EN LA CAVERNA RADICAL
La arrogancia explica una buena parte de lo que viene después en la radiografía del intelectual progresista. Explica el origen de la intolerancia y explica el extremismo. Es la arrogancia de quien se ha sentido hegemónico desde hace muchas décadas. En España, en Europa, en Estados Unidos, los círculos intelectuales han sido mayoritariamente de izquierdas. Las ideas de izquierdas han sido sinónimo de corrección política en la universidad, en el periodismo, en la literatura, en el cine. Algo que ha activado de forma extrema el fenómeno de la «espiral del silencio» que Elisabeth Noelle-Neumann definiera en su teoría de la formación de la opinión pública y que es igualmente útil en otros campos. Para explicar la formación de las mayorías ideológicas, por ejemplo, en el mundo intelectual. Una derecha intelectual minoritaria y más bien apocada y temerosa frente a una mayoritaria izquierda intelectual agresiva y arrogante es el cuadro descriptivo de la relación de fuerzas y de las actitudes de las últimas décadas. Unas voces conservadoras calladas por su condición de minoría, unas voces izquierdistas redobladas por su condición de mayoría.
¿Está cambiando esa situación? ¿Es la crisis del socialismo europeo más grave para la hegemonía progresista que lo que pudo ser la caída de las dictaduras comunistas? No está claro, pues, al fin y al cabo, la izquierda intelectual no solo mantuvo su dominio cuando las dictaduras comunistas reprimían y asesinaban, sino que logró culminar el siglo XX con un balance completamente desequilibrado respecto al rechazo de las dictaduras nazi y fascista, por un lado, y las comunistas, por otro. Las primeras concitaron el rechazo generalizado. Las segundas han sido defendidas hasta nuestros días. Lo escribió Jean-François Revel: «los negacionistas pro nazis no son más que un puñado. Los negacionistas pro comunistas son legión»[1]. Revel también explicó que el tabú intelectual de nuestra época «es el que prohíbe a todo escritor, a todo periodista, a todo hombre político mencionar un atentado contra los derechos de hombre, un abuso de poder cualquiera, un trivial fracaso económico, en suma, dar una información sobre un hecho que se sitúa en una sociedad clasificada convencionalmente ‘de izquierdas’ sin señalar inmediatamente una imperfección equivalente en una dictadura de derechas o en una sociedad capitalista democrática»[2].
La arrogancia del intelectual progresista forma parte de esa tradición que nunca fue capaz de revisar el pasado dictatorial de su credo ideológico. Quienes lo hicimos, y me encuentro en ese minoritario grupo que abandonó la izquierda, evolucionamos hacia la derecha, entre otras cosas, porque no ha habido ni hay en la izquierda espacio para una izquierda dura con las dictaduras socialistas y otros monstruos de la ideología progresista. Otros graves problemas de la izquierda que explican la evolución de algunos de nosotros, la posición de la izquierda española ante los nacionalismos étnicos y ante el terrorismo han sido tratados por mí misma en otras obras[3].
Hasta tal punto ha llegado la arrogancia que ha habido incluso espacio abundante y reiterado para el disparate y el esperpento. Por ejemplo, una universidad americana llegó a publicar en 2007 en la revista Nature Neuroscience un estudio que «demostraba» la existencia de cerebros de izquierdas y de derechas. Lo que consistía, aseguraba el director del hallazgo, en que los conservadores tienen un cerebro más estructurado y permanente que les lleva a ser menos flexibles en las situaciones en que es necesario cambiar un hábito, incluso si han recibido instrucciones para realizar ese cambio. Con motivo de tan singular hallazgo sobre los cerebros conservadores y sus problemas, Frank J. Sulloway, un investigador del Instituto de Personalidad e Investigación Social de Berkeley, aportó su opinión sobre unas conclusiones que le parecieron «una aguda demostración de que las diferencias individuales entre conservadores y liberales están fuertemente relacionadas con la actividad del cerebro». Y añadió un ejemplo práctico: el estudio servía para explicar por qué, mientras el entonces presidente americano George W. Bush no cedía en su posición sobre la guerra de Iraq, sin embargo, el demócrata John F. Kerry cambiaba de posición a menudo.
La investigación no apareció al año siguiente entre los premiados de la parodia de los Nobel, los Premios IgNobel, a pesar de su contenido descacharrante, lo que da una idea clara de que la comunidad científica se la había tomado en serio, muy en serio. Tampoco los autores se convirtieron en personajes de tiras cómicas. Por supuesto nadie pidió el despido de sus universidades por el ridículo alcanzado. Y no pasó nada de eso porque el intelectual progresista que domina los círculos universitarios, los medios o la inmensa mayoría de festivales y premios artísticos y culturales cree firmemente en que eso es así, en que hay unas diferencias genéticas entre la izquierda y la derecha, en que existe un mal originario del que surgió la derecha, convicción que es producto de la educación sectaria y de los años pasados en ambientes sin disidencia ideológica.
El disparate investigador tenía un precedente cinematográfico que, no hay que descartar, constituyera su inspiración, pues, como ya nos lo ha vuelto a demostrar Inside Job recientemente, los intelectuales progresistas creen apasionadamente en sus propias fantasías, incluidas las cinematográficas, y una vez creadas, una película a la que llaman documental en este caso, la convierten en fuente de ciencia y autoridad. De hecho, el precedente de la teoría de los cerebros de izquierdas y de derechas fue una película de Woody Allen, Todos dicen I Love You. La tal película contenía un personaje interpretado por Lukas Haas, un chico de izquierdas que, a lo largo de la película, se volvía conservador, lo que preocupaba enormemente a sus padres, interpretados por Goldie Hawn y Alan Alda, unos ricos y sofisticados neoyorkinos representantes de la gauche cavair americana, tan habitual en el cine de Allen.
Los ricos y progresistas padres respiraban, sin embargo, al final de la obra, pues repentinamente se descubría que, en realidad, el conservadurismo de su hijo se había debido a un golpe en la cabeza. Una intervención médica acababa con el problema y, de paso, con el trauma familiar provocado por el hijo republicano. La comedia tenía final feliz, todos se querían y, además, todos eran felizmente de izquierdas, además de ricos, sofisticados y equilibrados.
Y no, no era una ironía de Allen sobre la izquierda americana. Tampoco era una ironía la presentación de progresismo en forma de rica y privilegiada familia de Manhattan que pasaba su fin de año en un lujoso hotel de París. La arrogancia progresista es de tal naturaleza que hasta sus representantes más inteligentes y creativos, como Allen, son capaces de notables estupideces intelectuales. Han crecido en un ambiente cultural en el que no conocen otra cosa que la idea de la infalibilidad y superioridad moral de su estructura ideológica del mundo, y sobre todo no conocen contestación a estupidez alguna. Todo lo contrario, saben que ese sectarismo, el del conservador por mor de un cerebro dañado, tiene premio en forma de críticas benévolas, páginas de los medios y, después de todo eso, público.
A mayor simplicidad intelectual, mayor arrogancia, claro está, lo que explica la abundancia de tal arrogancia en el cine y literatura progresistas. En el cine español, la historia ha sido ampliamente contada en los últimos años. El progresismo ha sido y es tan abrumadoramente mayoritario y activista en ese cine que, en los últimos tiempos, este sector de la creación es más conocido por su actividad política y propagandística que por sus películas. Tanto en la oposición a la derecha como en su entusiasmado apoyo, primero a Rodríguez Zapatero, después, en la última etapa, a la izquierda en general.
