Nueva York, EE. UU.

13

Al quitarme el antifaz de descanso supe de inmediato que algo no andaba bien. Un silencio inquieto dictaba sus reglas a lo ancho y largo de toda la clase ejecutiva del reactor fabricado por Boeing. Miré el reloj y hacía quince minutos que debíamos haber aterrizado en Newark. Para cerciorarme, corroboré la hora en mi teléfono: marcaba lo mismo; también me avisaba que tenía un mensaje de Frank Sánchez en la bandeja de entrada.

Mi asistente podía esperar unos segundos.

Junto a las alas del Dreamliner 787 de American, las nubes altas indicaban que seguíamos en altura crucero y que los pilotos parecían no tener intención de bajar los alerones para iniciar el descenso. Abajo, muy abajo, los bosques y campos verdes de New Jersey, que alcanzaban a aparecer entre los jirones del nublado, firmaban la sentencia con el hecho de que no estábamos cerca de ningún núcleo metropolitano con pistas suficientemente largas como para aguantar el peso de un bimotor de más de trescientos pasajeros.

—Funciona bien —me indicó un sujeto sentado en la fila de enfrente: cabello muy corto, traje de diseño, anteojos con cristales al aire y evidente aspecto de ejecutivo de trasnacional, tal vez del rubro automotriz por el logo de Chrysler que se repetía en los papeles desparramados en su mesita, junto a una laptop IBM que tenía acomodada encima de la última edición de Vanity Fair—. Su reloj —me aclaró—. Hace media hora que estamos volando en círculos y nadie nos da una explicación. Mire a su alrededor, la gente está poniéndose nerviosa, yo lo estoy.

Me levanté sobre el asiento y revisé el ambiente: la incomodidad y el desconcierto podían cortarse en el aire. Mi nuevo amigo tenía razón, el pasillo se percibía apretado, muerto de miedo. Un jumbo repleto de civiles, volando hacia Nueva York, con un atraso inexplicable era una combinación que desde hacía dieciséis años a nadie hacía mucha gracia.

—Y eso que en ejecutiva y primera no somos más de veinte; creo que en turista la cosa está más complicada. Hace unos minutos alguien gritó exigiendo una explicación.

Volví a mirar por la ventanilla buscando un punto fijo entre los claros de nube. Era cierto, volábamos en círculo tratando de ganar tiempo y al mismo tiempo de quemar todo el combustible. Una mujer joven, treinta años, morena, bonita, sollozaba abrazada a un hombre de edad similar que le acariciaba con cariño la cabeza.

Recordé el mensaje de mi asistente y tomé mi celular. Pulsé el dedo sobre la superficie táctil y lo desplegué.

7 2 20 17 1 20 9 4

4 12 3 11 11 3 17 21

20 3 19 5 2 15 16 2

Apareció a pantalla completa, luego abajo: «Si quieres decodificarlo, presiona Y». Lo hice. Primero un fondo negro y después una pregunta: «¿Deseas verificar el mensaje a través de PGP? Y/N». También acepté, más para seguirle el juego a mi asistente que por creer en la seguridad de un software gratuito de encriptación. Con lo que tiene el gobierno moviéndose a través de la nación virtual ya no era tan fácil (ni sano) dedicarse a hackear o a burlar sistemas. Si quieren leer el correo erótico que enviaste a una chica de trece años de Yokohama lo van a hacer y si tienes mala suerte, te van a apresar por ello, aunque a nadie le interesen las adolescentes de Yokohama. «Felicitaciones, te has ganado el gran osito color de rosa», se escribió luego sobre la cubierta traslúcida del teléfono.

Uno tras otro los números se fueron convirtiendo en letras, primero el 7 en «B», luego el 2 en «E», el 20 en «R», el 17 en «N», el 1 en «A», el 20 nuevamente en «R», el 9 en «D» y el 4 en «O», perfilando la primera palabra del código, un nombre propio: BERNARDO. Luego vino el resto, tal cual yo lo había adivinado la misma tarde en que estuve con Princess Valiant.

B E R N A R D O

O H I G G I N S

R I Q U E L M E

Había más. «Toca la pantalla y la verdad será revelada». Así lo hice: «La llave del 6 era la “y”», se fue escribiendo, «Tenías razón, quien lo hizo no sabe de criptografía. Fue un trabajo simple, de principiante, ingenuo incluso», exageró, «de esos que te hacen perder el tiempo pero no te quiebran la cabeza. Si me preguntas, creo que fue la propia señorita Valiant quien lo preparó. Pregunta: ¿Bernardo O’Higgins Riquelme no es uno de los personajes de tu “cuarta carabela”?».

—Disculpe, señor, pero ¿podría apagar su teléfono? —me interrumpió la jefa de cabina, una cuarentona con mal aliento que creía que llevar el cabello como Melanie Griffith en Working Girl podía diferenciarla del resto de sus colegas, en especial de las más jóvenes, que día a día se abalanzaban sobre su puesto.

—Solo un segundo —le pedí.

—Lo siento, señor, necesitamos que lo apague de inmediato.

—¿Necesitamos? —Traté de sonar pesado, pero no me resultó.

—Por favor hágalo o tendremos que requisarlo —subió el tono de su voz.

Levanté el celular y presioné la tecla de apagar delante de su cara, para que le quedara claro que no era mi intención desobedecerla.

—Gracias —me dijo y regresó a la cabina de pilotaje. Abajo, a unos veinte mil pies, Nueva Jersey continuaba girando.

—Se lo dije —volvió a hablarme el pasajero de enfrente—, aquí está ocurriendo algo muy extraño.

Le hice un gesto indicándole la ventana y luego dibujé un círculo en el aire.

—Están vaciando los tanques —me respondió él.

La jefa de cabina reapareció en el pasillo de la derecha, acompañada de una compañera, mucho más joven. Pidió atención a los pasajeros de las clases primera y ejecutiva y anunció que el comandante de la nave iba a dirigirse a nosotros. El capitán se apellidaba Núñez y tenía un insoportable y pegajoso acento portorriqueño de Queens. Nos pidió disculpas tanto por el retraso como por la demora en las explicaciones. Luego recalcó que ambas se debían a una emergencia en Newark: había reventado el tanque de combustible en un C-130 de la Guardia Nacional, lo que impedía el aterrizaje de este y otros vuelos en la terminal de Nueva Jersey. Finalmente nos habían desviado a JFK, pero debido al tráfico de esa terminal la confirmación de la autorización de aterrizaje se había tardado más de lo esperado; sin embargo, ya estaba todo solucionado y el descenso iba a iniciarse en aproximadamente diez minutos. Cualquier duda o pregunta, las asistentes de cabina lo iban a resolver.