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El perfil que escribió Bane Barrow en el número de septiembre pasado de Harper’s Bazar no podía ser más preciso. Le pidieron que narrara en primera persona algún episodio de su carrera que le resultara especial. Lo que él quisiera, todo validado por su estatus de superestrella. Escribió sobre Olivia Van Der Waals, su editora y mejor amiga. Claro, si uno creía en la sentida y algo cursi página y media que le dedicó bajo el título de «La mujer que cambió mi vida».
Sostenía el escritor más vendido de la década que para él, la señora (o señorita) Van Der Waals era más importante que su madre y sus hermanas, la única persona por la cual era capaz de dar su vida (tal vez acabó dándola). La retrataba como frívola, divertida y algo malvada —como reina madre de Disney—, pero dueña de una inteligencia no solo seductora, sino peligrosa, sacada de personaje de novela de Patricia Cornwell. Muy cierto, Olivia Van Der Waals era de esas mujeres capaces de derrotar a un ejército en tres frases. Soltera (en rigor, divorciada), cincuenta y un años bien tenidos a punta de cirugías y trasplantes de todo tipo; trabajólica y exagente de prensa convertida en editora (aunque jamás había trabajado una página) de los autores más vendidos de Schuster House. Insistir en que era una de las mujeres más poderosas de la industria es abusar de la retórica más vacía.
Hora y media después de mi llamado, apareció en el edificio de Port Authority de JFK junto a dos abogados de la editorial, se encerró a solas con la agente Leverance y en cosa de minutos ya había conseguido liberarme de las garras del FBI.
—No van a volver a molestarte, al menos por un buen rato —me aseguró la mujer, que por esos juegos del destino había terminado por tirar todos los dados de su apuesta a mi nombre. Estaba buscando al heredero de Barrow y con Salvo-Otazo muerto tal vez no era mala idea apuntar al chileno; en su lista era el más inofensivo y, sobre todo, el más maleable.
—¿Me puedes explicar qué fue todo esto? —le pregunté mientras caminábamos hacia el Escalade ESV que nos esperaba fuera de la terminal.
—Ginebra Leverance está loca, es una obsesiva, no parece humana, tomó lo de Bane como personal y ha molestado a toda mi gente desde que… bueno, desde que Bane se descrestó en Londres.
—Desvió un avión para detenerme.
—Casi, iban a pararte acá o en Newark, digamos que se aprovechó de un accidente para traerte a Queens, bruja maldita.
—¿Tanto la odias?
—Ha sabido buscar mi odio.
—Dale a su favor que está interesada en aclarar lo de Bane.
—Nada de interés, su obsesión con Bane empieza y termina en hacer todo lo posible por destruir su imagen. Ni muerto va a dejarlo tranquilo, perra.
—¿Destruirlo?, ¿me perdí algo?
—Ginebra Leverance, ¿el nombre no te dice nada?
—No…
—¿Y Leverance Jackson? —Se detuvo bajo el ala de un Bombardier de American Eagle.
—¡¿Ginebra Leverance es hija de Caleb Leverance?! —salté.
—Del reverendo Caleb Leverance Jackson, la elite de La Hermandad, guardián de la dignidad de Cristo y el Espíritu Santo en esta parte del mundo —completó mi editora.
La fotografía fue inmediata, el escote de Ginebra abierto hasta el tercer botón de su blusa, su piel oscura, ligeramente dorada, un par de pecas similares a un chita a la altura del hombro derecho y más abajo, colgando encima de la línea de sus pechos una cadena con una cruz latina, sin Cristo, sin imagen. Mis instintos de cristiano retirado habían acertado, la dama en efecto era evangélica practicante. Y no solo eso, estaba directamente relacionada con la gente más importante de esa religión en todo el planeta.
La Hermandad o La Familia era el apodo popular del National Committee for Christian Leadership, la pesadilla de cuanto artista o pensador osara escribir algo que atentara contra la tradición bíblica y se opusiera de alguna forma a la educación creacionista que habían conseguido meter en los planes de las escuelas primarias estadounidenses. La respuesta cristiana al fundamentalismo árabe, decían sus defensores; una agrupación de líderes evangélicos dispuestos a meter su fe en el interior de los estamentos más poderosos de la sociedad. Pretendían regresar a los tiempos en que todo giraba alrededor de la Biblia y mantenían una guerra declarada, con muchos millones de por medio, no solo contra el arte, la cultura, el budismo o los musulmanes, sino contra su más directa competencia camino al trono de Dios: la Iglesia Católica. Según el discurso de La Hermandad, el Vaticano era un pozo anticristiano que ocultaba bajo la idolatría al Papa y a los santos la extensión del Imperio Romano hasta nuestros días. El apóstol Juan (así a secas, sin el «San») en sus Revelaciones del Apocalipsis lo había advertido: Roma era la gran ramera, la que había que exterminar. De tener misiles nucleares, seguro que sus blancos iban a estar en la capital italiana, no en Bagdad. El gran dilema es que en verdad tenían acceso a esos misiles. Y el reverendo Caleb Leverance Jackson era una de sus cabezas más visibles; obispo protestante baptista de Washington, mantenía una ofensiva mediática contra todo aquel que osara usar el nombre de Dios en vano, más aún para sacar provecho comercial de ello.
