Conclusiones

El progresismo desnudo

EL PROGRESISTA DIARIO FRANCÉS LE MONDE PLANTEÓ LA SIGUIENTE PREGUNTA progresista a Patrick Buisson, periodista, experto en estudios de opinión y asesor de Nicolás Sarkozy: «¿Cómo justifica usted la derechización de Sarkozy?». Buisson, con una sorprendente capacidad para no caer en la habitual trampa conceptual de la izquierda, le dio a vuelta a la pregunta y le contestó como sigue:

Ese concepto de derechízación es el indicador más seguro de la confusión mental que se ha adueñado de algunos espíritus. Si la derechízación consiste en tener en cuenta el sufrimiento social de los franceses más vulnerables, eso significa que las antiguas categorías políticas ya no tienen sentido… y que el PS se ha transformado en la expresión de las nuevas clases dominantes. La especificidad histórica del voto a Sarkozy en 2007 es el hecho de haber reunido, como De Gaulle en 1958, el voto popular y el voto de la derecha tradicional[1].

La habilidad de Buisson para desmontar el concepto progresista de la derechización no es frecuente. Lo frecuente es más bien la respuesta autojustificativa de la derecha a partir de la aceptación de la conceptualización progresista dominante tanto en España como en otros países. De tal manera que se emplea profusamente, por ejemplo, el concepto de «derechización» pero no el de «izquierdización» según la teoría progresista de que la derecha tendría derivaciones negativas, incluso peligrosas, mientras que la izquierda carecería de ellas. Lo que en España se ha reflejado, entre otras cosas, en el uso progresista del concepto «caverna» para descalificar lo que la izquierda considera contenidos reaccionarios de la derecha.

El ejercicio analítico que he desarrollado en este libro ha consistido en demostrar que las cavernas más preocupantes de las últimas décadas, entendidas tales cavernas como lugares de ideas antiliberales, tolerantes con la violencia y confusas con las reglas democráticas, están en la izquierda o, como ella misma gusta de calificarse, en el progresismo. Para tal ejercicio analítico, he centrado mi atención en cuatro cavernas específicas que no agotan la disección del lado más oscuro del progresismo pero que nos dan algunos de sus rasgos más relevantes.

La primera caverna, la más inquietante, es la terrorista, aquella en la que el progresismo despliega sus simpatías, comprensiones y ejercicios de integración con los asesinos más sanguinarios del mundo. Lo que ocurre no solo con los terrorismos inspirados en la extrema izquierda, sino también con el terrorismo fundamentalista de Al Qaeda en el que el progresismo mundial también encuentra razones para la denuncia de la injusticia y el imperialismo que estarían en sus orígenes y lo explicarían.

Simpatías, comprensiones y ejercicios de integración que la izquierda en ningún caso ha practicado con los terrorismos de extrema derecha o con algunas otras violencias como la llamada violencia de género, pero que son aplicadas, sin embargo, a diversos grupos terroristas. Hamás ostenta el liderato en cuanto a simpatías del progresismo mundial, desde el más extremista hasta el más moderado. El antisemitismo explica que, en este caso, el progresismo coincida incluso con la extrema derecha, por ejemplo, la del Frente Nacional francés. Y, sobre todo, como he analizado en esta obra, con el fundamentalismo violento de Al Qaeda que ha considerado a Hamás como una de sus causas principales.

Los coqueteos del progresismo con los terrorismos inspirados en la extrema izquierda como ETA y las FARC se han fundamentado en factores en muchos casos muy parecidos, a pesar de las distancias geográficas. Ambos han tenido en común, como he analizado en esta obra, la constante manipulación de los conceptos de paz y pacifismo o la justificación de que el Estado democrático debe negociar con estos criminales para lograr el supuesto bien superior de la «paz». En momentos históricos diferentes, con ETA hasta los años noventa, con las FARC casi hasta el presente, el progresismo ha practicado también el rechazo al uso de la fuerza por parte del Estado. Aquello que jamás ha sugerido para violencias de extrema derecha, ha sido una constante en la caverna terrorista del progresismo. Lo que se ha acompañado de la habitual inculpación y descalificación tanto de la resistencia a estos dos terrorismos como de sus víctimas. En este libro se han ofrecido escalofriantes muestras de esas actitudes, sobre Colombia y sobre España, en particular sobre la última negociación del progresismo español con ETA.

