EN LA CAVERNA RADICAL
La fobia progresista hacia una de las líneas de pensamiento de la derecha, el neoconservadurismo, merece apartado especial. Por dos motivos, porque aúna dos rasgos peculiares, un feroz apasionamiento en el rechazo combinado con una singular ignorancia sobre los contenidos del neoconservadurismo, y porque nos remite a la fuerza destructora del neoconservadurismo sobre los mitos del progresismo y a la que me referiré más adelante.
Vayamos primero a la fobia progresista hacia el neoconservadurismo. John Micklethwait y Adrian Wooldrigge ofrecieron, por ejemplo, algunas pinceladas interesantes de las distintas teorías conspirativas sobre los neoconservadores y sus supuestos malvados objetivos y poderes. Como la de la baronesa Shirley Williams, miembro de la Cámara de Lores británica que afirmó que la Administración Bush estaba «hasta cierto punto guiada por lo que solo puedo describir como un impulso fundamentalista cristiano y fundamentalista judío que es casi tan potente como el propio fundamentalismo islámico», en alusión a los muchos intelectuales judíos del movimiento neoconservador. O las palabras del francés Dominique de Villepin, «los halcones de la Administración de Estados Unidos están en manos de Sharon». O las del escritor John Le Carré que afirmó la existencia de una «junta ‘neocon’» que se había hecho con el poder en Washington «limitando los derechos humanos hasta un extremo casi inimaginable»[51].
En España, algunas de las principales diatribas contra los neoconservadores provinieron del desaparecido sociólogo José Vidal-Beneyto quien ofrecía, al menos, un notable conocimiento de los debates intelectuales de otros países, incluido el norteamericano. Y era capaz de distinguir entre las diversas corrientes del conservadurismo americano, a diferencia de la mayor parte del progresismo español. Distinción de la que no derivaba, claro está, diferencia alguna en las descalificaciones que aplicaba a unos y otros, pues, como es sabido, a Vidal-Beneyto le parecía intolerable todo aquello que no fuera comunista o, en el peor de los casos, socialista.
Por eso es que para Vidal-Beneyto las ideas de los neoconservadores constituían parte de la «estrategia de penetración de la ideología integrista», o también «radicalismo reaccionario». Y la cosa acababa, como no podía ser de otra manera en el universo progresista, en el franquismo: «Deriva que, unida a la propagación del fundamentalismo religioso en Norteamérica, lleva a unos contenidos ideológicos muy próximos al franquismo»[52].
El resto del progresismo español, intelectual y político, ha mostrado una llamativa ignorancia del significado del neoconservadurismo y las más variadas sandeces sobre los neoconservadores se han podido leer en los medios intelectuales españoles. Ciertamente, el objetivo del progresismo era su descalificación como un movimiento fundamentalista, por lo que daba lo mismo la relación de tal descalificación con la realidad, con los contenidos reales de las ideas neoconservadoras. Pero resulta interesante, incluso divertido, dado el grado de disparate de algunas afirmaciones, recordar que el conjunto de sandeces intelectuales se ha agrupado en torno a dos ideas motoras, la primera de ellas, la suposición o insinuación de que el neoconservadurismo sería un movimiento religioso integrista.
Elías Díaz intentó la pirueta del fundamentalismo religioso con una estupefaciente teoría sobre la alianza entre el «fundamentalismo tecnocrático» y el «fundamentalismo teocrático», entre los «neocon» y los «teocon», una «fundamentalista coalición conservadora» que «funciona en el interés, teológico y económico, común a las dos partes, frente a las propuestas de laicidad e igualdad en libertad exigibles en el Estado democrático»[53].
Y Jorge Urdanoz recurrió a la Cope y al PP español para convertir el neoconservadurismo en «teoconservadurismo»: «Los autotitulados ‘neocon’ que hay en el PP son más bien teocons. Las arremetidas contra el relativismo ilustrado vienen siempre del lado religioso, y no es extraño que sea la Cope la que más alimenta esa tendencia»[54].
La segunda línea de sandeces sobre el neoconservadurismo ha sido la caracterizada por la confusión con el neoliberalísmo. Pues el progresismo español, con los líderes políticos a la cabeza, tiende a creer que neoliberalismo y neoconservadurismo son lo mismo. José Luis Rodríguez Zapatero protagonizó sobresalientes páginas de ignorancia intelectual en ese terreno. Los culpables de la crisis económica son, dijo en un discurso en Valladolid el 21 de septiembre de 2008, «los neonservadores de la llamada revolución de la era Reagan, a los que, por cierto, tanto han aplaudido Aznar y Rajoy todos estos años». Se refería Zapatero a lo que él llamaba «liberalismo asimétrico»: «En qué poco tiempo se han caído todas esas proclamas de dejar todo al albur del libre mercado (…) porque detrás de eso solo había ambiciones desmedidas, sueldos de directivos inaceptables y una falta total de respeto al pequeño ahorrador que suscribe un crédito».
