Tres meses atrás
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Mientras caía desde el séptimo piso del Hotel Dorchester sobre Park Lane Avenue, Bane Barrow, el escritor más exitoso del mundo, entendía que no era cierto aquello de que en los últimos segundos toda la vida se pasaba frente a los ojos. El tiempo era tan corto que a lo más alcanzaba para un par de horas. Y las últimas de Bane Barrow estaban entre las mejores de toda su existencia.
Enumeró: primero, la fiesta que Schuster House había organizado para festejar los ciento diez millones de ejemplares vendidos de La esposa sagrada, su más reciente novela. Segundo, el hecho de que su propia editora y mejor amiga, Olivia Van Der Waals, se hubiese encargado de la organización, detalle no menor y gracias al cual había venido literalmente todo el planeta, con todo lo bueno y malo que ello podía acarrear, incluida una muy aburrida conversación con Salman Rushdie. Tercero, la cita perfecta que se suponía iba a tener después de los festejos.
Supuso: mientras caía desde el séptimo piso del Hotel Dorchester sobre Park Lane Avenue, Bane Barrow, el escritor más exitoso del mundo, olvidaba la fiesta y se concentraba en lo que había ocurrido al final de las candilejas, exactamente cincuenta y cinco minutos antes de su inevitable muerte.
Recordó: a las 23:05 habían llamado a la puerta de la suite 704 del hotel. Bane Barrow estaba recostado sobre las sábanas y esperó a que repitieran el golpeteo un par de veces antes de levantarse a abrir. En el trayecto se acomodó la bata y verificó que la botella de cristal estuviera bien fría dentro de la cubeta con hielo. Aprovechó de bajar un poco la intensidad de la luz, acomodarse hacia atrás su cada vez más escaso cabello y respirar profundo. Aún se sentía nervioso, como si fuera su primera vez.
La luz de un helicóptero de la policía metropolitana londinense se coló por los ventanales y cortinas, estirando sombras en cada esquina y rincón de la habitación. Bane apretó con su transpirada mano derecha la manilla de la puerta y abrió.
—¡Te tardaste!
Fueron las primeras dos de las últimas tres palabras de su vida.
El golpe lo empujó con fuerza dentro de la habitación, haciéndolo resbalar contra la mesa de centro. Hielo, una cubeta de acero inoxidable y una botella de champaña se vinieron contra su cabeza, abriéndole una herida encima de la ceja izquierda. La sangre le nubló la vista en un rojo húmedo. Intentó levantarse, pero un puntapié en la entrepierna volvió a tirarlo al suelo. Sintió que algo duro y fuerte le golpeaba la espalda. El dolor y la sorpresa le impidieron darse vuelta, pero estaba seguro de que lo que caía sobre sus hombros y cadera era algo parecido a un palo de golf. Sentía cómo su interior se estremecía ante cada impacto, que la carne se le rajaba por dentro y que coágulos de sangre se le juntaban en la garganta cortándole el habla.
Apretó los dientes e intentó reptar hasta uno de los veladores buscando el teléfono. Conocía el número de emergencias así que solo necesitaba alcanzar el aparato; pero sabía, podía adivinar, que no lo iba a lograr. Con los ojos mojados contempló las piernas de su atacante, paradas firmes tras él, acechando para el próximo ataque.
Un nuevo golpe contra la espalda lo tumbó sobre la alfombra. Dos y tres más lo molieron por dentro. Un agudo dolor le paralizó un costado, algún órgano dentro suyo, alguna víscera se había roto. Tuvo ganas de vomitar pero le resultó imposible. Bane Barrow giró con el cuerpo reventado y cruzó su brazo derecho sobre la cara.
—¡Basta!… —Sollozó atragantado con su propia sangre.
El atacante lo cogió del pelo y le levantó con fuerza su cabeza hasta poner su cara a centímetros de la suya.
—Hágase la voluntad del Señor a través de su Hermano Anciano —le dijo, golpeando de inmediato la frente del escritor contra el borde de una de las mesas de noche.
Bane Barrow trató de modular palabra, de volver a pedir piedad, pero no hubo sonido, solo un vómito ácido y maloliente, después un nuevo impacto contra la cara y todo se fue a negro.
Cuando el autor de La esposa sagrada volvió a abrir los ojos se descubrió de pie, parado en el borde de la terraza de la habitación, con el frío viento del noviembre londinense cortándole la cara. Tenía sangre por todas partes, un agudo dolor en la parte baja de la espalda que lo arrugaba cada vez que respiraba, manchas de vómito en el cuerpo, la vista nublada y la seguridad de que esos eran los últimos segundos de su vida.
Entonces vino el empujón.
La visión borrosa del gran rectángulo negro del Hyde Park frente al hotel se curvó como un remolino dentro de su cabeza.
Y cayó…
Mientras caía desde el séptimo piso del Hotel Dorchester sobre Park Lane Avenue, Bane Barrow, el escritor más exitoso del mundo, entendía que aquella advertencia que había recibido hacía pocas semanas estaba lejos de ser la broma ligera de un fanático. Tal vez en realidad no había que escribir sobre «cierta gente y sus asuntos», por más dinero que esa «cierta gente y sus asuntos» pudieran reportar. Cerró los ojos y trató de estirar los dedos; eso que habían marcado en su espalda le ardía mucho, pero ya no tenía importancia, en menos de un segundo su cuerpo obeso, de noventa y ocho kilos de peso, se estrellaría contra el techo de un sedán Daimler que tuvo la mala suerte de salir del parking del hotel a esa misma hora.