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—¿Qué es el cifrado césar? —le preguntó Juliana a Princess. La inglesa no le respondió, agarró la hoja de papel en la que estaban escritas las letras, un lápiz y se sentó en el rincón del privado con menos luz directa. Buscó su bolso deportivo y sacó del interior una de sus libretas, giró las páginas rápido y comenzó a tomar nota.
—Elías te puede informar —le respondió, mientras sumaba con los dedos y pronunciaba en voz baja cada uno de sus movimientos.
—¿Miele? —Me miró la viuda del escritor más exitoso de España.
—Es el sistema criptográfico que se usaba para enviar mensajes militares durante el gobierno de Julio César en la Roma Antigua, se supone que fue ideado por el propio César, aunque eso es más mito que realidad. De todos los sistemas de cifrado es uno de los más rudimentarios. Básicamente se trata de mover las letras tres espacios hacia delante en sentido del orden alfabético, de este modo la A queda en el lugar de la D y la B en el de la C, y así sucesivamente.
—Y si es tan simple, ¿cómo no te diste cuenta?
—Por lo mismo, el césar es un cifrado tan básico que prácticamente nadie lo usa, ni siquiera los malos escritores de thrillers. Hay que esforzarse un poco más, con Bane Barrow lo hicieron.
—Eso no fue gracioso.
—Lo siento.
Me acerqué a Princess y vi lo que estaba haciendo. Tenía una hoja de su libreta entera marcada con letras que iba tarjando, también números del uno al diez que se repetían en cuatro filas muy ordenadas.
—Por favor, no te acerques —me pidió.
—Solo quería ver cómo ibas, pensé que no te llevabas bien con los códigos.
—No he dicho eso. Lo que te dije en Los Ángeles es que los sistemas alfanuméricos sin un orden lógico me superan. Un cifrado como el césar se me hace simple, de hecho lo es, y si dejas de molestarme lo resolveré en un minuto.
—Un minuto.
—Ahora son setenta segundos.
—Ok.
Y me alejé de ella. Juliana miró a mi compañera, luego a mí e hizo un gesto de que Princess estaba loca.
—No, Juliana —le respondió ella—, no estoy loca, solo tengo una condición distinta que me aparta de las personas promedio. Tú deberías saberlo, tu difunto esposo era como yo.
—Si tú lo dices… —respondió la escritora.
—Y tú lo sabes —cortó Valiant—. Listo, decodifiqué el cifrado.
Cortó una hoja de su libreta y me la alcanzó. Miré el papel y leí:
LAS
MANOS
DEL
DOMINGO
Luego se lo alcancé a Julieta que repitió en voz alta.
—Las manos del domingo, ¿las manos del domingo?
—The hands of the sunday —tradujo libremente Princess.
—No —le dije yo—, no del domingo, no habla del día sino de un nombre propio. Las manos de un sujeto llamado Domingo.
—¿Y vos sabés a qué Domingo se refiere? —preguntó Juliana.
—Y creo que tú también lo sabes —miré a la viuda de Javier Salvo-Otazo—. Después de todo, la historia que nos apuntan ocurrió en tu ciudad natal: Buenos Aires.