Claro que el objetivo de las sandeces era, sigue siendo, acabar en la inevitable conclusión del fundamentalismo y del extremismo. Cosa que también «explicó» Zapatero en múltiples intervenciones. Como en una entrevista de 2008 cuando, ¡sorpresa!, afirmó —debe de ser la única vez que lo ha hecho— que «la derecha española no tiene nada que ver con el franquismo», pero, a cambio de algo aún peor, claro está, y es que «es más seguidora de la corriente neoconservadora de EE. UU. que lo que podríamos denominar las tesis de la democracia de la derecha europea en Alemania o en la Francia de Sarkozy». Está en esa posición por Aznar y eso da a los populares un perfil «singular», continuaba Zapatero. ¿Singular? Es fácil adivinar lo que quería decir Zapatero con tal adjetivo, extremista, por supuesto: «De las derechas que he conocido en Europa, el PP estaría en la banda más derecha de las derechas europeas»[55], conclusión que, como es sabido, figura entre los mandamientos esenciales de la guía ideológica del progresismo.
Las estupideces sobre los neoconservadores han llegado a los sitios más insospechados. Al director de orquesta Simón Rattle, por ejemplo, que llegó a hacer todo tipo de elogios sobre Hugo Chávez, «a pesar de lo que se diga, se preocupa por el bienestar de la gente», para acabar contraponiéndolo con los «malvados» neoconservadores: «Por lo menos, él me hace reír, no como los ‘neocon’. (…) No me hacen ninguna gracia. Realmente han organizado todo un fiasco»[56].
O a las viñetas de los humoristas. Muy especialmente las de Forges, el humorista de cabecera del progresismo y que ha protagonizado varias perlas de ignorancia sobre los neoconservadores, un grupo ideológico e intelectual que este dibujante también confunde con ultraliberales o con empresarios explotadores o con cualquiera de los enemigos más terribles del comunismo. En una de sus últimas demostraciones de su concepto de neoconservador, dibujó, en un lado, un grupo de ciudadanos furiosos, en el medio, un servicio de Atención al Cliente, y, en el otro, un empresario con la habitual estética fascista con la que siempre dibuja Forges a los empresarios, y sobre el empresario colocaba unas frases que rezaban como sigue: «Mandamientos ‘neocon’: 1) Que tu Servicio de Atención sea el muro que proteja de la justa ira de los clientes a tu desvergüenza, a tu incompetencia y, lo más importante, a tus Bonus»[57].
Lluís Bassets ha sido uno de los escasos progresistas que ha entendido la esencia activista del neoconservadurismo, la libertad, y, a partir de ella, el potencial ideológicamente destructivo del neoconservadurismo sobre el progresismo. Obviamente, Bassets convierte esa búsqueda de libertad en fuente de todos los males posibles, pero el mero hecho de su reconocimiento apunta el potencial rupturista del neoconservadurismo en las democracias dominadas por los conceptos progresistas. En 2006, escribió que «los ‘neocon’ han saqueado el territorio ideológico del antifascismo, para identificar así al islamismo fundamentalista con el nazismo, al islamismo a secas con los nacionalismos que engendraron a Hitler y Mussolini, y a Europa y la izquierda mundial con los apaciguadores. Y ellos son los resistentes, claro»[58].
Un año más tarde, el propio Bassets teorizó sobre lo que consideraba «la caída ‘neocon’» y todos los desastres protagonizados por los neoconservadores a través de su paso por la Casa Blanca, desde la legitimación de los populismos hasta «el despliegue arrogante de sociedades de mercado sin respeto a los derechos humanos»[59]. Pero Bassets también insistía en otro concepto, el de los «revolucionarios conservadores», de manera que, desde las intenciones descalificadoras, deslizaba, sin embargo, una de las claves del protagonismo neoconservador en los cambios mundiales de la última década. El impulso de la libertad y la denuncia de las posiciones «realistas» de la política internacional que han sostenido las dictaduras, los crímenes y la represión con el silencio e, incluso, con el entusiasmo militante del progresismo.
