EN LA CAVERNA IDENTITARIA

Los «bárbaros del norte»

Los «bárbaros del norte»

Quien haya pensado que la expresión «bárbaros del norte» que titula este apartado se refiere a los terroristas de ETA, se ha equivocado. También se habrá equivocado quien haya pensado que se refiere a los nacionalistas vascos. Si la expresión fuera mía, jamás la utilizaría para referirme a los nacionalistas vascos, como nunca lo he hecho. Pero la expresión no solo no es mía sino que quien la ha utilizado sí la ha aplicado a otros nacionalistas, pero extranjeros. Lo hizo el diario El País que tituló con esa expresión un editorial referido a los miembros del partido nacionalista italiano Liga Norte.

En tal editorial, el diario socialista decía cosas tan brutales como las siguientes sobre los miembros de la Liga Norte:

(…) Un tipo faltón y de modales tabernarios llamado Umberto Bossi. Durante la agonía de Berlusconi, la Liga Norte cuyo principal rasgo es el odio al diferente, mantenía en el Gobierno a tres ministros. (…) Y es ahora, con Monti en el poder e Italia al borde del precipicio, cuando la Liga Norte ha vuelto a sus esencias más bárbaras y rancias. Ya sin el filtro de ser copartícipes del poder —un partido xenófobo con la cartera de Interior, el zorro vigilando a las gallinas— sus actuaciones en el Senado o en la Cámara de Diputados nada tienen que envidiar a las de la barra más brava del Inter. (…) Bossi y los suyos han vuelto a reactivar un discurso de una Padania independiente, con moneda propia alejada de esos otros italianos de piel más oscura. (…) Bossi no se corta ahora en insuflar en los suyos el discurso de la Italia rica y emprendedora —ellos— y la Italia usurera y vaga con la que no tienen nada en común.[43]

Compárese la anterior diatriba contra los nacionalistas del norte de Italia con el tratamiento de los nacionalistas vascos, catalanes o gallegos y tendremos un perfecto resumen de la relación esquizofrénica de la izquierda española con los nacionalistas. Intolerables, extremistas y xenófobos, cuando militan en los nacionalismos de otros países, y progresistas, modernos y avanzados cuando militan en el nacionalismo vasco gallego o catalán. Aún más, añadamos al cuadro el tratamiento del nacionalismo español, con lo que el cóctel final no puede ser más contradictorio ni más sorprendente. Pues el nacionalismo español es para la izquierda española, algo parecido al nacionalismo del norte de Italia, poco menos que bárbaro, frente al impecable de los nacionalismos periféricos españoles.

En este asunto, debemos ceñirnos en exclusiva a la izquierda española. Esta caverna específica, aquella en la que la izquierda se reúne con los nacionalismos étnicos, tan solo incluye a la izquierda española y no a otras pues esta peculiaridad es profundamente española. Y, de hecho, el España es diferente nos remite hoy a esta parcela de la política nacional mucho más que a cualquier otra. Al poder de los nacionalismos étnicos, a los excesos de las autonomías y a la curiosa unión entre la izquierda y tales nacionalismos.

Lo extraordinario de este contraste entre el tratamiento de otros nacionalismos como el del norte de Italia y los españoles es que esto ocurre mientras esos otros nacionalismos no han sido ni son violentos, pero sin embargo ha habido una violencia terrorista, la de ETA, apoyada por una parte de los nacionalismos étnicos españoles y comprendida o legitimada por otra parte no menor. Y sin embargo, los «bárbaros», dice el progresismo español, son aquellos, no estos.

La existencia de ETA, la legitimación nacionalista y a cercanía de la izquierda española a tal nacionalismo hacen que el resto de los ingredientes de esta historia parezcan menores y dejen de tener importancia. Y, sin embargo, tampoco debemos olvidarlos pues ayudan a en entender el asombroso contraste entre lo que la izquierda ha predicado sobre su concepto de progresismo y lo que de verdad ha cultivado.

