24 de octubre, 1842
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«El Huacho murió con el sol en lo alto», se escuchó toda la tarde a lo largo y ancho de los pasillos de la vieja casona limeña. Primero en voz baja, como un rumor temeroso; luego, a medida que pasaban las horas, cada vez más alto, con más confianza, sabiendo que la nueva ya era pública, tanto como la herencia y el destino del difunto dueño de casa.
Magallanes no se movió de su rincón en la cocina, menos pronunció palabra. Prefirió permanecer invisible en su silencio, sabiendo lo que se rumoreaba de él y su relación con el muerto, escuchando cada comentario y anotando en su memoria los que le parecían más despectivos. Los mismos negros que hasta la noche anterior se referían al viejo con el respetuoso apelativo de patrón, ahora no dudaban en rebajarlo al insulto que lo había acompañando desde su nacimiento. El señor le contó esas historias. De cómo sus iguales crecieron riéndose de él, burlándose a sus espaldas con aquellas dos sílabas: huacho. Despreciativo sinónimo de error en la historia de un hombre que no quería errores, menos en la forma de un niño no deseado. Huacho, así también lo habían marcado a rojo los curas e incluso sus propios amigos, a quienes había llegado a amar como hermanos. En todos ellos, tarde o temprano iba a caer su venganza, de la manera en que más daño iba a terminar haciéndoles.
Iba a llover. Una de las criadas de doña Rosa lo comentó mientras desplumaba una gallina gorda de plumas naranjo amanecer. El cielo estaba cubierto y las nubes bajas. Quizá no para desatar una tormenta, pero sí lo suficiente como para mojar un poco las almas. Al joven mestizo no le importaba. Con los años había aprendido a apreciar la lluvia, incluso le gustaba. El viejo solía hablarle de la forma en que llovía allá en el sur, en ese país llamado Chile, «como si todos los ángeles del cielo lloraran al unísono», solía describir.
El resto de quienes respiraban en la casa, sobre todo la señora Rosa, evitaban hablar de esas tierras, pues decían que no era un buen lugar para vivir. Agregaban incluso que el mismo diablo habitaba en las montañas de «allá abajo». Abajo. El patrón también usaba esa palabra para referirse a los valles infinitos que corrían al sur del Perú. Le dolía hablar de Chile, por eso le funcionaba tan bien aquello de «abajo». Además, en los mapas, esos parajes siempre aparecían por allá, precisamente donde acababa el mundo.
—He dejado una encomienda a tu nombre. Debes prometerme que el día de mi muerte la tomarás como si fuera tuya y la llevarás al puerto. En el Callao busca a Eleonora Hawthorne.
Le hizo repetir hasta el cansancio ese nombre, Eleonora Hawthorne, y luego agregó:
—Para que te entre en esa cabeza dura tuya, —e insistió en que se cuidara de los rateros—. Lima está llena de bandidos, tú lo sabes, algunos de ellos recién se empinan sobre la niñez, esos son los peores, porque sus manos pequeñas y suaves son tan rápidas como las piernas flacas de un galgo. ¿Has visto correr a un perro galgo, Magallanes?
El encargo era pesado e incómodo: un paquete largo, de casi dos metros de punta a punta por una veintena de centímetros de ancho. Encima llevaba atado un mensaje sellado y marcado con el timbre de la casa, sobre el cual don Bernardo había intentado dibujar una bandera chilena, apenas un garabato, producto de la debilidad que lo aquejaba.