Y Bane Barrow lo había hecho.
En artículos de prensa, videos difundidos por internet y entrevistas en canales de televisión conservadores, el reverendo Leverance fue enfático en declarar y reiterar que Barrow era un instrumento de Satán, metiendo en el saco a todos los escritores que seguían su línea pagana, suerte de falsos profetas del Anticristo pronto a venir.
—Ginebra es el brazo armado de su padre, eso es claro como el agua —prosiguió Olivia—. Acuérdate de lo que estoy diciendo cuando resuelva el caso…
—Si es que lo hace.
—Si es que lo hace —repitió ella, encendiendo un cigarrillo e ignorando totalmente que estuviésemos parados en lozas de concreto ordenadas sobre kilómetros de oleoductos y estanques llenos de combustible para avión—, va a sacar a la luz todos los trapos sucios de Bane, que no son pocos…
—Lo imagino.
—No, no lo imaginas. Nadie puede imaginarlo… lo digo en serio. ¡Mierda! —exclamó.
—¿Qué sucede?
—Que ya es casi mediodía, que nuestra reunión editorial se retrasó, que deberé mover mil cosas para reagendar durante la tarde. ¿Por qué mejor no te mudas a Nueva York?
—Tengo una idea mejor.
—Cambiar tu manera de vestir.
—No —lo de mi ropa lo dejé en la lista de espera.
—¿Una idea mejor que mudarte a Nueva York? Querido, no hay nada mejor que vivir en esta ciudad.
—Me refiero a nuestra reunión de trabajo. —Olivia Van Der Waals arqueó sus cejas y creo que la vi sonreír—. Hablemos de negocios aquí y ahora, no necesito más de cinco minutos.
La agarré del brazo y la conduje al otro extremo del Bombardier, justo al lado del tren de aterrizaje delantero. Los dos abogados se quedaron esperando.
—La cuarta carabela —pronuncié y noté de inmediato el impacto de esas tres palabras en su rostro. El falso rubor de sus mejillas pasó a un blanco nervioso, inquietante.
—¿Princess Valiant te lo contó, verdad? —La editora estaba seria. Tras nosotros un helicóptero de la Guardia Costera despegó en medio del relincho molesto de sus rotores de cinco palas.
—Nadie me contó nada, es el working title de la novela que llevo cuatro meses escribiendo —Olivia no entendía nada— y que inexplica blemente es el mismo título bajo el cual escribían Bane Barrow y Javier Salvo-Otazo al momento de su muerte.
—Me tomas el pelo, Miele…
—No. Durante mi último día en Shanghái hablé con Caeti Castex, mi agente en Barcelona, tú lo conoces —ella asintió—, acerca de si le gustaba el título La cuarta carabela y me dijo que era un gran nombre pero que no podía usarlo porque Javier ya lo había inscrito a su nombre. Esa misma tarde lo encontraron muerto en Toledo. Hace unos días, Princess Valiant me visitó en Los Ángeles y digamos que no fue complicado sacarle que La cuarta carabela era el nombre secreto del nuevo trabajo de Barrow. Ambos libros, al igual que el mío, se inician en Lima a mediados del siglo XIX y ambos, imagino, versan acerca de un secreto llegado a este lado del planeta con Cristóbal Colón. No sé qué habrá tras todo esto, pero estoy muy seguro de que es algo grande…
—Es imposible —bramó ella—, Bane tenía inscrito el nombre desde hacía más de un año…
—Inscrito en Estados Unidos —interrumpí—. Si Javier también lo hizo, está bajo las llaves de la propiedad intelectual española; hay un océano entremedio.
—Imposible —repitió Olivia confundida. De verdad el tema la enredaba—. Esta información estaba resguardada bajo siete llaves —exageró—, incluso filtramos un nombre falso a la prensa —lo recordaba: La llave Jefferson—. Nadie, ni tú ni Salvo-Otazo tenían forma de acceder al título a menos que el propio Bane…
—¿Tienes una copia de lo que alcanzó a escribir? —la interrumpí.
Ella bajó la vista.
—No, no quiso adelantarme nada, pero eso no es lo peor. —Apretó los dedos de su mano derecha contra su rostro, enfatizando del modo más melodramático que encontró la siguiente línea del diálogo—: el archivo de la novela desapareció. La nube virtual de Bane está vacía y en las carpetas de documentos de su computadora no hay nada.
—Nada, nada, nada —recalqué en infantil melodía.
—¿Te hablé en chino? —Arrugó el ceño—. La puta nueva novela de Bane Barrow se esfumó con su puta vida —luego bajó el volumen de su voz—. ¿Querías copiarla?
—No exactamente. —Volví a mirarla a los ojos—. Mi idea era compararla con el libro que estoy escribiendo. Olivia, supongo que puede parecerte una locura, pero estoy bastante seguro de que la historia en la que trabajaba Barrow es exactamente igual a la mía.
