Madrid, España

18

«¿Que dónde estás?», explotó Frank cuando al fin aceptó la llamada entrante de un número que no tenía registrado en la memoria de su teléfono. Antes, un mensaje de texto le aclaró que el código que estaba replicando en su pantalla pertenecía a Elías Miele.

—Llevo dos días tratando de ubicarte y ahora me dices que estás en Madrid —reaccionó entre nubes de estática al otro lado del Atlántico.

—Una larga historia.

—Lo imagino, el FBI vino a verme.

—A propósito del FBI, deben haber pinchado tu número.

—Lo hicieron, pero metí un virus que se comió al espía. Fue complicado, tardó como cuatro horas en masticarlo, pero, ya sabes, conozco a gente útil que conoce a gente más útil. Me informaron que estabas detenido en Nueva York, trajeron una orden para inspeccionar tu casa.

—¿Se los permitiste?

—¿Qué otra cosa podía hacer? —sonó resignado—. ¿Entonces es cierto lo de tu detención?

—Un par de horas en una sala del edificio federal de Port Authority en JFK. Lo hicieron más para asustarme que por otro motivo. ¿Tomaron algo de casa?

—Nada… solo revisaron por aquí y por allá. ¿Qué pasó?

—Princess Valiant.

—Lo sabía. —Se detuvo y luego exclamó—: ¡Mierda!, entonces saben que fui yo quien descifró el código.

—Sí, pero no les interesa.

—¿Y qué les interesa? —lo escuché encender un cigarrillo (o un porro de marihuana) y aspirar nervioso.

—Aclarar la muerte de Bane Barrow.

—Entonces la pelirroja tenía razón. —Bajó el tono de su voz para luego subirlo—: ¿Y qué mierda haces en Madrid?

—Hice un trato.

—¿Con el FBI?

—Con Olivia Van Der Waals.

—No sé qué es peor… ¡Aguarda! —Hizo otro alto para cambiar de tema—. Me estás llamando de un número nuevo, ¿requisaron tu teléfono?

—Solo por unos minutos, pero era mejor prevenir. Envié todos mis archivos a una nube y guardé solo el chip de los bancos y algunas direcciones.

—Con el chip bancario igual te van a encontrar.

—Estoy en Europa, acá es más fácil esconderse.

—¿Qué hiciste con el otro aparato?

—Lo dejé en el asiento trasero de un taxi.

—Estás aprendiendo. —Fumó—. Espera, espera, espera —repitió en el acto—, ¿cómo mierda pasaste el control del aeropuerto?

—No volé de pasajero, Olivia me envió en un vuelo de carga a la filial francesa de la editorial.

—¡¿Estás de ilegal?!

—No, con todos los papeles en orden, además de privilegios de «alto ejecutivo» de Schuster House. Interpol sabe que estoy acá, también que no hay cargos para detenerme… pero pueden molestarme.

—¿Qué hago si el FBI vuelve a insistir contigo?

—Diles la verdad, además ya la saben; cuéntales que vine a ver a unos amigos en España, a la familia de Javier Salvo-Otazo… Dales lo que te pidan y anota este nombre: Ginebra Leverance, ella puede ser bastante insistente.

—¿No estás solo, verdad?

—No, y ahora debo cortar…

Y sin despedirme guardé el teléfono. Luego me quedé viendo cómo unos turistas muy rubios y muy alemanes se amontonaban sobre un microbús estacionado bajo la curva fachada del edificio Capitol, en la Gran Vía con Callao, mientras al otro lado de la calzada la mole de FNAC fabricaba gente a través de sus puertas giratorias. Dentro de quince minutos había quedado de reunirme con Caeti en la sala de lectura del cuarto piso de esa tienda. Abrí la tapa del café y revolví un poco mi americano con dos dedos de leche descremada. «¿Quieres pasar desapercibido en Madrid? Escoge un Starbucks, estamos repletos de ellos y los odiamos, nunca hay gente», me aconsejó hace años mi agente. No era cierto. Pensé en Ginebra Leverance, en su tic, su boca rosa y su apetecible figura de exmodelo encerrada en una falda tubo, la cadena con la cruz latina en el filo de su escote, también en su padre, su religión y en lo extraño que se había vuelto todo.