Tan interesantes como la fobia progresista hacia los neoconservadores resultan las razones de tal fobia. Que radica, fundamentalmente, en el hecho de que el neoconservadurismo, más que cualquier otro movimiento de la derecha, resulta un misil ideológico en la línea de flotación del progresismo. Por dos factores. Primero, porque es un movimiento intelectual ante todo, un movimiento de ideas cuyo ámbito natural es el debate intelectual más que la lucha política. Y, en dichos términos intelectuales, es, además, el movimiento más fuerte de la derecha en las últimas décadas, con un enorme potencial para servir de alternativa a los poderosos círculos intelectuales progresistas. Pero, en segundo lugar, el origen ideológico del neoconservadurismo está en la izquierda, en los intelectuales que la abandonaron por rechazo a algunas de sus peores contradicciones. Es decir, el neoconservadurismo se construye en buena medida como respuesta a los errores y abusos del progresismo y, en ese sentido, constituye un recordatorio permanente del lado oscuro del progresismo y una alternativa intelectual e ideológica.
En palabras de Alain Frachon y Daniel Vernet, autores de uno de los mejores análisis de la ideología neoconservadora, y de Michael Novak, a quien citaban, «Para adquirir la hegemonía intelectual sobre la izquierda no había que repetir viejas verdades, por pertinentes que fueran, sino ‘‘mostrar una luz en el horizonte. Llámese a eso ideología o visión’»[60]. Lo cierto es que el progresismo, en particular el español, ha temido en los últimos años la posibilidad de esa hegemonía y lo ha expresado, entre otras formas, con su idea de que habría una derechización de los intelectuales pues una parte de intelectuales que fueron de izquierdas se habría hecho conservadora, en un camino parecido a una buena parte de los neoconservadores americanos.
Lo anterior es cierto y explica parte de las furibundas reacciones de los intelectuales progresistas. Como la de Francisco Fernández Buey que lo llamaba «transformismo de los intelectuales» y ponía un ejemplo de lo que él entendía por tal y por sus consecuencias: «solo recordaré una, la conversión de Benito Mussolini, paladín del socialismo maximalista italiano y fundador luego del partido fascista». El recuerdo de Fernández Buey, en la línea habitual de descalificación de todo pensamiento no progresista como sospechosamente fascista, me lleva a recordar una viñeta de Mingote en la que un hijo preguntaba a su padre, «Papá, ¿qué es un fascista?», y el padre le respondía, «Un fascista es alguien que no piensa como nosotros». Tras su confirmación de la viñeta del fascismo, Fernández Buey completaba su valoración de los intelectuales que habían dejado el progresismo con la negación de la categoría de intelectual, en una perfecta correspondencia de aquello de que las mujeres poderosas de la derecha en realidad no serían mujeres: «(…) y luego elevan a la categoría de intelectual al tránsfuga que en pasado fue, a lo sumo, un politicastro o un escribidor de catecismo»[61], o que los intelectuales no progresistas tampoco serían intelectuales.
Ignacio Sánchez-Cuenca era traicionado por el subconsciente algún tiempo después, cuando abordó la misma cuestión, lo que llamaba la «derechización de los intelectuales españoles» y centró su crítica en lo que consideraba un cambio ideológico «de un extremo a otro». Por lo que, según Sánchez-Cuenca, el conservadurismo, o el neoconservadurismo, sería un «extremo», pero el progresismo del que vendrían esos intelectuales sería otro «extremo». Sobre las razones del cambio, se trataría, según Sánchez-Cuenca, de una mera moda, la moda neoconservadora a la que se habrían dejado arrastrar, o se trataría también de que, en realidad, esos intelectuales ya eran conservadores, impresionante deducción, quizá parapsicológica, pero abrazaron circunstancialmente el izquierdismo solo para oponerse a Franco. En otras palabras, que nada tendría que ver esta transformación con las derivas de la propia izquierda[62]. O que quienes fuimos antifranquistas y de izquierdas en nuestra adolescencia y primera juventud, en realidad, no sabíamos que éramos conservadores, o, si lo sabíamos, decidimos olvidarlo momentáneamente para oponernos a Franco. Que es, en cuanto a análisis político, algo del nivel de aquello de Krugman y las historias de Nixon cuando estaba en el college.
Y Luis Bassets quería encontrar nexos entre los neoconservadores y el… nazismo, seguramente porque el fascismo le parecía poco: «Hay una derecha española de inspiración ‘neocon’ que tiene la pasión de los conversos en los asuntos que implican a Israel. Sus antecesores ideológicos, y en algunos casos no tan solo ideológicos, sí frecuentaron las malas compañías del antisemitismo europeo, responsable de los campos de exterminio donde perecieron seis millones de judíos europeos»[63].