Recalqué el punto aparte al final de la frase, luego insistí en mi idea:
—Y es más, sospecho que en este instante todos los llamados «clones» de Bane Barrow están redactando su propia versión de La cuarta carabela. Javier lo estaba haciendo y voy a conseguir ese manuscrito para corroborar mi teoría y de paso descubrir quién está detrás de este complot —recalqué—, porque es un complot. ¿Qué, por qué y para qué? —solté sin darle tiempo para responder—. ¿Ya sabes lo del criptograma que Bane tenía escrito sobre el culo cuando murió, verdad? —asintió con un movimiento de cejas—. Pues logré traducirlo, el cifrado era un nombre: «Bernardo O’Higgins Riquelme», uno de los héroes patrios responsables de la independencia de mi país, Chile —subrayé—, y curiosamente el personaje que gatilla el misterio en «mi versión» de La cuarta carabela.
Olivia Van Der Waals parecía petrificada.
—Necesito algunos favores —dije—; el primero, que me metas en un avión a Europa, tenemos algo grande entre las manos, algo que puede ser mayor que las carreras juntas de Bane y Javier juntas.
—Eres escritor Elías, no investigador privado. Mejor olvídate de todo esto y volvamos a Manhattan, tu deber conmigo es escribir.
—Y eso es justo lo que te estoy proponiendo: La cuarta carabela, el libro secreto que estaban escribiendo Bane Barrow y Javier Salvo-Otazo, rescatado por Elías Miele, imagina eso en portada —tenté—. Pero no voy a lograrlo solo, necesito ir a España y no en un vuelo comercial. Tenemos que hacer todo lo posible por quitarme a Ginebra Leverance de encima.
—¿Algo más?: —Ya estaba dentro.
—El resto es más simple, primero que tus abogados recuperen los derechos del título La cuarta carabela y lo traspasen a mi nombre.
—¿Y segundo?
—Que las filiales de Schuster House rechacen todos las otras versiones de La cuarta carabela que de seguro les van a llegar en los próximos meses. Solo puede haber un libro bajo ese nombre, sino todo se va al carajo.
—Solo eso…
—Aparte de hacer lo humanamente imposible por encontrar el manuscrito perdido de Bane Barrow.
Olivia Van Der Waals sonrió y mentiría si dijera que no hubo un brillo malicioso en sus ojos. Luego sacó su celular del bolso de mano y me dijo que aguardara, que debía hacer una llamada. Se apartó hacia el otro extremo del avión, lo suficiente como para que un guardia del aeropuerto le gritara que estaba prohibido ingresar a esa área; ella por supuesto le respondió con un aleteo del brazo derecho. Yo miré hacia atrás, en dirección al edificio de Port Authority, seguro que a través de los cristales espejados del segundo o tercer nivel la hija del líder de La Hermandad estaba pendiente de todos y cada uno de mis movimientos.
—Tengo un vuelo de carga a París mañana, sales desde La Guardia a las cuatro de la madrugada —confirmó mi editora, regresando desde bajo la nave de American Eagle. Un helicóptero, esta vez del NYPD sobrevoló nuestras cabezas—. Y créeme cuando te lo digo, Elías Miele, me estoy jugando el pellejo por ti —no era cierto, simplemente estaba sacando muy buenos cálculos.
—No vas a arrepentirte.
—Eso espero.
—Y hablando de esperar. —La saqué del tema—. No lo he olvidado, ¿qué de malo tiene mi manera de vestir?
Olivia me miró de la cabeza a los pies, volviendo en un segundo a su primer trabajo, como asistente de la editora de modas de Vogue.
—Usar siempre camisas blancas con corte de sastre es una decisión acertada —describió—, el saco negro también. Mi problema es que nunca te quitas esos espantosos jeans negros y sobre todo que en lugar de zapatos uses eso —apuntó a mis pies.
—Uno —enumeré—: me visto así porque por primera vez en mi vida estoy delgado como para hacerlo. Mi abuela decía que nunca se es del todo delgado y del todo rico, yo ahora soy ambas cosas y para vivir tranquilo prefiero no cuestionarme las palabras de mi abuela —que no eran ciertas, las había leído en un libro de Stephen King—. Dos: tengo demasiadas cosas en mi cabeza como para preocuparme de cambiar de ropa cada día; además, el negro y el blanco funcionan desde que el César mandó a hacer su primera túnica…
—Válido, continúa.
—Tres, lo de los jeans puedo considerarlo, pero quitarme las zapatillas de tenis blancas, jamás. Nunca me verás con zapatos de diseñador, tengo pies delicados.
Sin deseos de seguir en lo de la ropa, Olivia volvió a lo que en verdad le interesaba.
—Mañana comienza marzo —dijo—: quiero un avance del libro en mi bandeja de entrada para la primera semana de abril.
—En tu bandeja de entrada.
—Y una cosa más —contesté con una sonrisa—, no se te ocurra morirte.