El Starbucks no estaba repleto de españoles, pero sí de turistas.

Di un sorbo a la bebida y eché mis ochenta y tres kilos sobre el cómodo sillón de la cafetería. Respiré hondo y volví a agarrar el libro que compré apenas me bajé del tren en Chamartín y del cual, por más que trato, no puedo pasar de la página trece. Las hijas de la penumbra, Juliana de Pascuali, estaba escrito con letras plateadas sobre una cubierta negra donde relucían cuatro manos blancas agarradas a un candelabro. Best seller del año pasado en España y, tras su presentación en Frankfurt, una de las grandes apuestas para el mercado anglo en la temporada entrante. El libro de la viuda, de la mujer que alguna vez casi acaba con mi amistad con Javier. Yo la vi primero, él se casó con ella, ahora estaba libre. Era imposible que no pensara en eso, más ahora que el destino nos había librado de su esposo.

«A veces la muerte puede acariciarse», decía la frase promocional en la contratapa, junto a una línea aún más publicitaria: «por la premiada autora de La herencia escondida», título de su primera novela, un thriller también gótico, también romántico y también de época que le dio buenas ventas y algunos premios menores, distinciones todas que sin embargo no le permitieron encumbrarse por sobre la popularidad de su exitoso marido.

En una ocasión, durante una Feria del Libro en Guadalajara, México, Juliana me confesó sentir celos de la atención que recibía Javier. Con unas copas de más sumó que la rabia le surgía por saberse más escritora que él. «Incluso tú escribes mejor y eres más entretenido, deberías superar sus ventas», me sopló guiñándome un ojo y recordándome la historia pasada que teníamos juntos, lo que pudo ser. Aquella noche Javier era el rey del mundo, presentaba La cifra de Salomón, su segunda novela, antesala del éxito arrollador que dos años después vendría con Los reyes satánicos, su sobrevendido thriller acerca del verdadero culto procesado por Fernando e Isabel de Aragón, grueso novelón que vendió tantos ejemplares como sumó tanto repudio del catolicismo más conservador de España, sin contar toda clase de polémicas (muy útiles comercialmente) con las escuelas de estudio histórico tradicionales. Recuerdo que me envió un correo que no era más que una colección de frases que habían salido en la prensa. La que más gracia le hacía era la cita de un reconocido doctor en filosofía de Navarra que definía la novela como «una colección pornográfica de libertades e inexactitudes históricas, pero la culpa no es del autor sino de la editorial que se animó a publicar colosal falta de respeto contra la herencia castellana». Miré la foto de portada del libro que tenía sobre mis rodillas: Juliana siempre se las había arreglado para ser amada por las cámaras.

Revisé la hora y abandoné rápido el Starbucks para acudir a la reunión con mi agente.

Caeti Castex llegó retrasado.

—No es un lugar muy apropiado para que un autor superventas pase desapercibido —me dijo al descubrirme en el mesón de ventas de FNAC, firmando un par de ejemplares de La catedral antártica.

Tenía razón, pero esa era la idea; el público al final era el mejor de los disfraces. Nada había sido escogido al azar. Si lo cité allí era porque necesitaba de la cubierta de los lectores.

—El ego es más fuerte —le contesté a mi agente, quien tras la muerte de Javier Salvo-Otazo se había visto obligado a cambiar Barcelona por Madrid.

—Te ves bien, te sienta bien ese dorado californiano.

—Tú estás pálido.

Com una imatge de l’hivern, tronco.

Al fondo del pasillo, el rostro anguloso de Juliana sonreía en un colgante de Las hijas de la penumbra, «auténtica y provocadora renovación a la literatura gótica, Guillermo del Toro», enunciaba la frase publicitaria.

—Eso, lo de del Toro —le indiqué, mostrando el pendón de Juliana—, fue idea tuya.

—Ni siquiera se leyó el libro —susurró—, pero me debía un favor. Además como está interesado en hacer algo con Los reyes satánicos, buscaba quedar bien con Javier y le pareció que darle un espaldarazo a su mujer podía funcionar.

—¿Dónde te estás hospedando?

—En un hotel cerca de la Puerta del Sol.