El lugar de Al Qaeda en la caverna progresista se compone de otros ingredientes no menos desveladores de los interiores más oscuros de progresismo. Como las reacciones suscitadas en España tras el terrible atentado del 11 de marzo de 2004, no contra los propios terroristas sino contra el Gobierno conservador. O las numerosas inculpaciones de Occidente por sus supuestas responsabilidades en los impulsos criminales de los fundamentalistas. O la singularidad de la llamada Alianza de Civilizaciones, un montaje progresista al que he prestado especial atención en esta obra no solo por a manipulación de la obra de Samuel Huntington de la que parte, sino por su pretensión de constituir una alternativa a la derecha en la respuesta al terrorismo fundamentalista, respuesta consistente, como en el caso de otros terrorismos analizados en esta obra, en la solución de las «causas» y en el diálogo con los extremistas.

La caverna pacifista, de la que me he ocupado en el segundo bloque de esta obra, es seguramente la más engañosa del lenguaje progresista, pues la palabra paz es una de las más difíciles de desnudar, tal es su capacidad de hipnotización de las mentes. El progresismo ha pretendido constituir la alternativa pacifista frente a lo que la izquierda llama la respuesta militarista de la derecha. Como he sostenido a lo largo de esta obra, tal fue la teoría progresista aplicada a las guerras de Iraq y Afganistán, teoría que tuvo la mala fortuna de ser completamente destrozada por la guerra de Libia, guerra en la que los líderes progresistas, y muy especialmente su líder máximo del momento, Barack Obama, dejaron a un lado aquella supuesta máxima de que «la democracia no se impone a bombazos». El progresismo bombardeó Libia para lo que compuso un diccionario de la guerra progresista con el que intentó establecer las diferencias entre las guerras «injustas», las lideradas por la derecha, y las guerras «justas», las lideradas por la izquierda.

La guerra de Libia provocó, como he analizado en este libro, una curiosa conversión del progresismo a las tesis del neoconservadurismo, sustancialmente a la idea de que, en ocasiones, es necesario el uso de la fuerza para lograr la libertad y la salvación de los pueblos de la represión y de la opresión. Algo que Obama ratificó en todas sus políticas y que probablemente llegó a su punto culminante con la liquidación militar de Osama Bin Laden. Tal liquidación fue justificada por Obama con un discurso plenamente neoconservador y coincidente en cada punto con el de George W. Bush, el líder más denostado por el progresismo occidental, comenzando por el español, el más trufado de antiamericanismo de todo el continente europeo.

La guerra de Libia desnudó al progresismo más que ningún otro hecho en los últimos años. El discurso mitificador sobre Naciones Unidas, por ejemplo, ese organismo en el que los mayores dictadores y represores del mundo tienen asiento y decisión y convertido por la izquierda en fuente primordial de legitimidad internacional por detrás de los principios de la democracia y de la libertad. O la propia teoría del miedo con la que el progresismo ha explicado todas las respuestas de fuerza de los Estados contra las organizaciones criminales o las dictaduras, siempre, claro está, que tales Estados estuvieran gobernados por fuerzas conservadoras. En ese caso, ha argumentado el progresismo, es la derecha la que infunde el miedo a la sociedad para utilizarla después como excusa para el uso de la fuerza policial y militar. Las barbaridades analíticas e intelectuales en este campo han sido asombrosas, como he analizado en páginas anteriores, con los Estados y no los terroristas como fuente del miedo, al menos hasta la guerra de Libia en la que el progresismo decidió que la fuente de miedo era el dictador y su represión y decidió que en ese caso sí era necesaria a respuesta militar.

