21

«¿Quién es tu amiga?», fue lo primero que me preguntó la viuda de Javier Salvo-Otazo, cuando finalmente nos quedamos solos.

Tras nuestro desconcertante reencuentro en el pórtico del monasterio San Juan de los Reyes, ella y sus «amigos» nos invitaron a una reunión en las dependencias de la Universidad de Castilla-La Mancha, donde tanto Juliana como su fallecido esposo dictaban sendas cátedras de literatura creativa para la Facultad de Humanidades. Yo estaba en lo correcto, de verdad era el lugar más seguro de la ciudad. Tras breves saludos y presentación de nuestros «perseguidores», Juliana me pidió si podíamos conversar un rato en privado. Previo le indicó a Princess que era libre de hacer lo que quisiera. Mi compañera británica respondió asintiendo con la cabeza y optó por quedarse sentada anotando garabatos en su libreta.

Nos encerramos en el despacho de literatura medieval de la biblioteca de la facultad, una pequeña sala rodeada de pinturas, réplicas de armas y viejos volúmenes que ascendían a lo largo y ancho de los estantes que cubrían tres de las cuatro paredes de la oficina, completada con un escritorio pequeño y muy desordenado.

La mujer de Javier Salvo-Otazo se sentó detrás de la mesa de trabajo, yo acerqué una silla y esperé a que ella moviera las piezas. De inmediato quiso saber de Princess.

—¿Quiénes son los miembros de «tu ejército privado»? —le devolví.

—Yo pregunté primero —insistió clavándome sus ojos verdes, ligeramente almendrados. Se había dejado flequillo sobre la frente y se veía muy bien.

—Princess Valiant, la asistente de Bane Barrow, la conocí en Los Ángeles cuando vino a pedirme ayuda para que resolviera un misterio relacionado con la muerte de su exjefe.

Sin hablar, Juliana me hizo un ademán para que continuara. Al moverse, el escote de su blusa se abrió un poco revelando su cuello. Noté que ya no llevaba su típica gargantilla con el crucifijo de plata que le habían regalado para la primera comunión. Conocía la historia del pequeño objeto, ella me la había contado en varias ocasiones, todas para recalcar que a pesar de su carrera artística e intelectual seguía siendo una devota católica.

—¿Y tu… crucifijo? —pregunté, pegado en el detalle.

—Está guardado. —Fue cortante.

—Es raro verte sin él —insistí.

—Digamos que últimamente no me he sentido muy cerca de la iglesia.

—Curioso, siempre me llamó la atención lo devota que eras.

—Uno cambia, lo bueno y lo malo que nos sucede nos moldea, Elías. Sigo creyendo en Dios, pero de otra manera. —Suspiró y luego cambió de tema—. Me decías que la piba inglesa te buscó por lo de la muerte de Bane Barrow.

—Sí —volví a la conversación, no sin quitar el detalle del crucifijo de mi cabeza. Tuve rápidas instantáneas de esa otra cruz, la que colgaba del cuello de la agente Ginebra Leverance del FBI—. Según ella —proseguí— tenía pruebas de que Bane había sido asesinado…

—¿Y las tenía?

—En efecto. Un código alfanumérico que le grabaron a Barrow arriba de la cadera, en esta posición. —Indiqué sobre mi cuerpo—. Quería que yo lo decodificara.

—¿Y lo hiciste? —El tono de voz de la escritora se entorpeció, como si algo se le hubiese quedado trabado entre la lengua y los dientes.

—Con ayuda, pero lo hice —fui alargando la frase.

—¿Y? —Estaba ansiosa.

—El cifrado resultó ser el nombre de Bernardo O’Higgins Riquelme, el…

—Sé quien es Bernardo O’Higgins Riquelme —se adelantó ella, acelerada y nerviosa—, soy argentina, conozco todo ese proceso, además estuve casada con Javier Salvo-Otazo —bajó la mirada.

—En fin —proseguí, no sacaba nada con ocultar información o mentir—, no tengo idea cómo ni por qué, pero el FBI se involucró en esta investigación y me pidieron no salir de Estados Unidos, con amenaza incluida.

—Y vos estás en España…

—Cometiendo tal vez el mayor error de mi vida.

—O investigando para la novela que te hará tan famoso y rico como siempre soñaste. —Ella me conocía bastante más de lo que yo hubiese querido.

—¿Cómo has estado? —cambié de conversación.

—Prozac y otras píldoras; no me hacen olvidar pero me mantienen despierta.

—Lo siento.

—Sé que lo sentís.

—¿Tú hija?

—Con sus abuelos paternos, ahora está mejor con ellos que conmigo. Yo ahora tengo que preocuparme de otras cosas. —Levantó la vista.

—¿Qué fue todo esto Juliana? Tu casa vacía, la persecución por Toledo, esta conversación secreta en la universidad.

—A Javier lo mataron —respondió certera— igual que a Bane Barrow.

No le contesté. Entonces, como si la historia se repitiera, de Pascuali sacó algo de un bolsillo de sus jeans y lo puso sobre la mesa. Ese algo era una hoja de papel doblada en cuatro.

—Adelante.

Me acerqué, desdoblé el papel y constaté que, garabateado con un plumón rojo, al centro de la hoja, estaba escrito:

QGY

RGSUY

JK

JURÑSMU

—Lo marcaron en los hombros de Javier, un poco más debajo de la espalda. —Se tocó en el lugar.

