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Mi compañero de viaje estaba en lo correcto, la verdadera causa de nuestro atraso y posterior cambio de aeropuerto no había sido por culpa de un accidente, sino por un motivo muy distinto. Y sin temor a exagerar, ni a parecer egocéntrico, el asunto tenía nombre y apellido: Elías Miele. Algo que evidentemente ni el ejecutivo automotriz ni yo alcanzamos a vislumbrar.

No fueron violentos y evitaron el escándalo en todo momento. Simplemente esperaron a que los pasajeros bajaran del reactor para acercarse.

—Señor Miele. —Me interceptaron mientras buscaba algún taxi a la salida de la terminal ocho de JFK. Eran dos personajes de civil escoltados por un uniformado alto y musculoso, muy de viñeta de mal cómic.

—Sí, soy yo —contesté, mirándolos de pies a cabeza.

—FBI —se identificó uno de los civiles, el único de los dos que usaba anteojos—, por favor venga con nosotros.

—Supongo que no puedo negarme.

—Supone bien, por acá, por favor.

Y ante la vista de un centenar de pasajeros y turistas que acababan de arribar a Nueva York me condujeron hacia el exterior del aeropuerto, donde me indicaron abordar un pequeño vehículo eléctrico que nos llevó hasta el nuevo edificio administrativo del terminal, un bloque de concreto y cristal construido hace un par de años junto al retrofuturista domo de embarque de la difunta Pan Am. Miré a mis anfitriones, ellos ni siquiera parecían inmutarse. A lo lejos tronaron los cuatro motores de un A-380 de carga que inició su carrera de despegue en una de las pistas del extremo sur.

The Port Authority of New York and New Jersey, JFK Airport, Federal Building estaba impreso sobre el arco de concreto que servía de entrada a la construcción. El carro se detuvo bajo la palabra «federal» tras lo cual se me solicitó que ingresara al edificio.

—¿Me puede decir qué ocurre? —le pregunté al agente de los anteojos.

—Ya se le informará, señor Miele, ahora es mejor que guarde silencio.

No era primera vez que me detenían. A los dieciséis años la policía chilena me sorprendió bebiendo en la calle con unos amigos. Tuve que declarar ante un juez de policía local y después firmar por seis meses en una comisaría. Mi papá no me dirigió la palabra en más de un año y mis antecedentes quedaron con una pequeña mancha que a nadie nunca le importó. La segunda ocasión fue bastante más complicada y acabé escapando de Chile, refugiándome primero en Buenos Aires, luego en Barcelona y finalmente en Los Ángeles.

—Por favor —me indicó el de anteojos, haciéndome ingresar a una pequeña sala con una mesa al centro, lugar común de las habitaciones de interrogación que uno ve en el cine o la televisión—. Su bolso —me pidió. No podía negarme, lo deposité sobre la mesa y luego lo deslicé hacia el agente. Él lo abrió y dio una revisión rápida, haciéndole un gesto de aprobación a su silente compañero—. También necesito su teléfono celular.

—Tome.

—Encendido y desbloqueado, por favor —me lo devolvió.

Ingresé la llave de paso de tres letras y tres números y volví a dejarlo encima de la mesa.

—Gracias.

—Descuide.

—Aguarde unos minutos, ya vendrán por usted. —Luego ambos abandonaron la salita, llevándose el bolso y el móvil.

Los minutos se alargaron por casi media hora. Solo, en silencio y frente a una pared blanca que evidentemente era traslúcida por el otro lado, intuía que todo tenía que ver con la efervescente visita de Princess Valiant a Los Ángeles.

Mierda, recordé, en la bandeja de entrada estaban los correos codificados y decodificados que me había enviado Frank; eso significaba que los problemas también iban camino a la costa oeste. Por un instante imaginé que hubiese sido preferible que mi vuelo llevase una bomba a bordo, que el 787 explotara en vuelo y que no quedara ningún pasajero vivo.

—Buenos días, señor Miele —me saludó una voz femenina—. Espero nos disculpe si hemos sido un poco molestos. Sus cosas…

La mujer entró, cerró la puerta tras suyo y se ubicó enfrente, sentándose al otro extremo de la mesa. Dejó encima mi teléfono móvil y mi bolso de viaje.

—Gracias.

Vestía un traje de dos piezas, negro y elegante, encima de una blusa blanca, abierta en el cuello hasta el tercer botón. Medias negras bajo la falda entubada y zapatos de taco alto, todo en la talla perfecta.

—De nada, es nuestro deber —me contestó. Cabello corto, en melena pixie, como Mia Farrow en El bebé de Rosemary, pero más largo en las puntas, casi en estilo bob.