Pedro Almodóvar ocupa lugar de honor en esa galería de la arrogancia mezclada con la simplicidad intelectual, tan habitual en los espacios artísticos, cuando de política y debates ideológicos se trata. El artista, quizá gran artista en muchos casos, que también desea dejar su huella en la historia de las ideas, de los movimientos sociales, del poder, aunque todo tipo de dislates deban sembrarse en ese camino. En el de Pedro Almodóvar hay muchos. Algunos ya fueron citados en un libro anterior y también en un capítulo anterior de esta obra. Y es que el cineasta da para mucho en esta materia. Lo mismo en los medios nacionales que en los extranjeros. En uno de los últimos, en L’Express, dejó una de esas muestras del perfil arrogante y extremista del intelectual progresista: «Desde hace muchos años, España está destrozada por el Partido Popular, de derechas, que ha mostrado su rostro más retrógrado y más reaccionario. Mis próximas películas van a denunciar eso. Sin duda, voy a radicalizar mi cine. Me gustaría que se ocupara sobre todo del mundo actual. Porque mis personajes se han alejado de eso, se han ocupado de sus problemas íntimos»[4]. Cuando declaró a L’Express tal cosa, era el año 2009, y su izquierda, el partido político apoyado por Almodóvar, llevaba cinco años en el poder en España mientras que el PP así como la derecha intelectual y artística habían sido arrinconados y depurados de todas las instituciones y centros culturales, lo que no impidió que Almodóvar mostrara nuevamente ahora en Francia su pulsión más sectaria.
La teoría progresista de los cerebros de izquierdas y de derechas tiene su correlato sociológico, como no podía ser de otra manera. Habitualmente, bajo la forma de la supuesta mayor exigencia y virtud de los ciudadanos que votan por los partidos de izquierdas. Pues, además de cerebros de izquierdas y de derechas, habría votantes de izquierdas y derechas diferenciados por su nivel de exigencia crítica para con sus elegidos. Entre las varias plasmaciones de tal teoría, mucho más extendida de lo que el sentido común da a entender, tenemos una muestra, por ejemplo, en Ignacio Sánchez-Cuenca, sociólogo célebre por su conocida fórmula infalible para acabar con ETA y que ya fue relatada, aquello de dar a ETA lo que quiere y así, con esa brillante operación, acabar con el terrorismo. Este mismo sociólogo también ha defendido la teoría de que los votantes de izquierdas son más «exquisitos» que los de derechas.
Es decir, son más críticos y más exigentes. La razón de todo esto no tiene que ver con la moralidad o la ideología, se apresura a aclarar el sociólogo. Sin embargo, prosigue, hay diferencias consistentes en que la derecha, por conservadora, quiere conservar el statu quo para mantenerse indefinidamente en el poder. Sin embargo, la izquierda pretende cosas muy distintas, quiere, «casi por definición», dice el sociólogo, algo mucho más arriesgado que es cambiar el statu quo en una dirección igualitaria. No aclara si tal riesgo conlleva también la necesidad de que la izquierda se perpetúe indefinidamente en el poder, sino que el sociólogo insiste en que lo anterior, la diferencia entre los que quieren mantenerse siempre en el poder, la derecha, y los que quieren el cambio, la izquierda, da lugar a votantes diferentes en un caso y en otro, unos acomodaticios y otros transgresores, exigentes y valientes[5]. En definitiva, como los cerebros, unos incapaces para el cambio, los de derechas, y otros flexibles e imaginativos, los de izquierdas. Y algunos, a veces temporalmente dañados y accidentados, terribles épocas de cerebros conservadores que, en las historias de final feliz se curan y vuelven a ser progresistas.
La intolerancia hacia el adversario ideológico, hacia la derecha, es el segundo rasgo del intelectual progresista. ¿Una intolerancia diferente a la que puede practicar el intelectual conservador contra el progresista? Sí, lo es en un aspecto esencial, en sus dimensiones. Una intolerancia comparable se practica también desde algunos sectores de la derecha contra el intelectual progresista, pero la diferencia, la esencial diferencia, es que tal intolerancia es minoritaria y es constantemente denunciada por unos y por otros. Sin embargo, la intolerancia progresista está ampliamente extendida y su signo distintivo es que pasa por normal, por aceptable, es asumida por una buena parte de los intelectuales progresistas y está instalada dentro de los límites de la corrección política dominante.
En este ambiente ha sido posible que, en España, el progresismo desarrollara la otrora popular teoría de la crispación. Lo hizo cuando estuvo en la oposición, antes de 2004, y lo siguió desarrollando durante el primer mandato de Zapatero. En otros lugares, en Estados Unidos, se produjo un proceso paralelo consistente en desarrollar la idea de que la derecha había impuesto un clima de odio y de resentimiento. ¿En qué consistió la teoría de la crispación? En que la derecha era agresiva y provocadora, decían, y en que un triunfo electoral de la izquierda traería consigo un clima de paz, diálogo y entendimiento. Teoría que envolvía el auténtico problema de fondo y es que el progresismo se crispa enormemente cuando no ocupa el poder. Creyente en el derecho inalienable de la izquierda a dirigir el Estado y la política, considera enormemente crispante estar alejada del poder. Y a eso, el progresismo lo llama «la crispación de la derecha», es decir, la crispación que le provoca a la izquierda la derecha con su pretensión de llegar al poder y cuando está en dicho poder, a pretensión de seguir en él.
En palabras de uno de estos intelectuales progresistas crispados por la ocupación del poder por la derecha, Juan Luis Cebrián:
(…) la crispación y el odio han crecido últimamente entre nosotros casi tanto como las incertidumbres, es mayor el sentimiento de inseguridad y aumenta el prestigio de quienes apelan a recetas extremas y expeditivas a la hora de buscar soluciones a los severos problemas de futuro que se nos plantean. Asistimos, desde hace años, a una invasión casi tumultuaria de los poderes Legislativo y Judicial por parte del Ejecutivo; a un aumento de la autocensura, cuando no de la censura a secas, en las redacciones de los medios de comunicación, muchos de los cuales han sido intervenidos de mil maneras por la autoridad competente, a un sentimiento quizás exagerado, pero muy palpable, de pérdida de libertad[6].
¿Se refería Cebrián a alguna dictadura, a una democracia en transición al autoritarismo? Pues no, se refería a la España gobernada por la derecha, algo que a algunos líderes del progresismo les parece comparable a un régimen autoritario. En 2003, y tras siete años de poder conservador, la crispación progresista había ascendido a máximos históricos y ese estado anímico daba lugar a estas manifestaciones de intolerancia democrática, muy abundantes en esa época.
Pero la teoría de la existencia de la crispación cuando está en el poder el adversario ideológico no ha sido cultivada solo en España. Hemos asistido en Estados Unidos al mismo fenómeno, con variaciones solo debidas a las peculiaridades de cada uno de los sistemas políticos. Representante privilegiado del progresista americano crispado es Paul Krugman, por otra parte, uno de los líderes de progresismo estadounidense y, de paso, del español, dada la entusiasta acogida que recibe en España. Paul Krugman también estaba muy crispado al final de ocho años de George W. Bush en la Casa Blanca, lo que provocó innumerables páginas de intolerancia hacia a derecha bajo la teoría de la crispación, versión americana.
