25 octubre, 1842
22
Regresó de amanecida a la vieja casona emplazada en el barrio de Pachacamilla en el centro de Lima. Con cuidado, Magallanes abrió los postigos y tras superarlos se movió sigiloso por el patio interior para no despertar a los perros. En punta de pies avanzó hasta su habitación, donde escondió el morral con la daga y los ojos de cerdo bajo el grueso colchón de lana que le servía de catre. Las manos le temblaban. Se quedó en silencio un instante meditando en cada evento de su último día, pensando en sus nuevas órdenes y en que la voluntad del viejo aún se hacía sentir, pasada su muerte incluso. Después de un rato decidió ir a la cocina donde se encontró con la más vieja de las negras que auxiliaban a la señora Rosa. Hacía una hora que estaba trabajando, preparando el pan para el desayuno. Por ella supo que ninguno de los patrones se había levantado, aunque las lloronas que la dueña de casa había contratado para acompañar el féretro de su hermano habían permanecido la noche entera de pie junto a don Bernardo sollozando y rezando. «Solo pidieron agua caliente con yerbas», le contó la negra antes de preguntarle dónde se había metido.
—Una última orden de don Bernardo —contestó el muchacho antes de pedirle que le diera algo de comer.
—Voy a calentarte un poco del caldo de pava que quedó de ayer. A propósito de ayer, doña Rosa preguntó hasta bien entrada la noche por tu persona. Quería hablar contigo, nos ordenó que si llegabas a hora decente pasaras por su recámara.
—Esta es hora decente.
—Cierra ese pico de ave que tienes, negro, y siéntate que la comida ya va a estar lista.
Le sirvió un plato con caldo, un poco de carne de ave y una taza de agua caliente con yerbas. Magallanes comió como si fuera el último día de su vida.
—¿Y dónde te envió el patrón?
—Por ahí —contestó el mocito mientras cortaba un mendrugo de pan y lo metía dentro del jugo caliente de pava.
—Quizás en qué lío andas metido —comentó la negra antes de dejarlo solo en la cocina, acompañado del desayuno y de un gato gris carbón y gordo que trepó a la mesa y se lo quedó mirando fijo. —Cuida que el pan no vaya a quemarse.
Después de arrojarle los huesos del pavo al gato, Magallanes fue hasta el lavatorio de la cocina y mojó los trastos, para que cuando volviera la negra no tuviese problemas para limpiarlos. Estaba en eso, en el momento en que doña Rosa, la ahora dueña de casa, se apersonó en el lugar.
—Buen día, Lorencito —lo saludó.
—Buen día para usted, misiá —respondió él, bajando la mirada.
—Si puede acompañarme… —pidió la señora.
—La sigo.
Rosa O’Higgins se adelantó en silencio a lo largo del corredor principal de la casa, que atravesaba entero el primer nivel de la mansión, desde la cocina y el vestíbulo hasta los estudios y privados que daban al segundo patio interior. A propósito evitó acercarse al salón donde velaban a su hermano, aunque Magallanes, que caminaba unos seis pasos atrás, alcanzó a ver el ataúd flanqueado por las seis lloronas. Pensó en que muy poca gente había venido a despedir a su señor. En verdad el pelirrojo tenía pocos amigos, sino ninguno, en la ciudad de los reyes.
—Por favor —le indicó doña Rosa, haciéndole pasar a su estudio—, tome asiento. —Y luego cerró la puerta tras ella.
En los seis años que Lorencito Carpio llevaba viviendo en esa casa y sirviendo a la familia O’Higgins, jamás había entrado al privado de misiá Rosa. Se lo tenían prohibido. A ese cuarto solo ingresaban las criadas y de cuando en vez la negra de la cocina. Él estaba para suplir las órdenes de don Bernardo y la geografía íntima del patrón no incluía las dependencias de su hermana. El mocito revisó la habitación, alumbrada por una delicada luz diurna que se filtraba a través del lino transparente que cubría un par de enormes ventanas de doble hoja, en un par de miradas. Había un pequeño escritorio con dos sillas lacadas de negro, una de las cuales ocupó el chiquillo por orden de la señora. También, y apoyado contra un rincón, un piano alto, muebles con pocos libros y muchos adornos de porcelana. Rumas de tejidos, lanas, géneros e instrumentos para bordar; una réplica de loza de un perro negro y dos grandes acuarelas colgando de las paredes, perpendiculares a la puerta de entrada. La primera era una imagen campestre, una vieja casona rodeada de tres grandes árboles, un riachuelo sobre el cual nadaban unos gansos y, al fondo, como inmenso telón, un enorme macizo nevado. La otra pintura era una imagen urbana, una gran ciudad flanqueada también por montañas; una ciudad que no se parecía en nada a la bella Lima.
—Es Santiago de Chile —dijo la patrona al descubrirlo mirando el cuadro— la Alameda de las Delicias desde la torre de la iglesia de San Francisco.
Magallanes guardó silencio.
Doña Rosa se sentó enfrente del muchacho y se lo quedó mirando un rato, callada, como si quisiera hacer sentir al mozo más incómodo de lo que ya estaba.
—Te preguntarás por qué te he llamado —comenzó ella.
—Usted dirá, patrona.
Ella sonrió, luego:
—Pero antes contéstame, ¿qué te hiciste ayer en la tarde?, fue como si la tierra te hubiese tragado.
—El patrón me dejó un encargo que debía hacer tras su muerte.
—¿Qué encargo?
Magallanes recordó aquello que le había inculcado don Bernardo acerca de nunca mentir y preferir las verdades a medias.
—Una encomienda que debía entregar en un barco en el Callao.
—¿Qué clase de encomienda?
—No lo sé misiá, era una caja amarrada. Se me ordenó llevarla, no abrirla y no hacer preguntas. Cumplí con mi deber.
—¿En qué barco?
—Solo sé que se llama Eleonora Hawthorne —tartamudeó al pronunciar, para que no se le entendiera bien— y tiene bandera extranjera.
Doña Rosa anotó el nombre del barco en una hoja de papel, que arrancó de un voluminoso cuaderno con tapas de cuero que había encima de la mesa, junto a un tintero. Luego abrió un cajón del escritorio y tomó un sobre que le entregó a Magallanes.
—Es tuyo —le dijo.
—¿Qué es, misiá? —preguntó él.
—Dinero y una carta que te libera de tus servicios, ya no eres necesario en esta casa.
Magallanes recordó que don Bernardo ya lo había eximido de su labor y que ahora su custodia era la misteriosa propietaria de un viejo buque ballenero con nombre de mujer.
—Entenderás que sin mi hermano no es necesario que permanezcas en la familia —intentó justificar la señora.
—Lo entiendo, misiá.
—Sé que lo entiendes. Don Bernardo decía que eras muy inteligente, te tenía en mucha estima.
—Y yo estimaba a don Bernardo, misiá.
—En fin —doña Rosa fue cortante en su tono—, tienes tres días para sacar tus cosas de la casa.
—Es suficiente, misiá.
—Espero que lo sea, ahora, por favor, sal del estudio y cierra la puerta por fuera. Di que he ordenado que nadie me moleste.
Magallanes guardó el sobre en un bolsillo, se levantó de la silla, hizo una venia y caminó en dirección a la salida del privado. Antes de dejar el cuarto se dirigió a la mujer que momentos atrás lo había despedido.
—¿Misiá Rosa? —preguntó—. ¿Cuándo entierran a don Bernardo?