Aquello que en los «bárbaros del norte» italianos es intolerable, a decir de la izquierda, no solo es perfectamente aceptable en los nacionalismos locales, incluso resulta defendible y la propia izquierda se apunta a su discurso. Aquello que es insolidaridad y xenofobia en los otros se convierte en justicia y lógica defensa de lo propio en los nuestros. Así ha ocurrido en el interminable debate fiscal planteado, en este caso, por los nacionalistas catalanes, dado el sistema de privilegio fiscal de vascos y navarros a partir de unos llamados derechos históricos aceptados por nuestras leyes.

A fines de 2010, el líder independentista Joan Puigcercós dijo aquello de que «en Andalucía no paga ni Dios»: «El régimen tributario español está yendo en contra de las empresas catalanas. Cada día, cuántos empresarios catalanes tienen en su casa a un inspector de Hacienda cuando Madrid es una fiesta fiscal y en Andalucía no paga ni Dios». El PSOE andaluz se enfadó, claro está, pero eso no le impidió seguir unido al PSC y apoyando las reivindicaciones nacionalistas frente a lo que la izquierda española ha considerado una incapacidad de la derecha para comprender y aceptar la pluralidad.

Lo de la pluralidad ha incluido, por supuesto, la reivindicación de una menor solidaridad hacia las regiones más pobres, exigencia perfectamente aceptada en España por un socialismo que se reclama defensor de la redistribución de la riqueza a través de la fiscalidad progresiva. En este «ambiente» ideológico, hasta un líder nacionalista moderado como Josep Antoni Durán i Lleida dijo a fines de 2011 aquello del PER y del bar de los andaluces «Cataluña no está justamente tratada en materia de aportación fiscal al Estado. (…) Mientras los payeses catalanes no pueden recoger la fruta por los bajos precios, en otros sitios de España, con lo que damos nosotros de aportación conjunta al Estado, reciben un PER para pasar una mañana o toda la jornada en el bar del pueblo».

Pero lo anterior, que es una «barbaridad» para la izquierda si es defendida por nacionalistas extranjeros, es perfectamente compatible con el progresismo nacional. Y lo son otras barbaridades mucho mayores y más graves. Y no me refiero en este caso a los múltiples coqueteos de la izquierda con ETA, asunto que ya traté en páginas anteriores. Me refiero a historias como la de Pepe Rubianes, bien representativas de la profundidad en la que está ubicada esta caverna ideológica. Pepe Rubianes, fallecido en 2009, fue aquel actor que se hizo tristemente famoso en 2006, cuando en un programa de televisión de TV3 declaró: «A mí, la unidad de España me suda la polla por delante y por detrás, que se metan a España en el puto culo, a ver si les explota dentro y les quedan los huevos colgando del campanario».

La anterior podría haber quedado en los exabruptos propios de un extremista más bien descerebrado si no fuera por el hecho de que recibió el apoyo de los socialistas catalanes. Pues, ante el escándalo que tales descalificaciones provocaron, Rubianes tuvo un firme defensor, el PSC. Primero, fueron las juventudes de ese partido quienes exhibieron camisetas con el lema «Todos somos Rubianes». Pero aún más, el propio líder del PSC, José Montilla, salió en defensa de Rubianes cuando, en 2006, en la presentación de su proyecto de Gobierno para las elecciones autonómicas catalanas durante una conferencia en Barcelona, abogó por «proyectar la cultura catalana por todo el mundo», lo que «incluye Madrid» e «incluye Rubianes», en alusión a que el actor había decidido suspender la representación de una obra en un teatro de Madrid tras el escándalo.

El caso Rubianes y el apoyo del PSC es una historia bien representativa de esta caverna. Y no es la más extrema ni mucho menos, aunque pudiera parecerlo. Ahí está la negra trayectoria de las relaciones contra legitimación del terrorismo etarra. Y ahí está también el apoyo de la izquierda española al etnicismo nacionalista en todo tipo de terrenos y en particular, en el fanatismo lingüístico.