¿En qué consistía? En que la derecha sembraba el odio, la cizaña, la discordia. Lo escribió en The New York Times, el órgano de lujo del progresismo americano, bajo el título de «La estrategia de resentimiento». ¿De quién? De la derecha, claro está, que hace las cosas por puro resentimiento, explicó Krugman. El Partido Republicano está en manos de una derecha «enfadada», decía, y desarrollaba una teoría de la «furia de la derecha», donde no faltaba el ridículo intelectual, siempre acogido con la máxima de las seriedades por los fans de Krugman, que son muchos, sobre todo en España. El Premio Nobel, es importante recordar en este punto que a Krugman le otorgaron tal premio, explicó el origen del enfado, de la furia y del resentimiento de la derecha con Nixon. Resulta que Nixon, escribió Krugman, había desarrollado una estrategia política a lo largo de su carrera que estaba inspirada en su experiencia en el college, pues allí consiguió ser elegido presidente de los estudiantes explotando el resentimiento de sus compañeros hacia los Franklins, el club de élite del college. Y sí, esto lo escribió todo un Premio Nobel, como consta en The New York Times[7], lo que da una idea de hasta dónde ha llegado la crispación progresista.
En España, como es habitual, los intelectuales progresistas hicieron campaña electoral con el PSOE y, el 13 de febrero de 2004, a un mes de las elecciones, presentaron lo que llamaron la Asamblea de Intervención Democrática para denunciar el «deterioro democrático» del PP. Allí estaban Rosa Regás, Almudena Grandes, Carlos Berzosa, Ángel Gabilondo, Nicolás Sartorius, Joan Ridao y otros activistas del socialismo y del zapaterismo.
Más extraordinario aún, parte de los que estaban en la asamblea anterior, junto a algunos académicos progresistas, elaboraron más adelante una teoría «científica» de la crispación. Como lo de los cerebros de izquierdas y de derechas, pero en versión sociológica y politológica y llamada «la teoría de la crispación». En realidad, la teoría fue elaborada por ideólogos del progresismo a través de la fundación de ideas más importante del socialismo español, la Fundación Alternativas dirigida por Felipe González, pero fue apoyada por académicos importantes como José María Maravall, ex ministro socialista y uno de los representantes más relevantes del progresismo en la universidad.
Pero los elaboradores de la teoría «científica» fueron intelectuales e ideólogos, como Joaquín Estefanía, el periodista de El País que dirigió el informe, o por Belén Barreiro quien, durante los Gobiernos de Zapatero, dirigió, primero, el CIS, y después asesoró a Zapatero en La Moncloa. No solo se trataba de la propia identidad de los autores, tampoco importó al progresismo la organización para la que trabajaban, el think thank del PSOE, a la hora de convertir lo que era un texto ideológico en un supuesto texto científico. Con una seriedad en la que no asomaba tentación alguna de carcajada, y es que ellos creían de verdad que hacían ciencia, así es la arrogancia del intelectual progresista, llegaron a escribir que «La tesis que demuestran los investigadores de este informe es básicamente la siguiente: el Partido Popular ha elegido la estrategia de la crispación para hacer oposición en la legislatura actual».
Después, la ciencia socialista nos dejaba múltiples aportaciones investigadoras como las que siguen:
Los tres temas escogidos deliberadamente por el PP como parte de la estrategia de la crispación, con el objeto de acentuar su enfrentamiento y su falta de colaboración con el Gobierno —utilizando para ello un lenguaje en muchas ocasiones insultante y casi siempre extremo y la política de salir a la calle, en manifestaciones masivas que aglutinan al núcleo duro de su electorado ideológico, en vez de utilizar las instituciones— han sido el atentado terrorista del 11 de marzo de 2004, la reforma del Estatuto de Cataluña y el denominado «proceso de paz» en el País Vasco[8].
José María Maravall también aportó su ciencia socialista en las páginas de El País para defender la teoría científica de la crispación. «Ruido y furia que asfixian el debate en España», escribió refiriéndose a la derecha. Y añadió las causas, es que la derecha quiere el poder: «La clave no es lo que haga el Gobierno, sino volver al poder (…) pero la estrategia de la crispación se basa en que, a la hora de elegir, todo vale; en que el fin justifica los medios. El fin es el poder»[9]. Aún más, Maravall incluso elaboró un libro, por supuesto, «científico», según las reglas de la ciencia socialista. En dicho libro encontramos innumerables perlas distinguidas de la ciencia socialista como la siguiente: «En el caso de España, la crispación solo ha existido cuando el PP ha perdido —al parecer, que el PSOE ganase resultaba inaceptable—, y se trató de desestabilizar al gobierno con una ‘campaña permanente’»[10].
La teoría de la crispación fue complementada desde los políticos del progresismo con la alternativa de una auténtica democracia que, como es sabido en el universo progresista, es aquella que existe cuando gobierna la izquierda. Cuando gobierna la derecha, peligra la democracia, como también es sabido en dicho universo. «Hay que mejorar la democracia en España», «en los últimos dos años el Gobierno ha estado haciendo una política en contra de la gente», dejó dicho, en 2003, José Luis Rodríguez Zapatero[11]. Ya en el poder, en julio de 2004, afirmó aquello de que, en 90 días, había desterrado el «clima de odio y rencor» y lo había sustituido por «el diálogo, el respeto a todas las ideas y la verdad». En noviembre de ese mismo año insistió en un discurso ante el Comité Federal del PSOE y afirmó aquello de que ellos «habían cerrado el tiempo de la bronca desde el poder, de la desconfianza y de la sospecha, de la gresca continua y de la insinuosa imputación, de la permanente reprimenda».
Para esa época, noviembre de 2004, estos socialistas del «diálogo», la «tolerancia» y el «pluralismo» llevaban muy avanzado el proceso de depuración de toda persona no socialista y de izquierdas de todos los lugares donde tenían acceso. Yo misma no había tardado ni un mes en recibir la carta de despedida, por ejemplo, del nuevo director del CIS, Fernando Vallespín, de mi posición de miembro del Consejo de Redacción de la revista REIS, del CIS, después de la victoria socialista de marzo. El puesto no tenía remuneración alguna y, además, se trataba, se trata, de una revista meramente académica, pero el diálogo del nuevo Gobierno Zapatero era así de contundente con quienes no profesaban la fe socialista. Se trataba, al fin y al cabo, del «nuevo clima político», como lo llamó José Blanco en 2004, «alejado de la crispación, de la mentira y el rencor, para practicar el diálogo, el respeto y el gusto por la verdad, izando de nuevo la bandera de la transparencia». Lo que comenzaba con la depuración ideológica de los que no profesaran el socialismo.
Después, Zapatero fue fijando y, sobre todo, puliendo su teoría de superior virtud democrática de la izquierda, con algunas de sus históricas sentencias como aquella de que «la derecha en este país me ha enseñado que es la izquierda la que hace avanzar los derechos democráticos»[12]. Algún tiempo antes, había dejado otro mensaje para la humanidad progresista: «(…) Si me pregunta cuál ha sido la meta principal de la política de Gobierno, la resumiría diciendo que hemos querido avanzar en los derechos de la ciudadanía y hacer retroceder la intolerancia y la zafiedad»[13]. Y para demostrarlo, 2004 y 2005 fueron para los intelectuales conservadores una prueba de cómo lograr sobrevivir en los diferentes medios de comunicación e instituciones frente a las constantes llamadas del poder socialista para que prescindieran de nuestras colaboraciones. Por supuesto, solo conseguimos sobrevivir en algunos de ellos y no todos nosotros.
