelantarnos —cortó Chapeltown.

—Adelantarnos —repitió Kincaid— a los planes de Leverance, necesitaremos más que solo ilimitados recursos económicos, algo que nos dé una ventaja concreta y nos ponga por sobre los planes del reverendo.

—Digamos que el Señor ha puesto en nuestro camino un objeto que nos da esa ventaja.

—¿Un arma?

—Más bien una llave.

Como si siguiera las órdenes de un guion preestablecido, el abogado y hombre de Dios de Athens, Georgia, observó cómo las pesadas nubes ensombrecían los bosques siempre verdes del estado de Washington y no respondió. Pasados unos segundos se volvió hacia su interlocutor.

—Entonces, dígame —preguntó el pastor y excongresista—, ¿estaría dispuesto a viajar conmigo a Chile en los próximos días?

—¿Chile? ¿No es la nacionalidad de la «tercera carta» de Leverance? —devolvió Kincaid con sarcasmo.

—No contestó la pregunta, hermano.

—Si esa es la voluntad del Señor…

—Perfecto, cuando lo invité le dije que quería presentarle a alguien —prosiguió Chapeltown, mientras enlazaba con su teléfono móvil una señal emitida desde el otro lado del mundo, la que se materializó en un video proyectado en un monitor plegable que bajó desde el techo de la cabina de pasajeros del helicóptero. Y agregó—: Lo llamamos Hermano Anciano.