—¿Usted es…? —La miré a los ojos.

—Agente Leverance, FBI. Debo confesarle, señor Miele, que disfruté mucho La catedral antártica, aunque el final me pareció inverosímil.

—Eso mismo dijeron los críticos.

Me ofreció un delicado apretón de manos. Leverance no debía de tener más de treinta y cinco años, era una mujer de color, alta y delgada, que recordaba mucho a Halle Berry en Perfect Strangers, ese horroroso thriller romántico con Bruce Willis, pero con bastante menos pechos que la ganadora del Oscar. Sus ojos eran de un café transparente, casi verde, enmarcados bajo dos cejas con una de las expresiones más tristes que hubiese visto. Algo indescifrable en su porte delineaba un origen europeo o quizás cercano al Medio Oriente, una belleza más que afroamericana, exótica, como de ilustración de cuento de hadas arábico, princesa de Las mil y una noches o fantasía bíblica de la reina de Saba. Por sobre una integrante de la policía federal, Leverance podría perfectamente haber sido parte de una agencia de modelos; mi carcelera realmente me había impresionado.

—Entonces puedo irme.

—Adelante.

Cogí mis cosas, le hice un gesto de despedida y me encaminé hacia la puerta. Por supuesto no podía ser tan fácil. Bastó que pusiera mi mano sobre la manija para que Leverance atacara.

—Espere, señor Miele, antes de que se vaya, necesito preguntarle algo.

Giré hacia ella. El envoltorio no era tan perfecto; tenía una falla que asomó de inmediato en la segunda impresión: un molesto tic en su ojo derecho, como un ritmo nervioso que la hacía pestañear rápido, producto tal vez de una enfermedad superada, de estrés acumulado o de algo que la estaba derrotando por dentro.

—¿Desde cuando está en contacto con Princess Valiant?

Una cadena de plata con una cruz latina surgió en el escote de su blusa, justo encima de la pequeña línea de sus casi inexistentes pechos. Nada de Cristo, clavos, heridas o corona de espinas; solo el símbolo más básico y esencial del cristianismo, ausente de todo fetichismo o idolatría. Fe protestante, tal vez baptista o metodista. Sabía de eso, los primeros catorce años de mi vida los pasé yendo cada domingo a la Escuela Dominical de un templo bautista en el barrio alto de Santiago de Chile; incluso participé del rito de aceptar a Cristo como mi legítimo salvador. Era evangélico declarado. Papá jamás pisó esa iglesia, mi madre aún sigue asistiendo y cree en cada coma bíblica que le indica su pastor.

—¿Leverance, me dijo…? —le pregunté—. ¿Su primer nombre no será Ginebra?

—Veo que ha escuchado de mí.

Regresé a la mesa, pero no me senté. El ojo derecho de la mujer seguía molestándome.

—Entonces —insistió—. ¿Qué me dice de Princess Valiant?

—Qué puedo decirle… la conozco de pasada. Hace una semana ni siquiera sabía de su existencia. Apareció en una conferencia que di en UCLA, quería hablarme de Bane Barrow —hice un alto deliberado—. Fue una conversación de pasillo.

—Que se extendió por varias horas en el Queen Mary.

Regresé a mi silla, contaba con que ella no iba a soltar tan rápido el balón.

—¿Hacia dónde vamos, agente Leverance?

—No sé, dígame usted. Pude ver en su teléfono que decodiñcó la clave alfanumérica que Barrow tenía escrita en la espalda el día de su muerte. ¿Valiant se la dio? —El tic de su ojo ya me estaba mareando.

—Más que dármela, me pidió si podía resolverla.

—Y por lo que veo, su asistente, el señor Frank Sánchez, es un muy buen criptógrafo.

—No había que ser especialmente bueno para descifrarlo. Era un trabajo simple, letra por número, solo se necesitaba encontrar la llave.

Leverance sonrió, le gustaba el juego del gato y el ratón. Notó que le estaba mirando el ojo.

—¿Le molesta? —Ni siquiera subió el tono de su voz.

—No, solo que es imposible no fijarse en ello —bajé la vista y estiré los dedos de mis pies para dirigir la tensión hacia abajo y evitar ruborizarme.

—Una herida de bala —me contó—. Tuve suerte, se enterró en mi cerebro justo aquí —se tocó la cabeza por encima de la oreja izquierda—. Pudo matarme pero resulté más fuerte de lo imaginado, un año y medio de rehabilitación. Pensaron que no iba a volver y aquí me ve. Sacaron la bala, pero quedaron algunas secuelas, la más notoria es el temblor de mi ojo derecho, las otras no voy a contárselas. Como ve, señor Miele, soy un buen personaje, podría funcionar perfecto dentro de una novela suya.