Arrogancia, crispación e intolerancia hacia la derecha son rasgos del intelectual progresista que no se minimizaron con el triunfo socialista de 2004. Todo lo contrario. Desde entonces, la intolerancia hacia la derecha ha dominado los medios de la izquierda, incluso en la crisis final de Zapatero, cuando los intelectuales progresistas perdieron sus referencias en el liderazgo político.
Rosa Regás dio el tono de lo que sería el progresismo intelectual, tras las Elecciones Generales de 2004, cuando afirmó aquello de que «la derrota del PP fue el día más alegre de mi vida, más incluso que la muerte de Francisco Franco y más que la subida al poder de Felipe González». Previamente, había manifestado que, si ganaba el PP, ella se exiliaría, exabrupto que fue imitado más adelante por Meryl Streep, cuando, en una visita al Festival de San Sebastián, afirmó que, si no ganaba Obama, ella se exiliaría de Estados Unidos. En la línea de la «tolerancia» de las dos anteriores estrellas del progresismo, Juan Luis Cebrián, que aún seguía crispado tras el triunfo, escribió en diciembre de 2004 que en la derecha proliferaban «grupos de maleducados salvapatrias» y «loquitos», y había «trastornos de comportamiento que amenazaban con provocar una epidemia de fanfarronería»[14].
Suso de Toro, otro zapaterista entusiasta, dejó algunas reflexiones dignas del nuevo tiempo de tolerancia y diálogo de Zapatero, o del talante, como el propio Zapatero lo había calificado. Definió a la derecha española como «la ultraderecha mutante» y acudió a la medicina para explicarlo, como en la teoría de los cerebros de izquierdas y derechas: «la ultraderecha hoy en España es un virus mutado que ha nacido del tejido humano de ambientes y familias de tradición franquista, gentes que hace unas décadas sentían incomodidad e inseguridad por su origen y aceptaron jugar a ser demócratas»[15].
Llegó después Rubianes con aquello de que «se cagaba en la puta patria», que ya relaté en páginas anteriores. Él mismo calificó las críticas como «la campaña feroz y cruel de los fachas», «los fachas que quieren obligar a TV3 a bajar a cabeza». Recibió múltiples apoyos del progresismo y él mismo destacó que, entre esos apoyos, estaba Ana Belén, otra estrella del progresismo que puso rúbrica al mandato zapaterista con aquel especial de la Nochebuena de 2011 para TVE, la misma televisión que había hecho entusiasta campaña por Zapatero durante esos años mientras se definía como objetiva y plural.
Más adelante, la oposición de la derecha a la negociación del PSOE y el Gobierno con ETA suscitó reacciones no menos airadas que las anteriores. El progresista crispado fue la tónica dominante entre unos intelectuales que apoyaron con fervor el diálogo y los acuerdos con la banda asesina. No podían entender que la derecha se opusiera a tan ética solución al terrorismo, el acuerdo socialista y nacionalista con los criminales. Suso de Toro escribió encontrarse «pasmado» ante lo que él llamó «la posición tan extrema en que se ha instalado esta derecha. Lo explica su duro integrismo y casticismo, apenas influenciada por las derechas parlamentarias europeas»[16]. Jordi Gràcia acudió a la física, no a la medicina ni a la psicología, para explicar el problema de la derecha que sería un «agujero negro» en su seno, un agujero franquista y antidemocrático, claro está[17]. Juan José Millás, igualmente indignado porque la derecha no aceptara la negociación del PSOE con ETA y en la sospecha de que la auténtica razón era el interés del PP en la continuación del terrorismo, pidió una comisión de investigación para averiguar a quién benefician los crímenes de ETA «Pero quizá si lográramos descubrir a quién benefician sus crímenes, quién necesita de forma desesperada que los asesinos actúen, qué partido político hace caja cada vez que la organización criminal se convierte en noticia, hallaríamos la respuesta. Blanco y en botella, (incluso en Botella), leche»[18].
Manuel Vicent dejó su aportación al apoyo a la negociación con ETA de los socialistas en forma de retrato del ciudadano que acudía en 2007 a las manifestaciones contra tal negociación, una auténtica «hiena», según Vicent:
(…) Esta señora, junto con sus amigas, acudió a la manifestación contra el Gobierno socialista montada por el Foro de Ermua y el Partido Popular con el pretexto del terrorismo. Rodeada de banderas nacionales y de pancartas con consignas terribles llegó un momento en que a esta señora, sin que nadie se lo explique, comenzó a crecerle pelo duro por todos los poros de su rostro, se le afilaron sus mandíbulas hasta formar un hocico agudo y de pronto su cabeza, que emergía por el cuello del abrigo de pieles, adquirió el perfil de una hiena. En ese instante se puso a vomitar insultos feroces contra el presidente Zapatero. Iba del brazo de sus amigas y azuzada por el fragor de la multitud sus gritos ya desgañitados semejaban simples ladridos, que finalmente fueron orquestados por el himno nacional[19].
El sociólogo Enrique Gil-Calvo recurrió a la psiquiatría para explicar los «problemas» de la derecha, pues, en el universo progresista, las ideas de la derecha se explican en clave de enfermedad o en clave de totalitarismo, esto segundo también en el análisis de Gil-Calvo. En el primero, los problemas psiquiátricos, Gil-Calvo se adelantaba en un año a Paul Krugman con la idea de la «estrategia del resentimiento». Y es que el PP estaría «cegado por el resentimiento», por lo que antepone «el ansia de venganza a cualquier otra cosa», y hay que «atender a la dimensión psicosociológica», continuaba Gil-Calvo para buscar el sentido último de la «estrategia del resentimiento». Hay antecedentes históricos de esto, añadía. ¿Cuáles? Pues nada menos que el nazismo, que fue una forma de «crear una comunidad popular cohesionada por su odio al enemigo interior»[20]. Obvio el paralelismo entre el nazismo con la derecha española, argumentaba y sigue argumentando el progresismo español, en su enésima demostración del tipo de tolerancia que practica con el adversario ideológico.
La profunda crisis de la izquierda política no apagó la furia del intelectual progresista. Una de sus representantes más significadas, Almudena Grandes, defendió a Bildu en primavera de 2011, poco antes de la monumental derrota de la izquierda en las elecciones municipales y autonómicas del 22 de aquel mes, y arremetió contra quienes pretendían ilegalizarla, en perfecta coherencia con su historia de apoyo a la amistad con el brazo político de ETA. ¿Cómo era posible que alguien se opusiera a tal amistad? Debía de tratarse de otro problema genético, pues el mal de la derecha es de tales dimensiones en las mentes de los intelectuales progresistas que el diagnóstico acaba siempre en el campo de la genética, en los cerebros de izquierdas y derechas, en definitiva. Escribió Grandes que «la derecha española arrastra una deformación congénita, basada en la convicción de que este país le pertenece porque para eso lo ha heredado de sus antepasados, que la impulsa a confundir sus deseos con la realidad. Cuando dicha ecuación se ve alterada por cualquier factor, reacciona siempre con la misma violenta agresividad. Yo, desde luego, celebro que Bildu participe en las elecciones. Porque es justo. Porque es normal. Y, sobre todo, porque es una victoria de la democracia»[21]. Una victoria de la democracia zapaterista, se le olvidó el adjetivo a Grandes, pues, ciertamente, ella y los activistas de tal zapaterismo lucharon esos años por el acuerdo con los terroristas y la legitimación y entrada de su brazo político en las instituciones.
