10

Princess Valiant me reveló que su abuelo, «el Valiant original», había llorado cuando la Cunard dio de baja el transatlántico en 1967.

Hace tiempo que soy de la postura de que nada sucede por casualidad y la muchacha, que efectivamente nació y vivió los primeros diecisiete de sus veintiséis años en Londres, no había escogido el buque museo al azar. El Queen Mary era muy importante en la historia de su familia. Sus abuelos paternos se habían conocido a bordo del vapor de tres chimeneas a fines de los años treinta, cuando él era un joven oficial de la Cunard y ella una mucama del transatlántico. Al estallar la guerra trasladaron a la mujer a un hospital de Liverpool, mientras él ingresaba a la marina real donde fue enviado a la flota del Mediterráneo.

—Pero eso es otra historia —dijo.

Agregó que al terminar la guerra, su abuelo había vuelto a trabajar como oficial del transatlántico. Su abuela, por el contrario, optó por establecerse en Southampton donde crio a sus hijos, «el mayor de los cuales era mi padre», agregó.

—¿Se llamaba Prince? —Intenté ser chistoso.

—King y es en serio. —Para ella nada parecía ser un chiste.

Estuvimos hasta la caída de la tarde deambulando sobre la cubierta superior del buque, junto a los botes salvavidas, los respiraderos en forma de cono y las recién lacadas chimeneas, que destellaban en un rojo furioso contra los últimos resplandores del sol de invierno.

—¿Sabías que la tercera chimenea del Queen Mary es falsa? —continuó Princess, tratándome cada vez con más confianza—. No hay ningún tubo de humos saliendo por ahí abajo —indicó—. Básicamente fue una forma armónica de montar una bodega sobre la superestructura de la nave y también de no ser menos frente al Normandie, la competencia francesa en tamaño, lujo y velocidad. Y como el Normandie tenía tres chimeneas, al Mary le plantaron una tercera, de otra forma habría sido idéntico a su nave hermana, el Queen Elizabeth.

—El Queen Mary fue el Poseidón —comenté mientras, delante nuestro, un guía turístico hacía lo propio con un grupo de japoneses. Princess me miró sin entender lo que le había dicho—. La aventura del Poseidón, 1972, Gene Hackman, producida por Irving Allen, el rey de los desastres —continué—. Una ola gigante da vueltas un transatlántico de lujo la noche de año nuevo. Filmaron la película aquí.

—No la vi.

—¿Ni siquiera el remake?

—No veo películas, tampoco televisión, solo dibujos animados —fue cortante, no de pesada, sino para darse tiempo de anotar en su Moles— kine cada párrafo de nuestro diálogo. Me fijé que en el borde de la hoja apuntaba cada minuto que pasaba, también que cuando perdía el hilo garabateaba figuras de animales marinos como delfines y monstruos con tentáculos.

—No estamos aquí para hablar de barcos, películas ni dibujos animados, ¿cierto? —la interrumpí.

—Lo sé, discúlpame, pero sufro de fobia social, necesito distraerme con datos tontos antes de entablar una conversación coherente con alguien que recién estoy conociendo.

—Hablaste en un auditórium lleno de desconocidos, no me parece algo de fobia social.

—Medio ravotril con Coca-Cola dietética y un auditorio que, si me disculpas, distaba mucho de estar repleto.

—Hablaste cinco minutos acerca de una mancha de crema dental que nadie había notado.

—Yo sí la había notado, no soporto las manchas blancas. Las negras o de colores me dan igual, pero las blancas, de leche, pintura o lo que sea, me dan asco. Es bueno que lo sepas, por si seguimos encontrándonos. —Se mordió los labios, sus dientes separados estaban manchados de ese gris blanquecino de alguien que fuma o vomita mucho—. Ven —prosiguió—, busquemos un lugar tranquilo donde platicar.

Llegados al Queen Mary la seguí hasta la cubierta superior de popa, detrás y bajo la tercera chimenea, junto al segundo mástil. No había mucha gente, unos doce turistas que descansaban mirando el mar mientras bebían tragos de vistosos colores. Por supuesto bastó con que nos sentáramos para que un mozo se acercara y nos ofreciera algo de tomar. Princess pidió Coca-Cola dietética y yo una botella de agua.

Guardé silencio por un instante, esperando que ella terminara de anotar la actual escena, justo hasta el corte de pedir algo para beber.