—Mucho. —Era cierto, su historia no se me iba a olvidar rápido.

—Pero no nos desviemos del tema. ¿En qué estábamos? —preguntó a propósito.

—En Princess Valiant.

—Exacto, conversábamos sobre la señorita Valiant, ¿extraña ella, verdad? —No le respondí—. Pues he de advertirle que hemos estado siguiendo a su nueva amiga, bastante convencidos de que sabe mucho más de lo que confiesa respecto de la muerte de su colega escritor, el señor Bane Barrow.

—¿Que no había sido un suicidio?

—No he dicho lo contrario, señor Miele, la palabra que usé fue muerte, no asesinato. Le aconsejo evitar pensar en voz alta, no conviene, sobre todo en instancias como esta. Uno puede sospechar, usted entiende.

—Pues, entonces, no sé qué más decirle, usted parece saberlo todo. Valiant me buscó solo para lo del código.

—Y es muy interesante lo que encontró en el código. ¿Usted es chileno, verdad?

—Para qué pregunta lo que ya sabe.

—Bernardo O’Higgins Riquelme —en realidad pronunció «Higgins»—, según lo que alcancé a buscar en internet, en su país lo consideran el padre de la patria, una figura histórica a la par de George Washington para nosotros. El impulsor de la independencia chilena.

—Algo así.

—Claro, algo así. Un buen tema para una novela de misterio histórica.

—¿De qué me habla?

—Su teléfono —indicó—. Tenemos buena gente, algunos mejores que su amigo Sánchez. Entramos en su disco duro y el último manuscrito en que ha estado trabajando empieza con la muerte de este personaje, Bernardo «Higgins». Mucha casualidad, ¿no le parece?

—Son temas que hay en el aire.

—Y claro, temas que le interesan a novelistas como usted, sobre todo cuando el trono del rey está desocupado. ¿A qué vino a Nueva York, señor Miele? —El tic del ojo pareció dispararme la misma bala que lo había creado.

—Reuniones editoriales.

—Por supuesto, Schuster House. ¿Imagino que después no pretende viajar a España? —preguntó sin mirarme a los ojos.

—Escúcheme, agente Leverance, no sé qué cosa se le metió en la cabeza ni por qué desvió un vuelo por mi culpa…

—Por favor, no fue por «su culpa», señor Miele. ¿Acaso no escuchó al capitán de su aeronave? Hubo un accidente en Newark, vea las noticias, ahí le informarán de todo. Nosotros simplemente aprovechamos las circunstancias, ya sabe, JFK queda mucho más cerca que Jersey.

—Lo que sea, no he hecho nada y no me gusta como me está tratando. Entiendo que solo ejerce su derecho como encargada de una investigación policial, pero yo también tengo los míos y los conozco muy bien. Si me permite, voy a hacer una llamada.

—Adelante, los abogados de Schuster House son excelentes.

—Con su permiso.

—Solo una cosa más, señor Miele. —Me miró—. ¿No ha pensado que tal vez ya sea hora de volver a Chile?

Más que una pregunta, era una clara amenaza.

—Perdone, pero no voy a responderle eso.

—Como usted quiera. Voy por un café, ¿quiere uno?

—No, gracias.

—Usted se lo pierde, esta es una de las pocas oficinas federales que tiene buen café.

Ginebra Leverance se levantó y salió de la sala.

¿No he pensado en regresar a Chile? Claro que lo he hecho, casi todos los días de mi vida. Tengo una hija adolescente a la que mi exmujer solo me permite ver por la pantalla del teléfono. Una vida entera que recuperar. La pregunta fue un torpedo directo a mi punto débil, justo ahí, bajo la línea de flotación, por fuera del cuarto de máquinas. Otra cosa, señora Leverance, sepa que feliz cambio mi casa en Malibú por una con vista a un lago en el sur chileno; dinero para hacerlo tengo, pero usted sabe, no depende de mí. Me metí con la familia equivocada, gente que no perdona, muy bien conectada y con una red más que eficiente de influencias. Si no he vuelto es porque no me dejan hacerlo. «Nada ha cambiado, señor Miele, la familia no va a quitar la demanda. Si usted regresa a Chile será detenido y encarcelado por desacato a la ley», me informó un abogado por correo electrónico hace un año, cuando intenté solucionar el problema. Y es verdad, de alguna forma me sentí como Roman Polanski, aunque no me he acostado con nadie. Al menos no con menores de edad.

Busqué en la memoria del teléfono e hice la llamada.