El apoyo de la izquierda española al nacionalismo etnicista tiene una larga historia. En otro lugar analicé tanto la importancia del franquismo en ese apoyo como la evolución de la cuestión nacional hasta el final de siglo.[44] En la última década, no solo se ha consolidado ese apoyo. Aún más, hemos asistido a la firme construcción de un socialismo nacionalista, particularmente, el socialismo catalán difícilmente diferenciable en la actualidad del nacionalismo. Pero lo que es más significativo, con el impulso y el liderazgo del socialismo nacional, desde el rumbo establecido por José Luis Rodríguez Zapatero tras acceder a la secretaría general en 2000.

El socialismo nacionalista

La última década se caracteriza por la asunción de una buena parte del discurso nacionalista por parte del socialismo español. De la cercanía de épocas anteriores pasamos a la comunión de ideas y discursos. Y especifico en este punto el concepto de socialismo porque esa comunión de ideas era plena desde el inicio de la Transición entre la izquierda radical y el nacionalismo. También entre a izquierda radical y el nacionalismo extremista cercano al terrorismo, como ya he analizado en otro lugar[45]. La variación en la última década es el acercamiento del socialismo hacia las mismas posiciones nacionalistas.

Esta conversión de socialismo al nacionalismo ha sido total en el caso del PSC, pero lo más interesante es que ha llegado a dominar todo el conjunto del Partido Socialista. Y, además, también a los líderes intelectuales que han sido y son referencia para el socialismo. Unos y otros, líderes políticos e intelectuales, han asumido el nacionalismo etnicista a través de cuatro grandes ejes que son a su vez los ejes nacionalistas. El primero, la asunción de los conceptos nacionalistas, comenzando por el de la nación y la preeminencia política de la nación sobre los individuos. El segundo, la asunción del concepto de soberanía del nacionalismo etnicista; a la nación, Cataluña, Euskadi, le corresponderían unos derechos, dice también el socialismo. Tercero, la idea de que cualquier limitación de los excesos autonómicos es una vuelta al centralismo franquista. Y cuarta, el rechazo al patriotismo español, incluso su demonización, acompañado de una equiparación entre el nacionalismo extremista y el patriotismo español.

Y los cuatro ejes del socialismo nacionalista se han tejido en esta última década alrededor, en una primera etapa, de la respuesta al liderazgo de la derecha hacia el cierre del Estado de las Autonomías, primero con Aznar y después con Rajoy. En una segunda etapa, alrededor del proceso de reformas de los Estatutos impulsado por Zapatero, en especial el Estatuto de Cataluña. Y en una tercera y última, alrededor de la definitiva colocación del socialismo en el liderazgo de lo que el progresismo llama la «España plural» que es aquella en la que se pueden exhibir y reivindicar todas las banderas autonómicas, pero no la nacional, que es, piensan en el progresismo, extremista, franquista y provocadora.

De tal manera que nuestro país tiene la singularidad en Europa de ser el único lugar donde hay que pensárselo varias veces antes de presumir de patriotismo español porque, si así se hace, se corre el peligro de ser apartado de la buena consideración de muchos lugares. Y no me refiero solo a la política, claro está. El deporte es un excelente ejemplo de esa «España plural» del socialismo, por ejemplo, a la hora de que empresas o asociaciones elijan deportistas representativos para ser su imagen. Tienen todas las facilidades aquellos deportistas vistos con buenos ojos por los nacionalistas étnicos, véase por ejemplo, jugadores de un equipo de fútbol como el Barcelona, y tienen problemas aquellos que representen «excesivamente» la españolidad. Probablemente lo anterior explique que haya que hacer un ejercicio casi detectivesco para averiguar que el padre de Iker Casillas ha sido guardia civil. ¿Quizá se le ocurrió a algún asesor de imagen que era un rasgo demasiado español y nacional para la imagen del jugador? Y, si lo pensó, lo cierto es que tenía y tiene razón en términos de aceptación social mayoritaria por parte de las élites, de quienes mandan en los medios de comunicación o en las empresas. El patriotismo español y a españolidad causan problemas a quienes los defienden. El nacionalismo étnico y su defensa es una fuente de privilegios, pero no solo en las comunidades autónomas donde tales nacionalismos tienen éxitos. También en el conjunto de España. Eso es lo extraordinario. Y se lo debemos a nuestra izquierda.