—Hombre, porque no te vienes a casa, mi apartamento en Madrid no es tan vasto como el de Barcelona, pero siempre hay espacio para los amigos.

—No es el espacio lo que me preocupa contigo…

—Homofóbico de la gran puta, que et foti un peix!

Luego me dio un fuerte abrazo.

—¡Qué gustazo volver a verte!

—Aún en estas circunstancias.

—Tronco, si lo que me has contado al teléfono es cierto —anoche le había revelado casi todo—, estoy como la Van Der Waals, con las piernas abiertas, listo para que me adentres tu pollona. —Una señora nos quedó mirando pero a Caeti le dio lo mismo—. Con tu juego de creerte Indiana Jones todos podemos ganar.

La cuarta carabela.

—Y si te apetece… una «quinta carabela» —se entusiasmó.

—Ya sabes lo que necesito para apurarme. —Salimos del edificio de FNAC hacia la Gran Vía.

—Y te lo daría, si pudiera… pero no tengo nada.

Se detuvo a comprar una barra de chocolate en un kiosco. Al otro lado de la avenida una imagen gigantesca de Daria Werbowy modelando un entero para H&M colgaba en todo lo alto de los seis niveles del edificio de la tienda.

Caeti comenzó a masticar su chocolate. Comentó que para él era una adicción, que después de una larga lista de drogas legales lo único que necesitaba para sobrevivir era cacao. Me ofreció un trozo, le respondí que no me apetecía; en seguida se metió la mano derecha al bolsillo izquierdo de su pantalón de pinzas y cuadrillé y me alcanzó una pequeña tarjeta gráfica para teléfono móvil.

—Por mientras —bajó el tonó de su voz— que tus abogados gringos sepan administrar estratégicamente todo lo legal acerca de la inscripción de nombre, derechos y marca de La cuarta carabela para el mercado hispano —exageró.

—O con la conveniencia y el oportunismo que todos necesitamos —completé.

—Amén. —Se persignó—. Pensé mandártelos por correo —susurró como si nos estuvieran grabando para una película policial—, pero después de lo que me contaste ayer me dio pánico, no quiero que me pinchen, como dices tú.

—Crees que no estás pinchado —le dije a propósito. No respondió y dio otra mordida a su chocolate. Había sido buena idea traerme los archivos en una tarjeta, pinchado o no, era más seguro que por mensaje directo—. ¿Hablaste con Juliana? —le pregunté mientras guardaba el hardware dentro de mi teléfono.

—Te está esperando en Toledo, este es el número de su casa y el de su móvil —sacó otro papel doblado del mismo bolsillo y lo puso sobre la palma de mi mano derecha—; me indicó que prefería discutir contigo lo del manuscrito en persona.

Sonreí mientras miraba los ocho dígitos garabateados en la hoja.

Un vagabundo cruzó la calle gritando consignas contra la monarquía, diciendo que los cerdos debían llevarse al matadero. Exactamente la frase inicial de Los reyes satánicos. Caeti tenía razón al declarar que el libro de su difunto protegido lo habían leído todos los españoles.

—¿Y vas a ir solo a Toledo?

—No vine solo a España. —Levanté mi mano derecha e hice una seña. Princess Valiant, que se había quedado esperándome dentro del Starbucks de Callao con la Gran Vía se levantó, salió del local y caminó hacia nosotros.

—Caeti, ella es Princess Valiant, la exasistente de Bane Barrow.

—Joder —exclamó mi agente, mirándola de pies a cabeza—, es que no puedes llamarte «Princesa Valiente».

—Mi padre se llamaba «Rey Valiente» —contestó ella en un perfecto español neutro, mientras sacaba su Moleskine y un lápiz azul de su bolso deportivo.

—¿Qué anotas, niña? —preguntó Caeti al verla escribir en su libreta.

—Todo, anoto todo lo que hablo, con nombre, fecha y lugar. A veces también dibujo. Aquí estás tú —le enseñó, había garabateado nuestras siluetas frente a la fachada del edificio Capitol— junto a Elías. Y no me mires de esa forma, sé que estoy loca, pero me gusto así.

—No va dir res.

—Pero te mueres de ganas de preguntarme por qué me visto como me visto.

M’agrada aquesta noia.