Más recientemente, Javier Cercas hizo de nuevo pertinente la viñeta de Mingote sobre el fascismo, cuando calificó a los intelectuales que dejaron la izquierda como «los nuevos reaccionarios»:
(…) De jóvenes se pincharon radicalismo en vena y de mayores siguen enganchados a él, de jóvenes fueron maoistas, estalinistas, anarquistas, ultracatalanistas o ultravasquistas o simplemente terroristas, y de mayores son lo mismo, solo que al revés: ultraderechistas o ultraespañolistas. Ellos son así: siempre ultras o siempre istas (…) tienen un temperamento fanático y una mentalidad totalitaria, lo que los incapacita por completo para el escepticismo, la tolerancia y la ironía, aunque no para el sarcasmo. (…) Son ellos, los nuevos reaccionarios, que desde hace tiempo están monopolizando con sus gritos y ademanes de histeria el discurso ideológico de este país[64].
Cercas remataba la confirmación de su figura como el más perfecto exponente de la viñeta de Mingote con otra valoración de los intelectuales conservadores que habían dejado la izquierda: «una pandilla de fundamentalistas despiadados».
¿Cuál es el origen de esta furia de los intelectuales progresistas españoles contra aquellos que dejaron sus filas y pasaron al conservadurismo? Encontramos el origen en algunos paralelismos con el movimiento neoconservador americano o en el hecho de que los intelectuales que abandonaron el progresismo tienen algunos rasgos en común con el neoconservadurismo americano y todos esos rasgos son intelectualmente destructivos para el progresismo.
Por tres razones, principalmente, que se reflejan en la historia y características del movimiento neoconservador americano: 1) la legitimidad intelectual del movimiento, 2) la legitimidad «progresista» de origen, y 3) la fuerza de sus ideas.
El primer aspecto peligroso del neoconservadurismo para el progresismo es su carácter intelectual que pone en cuestión la pretendida hegemonía intelectual del progresismo. Y es que el neoconservadurismo es, ante todo, un movimiento intelectual. Francis Fukuyama, excelente conocedor, en parte porque proviene de ese círculo, definió de la siguiente manera el origen de este movimiento: «Los neoconservadores eran en principio intelectuales judíos (mayoritariamente) apasionados por la lectura, la escritura, la discusión y el debate; en cierto sentido, su brillantez intelectual, su capacidad de reflexión y el matiz y la flexibilidad asociados al debate culto era lo más notable de ellos, y lo que los distinguía de los paleoconservadores»[65].
Peter Steinfels, el autor del quizá mejor libro sobre los neoconservadores, destacó que el primer rasgo que define a los neoconservadores es su carácter de «party of intellectuals». Un grupo de importantes intelectuales, algunos de los más relevantes de la América del siglo XX como: Irving Kristol, Daniel Bell, Seymour Martin Lipset, Robert Nisbet, Daniel Moynihan, Norman Podhoretz, Nathan Glazer o Edward Shils, y ligados a revistas intelectuales como Commentary y The Public Interest. Pero, además, los neoconservadores han formado un grupo muy poderoso, destacó Steinfels, vinculados a las universidades de élite y con fuertes conexiones tanto con la élite gubernamental, como la de negocios, como, incluso, en las organizaciones obreras[66].
El segundo rasgo del neoconservadurismo es aún más inquietante para el punto de vista progresista. Se trata de su «legitimidad progresista» de origen, es decir, su procedencia de clases sociales modestas y de la izquierda. Aún más importante, de la izquierda crítica con las dictaduras comunistas. Alain Frachon y Daniel Vernet realizaron un excelente retrato de los orígenes sociales e ideológicos del neoconservadurismo que simbolizaron en la cafetería del City College de Nueva York de donde surgió el primer grupo de este movimiento a fines de los años treinta. El City College, relataban Frachon y Vernet, era «el Harvard pobre», una institución gratuita donde se educaban los bachilleres de origen judío, italiano o irlandés cuyas familias tenían pocos recursos. Allí se reunían Irving Kristol, Irving Howe, Daniel Bell y Nathan Glazer, en uno de los dos grupos de la cafetería. Ambos de izquierdas, pero el primero, estalinista. El segundo, de donde surgieron los neoconservadores, de troskistas y socialistas no estalinistas. Su primer gran impulso fue el anticomunismo desde la izquierda.