José Luis Rodríguez Zapatero representa a la perfección este nuevo socialismo nacionalista que él lideró desde que fuera elegido Secretario General del PSOE en 2000. Desde entonces uno de los elementos principales de su discurso fue aquello de que el cierre del Estado de las Autonomías o la necesidad de poner fin a una descentralización hasta el infinito que proclamaba Aznar eran propias de una derecha reaccionaria y franquista. Después añadió a lo anterior el liderazgo de la negociación con ETA pero esto segundo lo dejó para después de su llegada al poder. Y tal negociación tuvo una motivación profundamente política y no meramente pragmática, como una parte de la izquierda ha querido ver, pues Zapatero también creía en el concepto de «conflicto político» de los nacionalistas, «conflicto» entre las demandas independentistas y el poder de «Madrid».

Ya en 2004, el discurso socialista era indiferenciable del nacionalista más radical. Poco después de que los socialistas ganaran las elecciones de 2004, tres nacionalistas, Carod-Rovira, Begoña Errazti, de EA y Bizén Fuster, de la Chunta Aragonesista, defendieron el mismo diagnóstico socialista sobre los Gobiernos del Partido Popular: «Veinticinco años después de la aprobación de la actual Constitución española, con la mayoría absoluta del Partido Popular, hemos asistido a un momento que podemos calificar como de clara involución en lo relativo a las comunidades autónomas, de restricción de libertades ciudadanas y de descrédito de las instituciones democráticas». Y la misma voluntad: «Queremos expresar nuestra voluntad de participar en la que debe ser una segunda transición que refuerce las libertades y los derechos sociales, que regenere el sistema democrático y que avance decididamente hacia el reconocimiento de la realidad plurinacional del Estado»[46].

Lo anterior explica los pactos socialistas con el nacionalismo radical en Cataluña y en el Parlamento, o la misma voluntad socialista y nacionalista de negociar con ETA. Pues ese mismo discurso es el que llevó Zapatero a la Moncloa y el que ha liderado el socialismo en estos últimos años. La supuesta involución de la derecha, por un lado, por no querer ampliar aún más una descentralización del Estado que es ya una de las mayores del mundo democrático, y la necesidad de hacer lo que unos y otros han llamado la segunda transición, consistente en debilitar más el poder de las instituciones centrales y ampliar el de las autonomías.

La confluencia entre unos y otros, nacionalistas y socialistas, se ha producido en primer término en la terminología común. Los socialistas españoles se refieren a Cataluña o a Euskadi en los mismos términos que los nacionalistas desde hace mucho tiempo. Cataluña, Euskadi, entidades con alma, con deseos, con derechos. Cataluña desea, Euskadi necesita, Cataluña no tolerará, Euskadi exigirá, repiten los socialistas sustituyendo la voluntad de los ciudadanos de esas comunidades por la voluntad de lo que llaman Cataluña y Euskadi, y arrogándose, además, la representatividad de tal voluntad. En 2003, Pasqual Maragall escribió un artículo titulado «Catalunya y España» en el que Cataluña era el sujeto político esencial del que se declaraban representantes él mismo y el socialismo: «La verdad es que Catalunya ve lo que está sucediendo en Madrid con espanto pero no con sorpresa. Madrid se ha separado de España. Ha entrado, en la época Aznar, en una espiral loca, en una huida hacia delante, en una persecución deliberada de riqueza y de poder»[47].

Y, después, «Madrid», otro concepto nacionalista asumido por la izquierda para representar la idea del malvado centralismo opresor contra Cataluña y Euskadi. Y además, la reivindicación de la soberanía para Cataluña y Euskadi. Algo que se multiplicó desde el inicio del debate sobre el nuevo Estatuto catalán y que llegó a su punto de eclosión tras la benévola y timorata sentencia de Tribuna Constitucional. Los socialistas se pusieron en primera línea de rechazo a los recortes de la sentencia porque, dijeron, el Constitucional no podía ni debía reformar lo que había sido aceptado por la mayoría de Parlamento catalán. Ernest Maragall, uno de los líderes de socialismo catalán, resumió el discurso socialista sobre la sentencia antes incluso de que tal sentencia se conociera. En términos imposibles de superar por la más acabada ortodoxia nacionalista, escribió Ernest Maragall:

Entonces ¿por qué concedemos tanta significación a la famosa y temida sentencia de Tribunal Constitucional? Digámoslo claro y en voz alta: el pacto Catalunya-España está cerrado y rubricado. Aún más, está confirmado por la única voz indiscutible e incontestable, la voz de los ciudadanos refrendando el acuerdo entre los Parlamentos catalán y español. ¿Qué puede añadir la «interpretación» que hagan, por larga y enrevesada que sea, este grupo de ciudadanos tan sabios? ¿Amenazas de posibles legislaciones españolas invasoras o negadoras del pacto estatutario? ¿Es imaginable cualquier revisión unilateral del pacto formal y real que ya tenemos cerrado? La futura sentencia será, probablemente, la expresión última de un reflejo de resistencia española tratando que Cataluña, protestando o no, acepte una rebaja sustancial del pacto que no supieron impedir o limitar en su momento. Por eso no hace falta concederle mayor relevancia. Catalunya no está interesada en revisarlo. (…) ¿Es que no tenemos un Estatut plenamente vigente y operativo, que podemos desplegar con la intensidad y el ritmo que nos convenga (…) sin más límites que el que nos marque nuestra propia ambición?[48]

Pero aún más que lo anterior, el socialismo nacionalista ha practicado los otros dos ejes, el de la demonización de toda política de limitación del poder autonómico como propio de la reacción o de un sistema dictatorial y la equiparación de lo anterior con el extremismo nacionalista. Y lo ha hecho todo el socialismo, y no solo un supuesto socialismo liderado por Zapatero y diferenciado de otros sectores, como a veces se ha querido creer.

El propio Felipe González llamó en 2003 «centralismo autoritario» a las posiciones del PP por no querer descentralizar aún más el Estado de las Autonomías, y en un artículo sobre lo que él llamaba la «España plural y diversa», también hizo la habitual equiparación socialista entre el nacionalismo extremista y el patriotismo español: «Los nacionalismos periféricos, cuando muestran su irredentismo alimentan la caldera del nacionalismo centralista. ¿Hasta dónde? ¿Hasta cuándo? Por eso me siento cada vez menos nacionalista. Y ese sentimiento se afirma cada vez que veo avanzar en línea de colisión los buques del nacionalismo periférico y centralista»[49].

Para este líder histórico de la izquierda española, la defensa del Estado de las Autonomías tal como se había erigido en la Transición era, por tanto, nacionalismo centralista o centralismo autoritario. Y solo era aceptable en el paraíso progresista la posición de nuevos Estatutos con más competencias, es decir, aquello que reivindicaba el nacionalismo étnico, pues todo lo demás, cualquier apelación a un mantenimiento de la descentralización ya realizada se enviaba al foso de los reaccionarios.

Lo hacía Zapatero tanto como Felipe González. Y, junto a ellos, los intelectuales más influyentes y poderosos del progresismo español. Juan Luis Cebrián, en primer término, que desde Prisa dirigió la oposición periodística intelectual a la derecha desde que esta llegó al poder en 1996. Y elemento esencial de esa oposición era, para Cebrián, el desarrollo precisamente del socialismo nacionalista en oposición a lo que consideraba insoportable patriotismo español. A él, como a Felipe González como a Zapatero, la defensa del Estado de las Autonomías, de la nación española o de la soberanía de esa nación le parecían propias de un frentismo ultranacionalista, equiparable al más radical de los nacionalismos étnicos. Así lo escribió en 2003 en relación a la respuesta dada por la derecha al independentista Plan Ibarretxe: «La política del frentismo ultranacionalista, sea por parte de los vascos, catalanes o españoles, es la mejor manera de traicionar los esfuerzos de quienes, hace casi dos generaciones, alumbraron la etapa más brillante y próspera de la historia de nuestro país»[50]. Y volvió a la carga más adelante con la misma teoría, la de la necesidad de reformar los Estatutos para dar más poder a las autonomías y para descalificar a la derecha que se oponía al nuevo Estatuto catalán consensuado entre los nacionalistas y los socialistas. «Una oportunidad de reformar, mediante vías pacíficas y democráticas, la estructura de Estado español», llamaba Cebrián al proceso iniciado tras la aprobación del nuevo Estatuto en el Parlamento catalán. Y apuntaba al malvado de esa historia, a la derecha: «(…) hay que reconocer también que las posturas cada vez más ultramontanas del Partido Popular hacían inviable un debate honesto y constructivo sobre la reforma del Estado»[51].