¿Se calmaron los progresistas crispados tras la estrepitosa derrota socialista de noviembre de 2011? Como era de prever, no. Todo lo contrario. «El griterío permanente de los últimos años ha cesado como por ensalmo, lo cual es prueba irrefutable de que la vociferación viene casi siempre de la derecha, cuando no está en el poder»[22], escribió Javier Marías. ¿Se había reservado ese condescendiente «casi» para él mismo, como representante del griterío permanente y de la vociferación de la izquierda? Es posible, dada la furia que a continuación venía en el artículo en forma de equiparación de Rajoy con Franco.
Al otro lado del charco, tampoco se habían calmado los progresistas crispados americanos tras la victoria de Obama en 2008. Los activistas del cine, mucho más influyentes, por otra parte, que los españoles, dadas las audiencias de sus películas, siguieron en sus diatribas contra los conservadores, en muchos casos combinadas con el apoyo a los dictadores extranjeros. Oliver Stone, una de sus estrellas, no perdió la recepción entusiasta de los suyos y, por supuesto, de los europeos, a su movimiento en pro de la dictadura cubana y de Hugo Chávez. Mientras apoyaba a Obama, para impedir la llegada de la derecha, también recurrió a la psiquiatría para explicar la naturaleza de la derecha, incluida la española: «la histeria anti-Chávez no viene solo de EE. UU. sino también de España. No entiendo por qué. Quizá por Aznar»[23]. En la misma entrevista, eso sí, nos hizo saber que, después de sus películas de ensalzamiento de Chávez y Castro, no tenía intención de hacer otra sobre el dictador coreano Kim Jong-il. No porque le repugnara, por supuesto, simplemente porque no quería, decía, hacerse un solo enemigo más.
Desde el bando de los intelectuales, el inefable Paul Krugman ha demostrado igualmente que la victoria de Obama y el poder de la izquierda no les calmó. Si hacía algún tiempo, en 2008, había calificado de «estrategia del resentimiento» a las ideas y propuestas de la derecha, en 2011 subió un peldaño en las descalificaciones y lo transformó en «odio», en un «clima de odio». La excusa, el atentado contra la congresista Gabrielle Giffords, que, escribió Krugman, no era un hecho aislado sino algo que tenía que ver con «un clima nacional de odio». «¿De dónde viene esta retórica tóxica?» se preguntaba Krugman. Respuesta obvia del ideario progresista: «de la derecha», por supuesto[24]. El progresista español sacaba a pasear a Franco para compararlo a Rajoy y el progresista americano, a falta de dictadores previos, sacaba a pasear un crimen para relacionarlo igualmente con la derecha.
Unos días después de ser expuesta tal teoría, la del «clima de odio alentado por la derecha», los progresistas españoles elaboraron la relación entre unos y otros, entre la derecha americana y la española, a partir de los crímenes de Arizona que, como es sabido en el universo progresista, tienen, después de todo, una conexión secreta con la derecha española. De la mano de tres conocidos zapateristas, José Ignacio Torreblanca, Belén Barreiro e Ignacio Urkizu que teorizaron sobre a «política vociferante», la «derecha radical» y la «estrategia de crispación» de la derecha americana y española, debidas, explicaron, a que hay algo que uniría a la derecha americana y española y es que ambas comparten el hecho de que en sus países los progresistas son mayoritarios y es así que la derecha fomenta la estrategia de la crispación para poder ganar las elecciones en un país, en unos países, donde la mayoría no comparte sus valores[25].
El rasgo más interesante, sin embargo, del intelectual progresista es su extremismo, sobre todo porque tal extremismo apenas ha sido analizado. Más que nada porque las categorías y valores del progresismo son dominantes y han impuesto no solo las medidas sobre qué es y qué no es el extremismo, sino también los conceptos para definir o para denominar el extremismo.
Fernando Savater definió hace algún tiempo lo que consideraba la posición de UPyD, el partido que apoya, afirmando que «estamos en la confluencia del progresismo de izquierda y derecha, y lejos de los reaccionarios»[26]. He explicado en la introducción a esta obra mi concepto de progresismo que, a diferencia de Savater, considero inaplicable a la derecha por haber sido completamente engullido por la izquierda y tener sentido únicamente en su aplicación a tal izquierda, con lo bueno, es un concepto que mantiene connotaciones positivas, y con lo malo, también identifica las cavernas de la izquierda. Pero lo que me interesa de la anterior afirmación de Savater es que él constituye uno de los escasos intelectuales de la izquierda que reconoce la existencia de extremismos tanto en la izquierda como en la derecha.
El progresismo se caracteriza, no solo por su percepción de que el extremismo existe únicamente en la derecha, sino también por su convicción de que toda la derecha es extremista. Lo que nos remite no solo a la intolerancia del intelectual progresista, sino también al propio peso del extremismo dentro del progresismo. Nuevamente, encontramos un fascinante paralelismo en este punto entre los progresistas españoles y los norteamericanos. Se trata de la semejante manera en que ambos han rechazado coléricamente el Tea Party y, sin embargo, han abrazado con entusiasmo el 15-M y el Occupy Wall Street, dejando entrever una clara diferencia entre las actitudes del progresismo y del conservadurismo hacia los populismos y los radicalismos. Mientras que el primero, el progresismo, ha asumido y defendido los principios y la movilización de los llamados «Indignados», el conservadurismo, sin embargo, se ha mostrado dividido hacia el Tea Party, estableciendo distancias claras entre derecha moderada y derecha extremista.
Más adelante me referiré a la unión de la izquierda española y americana con el movimiento de los Indignados, pero es pertinente conocer antes cómo esa misma izquierda ha rechazado, sin embargo, el otro movimiento populista y radical, el Tea Party. La oposición virulenta al Tea Party ha sido paralela en el progresismo español y en el americano. El referente periodístico del progresismo español, El País, le dedicó un editorial a dicho movimiento de un tono tan apocalíptico que cuesta pensar en términos más duros si el objeto hubiera sido la tercera guerra mundial. Y es que, según el periódico progresista español, «el extremismo del Tea Party ataca a la economía mundial tras contaminar la política democrática». Además, lo calificaba de «fanático», lo equiparaba al populismo xenófobo europeo y de ambos decía que «parten de la fe ciega en unas supuestas esencias que, una vez recuperadas, resolverán como por ensalmo los graves problemas a los que se enfrenta la comunidad internacional»[27]. Pareciera que el editorial se refería también a los Indignados, pero no, se refería únicamente al Tea Party y a la ultraderecha europea.
Peggy Noonan hizo una aguda descripción del Tea Party cuando utilizó los conceptos «enfadado», «antiestablishment», «populista» y «antielitista» para describir este movimiento. También, cuando valoró que el Tea Party no es un ala del Partido Republicano sino una crítica al Partido Republicano[28]. En otras palabras, un movimiento muy parecido al de los Indignados, en sus rasgos como movimiento y en sus relaciones con la izquierda, en este caso. Pero no, claro está para el progresismo americano que mientras simpatiza con los Indignados, tilda de terroristas a los miembros del Tea Party. Lo hizo uno de los columnistas de The New York Times, Joe Nocera quien, un paso aún más allá del apocalipsis del editorial de El País, escribió que «los republicanos de Tea Party han librado una yihad contra el pueblo americano», a lo que añadió como consejo: «Nunca negociar con terroristas. Solo sirve para animarlos»[29].