—¿Quieres algo de comer? —le ofrecí.

—No, nada.

—Yo creo que voy a pedir algo…

—Mmmmm —murmuró ella en voz alta.

—¿Qué sucede?

—¿Puedo incomodarte con algo? —Dibujé círculos en el aire con mi mano derecha para indicarle que siguiera—. No comas delante mío, no puedo comer frente a otras personas y no soporto que alguien lo haga delante de mí. Comer es una acción privada, personal.

—¿Y cómo lo hacías de niña? —No evité la sonrisa, tampoco la duda; pensé en sus dientes manchados, la opción del vómito, su extrema delgadez.

—Padre y madre respetaban mis decisiones. Esa y otras que tomé de pequeña.

—¿Otras? —Volví a pensar en lo del vómito.

—Soy un poco especial.

—¿Qué es eso de ser «un poco especial»? —destaqué.

—Que tú eres una persona promedio y yo no…

—¿Y eso qué significa?

—Muchas cosas, pero puede explicarse de manera sencilla usando el ejemplo de que es como si tú y yo habitáramos en planetas distintos.

—¿Y eso es bueno o malo?

—Ni bueno ni malo, simplemente es.

Opté por volver al primer tema de la conversación.

—Acabamos de pedir de beber —le dije.

—No tengo problema con la bebida si no es alcohólica.

—¿Y si lo fuera?

—No hablaría contigo, no soporto el olor del alcohol.

—Ok, me queda claro, nunca comer ni emborracharme delante tuyo.

—Además sufro de intolerancia a muchos alimentos y bebidas, ¿imaginas lo que es eso?

—Muy bien, mi hija es celíaca.

—No sabía que tenías una hija.

—Vive con su madre en Chile, no la he visto en años.

—Hace ocho años que no veo ni hablo con los míos, los quiero pero no los soporto; sucede, así es la vida. —Respiró y luego—: En mi caso es más que solo alergia alimenticia, es una condición completa y compleja.

—Lo tendré presente, me cuidaré de no contaminar tu mundo cuando esté cerca.

—Gracias.

—¿Por qué?

—Por respetar lo de la comida, mi condición y no preguntar más de lo necesario.

—Es tu vida, no me interesa, al menos mientras no te conozca más. —Hundí mi cabeza en los hombros—. Bueno, entonces —la miré a los ojos—, te escucho.

Ella sobreactuó mirando el mar, luego comenzó su cuestionario:

—¿Qué piensas de la muerte de Bane, fue un suicidio o lo mataron?

—¿Importa lo que yo piense, cuando tú crees que lo mataron?

Lo anterior era evidente desde la primera palabra que cruzamos.

—No es que lo crea, estoy segura. —Se detuvo—. Tengo pruebas —suspiró—. Bueno, una prueba.

Levantó su pequeño bolso deportivo rojo y corrió la cremallera. De su interior cogió un pequeño papel doblado en cuatro que me entregó sin mediar palabra, confiando a ciegas en el extraño que estaba sentado a su lado.

Insistió en que desplegara la hoja y leyera lo que había escrito en ella. Lo hice: era un garabato formado por tres series de números, repartidos en cifras únicas y dobles.

7 2 20 17 1 20 9 4

4 12 3 11 11 3 17 21

20 3 19 5 2 15 16 2

—Un código cifrado, ¿de dónde lo sacaste? —le pregunté.

—Del cadáver de Bane Barrow —respiró—. Las tres series numerales estaban marcadas con tinta china, como un tatuaje, en la parte baja de su espalda, sobre la nalga derecha.

—No es broma, ¿cierto?

—Yo nunca bromeo. —Fue cortante, pero no pesada, luego prosiguió—: Uno de los investigadores privados de la editorial me entregó el criptograma, dijo que lo había comprado a un agente del Scotland Yard. Era cierto, hice mis investigaciones. Después del funeral hablé con Van Der Waals, la editora de Bane, y le mostré el códice. Me pidió que tratara de averiguar algo pero que no hiciera mucho ruido.

—Entonces no has averiguado nada…

—No soy mala con los números —subrayó—, pero esto me derrotó.

—¿Estás segura de que no es un engaño?

—¿Por qué habría de serlo?