Y junto a él, y en la misma línea, otro de los líderes intelectuales del socialismo, Gregorio Peces-Barba, quien, en 2003, llamó «profetas de catástrofes» a todos aquellos que criticaban las exigencias de los nacionalismos étnicos, con andanada incluida a quienes habían abandonado la izquierda y defendían esas mismas posiciones críticas de nacionalismo étnico y de socialismo nacionalista: «Pero junto a esas personas hay otras que no actúan de buena fe y prevaliéndose de un pasado de militancia socialista se han vendido a los argumentos del Partido Popular y actúan como voceros o mandatarios de sus tesis, especialmente de las catastrofistas, al tiempo que intentan deteriorar la imagen de la izquierda»[52]. Impresionan es palabras represoras de la libertad intelectual de alguien que ha pasado, sigue pasando, por ser una supuesta voz moderada y de autoridad de la izquierda. No es de extrañar lo que vino después en 2004 cuando llegaron los socialistas al poder e intentaron barrer de todos los círculos intelectuales y mediáticos a toda voz disidente. Si Peces-Barba era el moderado, es fácil hacerse una idea de cómo eran los demás.

En el mismo artículo del «moderado» Peces-Barba defendió, no solo a reforma nacionalista de los Estatutos, sino la alianza del socialismo con la izquierda radical que es justamente lo que ha practicado el socialismo español desde entonces: «(…) no se debe temer una reforma de la Constitución, ni una reforma de los Estatutos ni, por supuesto, una coalición de izquierdas con Esquerra Republicana e Iniciativa per Catalunya. Solo los inseguros, los confusos o los ambiguos pueden tener dudas en ese sentido»[53]. Es difícil encontrar un resumen mejor de la caverna radical e identitaria de la izquierda española que estas palabras de uno de sus líderes intelectuales: alianza con la izquierda radical e independentista, reforma nacionalista de los Estatutos y quien se oponga es un inseguro, un confuso o un ambiguo, y quien haya abandonado el socialismo por todo lo anterior, es un vendido a la derecha.

Lo raro es que solo una minoría hubiéramos abandonado el socialismo, pero los cambios sociales, y aún más los intelectuales son sumamente lentos, y hoy, 2012, es el momento en que la mayoría de los intelectuales de la izquierda sigue en las mismas tesis ideológicas, ajenos al espanto de esta y otras cavernas.

Más adelante el «moderado» Peces-Barba protagonizaría otro escrito de demonización de la derecha, pero esta vez con un componente cómico muy ajeno a sus intenciones, esto último, la comicidad de los argumentos, un hecho no aislado entre los intelectuales de socialismo español en esa defensa esquizofrénica del nacionalismo étnico que han protagonizado en los últimos años. En otro artículo «memorable» sobre el nuevo Estatuto catalán defendido por nacionalistas y socialistas, descalificó, primero, a la derecha y llamó a sus posiciones, a las de defensa del Estado de las Autonomías, «nacionalismo español radical»: «La intransigente y permanente posición de Partido Popular es conocida. Ya desde mucho antes de la presentación del texto en el Congreso de los Diputados, primero Fraga, después Aznar y hoy Rajoy han negado siempre que Cataluña sea una nación. Para su planteamiento de un nacionalismo español radical el término ‘nacionalidades’, que se utiliza en el artículo 2, es irrelevante y no se puede identificar con la nación».