El progresismo español, inmune a las protestas suscitadas por las descalificaciones de Nocera, todo lo contrario, en la misma línea de Nocera, lo imitó unos días más tarde con el concepto de yihad. Uno de los corresponsales de El País en Estados Unidos, David Alandete, tituló su artículo, no sobre el Tea Party, sino sobre los republicanos: «El Partido Republicano se lanza a la guerra santa». Aún más, poseído por sus propias alucinaciones sobre la «yihad de la derecha» en América, Alandete metía a todos los republicanos en el grupo de los fundamentalistas cristianos, incluido Mitt Romney, al que le adjudicaba tales etiquetas, fundamentalismo cristiano y guerra santa, «porque es mormón»[30].
Los análisis anteriores del The New York Times en Estados Unidos y de su equivalente en España, El País, revelan, no solo el radical rechazo de los progresistas hacia el Tea Party, sino un segundo elemento aún más interesante que es la asimilación de toda la derecha a Tea Party y en España, de la misma manera, de toda la derecha a la extrema derecha. En fechas muy cercanas a las anteriores lo hacía el mexicano Carlos Fuentes con la derecha americana, utilizando igualmente, además, el término de «terrorista». En una apasionada defensa de Obama, acababa el artículo con una exhortación: «Obama con la nación en contra de los extremistas de derecha, minoritarios y terroristas del Congreso. Ahora. Ya. Una lucha decisiva de aquí a noviembre de 2012»[31]. En España, ni siquiera hubo protestas por la denominación de «terroristas». Probablemente, porque nadie o casi nadie llegó a final del artículo de Fuentes. O quizá, no hay que descartarlo, porque los progresistas estaban de acuerdo con el uso del término.
Sobre los republicanos americanos, los progresistas españoles incluso se habían adelantado a sus homólogos americanos en la asimilación. El periodista Luis Prados se lo explicaba al líder demócrata Bill Richardson, cuando lo entrevistó en Madrid. Prados le describía la situación americana a Richardson: «El movimiento extremista del Tea Party se ha apoderado de la derecha en EE. UU., ¿qué va a pasar en las elecciones?»[32]. Tras dicha pregunta, como era de esperar, el moderado parecía el entrevistado, con dificultades para ponerse a la altura del radicalismo del entrevistador.
De la misma manera que en la entrevista citada, todo el tratamiento periodístico del progresismo español sobre la derecha americana ha estado trufado de calificativos como extremistas, ultras y ultraderecha, lo que ha incluido tanto al Tea Party como a los republicanos, con muy puntuales diferenciaciones entre moderados y extremistas y una constante insistencia en el mensaje de que toda la derecha americana es extremista, ultra o ultraderecha. De tal manera que toda oposición a Obama ha caído bajo la descalificación de extremista. Y con colaboraciones habituales, a su vez, de ideólogos americanos como Norman Birnbaum, una de cuyas últimas aportaciones fue la teoría de que la democracia estadounidense «ha sufrido un golpe de Estado encubierto». Sobra el relato delirante sobre los autores de tal golpe de Estado, «el capitalismo» y «la quinta columna construida por los agentes ideológicos y políticos del nuevo capitalismo», digno del Granma cubano, pero publicado una vez más, en el medio de referencia del progresismo español[33].
El intento de anulación de la derecha a través de su reducción al extremismo antidemocrático ha sido tradicional en el progresismo. De hecho, ha sido una constante en España desde el inicio de la democracia con el uso, en muchas ocasiones, del argumento franquista, aquel según el cual la derecha actual se parecería, en realidad, a la derecha franquista. Cuando el uso de tal argumento parecía totalmente agotado, entre otras cosas por los casi cuarenta años transcurridos desde la muerte del dictador, el progresismo nos sorprendía nuevamente con la vuelta a la dictadura en forma de… ¡equiparación de Franco y Rajoy! Y, nuevamente, tal cosa no se produjo en el Granma o en el boletín de algún partidito de extrema izquierda extraparlamenraria sino en el medio de referencia del progresismo de la mano de un Javier Marías, para quien la comparación de Rajoy no había de establecerse con otros dirigentes democráticos sino con un dictador muerto hacía cuarenta años, pues he aquí que, según Marías, ambos son muy parecidos, herméticos, imperturbables, cazurros, fríos y taimados: «Siento decirlo, pero la actitud que hasta ahora está adoptando [Rajoy] me recuerda, de lo que yo he conocido, más a la de Franco que a la de ningún otro gobernante posterior. Los jóvenes lo ignoran y los maduros lo van olvidando, pero aquel aciago individuo era así: hermético, imperturbable, cazurro, frío, taimado»[34]. Claro que Javier Marías, el autor de tan singular comparación, es el mismo que llegó a calificar a la AVT, la Asociación de Víctimas del Terrorismo, de «brazo manifestante de la extrema derecha mediática»[35], lo que elimina la sorpresa ante cualquiera de sus comparaciones y valoraciones.
La reducción de la derecha al extremismo ha sido realizada a través de múltiples vías por el intelectual progresista y siempre en perfecta coordinación con los poderes políticos. A lo largo de los últimos años, en sintonía con Zapatero, un referente de los intelectuales progresistas, entusiasmados con él casi hasta el colapso electoral final. «El PP es la derecha más derecha de toda Europa» repetía Zapatero en mítines, entrevistas y declaraciones. Lo que unía, por otra parte, a la gran lucha que él y los suyos creían llevar en conjunción con Obama. Aquel debía acabar con la derecha americana y sus maldades mientras que Zapatero lo haría con la derecha nacional y las suyas, con la europea, incluso.
Antes de la llegada de Obama al poder, no eran precisas las excusas para la defenestración de la derecha, pero algunos asuntos específicos sirvieron para una excitación especial de los métodos más expeditivos del progresismo para con sus adversarios ideológicos. La movilización contra ETA y la negociación del Gobierno con ETA fue uno de ellos. Con motivo de una de las manifestaciones convocadas contra la negociación, el medio de referencia de los progresistas publicó un editorial incendiario para denunciar su «extremismo», consistente en oponerse a los acuerdos con los terroristas, objetivo perfectamente loable y moderado según el progresismo. Tal editorial afirmó que los líderes de la derecha «se han colocado en una situación de esquizofrenia política en la que deben desautorizar el discurso y las actitudes de los mismos extremistas»[36]. Los tales «extremistas» eran los españoles opuestos a los acuerdos con terroristas que habían solicitado un permiso para manifestarse e iban a salir a la calle a una manifestación legal y autorizada. Aspecto que conviene recordar porque el mismo editorial rechazó, también duramente, que una fuerza política parlamentaria pudiera llamar a la «rebelión callejera», una doctrina que, más tarde, en 2011 y con los Indignados, fue totalmente cambiada para pasar a creer que eso era sano y necesario para la democracia.
El terrorismo, tanto el de ETA como el islamista, ha dado numerosas páginas gloriosas del progresismo militante. Más cercanas a la línea Pilar Manjón, la madre de uno de los asesinados en el atentado del 11-M y posteriormente presidenta de la Asociación 11-M Afectados de Terrorismo que a cualquier otra cosa. Manjón, conocida por responsabilizar a Aznar de aquel atentado, dijo en 2007 aquello de: «Para los violentos, para los fascistas, para los cortos de ideas, para los largos de lengua, para los de bigote, para los de las guerras, para los de las torturas en Guantánamo, para los que no encontraron las armas de destrucción masiva, para los que no sabían ni que existían, para los que nos mintieron entonces, para los que nos mienten ahora…». Lo dijo en un acto de homenaje a las víctimas organizado por los sindicatos socialista y comunista, UGT y CC. OO. y fue ampliamente apoyado por el progresismo. Al fin y al cabo, representaba muy bien a sus intelectuales, uno de los cuales, Juan José Millás, ya había dejado escrito que «El fanático es fanático trabaje para el hampa o para las Hermanitas de la Caridad. ¿Acaso notaríamos alguna diferencia si Bush y Bin Laden se pusiera cada uno en el lugar del otro? Desde luego que no»[37]. Después de eso, de la equiparación de Bin Laden y Bush, claro está, la andanada de Manjón contra la derecha y sus responsabilidades en el terrorismo quedaba en nada.