—No lo sé, hay que descontar todas las variables, quizás alguien quiere chantajear a la editorial o inventar un escándalo. O tal vez la marca es real, pero fue el propio Bane quien se la hizo antes de su muerte.

—¿Por qué una persona de piel muy delicada y en extremo alérgica se iba a escribir tres filas de números en la espalda?

—No sabía ese dato.

—Ya lo sabes.

—También puede ser un invento.

—Olivia reconoció el cadáver de Bane, ella vio la marca.

Revisé de nuevo las tres series numerales, no era complicado traducirlas, de hecho era muy sencillo si se descubría la llave. No quise decirlo, pero quien lo había escrito era un novato, tal vez había sido la misma Princess Valiant.

—¡¿Qué sucede?! —exclamó ella—, no me crees nada, ¿verdad?

No alcancé a responderle; una mujer vestida con un delantal rojo y blanco, con el logo del Queen Mary destacando enorme sobre su también enorme pecho derecho, nos interrumpió para entregarnos las bebidas. Le di las gracias y puse un billete de propina sobre la bandeja. —No es que no te crea —proseguí—, pero reconoce que lo que me cuentas es extraño. Tal vez si llamara a Olivia…

—¡Nooo! —saltó ella—, no le digas nada a ella, se supone que no debería contarle a nadie de esto. La editorial no quiere escándalos, temen que todo tenga que ver con algún lío amoroso de Bane y prefieren dejar las cosas como están —recordé la entrevista que había dado hace pocos días a un periodista chileno, quien me hizo el mismo comentario.

—Si en realidad fue un asesinato, lo más probable es que el móvil haya sido pasional. Los gustos y costumbres de Bane no eran precisamente un secreto.

Ella levantó las cejas, luego despejó un poco el cabello sobre su cuello.

Abrí el papel y volví a leer los números.

7 2 20 17 1 20 9 4

4 12 3 11 11 3 17 21

20 3 19 5 2 15 16 2

—Dijiste que la policía sabe de esto. —Moví el papel en el aire.

—Se supone que no debo contarlo, pero ya que estamos aquí —tartamudeó un poco nerviosa—, qué más da. El caso de la muerte de Bane Barrow está abierto. Oficialmente fue un suicidio, el grupo Schuster House se las arregló para que esa fuera la versión oficial, pero la policía inglesa, el Scotland Yard, el FBI…

—¿El FBI?

—Sí, el asunto pasó al FBI a través de Interpol. Sus agentes no han dejado de investigar el caso, han interrogado a casi todos los presentes en la fiesta de La esposa sagrada, al personal del hotel y a los cercanos a Bane…

—¿A ti también?

—Obvio, una tal Ginebra estuvo llamándome casi todos los días, incluso se apareció por mi apartamento para llenarme de preguntas.

—¿Se las contestaste?

—Lo que sabía, podía y me dejaron decir.

—¿Te dejaron decir?

—No somos pocos los que hemos recibido un buen cheque de la editorial para no abrir la boca.

—¿Por qué?

—Tal vez están involucrados, tal vez temen una baja en las ventas de su rey Midas. No me extrañaría, después de la muerte de Bane, las cifras de sus libros han subido en un doscientos por ciento.

—Si hicieran público que fue un crimen, las cifras ascenderían todavía más. —Me detuve—. Y la tal Ginebra, ¿volvió a molestarte?

—No, creo que se convenció de que yo no tenía idea y no llamó más. Era una bruja, daba miedo…

—¿Fea?

—No, todo lo contrario, las brujas no son feas. —Se detuvo, miró al cielo como gastando un par de segundos y preguntó—: ¿Ahora me crees?

—Me tienes dentro. —Era cierto, de hecho tuve que tomarme un trago de agua de golpe para ordenar mis ideas. Claro, aún faltaba llegar a su interés por la cuarta carabela, aunque ya presentía por dónde iba la cosa.

—¿Qué piensas? —volvió a preguntarme ella.

—Intentaba traducir el código, no es complicado; es una clave alfanumérica muy básica.

—Número por letra, ¿estás seguro?

—Bastante, el número más alto es el 21, el alfabeto tiene veintiséis letras, veintisiete en español, si le sumas la ñ. —Dibujé en el aire una letra «ene» con un guion encima.