En palabras recientes de David Frum sobre la genealogía del movimiento:
Eres el hijo de padres inmigrados, muy probablemente catolico de origen irlandés o judío de origen europeo, a principios de los cincuenta. Tu familia es naturalmente demócrata: los judíos y los católicos votan a los demócratas. El Partido Republicano es todavía ampliamente WASP (White Anglo-Saxon Protestant). Ejerces una profesión intelectual. Ves que los demócratas padecen frente a las dificultades del momento, de Vietnam a la miseria, del racismo a la violencia urbana. Te acercas a algunos temas conservadores, lo que no hace de ti automáticamente un republicano: Perle se sigue considerando demócrata. Sigues encontrando merito a ciertas dosis de Welfare, después de todo eres de los que concibieron los programas de la Great Society de Johnson; pero también eres de los que subrayan sus nefastos efectos inesperados. Tony Blair podría ser de los tuyos. Salvo en un punto: él sigue queriendo salvar a la izquierda; nosotros ya no esperamos nada de ella y la hemos dejado[67].
En las últimas décadas, esa primera procedencia se ha mezclado con otras tendencias, como ha analizado Max Boot. Desde muchos demócratas desencantados con la deriva izquierdista del Partido Demócrata en los años setenta, como Jeane Kirkpatrick, hasta los descendientes actuales de la primera generación como William Kristol y Robert Kagan que nunca pasaron por una fase izquierdista[68].
El tercer rasgo del neoconservadurismo es amenazante en otro terreno, en el de los contenidos. Porque las ideas del neoconservadurismo tienen capacidad de dañar al progresismo en mucha mayor medida que el conservadurismo tradicional. En parte porque vienen del propio progresismo. Steinfels resumió de la siguiente manera las ideas del neoconservadurismo: 1) un apoyo crítico al Estado del Bienestar o apoyo al Estado del Bienestar pero no al Estado paternalista, 2) apoyo al mercado, 3) respeto a los valores e instituciones tradicionales como la religión, la familia y la «alta cultura» de la civilización occidental y rechazo de la contracultura, 4) apoyo a la igualdad de oportunidades pero rechazo a la noción de que tal igualdad debe acabar necesariamente en una igualdad de resultados, y 5) rechazo del aislamiento de Estados Unidos en política internacional, escepticismo respecto al realismo y apoyo de la idea de que la democracia americana difícilmente sobrevivirá en un mundo hostil a los valores americanos[69].
Añádase en la última década a todo lo anterior la capacidad de liderazgo de las ideas neoconservadoras en el contexto internacional. Como subrayaron Frachon y Vernet, los neoconservadores han tenido la habilidad de llevar al centro del debate norteamericano cuestiones que han interesado en otros lugares del mundo, como la universalidad de la libertad y la igualdad y la conveniencia, pertinencia u obligación moral de intervenir en otros países para defenderlas.
Max Boot definió a los neoconservadores como «wilsonianos idealistas», es decir, creyentes en la idea de que la política exterior norteamericana debería estar guiada por la promoción de los ideales americanos, no únicamente por la protección de estrechos intereses estratégicos y económicos como piensan los realistas. A lo que también añadía Boot la falsedad del supuesto único interés neoconservador en la seguridad de Israel, algo que está cuestionado por una tradición neoconservadora que ya en los ochenta se distinguió por liderar las propuestas de democratización en lugares tan dispares como Nicaragua, Polonia y Corea del Sur, por ser en los noventa parte de los más ardientes defensores de las intervenciones en Bosnia y Kosovo, y, en la última década, por defender la instauración de la democracia, no solo en Iraq o Afganistán, sino también en otros lugares como China.
La última de las apuestas neoconservadoras por la libertad y por la necesidad de ayuda occidental para el logro de tal libertad fue la llamada primavera árabe. De la misma manera que en Iraq y Afganistán una parte importante del progresismo se había mostrado contraria a cualquier tipo de intervención o apoyo a la democratización y a la primavera árabe; y, después, la intervención en Libia también suscitó críticas en una parte significativa de la derecha, muy especialmente la agrupada alrededor del Tea Party en Estados Unidos.
