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Intercepté a Princess Valiant a la bajada de las escalinatas neoclásicas de la biblioteca Powell, inmediatamente encima del parque que se abría sobre el campus central de la Universidad de California. Iba apresurada, como si estuviera escapando de algo o alguien, y desde su hombro derecho colgaba un pequeño bolso deportivo de color rojo con cierre de cremallera que usaba cruzado sobre el cuerpo.

—Señorita Valiant. —La detuve. Su cabello anaranjado y desordenado sabía destacar entre un océano de rubias homogéneas.

—Señor Miele —pronunció ella, girando hacia mí.

—Elías, por favor.

—Princess.

—Princess —respiré—: ¿Me permite unos minutos?

—¿Cuántos?

—¿Cuántos qué?

—Nada, que cuantos minutos le permito… En fin, da lo mismo, modos míos. Por favor, dígame, lo escucho.

—Buena intervención la de hace un rato.

—Leo bastante, me preparo.

—Mi asistente me contó que había llamado antes para ubicarme. Usted trabajaba con Bane Barrow.

—Eso es verídico…

—Lo siento, Bane era un buen sujeto.

—Y lo tenía en buena estima. A usted y a Javier Salvo-Otazo.

—Lo sé, me hubiese gustado conocerlo más.

—Si lo tranquiliza, con lo que lo conoció fue suficiente. Bane efectivamente era un buen tipo, pero también alguien muy complejo, no del todo sano para tratar. ¿Me entiende?

—No.

—Mejor.

—¿Y qué es lo que quería hablar conmigo?

—Aquí no, prefiero un lugar más…

—¿Privado?

—No, todo lo contrario, más mundano, menos evidente. Si usted quisiera ubicar a un escritor de thrillers conspirativos, ¿por dónde empezaría? Fácil, por una universidad del oeste norteamericano, alquimia precisa entre intelectualidad y vacío con sabor a hamburguesa.

—Entonces, usted dirá.

—Espere, un segundo, no, diez o quince mejor —se excusó nerviosa, mientras abría su bolso y sacaba de su interior una libreta Moleskine negra. Volvió a meter su mano y cogió tres lápices de tinta, todos azul, todos idénticos. Revisó cada uno, rayando un círculo y un ocho en la palma de su mano izquierda y finalmente escogió uno. Abrió su libreta y empezó a escribir—. Un poco más de tiempo —me pidió. La vi garabatear rápido, anotar frases entre signos de interrogación y otras marcadas con guiones, también apuntar mi nombre varias veces.

—¿Qué escribes? —Sentía curiosidad.

—Todo.

—¿Cómo todo?

—Eso, todo, es decir todo lo que hemos conversado desde que me detuvo fuera de la biblioteca. Intento ser exacta, claro, es probable que algunas frases se me escapen, pero queda lo esencial, lo que hablamos, el registro del espacio físico y temporal: fecha y hora —sobreexplicó.

—Veo…

—Escribo todo lo que hago y hablo, conmigo misma o con otras personas, es una bitácora de existir. —Me miró—. Estábamos por encontrar un buen lugar donde extender esta charla, dígame, señor Miele, ¿conoce el Queen Mary, en Long Beach; le parece a las cinco de la tarde?