La comicidad venía después, cuando este defensor de la alianza del socialismo con la izquierda radical e independentista, se asombraba porque, en los 227 artículos del Estatuto catalán surgido de esa alianza tan apasionadamente defendida por él mismo, resulta que, ¡oh, es increíble!, no aparecía ni una sola vez la palabra España: «La sorpresa es enorme cuando se constata que en un texto de 227 artículos, 58 más que en la Constitución, con doce disposiciones adicionales, tres disposiciones transitorias y cinco disposiciones finales, no aparece ni una sola vez ni el concepto ni la palabra España».[54] Resulta que el nacionalismo étnico con el que estaba aliado el socialismo rechazaba el concepto, la idea y la palabra España, había descubierto con infinita sorpresa este intelectual del socialismo. Lo que, además, de relato propio del humor político, nos da una idea de esa esquizofrenia en la que se mueve la izquierda española en este territorio. Al fin y al cabo, el socialismo se hizo nacionalista y etnicista en contra de sus propias esencias y como mero reflejo de su incapacidad para aceptar la legitimidad de la derecha, como simple resorte contra su principal adversario político. Y en ese extraño cóctel, el humor, como las contradicciones, como el ridículo, ha sido habitual, lo sigue siendo.

El Guadalquivir es mío

Comicidad, ridículo, esperpento político, ingredientes de una buena parte del debate sobre las reformas de los Estatutos. Y lo preocupante no es solo la alianza entre socialistas y nacionalistas para la reforma de los Estatutos. Lo son también otros dos fenómenos. El primero, el efecto que el movimiento anterior ha tenido en todos los partidos y regiones españolas en la dirección de una exigencia generalizada de Estatutos con más poder para las élites regionales y más privilegios para cada autonomía. El segundo, la débil reacción de la élite intelectual de la izquierda crítica con el socialismo nacionalista.

Sobre el primer efecto, ha sido de tal magnitud que el esperpento se ha convertido en la norma más que en la excepción. Lo del «Guadalquivir es mío» es literal, pues hasta eso han llegado las élites políticas españolas en este desenfreno reivindicativo en el que se han convertido los Estatutos en la última década. Allá por 2006, lo del Guadalquivir es mío se convirtió en titular de El País para una entrevista de Manuel Chaves, por aquel entonces presidente socialista de la Junta de Andalucía. Y lo interesante de lo anterior es que ni el propio Chaves ni el Partido Socialista ni el propio periódico referencia del socialismo español, El País, fueron conscientes del profundo ridículo ideológico que el titular encerraba:

«La reivindicación del Guadalquivir es irrenunciable», proclamaba Chaves, y explicaba sus argumentos para quedarse con el río. «La reivindicación de la gestión sobre la cuenca hidrográfica del Guadalquivir es, no solo histórica, sino irrenunciable, porque además se constituye como símbolo de lo que es este Estatuto. Nadie entendería que un río tan simbólico para Andalucía como es el Guadalquivir no pudiera ser gestionado por la Junta»[55].

Lo más inquietante de este esperpento político es que ha afectado también a la derecha que, temerosa de ser castigada electoralmente en las diferentes elecciones autonómicas si aparecía como el crítico de los nuevos poderes y privilegios regionales, se ha sumado en algunos casos a la escalada autonomista y regionalista. Es cierto que, en el caso de la derecha, ha sido con Estatutos con contenido respetuoso de la Constitución, de la soberanía nacional y de la idea de la nación española, y en ese sentido, en absoluto comparables a los Estatutos nacionalistas.

Pero la imitación de la escalada nacionalista tan extendida en todas las capas sociales y políticas demuestra que esta caverna de progresismo ha tenido una enorme capacidad de imposición. Se ha extendido más allá de los límites de la alianza entre socialistas y nacionalistas y ha definido durante estos años los términos de la corrección política en cuanto a naciones y patriotismos se refiere.

Y además este triunfo del socialismo nacionalista tiene otros lados oscuros. De una parte, la incapacidad misma de algunos de los intelectuales más interesantes de la izquierda para romper con esa caverna o para hacer una crítica decidida. Sobre todo por su rechazo frontal al españolismo, consecuencia de una cultura antifranquista que ha determinado la trayectoria de tantos y tantos intelectuales españoles. Y probablemente también, el miedo al rechazo de los círculos y medios intelectuales más poderosos de España, destino inevitable de quien ose en este país declarar su patriotismo español.