William Kristol criticó duramente esas posiciones en un artículo representativo de la apuesta neoconservadora por la libertad. Cuando cuestionó, entre otros, al radical Glen Beck, pero también a una parte del conservadurismo crítico con las revoluciones árabes y contrario al apoyo americano a tales revoluciones y escribió que:
Tampoco es una señal de salud democrática el que otros conservadores americanos tengan una actitud tan timorata y se pongan más del lado de los dictadores que del de los demócratas ante un levantamiento popular. (…) Un conservadurismo americano que se enraíza en 1776 no puede volver la espalda a la gente de Egipto. (…) Los conservadores americanos deberían recordar nuestra misión, que es, en palabras del Federalista 39, «la honorable convicción que impulsa a todo creyente en la libertad a basar todos nuestros experimentos políticos en la capacidad de autogobierno del ser humano»[70].
La caverna radical del progresismo tiene su punto culminante, hasta el momento, en el movimiento de los Indignados. Mejor dicho, en el masivo apoyo del progresismo a tal movimiento, que es lo relevante, tal como destaqué en páginas anteriores al establecer la diferenciación entre un conservadurismo que solo parcialmente ha apoyado a movimientos populistas como el Tea Party y un progresismo que, sin embargo, se ha alineado enteramente con el movimiento Indignados.
El rechazo visceral que un movimiento intelectual como el neoconservador suscita entre los progresistas se complementa con un abrazo entusiasta a un movimiento populista, extremista y callejero y más bien antiintelectual como es el de los Indignados. Lo que refleja, quizá de manera más precisa que otros elementos del progresismo, la enorme fortaleza del ala más radical en el conjunto de la izquierda.
El movimiento de los Indignados tuvo su foco principal de eclosión precisamente en España, en primavera de 2011, si bien es cierto que tenía algunos antecedentes en cierta medida conectados con este movimiento como fue la ola de vandalismo que asoló la periferia parisina en otoño de 2005 y que, más adelante, tras los inicios del movimiento Indignados, volvió a producirse en Londres, en agosto de 2011.
Lo más relevante de ambas olas de vandalismo callejero desde el punto de vista ideológico es que recibieron una amplia comprensión, incluso, apoyo, del progresismo. El argumento principal para tal comprensión, como en tantos y tantos episodios de violencia apoyados por la izquierda, era el de las causas sociales que habrían producido tales vandalismos y que situarían la responsabilidad en la sociedad, en el poder político, en las clases adineradas, pero no en los propios vándalos. La violencia de los vándalos recibió innumerables interpretaciones progresistas en la línea defendida por el corresponsal de El País, José María Martí Font, que, un año después de los graves incidentes parisinos, apuntaba a lo que llamaba el «fracaso de Sarkozy» por no haber conseguido acabar con los ataques a la policía (nótese que ningún progresista atribuía, por ejemplo, por esa misma época a Zapatero «el fracaso» por no haber acabado con ETA, con la delincuencia callejera o con el terrorismo islamista) y también la idea de que una buena parte de la responsabilidad del vandalismo estaría en las declaraciones hechas por Sarkozy por aquella época[71]. A lo que Sami Naïr añadía días después el «error» de Sarkozy al pensar que es posible resolver un «problema social» con la represión, pues el problema esencial que habría de resolverse es la injusticia social de la que son reflejo esos jóvenes[72].
Una reacción muy parecida tuvo lugar varios años después, en agosto de 2011, en otro escenario, Londres, pero ante unos sucesos parecidos, vandalismo protagonizado sobre todo por jóvenes. Con la significativa diferencia de que tal reacción fue completamente matizada días después, cuando se produjo una enorme reacción social, también preferentemente juvenil, contra los ataques vándalos. Pero, antes, en las primeras horas y días, el progresismo británico reaccionó como es habitual, buscando las responsabilidades en la injusticia social y en los demás y no en los propios vándalos.
The Guardian tituló el 8 de agosto «The Battle for London» como si aquella explosión de salvajismo callejero fuera una heroica batalla de valientes jóvenes contra el sistema. El titular se acompañaba del habitual editorial progresista que, tras afirmar que no se puede justificar la violencia, pedía, sin embargo, que se comprendieran sus causas[73]. Al día siguiente, Camila Batmanghelidjh, desde The Independent, se sumaba a la tesis de las causas sociales con la exigencia de que se mejoraran las políticas sociales, pues ahí estaba el origen de todo[74]. Ese mismo día se sumó también el progresismo español, desde el editorial de El País que resumía en su título, «Rabia en Londres», la tesis principal que, al igual que el progresismo británico, apuntaba a las «causas» y defendía que se trataba de una «explosión de rabia a la vez social y racial» a lo que se añadían las culpas de la democracia: «La democracia representativa se está mostrando incapaz de dar curso pacífico a un creciente malestar de los ciudadanos»[75].
