25 octubre, 1842
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El arponero se llamaba Alaistar Kirkpatrick y aunque su padre era escocés, había nacido y crecido en el sur de Argentina, la tierra de su madre. Bajo la lluvia y los truenos que azotaban la costa peruana, el hombre había puesto al día con su vida a Magallanes, haciendo de sus treinta y dos años un resumen de los hitos y eventos que marcaron su existencia, todos extraordinarios, como si lo común y corriente no tuviese espacio en él. A los quince se embarcó en un ballenero de Nantucket a bordo del cual dio su primera vuelta al mundo, donde contempló maravillas como calamares gigantes devorando tiburones cabeza de martillo y ballenas jorobadas con árboles en el lomo, «igual que islas vivientes».
—Le juro que es verdad —decía mientras guiaba al mozo bajo techumbres y terrazas que los ayudaran a escapar de la lluvia.
A pesar de su poco amigable aspecto, Alaistar era un sujeto no solo calmo y amable, también piadoso y muy creyente. Cada dos frases que hilvanaba hacía mención a Dios o a algún pasaje de las Sagradas Escrituras y cada vez que prometía o juraba algo lo hacía en nombre de los tronos celestiales. Su padre, también ballenero, terminó sus días como predicador protestante en la Patagonia, donde hizo buenas migas con los indígenas locales. El señor Kirkpatrick creció en un ambiente donde todo giraba alrededor de la Biblia y al temor ante el Dios de los ejércitos, porque así era el Todopoderoso en quien él creía, el de los israelitas, el que convertía las ciudades en cenizas y arrasaba con pueblos enteros.
Iluminados por un relámpago, que por unos segundos trajo de vuelta el día sobre la bahía, Alaistar Kirkpatrick le relató cómo era que se había convertido en arponero. Sucedió a los veinte años, durante su tercer crucero alrededor del globo, tras una tormenta que se había llevado a los cazadores del buque. Superadas las marejadas, el capitán ordenó a tres de sus tripulantes hacerse cargo de los arpones y así fue como él terminó de pie, en la proa de una ballenera, con una lanza lista para clavarla en la joroba de uno de los grandes leviatanes que rodaban sobre las olas. Y así fue también como el coletazo de un cachalote moribundo casi le arrancó el ojo derecho, marcando su cara para siempre.
—Fue el único accidente que tuve en mis días de mar —confesó el marinero, que llevaba tres años en el Callao, establecido junto a una mujer que conoció caminando por Lima—, aunque usted sabe amito, el que nace en la mar vuelve tarde o temprano a esos reinos. Sé que moriré en el reino de Neptuno, tragado por el Maëlstrom o dentro de las fauces de una ballena, igual que el profeta Jonás.
Otro relámpago iluminó la bahía y la sombra de los tres mástiles de un buque ballenero se vino encima de Magallanes y su improvisado compañero. Faroles de aceite colgaban tanto de las bordas como de las muchas cuerdas que se mecían bajo los palos de la nave, en cuya proa, bajo el bauprés, el muchacho reconoció el nombre que llevaba casi un día buscando.
—Ahí la tiene, amigo mío, ya le decía yo que Eleonora Hawthorne no era una mujer.
—Eleonora Hawthorne —leyó en voz alta Magallanes, la identificación del viejo navío con aparejo de fragata.
—Ballenero de New Bedford, propiedad de la familia Hienam, unos armadores cuáqueros con mucho dinero, mi amigo, más del que usted o yo vamos a contar en nuestras vidas.
Magallanes no respondió.
—Hay luz en la nave, yo que usted me acerco; ahí podrá entregar lo que su patrón le encargó con tanta prisa. Vaya y protéjase de la lluvia.
El muchacho se despidió del arponero y luego se encaminó hacia el Hawthorne que se mecía con violencia, agitado por las aguas arremolinadas por la tormenta costera. El agua ya caía a goterones y los rayos y relámpagos dibujaban contra la noche las formas de las torres y sierras que cercaban el puerto y la vieja ciudad imperial.
Alaistar Kirkpatrick aguardó a que el mozo se asomara a la borda del buque, antes de cubrirse el rostro y regresar a la tormenta. No era su intención volver a casa antes de que pasara la lluvia o llegara el amanecer.
—¿Alguien vive? —gritó Magallanes, trepando a cubierta del Eleonora Hawthorne.
—¿Quién respira? —respondió en español la voz de un hombre pequeño y calvo, de edad indefinida entre los cuarenta y cincuenta, que asomó bajo la toldilla—. ¿Qué haces bajo esta tormenta, pillo? —preguntó al verlo.
—Me envía mi señor…
No alcanzó a terminar.
—Sé quién te envía y sé también que no es precisamente un señor. O no lo era. También sé lo que traes.
Magallanes no respondió.
—No te preocupes, muchacho, las noticias vuelan, especialmente en Lima. Pero adelante, sube al barco que la señora te está esperando. Límpiate los pies y ven conmigo… Y no hables a menos que se te pregunte; estás aquí por una voluntad que no es la tuya. No eres un invitado, pero podrías serlo.
Magallanes aguardó nervioso.
—Vamos, cordero, qué esperas, apura el paso, a ella no hay que hacerla esperar.