Toledo, España

20

La casa de Javier Salvo-Otazo había sido en su origen un hostal, que tras ser adquirido por el escritor, fue reconstruido como una pequeña mansión de tres niveles con antejardín elevado. La propiedad se emplazaba cerca de la intersección triangular de calle del Ángel con calle de los Reyes Católicos, casi enfrente de la sinagoga Santa María la Blanca, y como la conocía por fotos no me fue complicado encontrarla. Las imágenes me las había enviado Javier por correo electrónico, jactándose de las regalías que le estaban dando las distintas ediciones de Los reyes satánicos. Por supuesto, cada e-mail suyo iba acompañado de la respectiva invitación a pasar unos días cuando su solar (así lo llamaba, aunque en rigor no lo era) estuviera terminado. Hace cinco meses las obras fueron finalizadas, curiosamente al mismo tiempo en que cesaron sus correos con fotos y convites.

—¿En serio aquí vivía un escritor de thriller históricos? —comentó Princess con sorna.

—Sí, ¿por qué?

—Es como si un autor de libros de terror se mudara a Transilvania; un campo común demasiado obvio, parece un chiste.

Llamé a la puerta.

—¿Bueno o malo?

—¿Qué es lo bueno o malo?

—El chiste.

Ella no contestó, agarró su libreta y apuntó rápido los detalles del lugar y la conversación.

—Malo —dijo enseguida—, no hay chistes buenos, todos son malos.

—¿Todos?

—Sí, todos. No comprendo por qué la gente se ríe con los chistes. Tampoco por qué me hablas de estas cosas. Algo me conoces, entro en un loop y ahora no puedo dejar de hablar de chistes. ¡Asco! —chilló de golpe.

—¿Qué es lo asquiento?

—Tienes una mancha blanca en el hombro, límpiatela por favor.

—Es solo polvo. —Me sacudí. Ella no era capaz de mirarme.

Volví a insistir, tocando la campanilla eléctrica dos veces seguidas. Desde el interior de la casa regresó un eco vacío.

—Aquí no hay nadie —comenté.

—Intenta otra vez —agregó Princess, aún sin atreverse a mirarme.

Volví a llamar, nada.

Habíamos llegado a Toledo por tren, la forma más rápida y anónima de movernos. Salimos desde Puerta de Atocha a las 14:50 y arribamos a la ciudad amurallada una hora más tarde. Tras bajarnos del alta velocidad AVANT, bien camuflados entre una multitud de turistas, en su mayoría chinos, buscamos un taxi que nos subiera a la ciudad vieja o a «la capital maldita del verdadero reino castellano», como repetía Javier Salvo-Otazo cada diez páginas en Los reyes satánicos, novela que transcurría todo su tercio final dentro de las almenaras y torres de la fortaleza que se levantaban ante mis ojos y los de mi improvisada compañera inglesa.

No volví a llamar a la puerta, busqué mi teléfono móvil y marqué el número de Juliana; una voz femenina me respondió que el celular estaba apagado o fuera de cobertura, levanté la mano y decidí tocar la campanilla por cuarta vez.

—No vuelvas a llamar y vámonos de aquí rápido —subrayó mi acompañante.

Princess me indicó que volteara con disimulo hacia la esquina. En la entrada de calle del Ángel estaba estacionado un sedán color gris metálico, Seat Exeo, según logré reconocer en el logo que asomaba sobre la máscara del capó.

—No se ha movido desde que llegamos y hay tres hombres en su interior, ninguno ha bajado del vehículo y ninguno ha dejado de mirarnos.

El motor del auto se encendió y comenzó a acelerar despacio hacia nosotros.

—Salgamos de aquí. —Y le agarré la mano.

—¡Suéltame! —chilló ella—, no me gusta que me toquen.

No le respondí, pues si lo hacía, Princess iba a entrar en alguna de sus fijaciones obsesivas de las cuales iba a hablar por horas. Tampoco era lo que importaba, no en ese instante ni lugar. El Seat fue acercándose despacio y aumentó su velocidad a medida que nosotros apurábamos el paso.

Bajamos hasta el cruce con Reyes Católicos y luego tomamos la calzada en dirección contraria, hacia el edificio del Teatro de la Escuela de Arte de Toledo. El giro en la esquina triangular nos iba a dar una ventaja sobre el vehículo. Valiant caminaba un par de pasos detras mío y de cuando en vez volteaba para darme novedades de nuestros perseguidores.

—Nos salvaron unos turistas —me dijo, agregando que habían tenido que frenar para no atropellar a un grupo de noruegos, «o al menos hablaban en noruego», que subía desde la sinagoga hacia el alcázar y la catedral.

—Corre —le ordené, mientras trataba de sortear los obstáculos y la gente que nos separaba del viejo claustro medieval que servía de edificio para el Teatro de la Escuela de Arte, donde la calle formaba una perpendicular con Santa Ana que conducía a la bajada del mismo nombre en dirección al plano de la ciudad y a la puerta del Cambrón.

Escuché cómo el auto apuraba calle abajo y luego frenaba chirreando sus neumáticos en la intersección de las arterias. Tardó menos de lo esperado, pero nos dio tiempo para avanzar por Santa Ana hasta la vía peatonal que se estiraba hacia la muralla del norte.

—Tomaremos por el paseo del Recaredo y luego cruzaremos ese puente —le señalé—. ¿Ves aquel edificio grande? —Ella, agitada, me indicó que sí, que lo estaba viendo—: es la Universidad de Castilla-La Mancha, el mejor lugar para escondernos, lo aprendí de las películas de Indiana Jones. —Traté de bromear, demasiado nervioso para que sonara bien.