La anulación de la derecha a través de la estigmatización de extremismo ha sido también realizada con otros usos del lenguaje muy habituales. El añadido del sufijo fobia a los conceptos, o la conversión de una crítica, por ejemplo, a los nacionalismos, en otra fobia, es decir, en una reacción enfermiza, y volvemos a las enfermedades, lugar muy querido para el intelectual progresista, tan convencido en su ser más íntimo de que el conservadurismo es una patología. «El PP cabalga el tigre de la catalanofobia»[38], afirmó Rubalcaba, cuando la derecha criticaba el contenido de nuevo Estatuto que los socialistas habían acordado con los nacionalistas catalanes. La catalanofobia fue y sigue siendo concepto habitual para tachar cualquier desacuerdo con el nacionalismo. O conceptos como «absoluto». «Me preocupa que la derecha se alce con el poder absoluto» dijo Rubalcaba a cuatro días de la mayoría absoluta del PP el 22 de noviembre de 2011[39], con la habitual valoración de que una mayoría absoluta de la izquierda es plenamente democrática y, sin embargo, una mayoría absoluta de la derecha es dictatorial.
Algo parecido ocurre con la xenofobia. El progresismo tiene tal palabra en la punta de la boca a todas horas, para aplicarla a todo momento y situación, de tal manera que toda crítica a una ley de inmigración socialista o toda posición favorable a una restricción de la entrada de inmigrantes es asimilada a la xenofobia. El resultado es que, en el universo progresista, la derecha es también intrínsecamente xenófoba pues no es favorable a la libertad de fronteras y entrada ilimitada de inmigrantes. Tampoco la izquierda, pero ese problema argumental es siempre soslayado para concluir que la xenofobia está por definición, por definición progresista, en la derecha.
Y la derecha no sería solo permanentemente xenófoba cuando trata la inmigración. Además, es fundamentalista, afirma el intelectual progresista para los más variados asuntos. En los últimos tiempos, el afán por calificar de fundamentalista a la derecha ha llegado a tales cotas de pasión que hasta se ha aplicado a tal descalificación a todos aquellos que quieren limitar el déficit público. En septiembre de 2011, un catedrático de Economía de la Universidad de Lovaina, Paul de Grauwe, llegó a calificar de fundamentalistas a quienes apoyaban la aprobación de una norma para el control del equilibrio presupuestario. Eso es «fundamentalismo económico»[40], escribió, coherente con esa visión progresista del mundo en la que todo aquello que no sea de izquierdas es congénitamente fundamentalista, o xenófobo, o ultra.
Capítulo aparte merecería el análisis del curioso fenómeno progresista consistente en considerar ultraderecha a todos los partidos de la extrema derecha europea, y sin embargo, no usar término equivalente, ultraizquierda, para denominar a los partidos de la extrema izquierda europea, comenzado por los españoles como Izquierda Unida o Esquerra Republicana y siguiendo por la multitud de partidos europeos situados ideológicamente a la izquierda del socialismo, anticapitalistas y populistas, con tintes antidemocráticos, nacionalistas o ecologistas, en algunos casos, y siempre profundamente intolerantes hacia la derecha. Es así que la palabra ultraderecha es abundantemente usada en los medios progresistas, pero la palabra ultraizquierda jamás aparece. De la misma manera, los medios e intelectuales progresistas mantienen una actitud militante de rechazo y denuncia de la ultraderecha, sin embargo, simpatizan con la ultraizquierda. «Extrema derecha, no pasarán» llegó a titular un periódico belga, Le Soir, sobre el avance electoral de Vlaams Belang[41], el partido ultraderechista más votado en algunas localidades flamencas.
Equivalente titular jamás ha sido utilizado por los medios progresistas para referirse a los resultados electorales de Izquierda Unida, por ejemplo. Y si lo hiciera algún medio conservador, la ultraizquierda española tendría capacidad para armar un sonoro escándalo, dado el apoyo cerrado que recibe de los socialistas en este y otros muchos temas. El resultado es que la corrección política ha establecido que, tanto en Europa como en Estados Unidos, existe oficialmente la ultraderecha, pero, sin embargo, no existe la ultraizquierda. Y la fortaleza de la ley anterior es tal que los propios intelectuales conservadores tienen dificultades o dudan a la hora de usar el concepto de ultraizquierda, como si hubieran aceptado que los únicos ultras posibles son los de derechas.
Añádase a todo lo anterior una descalificación progresista de todo tipo de ideas y creencias con su calificación de fundamentalistas o fanáticas. La teoría general fue establecida por su líder intelectual (y empresarial, en ese terreno) más poderoso, Juan Luis Cebrián, cuando escribió aquello de: «fundamentalismo democrático» para referirse, claro está, a las ideas de la derecha, y para hacer una curiosa mezcolanza entre creencias democráticas y creencias religiosas y, después emparentarlas con el fundamentalismo islámico inspirador de Al Qaeda, algo muy del gusto del progresismo. «Es preciso llamar la atención sobre las tendencias totalizadoras, absolutistas y demagógicas de gran parte de los poderes que operan hoy en el mundo (…) pero sus síntomas se han hecho notar con especial virulencia en España durante los años de gobernación de la derecha»[42].
Después de eso, toda la última década ha estado repleta de equiparaciones entre el fundamentalismo islámico y lo que el progresismo calificaba como «fundamentalismo cristiano» que, a su vez, era lo propio de la derecha. En esto último, las descalificaciones de las creencias cristianas han sido constantes. Belén Barreiro, la ex asesora de Zapatero y ex presidenta del CIS, llegó a calificar de «fanáticos» a los católicos practicantes cuando aún era presidenta de dicho organismo. «Quizá los que quedan sean los más fanáticos» dijo en referencia a los católicos que van a misa y echan dinero a los cepillos[43], en una de las múltiples muestras del concepto de fundamentalismo aplicado por el progresismo a la derecha y a los creyentes cristianos.
Por último, hay un capítulo de perfil del intelectual progresista verdaderamente extraordinario que es el relativo a la furia que gasta con las líderes femeninas de la derecha. Extraordinario, sobre todo, por los tintes machistas que habitualmente acompañan esta furia y que los intelectuales progresistas son incapaces de controlar aún a sabiendas que ellos son oficialmente feministas e igualitarios. Y esta furia afecta igualmente a hombres y mujeres, empezando por las propias feministas de progresismo.
¿Por qué? Se preguntaba hace algún tiempo Joseph Epstein, en su caso, sobre el odio de las feministas americanas hacia Sarah Palin, muy parecido al que sienten las europeas hacia algunas de las líderes más destacadas de la derecha. Y daba una de las claves de la respuesta con una frase de una importante feminista de la Universidad de Chicago, Wendy Doniger, que llegó a afirmar sobre Sarah Palin que «su mayor hipocresía es su pretensión de que es una mujer»[44], es decir, la percepción feminista de que Palin habría traicionado a las mujeres. A las mujeres de la izquierda, claro está, y a sus mandamientos, que incluyen un profundo sectarismo hacia las mujeres que han llegado a lo más alto, pero sin pasar por la izquierda, o aún peor, habiéndola dejado en algún momento.