Félix de Azúa, por ejemplo, se opuso al nuevo Estatuto catalán, pero con una sorprendente conclusión sobre las culpas de la derecha. Lo teorizó en una entrevista en 2006 donde resulta que, según Azúa, Esquerra e Iniciativa eran… ¡de derechas!, una «maldición» que les lanzaba debido a su nacionalismo. «Uno se echa las manos a la cabeza oyendo algunas cosas que dicen los de Esquerra o los de Iniciativa que creen ser de izquierdas, y ahora ya son de derechas… Son prepolíticos. El nacionalismo, tal como lo utilizan los políticos de esos partidos, es absolutamente antidemocrático, porque viene de los sentimientos. Es como la religión. Las religiones y los nacionalismos solo son democráticos si no tienen más remedio».

Después de la increíble pirueta intelectual de atribuir el independentismo nacionalista a la derecha, Azúa no podía menos que prevenirnos sobre el peligro de que pudiera despertar la «fiera»[56]. ¿Qué fiera? Pues el nacionalismo español, claro está, la «fiera» según Azúa, otro típico representante de la teoría de la equiparación entre nacionalismo étnico y patriotismo español. No fue hasta fines de 2011, poco antes de las Elecciones Generales, que Azúa lanzó una dura diatriba contra la asfixia provocada en Cataluña por el nacionalismo catalán, incluso creo recordar que hablaba de su intención de dejar Cataluña. Pero ya no nos interesaba, era muy tarde para quienes habíamos esperado tantos años algún tipo de reacción de los intelectuales de la izquierda al desarrollo del socialismo nacionalista.

Los intelectuales de la izquierda que mantuvieron su defensa del patriotismo español fueron reducidos a los márgenes del sistema de poder intelectual de la izquierda, admitidos con cuentagotas en ocasiones, pero reducidos a la disidencia y a las dificultades para la defensa de su discurso. Andrés de Blas, por ejemplo, una rara avis en la izquierda intelectual española. Escribió en 2006 sobre las reformas de los Estatutos lideradas por los socialistas: «Partiendo del reconocimiento de la solidez de la nación española, había que estar ciego para no alarmarse por el significado del nuevo enfoque político para la vida de la nación y el Estado de los españoles»[57]. Lo suyo era una provocación para la izquierda y una incorrección política admirable en el ambiente de asfixia intelectual impuesta por el socialismo nacionalista.

Juan Pablo Fusi, otro disidente admirable, expresó su profundo desánimo, bien representativo de lo ocurrido con la izquierda intelectual española defensora de la nación española y del patriotismo: «Cada vez me encuentro más distanciado de la política, pero he sido, con otros historiadores y politólogos, casi un intelectual orgánico del Estado de las Autonomías. Y ahora, encontramos que parece que hay que liquidarlos, o darles un sesgo distinto, pues evidentemente me siento defraudado y derrotado. Paso a mi vida particular y a hacer erudición en la Historia»[58].

En Cataluña, en el País Vasco, muchos se sintieron unos exiliados interiores. «Soy un exiliado dentro de Cataluña», proclamó Albert Boadella, y, como él, muchos otros que acabamos abandonando esas comunidades, y no por la amenaza terrorista sino por la expulsión lenta pero contundente de los espacios intelectuales y sociales.

Sin el desarrollo del socialismo nacionalista, la historia de esta última década habría sido muy diferente, también en términos de ambiente intelectual y del debate de ideas en comunidades de fuertes nacionalismos étnicos. Ha sido el socialismo nacionalista quien ha determinado el triunfo de la presión nacionalista. Sin su concurso, esa presión era inviable, débil en sus efectos. Con la suma de socialismo, era, ha sido, sigue siendo, letal.

Y todo por la etnia, que, recuérdese, es la forma suave de llamar a la raza de Sabino Arana. Y aún más, todo por un ridículo juego de poder. Lo definió Josep Antoni Durán i Lleida: «El Estatuto aprobado por el Parlamento catalán es fruto de puros tacticismos. Maragall quiso presentarse más nacionalista que CIU. Y CIU más nacionalista que Esquerra»[59]. Es un perfecto broche de cinismo a la historia del socialismo nacionalista de la última década.