Lima, Perú

24 de octubre, 1982

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«Entierra el cuchillo y vacíale los ojos», pronunció la mujer, acompañando cada palabra con una sonrisa que se torcía cínica hacia el resplandor mortecino de los tres faroles de aceite que oscilaban del techo de la toldilla, donde las vigas de madera ya se pudrían por efecto de la humedad y la sal. «No es difícil», prosiguió, «el huacho está muerto y el puñal bien afilado, solo debes hacerlo antes de que los gusanos vengan por él».

El mozo revisó la figura tallada en la empuñadura de la hoja y tragó una bocanada de aire para no revelar el temor que el lugar, la situación y su anfitriona le producían. El viejo le había enseñado varios trucos para espantar el miedo: mover los dedos de los pies, apretar la mano izquierda o concentrarse en alguna parte del cuerpo alejada de la cabeza. Ninguno de ellos le funcionó.

«Pon los ojos de un cerdo en lugar de los suyos», continuó la señora. «Esta mañana ordené al patrón que comprara un animal grande y joven en el puerto. Mandé a que lo faenaran y guardaran los ojos en una bolsa de cuero de vaca, así se conservan frescos». Hizo un alto y agregó: «Y no me mires de esa manera, hermoso, recuerda que solo estamos cumpliendo con la voluntad de tu señor. Ojo por ojo, los de un bastardo por los de un puerco».

Magallanes, así llamaban al muchacho, continuó revisando los detalles artísticos del puñal. Y mientras las palabras de la dama se repetían en su cabeza, fue recordando cada uno de los eventos sucedidos a lo largo del día, los mismos que lo habían obligado a viajar del centro de Lima a los muelles del puerto del Callao, bajo una lluvia que se hizo torrencial, para cumplir con la última voluntad de un anciano pelirrojo llamado Bernardo O’Higgins que hacía rato ya estaba al otro lado del camino.