Hubo innumerables ataques feministas a Palin, como los de otra progresista notable, Arianna Huffington, desde su medio, The Huffingtonn Post, conocido por haber logrado un gran éxito económico a través del muy «progresista» método de aprovecharse gratuitamente del trabajo de los colaboradores. Por ejemplo, Huffingon lanzó aquel ataque sobre el supuesto gasto de 150 000 dólares en vestuario y maquillaje de Palin en su campaña electora haciendo gala de uno de esos tics machistas tan llamativos de feminismo. El feminista The Huffington Post, por supuesto, jamás había lanzado información alguna sobre los gastos en imagen de los candidatos hombres en sus campañas, pues eso se consideraba perfectamente lógico y legítimo. Otra cosa es que una mujer gastara igualmente en vestuario e imagen, ¡qué escándalo!
Y el rechazo brutal a Palin no fue únicamente propio de feminismo americano. El español le dedicó incontables páginas de furia con la habitual suposición sobre su idiotez, una suposición que al igual que los hombres, también las mujeres feministas aplican con especial diligencia y pasión a las mujeres. Hasta Elvira Lindo arremetió contra Palin ridiculizando su afición a la caza como si tal rasgo fuera estúpido en sí mismo, «la cazadora de ciervos» la llamó con intención denigradora, algo que por supuesto no aplicaría a un cazador hombre. Lindo la descalificaba como «una gran cretina» y se alegraba de que los americanos no parecían dispuestos a elegir a la «gran cretina» a la que dedicaba todo tipo de descalificaciones por su supuesta falta de inteligencia[45].
El ataque de Lindo era muy parecido al de Frank Rich en Estados Unidos, cuando la descalificó en The New York Times por su exceso de «masculinidad», «porque tiene más testosterona que cualquier otro en la cúpula de su partido», en alusión a su «terrible» y «desmedida» ambición, lo que jamás es cuestionado en un hombre pero resulta contra natura en una mujer[46]. Dura, cazadora, dominante, ambiciosa, luego, no es una mujer, habitual conclusión de progresismo feminista. No es de extrañar que la cosa haya acabado, hasta ahora, como en la última portada de The Economist del 2011 que, en su caricatura del «correcto republicano», hizo una relación de los rasgos que debía tener tal correcto republicano e incluyó entre ellos lo que la atildada y pretenciosa revista llamó «Palin’ cojones»[47].
Lo curioso de la opinión feminista sobre la no condición de mujer de Palin es que ha sido el discurso dominante del feminismo sobre las líderes conservadoras y alcanzó las cotas más altas y grotescas con el odio feminista a Margaret Thatcher, descalificada siempre por el feminismo porque «no era una mujer» ya que «actuaba como un hombre». Además de los problemas del feminismo con el liderazgo y el poder de las mujeres, lo anterior se explica sobre todo en clave de intolerancia y extremismo. Palin o Thatcher son odiadas por representar a la derecha, sencillamente, y por hacer una revolución en los equilibrios de poder entre hombres y mujeres, pero desde la derecha y sin pasar por el feminismo.
Aún más, desde la derecha y desde la meritocracia, pues ambas tienen en común un origen de clase modesto y una carrera política construida desde la base a través de las propias capacidades, lo que provoca un problema aún mayor de aceptación en el progresismo, pues tales historias ponen patas arriba el universo progresista. Resulta que mujeres de origen humilde, de derechas y no feministas, realizan el objetivo de la igualdad, sin pasar por el feminismo y sin pasar por la izquierda. Y desde la nada.
El odio progresista a Margaret Thatcher ha llegado a cumbres patéticas como aquella lista oficial de las 16 mujeres británicas más influyentes del siglo XX elaborado por la líder laborista Harriet Harman en 2009 y que excluyó a Margaret Thatcher, ya relatado en páginas anteriores. Pero el escándalo y la rectificación posteriores tuvieron lugar por la enorme importancia del liderazgo de Thatcher. En otros cientos y miles de episodios como el descrito, pero con víctimas menos relevantes que Thatcher, las consecuencias se reducen a ninguna. De hecho, el feminismo excluye a las líderes de la derecha, sean políticas o intelectuales, de todos aquellos lugares en que es capaz de hacerlo. Y lo anterior se acompaña de un rechazo y desdén extraordinarios hacia las mujeres relevantes de la derecha. A veces, tal rechazo se acompaña incluso de clasismo, es decir, del colmo ideológico del intelectual progresista, el clasismo unido al machismo. Como Manuel Vicent, el autor de la figura de la hiena para describir a los españoles opuestos a la negociación del Gobierno socialista con los terroristas. Vicent dedicó recientemente un artículo a Thatcher en el que una de las mujeres más relevantes del siglo XX quedó reducida a «la tendera» por su condición de hija de un pequeño comerciante y su política y sus ideas a los actos e ideas «de una tendera». También la calificó de «responsable de la miseria»[48] de los pobres británicos, pero esto último es lo habitual. También el machismo, pero no lo es tanto el clasismo.
No mucho antes, otra progresista, la escritora Margarita Rivière había dedicado sus descalificaciones a Dolores de Cospedal. Después de recordar que la Triple A no solo es un concepto económico sino que fue también un grupo paramilitar de extrema derecha de la Argentina de los setenta, la calificó de «Una chica Triple A» siguiendo esa costumbre progresista de buscar comparaciones en las dictaduras de derechas para los líderes de la derecha democrática. Además de calificarla como «chica Acebes» o «españolita» o recriminarle su «provocación cívica» por vestir mantilla y peineta, Rivière acababa preguntándose «¿Es realmente una mujer?», en la línea de sus colegas de otros países que habían negado tal condición a Sarah Palin, a Margaret Thatcher y a cualquier mujer que se declare conservadora[49].
Pero la brutalidad progresista ha alcanzado aún mayores cotas. Recordemos, para acabar este apartado, unas palabras muy representativas de la radiografía del intelectual progresista que he descrito en este capítulo. Incluyen abundante machismo contra las mujeres, pero, además, incorporan el sectarismo y la intolerancia en su estado más puro. Corresponden al crítico de cine Carlos Boyero quien, de vez en cuando, comete la imprudencia de mostrar al mundo su visión política e ideológica. Su furia empezaba en este caso con la periodista Ana Samboal, seguía con Esperanza Aguirre, pasaba por Hermann Tertsch y acababa con toda la derecha española en general:
La dama de la que hablo se llama Ana Samboal. Tiene el atrevimiento surrealista de denominar a su asqueroso panfleto como algo informativo. No tiene pinta de conversa, sino de haber mamado desde siempre las consignas que impone su jefa, esa cosa grimosa llamada Esperanza Aguirre. También recita sin el menor pudor, con acento ardoroso, el patético boletín oficial. Lo hace mucho mejor que ese babeante, histérico, inenarrable, grotesco compañero, llamado Hermann Tertsch (…) Y te planteas, a pesar de la mediocridad actual, lo que puede caernos con el inminente triunfo de los dragones, del facherío casposo de siempre. No de esa derecha que parece instruida, educada, con modales, como la de Sarkozy, Merkel, PNV, Convergencia, sino de las bestias de toda la vida[50].
Todo lo anterior era publicado en la biblia del intelectual progresista, El País, un medio convencido de su moderación y talante y, por supuesto, de la superioridad moral del progresismo representado por él mismo y sus columnistas, Carlos Boyero incluido.