—No sé quién es Indiana Jones —me respondió ella; de verdad su falta de empatía me estaba superando.

Dos hombres, ninguno de ellos especialmente rudo, aparecieron en la parte alta de la callejuela y empezaron a avanzar hacia nosotros. Una ciudad turística de fama mundial y no hay visitantes cuando más se les necesita. Siguiendo la pauta de un mal guion de película de espionaje, todo el trayecto de Santa Ana surgió vacío, sin más personajes que mi compañera, yo y los dos sujetos del sedán.

—¿Por dónde? —me preguntó Princess cuando llegamos al final de la escalinata peatonal, donde Santa Ana volvía a convertirse en calle de ambos sentidos, bifurcándose uno hacia San Martín y otro en dirección al monasterio de San Juan de los Reyes.

—A la iglesia —le indiqué, mientras nos apartábamos metros de quienes nos perseguían.

No alcanzamos a avanzar mucho, ya que en la punta de diamante que se formaba ante nosotros apareció el mascarón y los faros del Seat gris metálico. Buen plan, reconocí. Mientras dos de sus ocupantes nos daban caza escalera abajo, el vehículo tuvo tiempo de adelantarse hacia la parte baja de la fortaleza, cortándonos la ruta.

—Eres un horrible estratega —soltó Princess, al verse rodeada.

—Soy escritor, y da gracias que conozco bien esta ciudad. —No era verdad, pues había estado en cuatro ocasiones antes y lo único que sabía es que había calles que llevaban a la parte alta o amurallada y otras a la parte baja o ciudad plana.

La agarré de la mano a la fuerza y aunque me tironeó para que la soltara, la conduje al interior del monasterio por la puerta abierta más cercana que encontré; si todo era como en el resto de las iglesias de la ciudad, el edificio tendría suficientes corredores y salidas como para eludir a los dos hombres que venían tras nosotros, además de imposibilitar que un auto atravesara sus muros.

—Te dije que no me gusta que me toquen. —Se liberó ella.

—Era eso o la Interpol.

—¿Cómo sabes que era la Interpol?

—No lo sé, pero no se me ocurre quién más pueda ser.

—Los que mataron a Bane, tal vez —regañó ella buscando un pañuelo de papel dentro de su bolso con el cual se limpió con energía la mano de la cual yo la había tomado. Explotó por no llevar jabón líquido y reclamó que necesitaba pasar por una farmacia a buscar un frasco—. ¿Conoces farmacias en Toledo?

—No.

—¿Y en Madrid?

—Eso da lo mismo, Princess, no importa —le grité mientras la dirigía a través de un patio techado que rodeaba los viejos claustros del monasterio. Busqué donde hubiesen más visitantes y le apunté que nos mezcláramos con ellos. Miré hacia atrás, los hombres no se veían por ninguna parte.

—Sí importa —continuó ella con lo del jabón.

—Tanto como que no te toquen.

—Soy así, ya te lo advertí. Y me cuesta estar demasiado tiempo con gente promedio.

Preferí no responderle, adelanté hasta el final del pasillo y abrí la puerta que conducía, tras pasar por una pequeña arcada rodeada de columnas, a la nave central del monasterio, donde una docena de chinos miraban el techo tratando de entender la forma de la arquitectura y la cultura occidental.

—También odio eso —siguió ella.

—¿Qué cosa?

—Que no contestes, que dejes una conversación interrumpida, como si no tuvieras de qué hablar.

—No lo tengo —contesté en automático, pensando en eso de ser promedio—. ¿Puedo decirte algo?

—Es la idea, ¿no?

—Eres divertida.

—No, solo soy rara —cortó ella, mientras me seguía hacia el sector opuesto de la nave central donde una señalética indicaba «salida hacia el Palacio de la Cava».

Cuidando de no volver a rozarle una mano, le propuse que avanzáramos con calma por el portal, como una pareja de visitantes extranjeros (que lo éramos) y que habláramos en inglés, elevando el tono.

—Crucemos la calle y entremos al Palacio de la Cava. Por su interior podemos regresar a Reyes Católicos y de ahí a Recaredo y hacia la universidad.

—Eso lo entiendo, pero ¿de qué hablamos?

—De cualquier cosa.

—Conmigo no funciona eso de cualquier cosa, propón un tema.

—Arquitectura…

—¿Qué tipo de arquitectura?

—¡Este tipo de arquitectura! —Apunté hacia las formas ojivales del monasterio.

Pero Princess no alcanzó a responder. Apenas cruzamos bajo el pórtico del templo hacia la intersección de Reyes Católicos con la calle del Pintor Matías Moreno, mezclados como una heterogénea pareja inglesa entre tantas otras provenientes de ese país, Estados Unidos, Alemania e incluso Latinoamérica (reconocí acentos de Colombia y Perú), dos figuras ya conocidas nos cortaron el paso. Me detuve en seco, Valiant tardó un poco más en reaccionar. Intenté girar y a mi espalda me encontré con un tercer individuo que nos miraba de la misma forma que los dos primeros. La diferencia es que este último era bastante más fornido y alto que sus compañeros, parecía miembro de las fuerzas armadas, mientras que los otros dos, profesores universitarios. De tener que improvisar un escape, con los «profesores» estaba la vía.

—Vale, ¿qué sucede? —les pregunté en español a los dos primeros.

—Por Dios, como te gusta jugar al James Bond —me contestó una cuarta persona, una voz que hacía años no escuchaba—, no te conocía tu lado impredecible, Elías Miele. Ahora deja esta comedia y acompáñanos.

Princess me miró y yo levanté las cejas.

—Está todo bien —le dije a mi compañera—, vamos con ella.