He agrupado dentro de lo que he llamado la caverna identitaria otros aspectos poco edificantes del discurso progresista. Por ejemplo, los que caracterizan su reacción al islamismo en los países occidentales. La defensa de símbolos de discriminación de las mujeres como el velo es uno de los rasgos más chocantes del progresismo. Y aún más relevante, el feminismo progresista ha estado y está en primera línea de esa defensa a partir del discurso multiculturalista. Lo que tiene, entre otras consecuencias lamentables de la caverna identitaria, la extensión de las simpatías progresistas hacia el islamismo antes que hacia las voces liberales del islam, como Ayaan Hirsi Ali y otros que como ella han conformado la revuelta liberal contra el islamismo, en Europa o en los países musulmanes. Episodios como la crisis de las viñetas de Mahoma han puesto de manifiesto las interioridades de esa caverna. Los mismos intelectuales que han justificado y justifican como parte de la libertad de expresión todo tipo de productos culturales críticos o insultantes sobre el cristianismo, rechazaron duramente las viñetas sobre Mahoma, sin embargo. Los hubo que hasta responsabilizaron a quienes apoyaron la libertad de expresión de los dibujantes de las reacciones violentas en algunos países musulmanes contra la publicación de esas viñetas.

No menos oscura es la relación del progresismo con otro de sus compañeros de la caverna identitaria, el nacionalismo étnico. Especialmente en España donde hemos asistido, como relato en esta obra, a la transformación del socialismo en un socialismo nacionalista que reivindica como derecho incluso la posesión y el control de los ríos. Y que presenta, además, un sorprendente contraste cuando de pasiones identitarias de otros países se trata. Pues el progresismo español, simpatizante y entusiasta animador de los nacionalismos étnicos patrios, ha arremetido brutalmente una y otra vez contra otros grupos políticos y sociales equivalentes como la Liga Norte italiana, en episodios dignos de recordar y que he recogido en páginas anteriores. Y sobre todo, ha rechazado como «extremista» y «franquista» todas aquellas propuestas de limitación del poder autonómico y de reforzamiento del poder de las instituciones centrales del Estado, en una argumentación que dejaría en la extrema derecha a la mayoría de partidos de derecha y de izquierda de Europa sostenedores de sistemas políticos mucho más centralistas que el español.

La tarea de desmontar el progresismo es incompleta sin una mirada hacia el intelectual progresista, objeto de la última parte de esta obra. Con una reflexión sobre los rasgos más arrogantes, intolerantes y radicales de ese intelectual. Sobre la arrogancia derivada del dominio ejercido durante décadas en una buena parte de los principales círculos intelectuales y periodísticos de las democracias occidentales. Sobre la intolerancia hacia la derecha propia de quienes aún no han aceptado el debate y la confrontación de ideas con los adversarios. Y sobre la radicalidad de quienes no han establecido frontera alguna con la extrema izquierda, una extrema izquierda que lleva, de hecho, la voz cantante y el liderazgo en una buena parte de las posiciones progresistas.

Esta obra se cierra con un análisis del neoconservadurismo o de la posición intelectual más inquietante para el progresismo. Por su carácter intelectual, en primer término, por constituir un movimiento de ideas liderado por intelectuales. Por sus orígenes ideológicos, en la izquierda crítica con el estalinismo y, más adelante, con las derivas del progresismo occidental. Y por su activismo y su capacidad movilizadora a través de las ideas de democracia y libertad. Todo lo que explica el furibundo rechazo que ha suscitado en el progresismo y quizá también la ignorancia y la manipulación a las que ha sido sometido en los textos progresistas, a medio camino entre a mala fe y a mera zafiedad intelectual.