Aún el día 10 de agosto, el progresismo británico siguió insistiendo en las culpas sociales, de los demás, del Gobierno, por el vandalismo de las calles. «La furia de los desposeídos» fue uno de los conceptos utilizados por The Guardian para describir a los jóvenes que saquearon tiendas o destruyeron mobiliario urbano[76], y, en el mismo periódico, Seumas Milne responsabilizó de los hechos a las tres décadas de «capitalismo neoliberal» y a los «banqueros que han saqueado públicamente la riqueza nacional y se la han llevado a otros lugares» para acabar concluyendo que lo ocurrido es un reflejo de «una sociedad liderada por la codicia y un venenoso fracaso de la política y de la solidaridad social»[77].
La comprensión progresista hacia el vandalismo de las calles británicas acabó tan pronto como miles y miles de jóvenes británicos salieron a la calle en defensa del orden y armados de escobas y fregonas para limpiar las consecuencias de los actos de los delincuentes. Pero algo muy diferente ha pasado con los movimientos de protesta que, entre otros nombres, han recibido el de Indignados. Tienen en común con los vándalos británicos y franceses que sus participantes dicen rechazar el «sistema», tanto el capitalismo como lo que consideran un mal funcionamiento de la democracia. Además, son mayoritariamente jóvenes. De la misma manera, ocupan las calles para llevar adelante su activismo. Los mensajes son muy semejantes. Pero hay una diferencia importante y es que los Indignados, en su mayor parte al menos, rechazan la violencia, a diferencia de los vándalos franceses y británicos. Y, en su mayor parte también, intentan elaborar un mensaje político y social.
Pero los Indignados se caracterizan también por su extremismo ideológico y su populismo. En el lado del extremismo ideológico, el rechazo del sistema político por parte de los Indignados es bastante más radical que el del Tea Party. Donde el Tea Party exige una reducción drástica del tamaño del Estado, los Indignados exigen un cambio total del sistema democrático, pues su primer foco del rechazo es dicho sistema democrático y los partidos políticos, a lo que se une el rechazo del sistema capitalista y la inculpación de los banqueros en una buena parte de la crisis económica, todo lo que produce un discurso económico emparentado con el marxismo y el anarquismo, también más radical que el del ultraliberalismo del Tea Party. A esos rasgos ideológicos se une el populismo, en el discurso y en la movilización, preferentemente en la calle, y, también de manera mucho más radical que el Tea Party, en permanente cuestionamiento de los métodos democráticos de participación.
Y, sin embargo, este movimiento radical y populista ha suscitado el apoyo generalizado del progresismo. En tal medida que el progresismo europeo y americano ha llegado a la equiparación del movimiento Indignados con las revueltas contra las dictaduras árabes que es, intelectual e ideológicamente, algo así como comparar la resistencia europea frente al nazismo con la movilización del Tea Party en el demócrata y pacífico Estados Unidos. Y, sin embargo, tamaña estupidez ha sido defendida por los más variados progresistas. Por ejemplo, el rutilante columnista de The New York Times, Nicholas D. Kristof, entusiasmado con los Indignados americanos, que llegó a escribir sobre lo que consideraba el parecido entre las manifestaciones de la plaza Tahrir de El Cairo y el Occupy Wall Street en Nueva York y en varias ciudades estadounidenses. Es cierto que no hay balas silbando a su alrededor y que el movimiento americano no va a derrocar a ningún dictador, admitía, pero hechas lo que Kristof llamaría pequeñísimas salvedades, hay muchos parecidos: «(…) están presentes la misma cohorte de jóvenes marginados y el mismo uso hábil de Twitter y otras redes sociales para reclutar más participantes. Y lo principal, hay una oleada similar de frustración juvenil con un sistema político y económico que los manifestantes consideran fallido, corrupto, indiferente e irresponsable»[78].
El progresismo español, de la mano de su medio de referencia, hizo un especial de celebración y homenaje al movimiento el 16 de octubre de 2011, un especial que sintetiza muy bien el apoyo entusiasta al movimiento radical y populista. El titular de El País lo decía todo: «Sol ilumina medio mundo». Y, a continuación, un relato épico y emocionado de varias páginas de lo que parecía la mayor revolución progresista del siglo XXI e, incluso, del XX: «La Puerta del Sol abarrotada, la gente unida y emocionada, los cánticos contra la banca y los políticos, los apretujones, la euforia. El 15-M vivió ayer una nueva jornada histórica. Y ya van tres en su corta existencia, de apenas cinco meses. El movimiento nacido de la indignación en calles de toda España exportó su protesta a medio mundo: Tokio, Sidney, Auckland, Kuala Lumpur, Buenos Aires, Santiago de Chile, Los Ángeles, Sao Paulo. Y, por supuesto, las principales ciudades de Europa»[79].