—¿Me pasas el papel? —me pidió. Accedí. Luego buscó una hoja en blanco al final de su Moleskine y empezó a sacar cálculos—: Entonces el 7 debería ser equivalente a la G, el 2 a la B y el 20 a la T: gbt, ¿qué palabra empieza con gbt? En inglés ninguna, tal vez esté escrito en español, francés o ruso…

—No si se trata de un cifrado alfanumérico con llave vocal.

—¿Qué es un cifrado con llave vocal?

—Del 1 al 5, corresponde a A, E, I, O, U. Luego el 6 es B, el 7 C, 8 D, el 9 F, y así sucesivamente.

—Entonces el 7 sería la C, el 2 la E, el 20 la…

—Cu.

—Eso, cu: ceq, definitivamente es ruso. —Princess Valiant era tan encantadora que asustaba—. ¿No? —Me miró, como pidiéndome ayuda.

—Hay que armar un esquema completo.

—Entiendo lo que me dices, pero estoy absolutamente enredada, como que los números, estos números —precisó—, me odian, ¿eso ya te lo había dicho, no? Por eso te busqué, porque…

—Porque te pareció que un autor de thriller era una buena opción para jugar al detective criptógrafo.

—En realidad porque no supe dónde encontrar un buen detective criptógrafo.

—Son pocos y en su mayoría unos ineptos, te lo digo porque quise trabajar con uno para mi novela y fue un fiasco; un matemático es mejor opción, pero odian colaborar. ¿Me regresas el papel? —le pedí—, puede que mi relación con estos números resulte mejor que la tuya, pero no me pidas que te lo resuelva ahora.

—No lo haré, pero te advierto, soy ansiosa y sufro de angustia crónica, entre otras cosas, eso dice mi terapeuta. Si no recibo un correo tuyo en una semana voy a llamarte. —Me pidió permiso para encender un cigarrillo, le dije que no me importaba, pero que el barco estaba repleto de señales de «no fumar». Contestó que eso le daba lo mismo, que el planeta entero estaba copado de «no fumar», que si alguien le decía algo lo tiraba y listo, no era el fin del mundo. Tomó uno, lo prendió y dio una primera bocanada, luego comentó que era un vicio asqueroso, que no entendía cómo una mujer inteligente como ella podía depender de él, que tenía dientes de muerto por ello. Volvió a fumar, me miró y añadió que en realidad no era tan dependiente del cigarrillo, tampoco tan inteligente y que igual le gustaban sus dientes—. Entonces las vocales son la llave —cambió de tema.

—No solo las vocales, también pueden ser una o más consonantes. El código alfanumérico es tan sencillo que con frecuencia se le añade algún truco: una letra al azar que funciona para gatillar el traslado de la frase completa.

—Aparte de las vocales…

—O con las vocales. Hay que tratar con todas las alternativas.

—¿Y cuántas hay?

—Tantas como sean posibles al jugar con veintiséis letras.

—Paso.

Terminó rápido de fumar, agarró una servilleta de papel y apretó los restos del cigarro hasta convertirlo en una bolita que guardó en un bolsillo externo de su deportivo. Le di un instante para que limpiara su cabeza de todo el asunto de los números y el supuesto asesinato de Bane Barrow. Entonces la conduje a mi lado de la cancha.

—¿Princess? —presioné el gatillo—, lo de la cuarta carabela que mencionaste en la conferencia, tiene que ver con lo que Bane Barrow estaba escribiendo, ¿verdad?

—Era el título de su próxima novela —confesó.

Ni siquiera me sorprendí, pues desde el inicio de la conversación que ya lo tenía claro.

—¿Cómo lo supiste? —me preguntó ella.

—No lo sabía —mentí—, digamos que fue un presentimiento. Tengo buena memoria, creo haber escuchado a Bane decir que quería escribir sobre el descubrimiento de América —continué mintiendo—, así que solo sumé las partes del modelo —hice un alto y luego completé—: Buen título, vendedor incluso.

—Eso decía él.

—¿Alguien más estaba al tanto?

—¿Al tanto de qué?

—De La cuarta carabela.

—Eso es irrelevante, ¿no?

Tragué un poco de aire y probé con el truco de perder la mirada. Una amiga actriz me enseñó esa técnica, decía que era una buena forma de parecer inteligente, de demostrar que uno estaba más delante de su interlocutor. Lo usaban mucho en las series y películas de misterio o policiales.