Volví a revisar el papel, tres palabras y un monosílabo, solo letras, igual y distinto a lo del culo de Bane Barrow.

—¿La policía sabe de esto?

—Vino hasta la Interpol, pero no me han dicho nada, solo pidieron que no difundiera el hecho, que era mejor mantener todo en secreto. ¿Puedes decodificarlo?

La vida era un círculo.

—Supongo, dame un par de días. —Frank iba a tener trabajo—. ¿Puedo quedármelo?

—Es tuyo.

—Entonces todo este show, el montaje de mala película de Bond…

—Ya no sé en quien confiar, si te habían seguido o no. El espectáculo fue idea de Bayó.

—¿Quién es Bayó?

—Uno de tus tres «perseguidores». El calvo más alto y grande de todos, quien apareció conmigo en la puerta del Monasterio. Es Luis Pablo Bayó Salvo-Otazo, primo hermano de Javier. Se divorció el año pasado después de casi veinte años de matrimonio y desde entonces que vive en casa. De no ser por él, me habría muerto cuando encontramos a Javier.

—¿Confías en él? —pregunté en serio.

—¡Por supuesto que confío en él! Hoy por hoy es la persona en quien más confío. —Volvió a clavarme sus ojos verdes.

—Reconozco que su idea, la distracción para sacarnos de tu casa y conducirnos a la universidad fue buena.

—Coronel retirado del Ejército del Aire. Trabaja de consultor para esa rama de defensa hispana y es asesor técnico de la industria aeroespacial europea. Créeme, sabe de estos temas…

—No me cabe duda. —En verdad estaba impresionado con el currículo del «primo»—. ¿Y los otros dos?

—Amigos de Javier, profesores de la universidad. Uno es el bibliotecario, por eso tenemos facilidades como este despacho; gente buena.

—A la que también le gusta jugar al policía y al ladrón.

—Javier jugaba rol y estrategias con ellos, son tipos buenos —insistió.

Volví a mirar el código de Javier y levanté mi ceja izquierda, teniendo muy claro que la mujer que tenía enfrente sabía perfectamente lo que venía ahora.

—¿Así que La cuarta carabela? —pronunció ella.

—Caeti te contó.

—Te escucho —inquirió.

—Lo supe el día de la muerte de Javier, cuando Caeti llamó para informarme…

—Eso ya lo sé, que el libro en el cual trabajás también se llamaba La cuarta carabela y que ahora descubriste que el que dejó inconcluso Bane Barrow llevaba el mismo nombre…

—Y creo que no somos los únicos autores de género que llevamos meses trabajando en el mismo texto.

—¿Qué es lo que querés?

—Ver el manuscrito de Javier.

—¿Para qué?

—Para intentar descubrir qué hay detrás de todo esto. Quién, cómo y por qué logró que un grupo de autores estemos tras la misma historia. Saber si Bane y Javier murieron por algo en particular, o adelantarme a quién será el próximo, sí es que hay un próximo.

—Ese es un porqué, te pregunté el para qué.

—Ya me escuchaste.

—¿Para qué, Elías Miele?

—Para ser yo quien termine La cuarta carabela.

Juliana gesticuló la más encantadora y al mismo dura de sus sonrisas.

—No.

—¿Qué no?

—No puedo pasarte el manuscrito.

—Julia. —Así la llamaba antes de que se casara con mi fallecido amigo—. A Javier le hubiese gustado, él confiaba en mí.

—No diría eso, le caías bien, que es distinto.

—¿Vas a publicarlo tú?

Supongo que mi pregunta le causó risa, porque fue incapaz de evitar un rezongo antes de responder.

—No, no me interesa. —Fue enfática.

—Confía en mí.

—Confiar o no confiar en ti no es el problema.

—¿Entonces?

—Que no puedo pasarte el manuscrito porque no sé dónde está.

—¿De qué estás hablando?

—Lo que acabás de escuchar. He revisado el ordenador de Javier, su nube y otros discos duros reales y virtuales. Todas las carpetas indicadas como La cuarta carabela o «novela» están vacías y no hay una sola copia impresa en casa; ni un solo borrador de trabajo. Alguien borró todo o se llevó el libro. Quizá debieras buscar el de Barrow.

—¡También desapareció! —exclamé.

—¿También desapareció? —repitió preguntando.

Juliana se mordió los labios y respiró hondo, ignoro si sobreactuando o porque de verdad estaba contrariada con la situación.

—Lo siento —me dijo.

No alcancé a responderle.

La puerta del privado se abrió y Princess Valiant ingresó sin pedir permiso. Se había cambiado de ropa, llevaba ahora una falda de tela escocesa color naranja muy corta, medias blancas, botas de charol y una camiseta roja de cuello alto y cerrado con un número 01 grande bordado en el pecho. Amarró su cabello con una varilla de madera.

—¿Qué es esto? —preguntó mientras agarraba el papel doblado sobre la mesa—. ¿Otro código?, ¿dónde lo encontraron, en las caderas del cadáver de tu esposo?

—Princess —intenté callarla.

—Un cifrado césar, esto es sencillo —dijo—. ¿Tienes un lápiz?