El País es el mismo medio que atacó reiteradamente en España las distintas manifestaciones que las organizaciones antiterroristas y de víctimas del terrorismo habían organizado durante la negociación del Gobierno socialista con ETA. Todas esas manifestaciones en protesta contra la negociación fueron tildadas de radicales, intolerantes y populistas, a pesar de que ninguna cuestionaba la democracia ni el capitalismo como los Indignados. Semejante indignación mostró El País, lo sigue haciendo, hacia movimientos populistas de otro signo como el Tea Party.
En Estados Unidos, el inevitable Paul Krugman mostró un entusiasmo parecido con los Indignados. Dado que él ha rechazado con virulencia una y otra vez el Tea Party, se sintió obligado a explicar por qué, sin embargo, le gustaba tanto este movimiento populista de otro signo. La respuesta, de un Premio Nobel, vuelvo a recordar, es que «a diferencia del Tea Party, está enfadado con la gente con la que hay que estar enfadado». Después de eso, claro está, Krugman se sumaba al extremismo de los Indignados: «la acusación de los manifestantes de que Wall Street es una fuerza destructiva, económica y políticamente, es totalmente acertada». Y, después, la exigencia de que los gobernantes atiendan a las peticiones del populismo extremista: «Ahora, sin embargo, el partido de Obama tiene la oportunidad de empezar de cero. Lo único que tiene que hacer es tomarse esas manifestaciones tan en serio como merecen tomarse. Y si las manifestaciones incitan a algunos políticos a hacer lo que deberían haber estado haciendo desde el principio, Ocupa Wall Street habrá sido un éxito clamoroso»[80]. Y todo eso bajo un título en el que Krugman usaba el concepto de «malhechores» para definir al objeto de las iras de Occupy Wall Street, es decir, las élites empresariales y financieras.
En Europa, el progresismo europeo, en la misma línea del americano, llamó a la revolución. Sí, literalmente, a la revolución. Como en Túnez, afirmó, en enero de 2012, Edwy Plenel que, aunque pudiera pensarse que es el director del Granma cubano, ha sido, sin embargo, ex director de redacción de Le Monde y actualmente es responsable del digital Mediapart:
Francia necesita una revolución como la de Túnez o la de Islandia. Estamos en un momento histórico muy grave, en un impasse, en plena impostura y parón democrático. Túnez es el ejemplo de que se puede decir «basta, hasta aquí hemos llegado; queremos pluralismo y más democracia». La palabra revolución ha cambiado desde el comunismo. Ahora no controlamos la política, hemos puesto a los tecnócratas al frente y estamos en plena catástrofe social, mientras Hungría se precipita en la crispación. Islandia nos enseña que es posible dotarse de más democracia y cambiar a las élites. Es el momento de decidir si nos ponemos en manos de Goldman Sachs o inventamos algo nuevo[81].
Desde la gauche caviar, la llamada a la revolución ya había sido realizada algún tiempo antes por la escritora Isabel Allende: «Yo espero que la cosa se ponga tan mal que los jóvenes tengan que intervenir, que cunda el pánico y que todos salgamos a la calle, porque hay que acabar con este sistema basado en la codicia. (…) Es enfermizo, esto tiene que estallar pronto»[82]. Y, en España, por el inevitable Almodóvar, perfecto broche de oro para cerrar esta última caverna progresista con su llamada a otro mayo del 68 a través del 15-M: «El 15-M es nuestro Mayo del 68, solo que aquí no se piden utopías, casi todo lo que denuncian y reclaman es dramáticamente real, posible y necesario»[83].
El progresismo americano, europeo y español unido al movimiento Indignados y en defensa de la revolución contra el sistema democrático y capitalista es, hasta el momento, la situación de una ideología que sobrevivió a todos sus horrores del siglo XX, las dictaduras y crímenes comunistas, como si tales horrores no hubieran tenido nada que ver con el progresismo. Que ha iniciado el siglo XXI con la misma pretensión de hegemonía ideológica y moral que guió sus pasos durante el siglo XX. Que lo vuelva a lograr dependerá de la capacidad crítica de los líderes políticos de la derecha y, mucho más que ellos, de los intelectuales de la derecha, sean liberales, conservadores o neoconservadores.