—Después de todo lo que me has contado, que el Scotland Yard y el FBI están metido en la investigación, que alguien haya grabado un código alfanumérico sobre el culo de Bane Barrow…

—Nalga —me corrigió ella.

—Nalga, glúteo, culo, da lo mismo.

—No da lo mismo, además fue en la espalda baja.

—Donde fuera, Princess, no es el punto, y créeme, después de todo lo que me revelaste, nada de lo que añadas es irrelevante. Las casualidades no existen, menos en este tipo de asuntos. Entonces, en qué quedamos, aparte de ti, ¿alguien más del equipo sabía del nombre del libro?

—Solo yo… probaba los títulos conmigo.

—¿Y qué le dijiste?

—¿Sobre qué?

—Del título.

—La verdad, que era muy bueno desde lo comercial, pero que a mí no me decía nada…

No iba a ponerme a discutir sobre títulos, no ahora.

—¿Y Olivia? —insistí—, ¿sabía de este proyecto?

—Es probable, no solo era la editora, sino también la mejor amiga de Bane. Ella estaba al tanto de todo lo que tuviera que ver con su autor más exitoso.

—¿Alcanzó a terminar el libro?

—Con suerte escribió unas treinta páginas. Ni siquiera me envió material para que verificara datos, estirara historias secundarias o agregara personajes, aunque eso era tarea de los otros asistentes. Decía que quería terminar un primer borrador él, ese era su método de trabajo.

—Entonces nadie leyó el libro…

—Que yo sepa, nadie. Pero estaba contento escribiendo, le gustaba el desafío de empezar una historia ambientándola en un lugar donde nunca había estado.

—¿Qué lugar?

—Lima, en Perú, a mediados del siglo XIX.

Me quedé callado, tratando de ordenar las casualidades. Llamar a Caeti o a Juliana tal vez, ver si Javier también apareció con un código alfanumérico arriba del culo.

—¿En qué piensas? Te quedaste callado —me trajo de regreso Princess.

—En lo raro que suena escuchar Bane Barrow y Lima en una sola frase. —Otra mentira cómoda.

—Tan raro como tu fijación con lo de La cuarta carabela

—Curiosidad profesional —justifiqué sin decir nada.

—Ya lo creo, lástima no poder entregarte más datos para satisfacer tu «curiosidad profesional» —subrayó—. No alcancé a leer nada del libro y tampoco conozco la clave personal del archivo de Bane como para descargarlo, pero claro, por supuesto, no ibas a pedirlo —fue sarcástica.

No le contesté y solo me quedé mirándola, tenía una nariz grande, casi desproporcionada con su rostro.

—Acabas de mencionar a otros asistentes —cambié la conversación, ya habría tiempo de volver a La cuarta carabela.

—Somos, bueno, éramos un equipo de cuatro. Yo los supervisaba.

—Eras la jefa.

—No me gusta esa palabra.

—Pero lo eras. —Me estaba gustando incomodarla. Con términos inexactos, se volvía deliciosamente loca—: ¿Qué fue de ellos?

—La editorial les pagó e imagino que volvieron a sus vidas; la mayoría eran universitarios a los que se les compensaba muy bien por el anonimato. Supe que el FBI también los visitó, así que además han de estar asustados. De ser ellos estaría bien oculta, evitando hacer comentarios que pudieran enredarme.

—No como tú.

—Yo soy distinta. —Se rascó la mejilla izquierda.

—¿Y ahora qué harás?

—Regreso a Nueva York mañana, así que si logras descifrar ese código —indicó el bolsillo de mi chaqueta donde yo había doblado y guardado el papel—, llámame o envíame un correo electrónico.

—Hace un rato te confirmé que eso iba a hacer.

Una brisa helada desparramó vasos plásticos y servilletas sobre la cubierta del barco. Arriba, encima de Long Beach, las primeras estrellas ya se recortaban contra un cielo anaranjado, pintado con los últimos rayos solares del día.

Esperé a que se tomara un rato para escribir las últimas escenas de nuestro encuentro en el Queen Mary y luego le pregunté:

—¿Princess?

—Dime.

—Yo no fui tu primera opción, ¿cierto?

Detuvo el lápiz, marcando un punto de tinta azul sobre la hoja y arqueó sus cejas. Era evidente que había tratado con los otros «Bane Barrows» antes de insistir con la versión latinoamericana de su jefe.

Luego simplemente levantó los hombros.