CAPÍTULO 3

EN LA CAVERNA IDENTITARIA

El velo feminista

Sumisas y progresistas

Recep Tayip Erdogan, primer ministro de Turquía, le dijo lo siguiente al periodista Manuel Erice en entrevista para ABC en 2008 sobre la reforma para levantar la prohibición del velo en las universidades: «Mírelo desde este ángulo: ellas son chicas de nuestro país y no pueden llevar el velo, y en Occidente, las que viven allí, pueden llevarlo. ¿Cuál es el problema para que los turcos puedan hacerlo? ¿Por qué no responder a la ilusión de esas chicas turcas? (…) En un Estado secular, el Estado tiene que actuar a la misma distancia de todos los sentimientos y creencias. No se puede prohibir a un grupo en beneficio de otro»[1].

Algún tiempo atrás, Salima Hadi, una estudiante de Psicología de 27 anos, residente en España, reivindicaba el velo para Europa de la siguiente manera: «Hay mujeres intelectuales que desean llevarlo. Y esa tendencia ha crecido desde el 11-S y el 11-M. (…) El rechazo hacia lo musulmán a raíz de las masacres ha generado un deseo de mostrarse más abiertamente. Musulmanas cada vez más jóvenes que nunca lo habíamos llevado empezamos a profundizar en nuestras creencias y decidimos ponernos el pañuelo como reivindicación»[2].

Como producto más «avanzado» de la teoría anterior, una activista del velo, Ilham Moussaïd, se presentó en 2010 a las elecciones regionales francesas como candidata del Partido Anticapitalista francés de Olivier Besancenot con argumentos como los que siguen: «No creo que exista una contradicción entre el feminismo, el anticapitalismo y el islam. Tampoco creo que el velo deba demonizarse o considerarse como una claudicación ante el hombre», proclamaba. Y aún más: «No hay una sola manera de defender el feminismo. Igual que es una simplificación asociar el velo a la sumisión. Yo me lo pongo porque quiero y porque forma parte de mis íntimas convicciones religiosas. Nadie me obliga. Mi fe está en sintonía con el anticapitalismo, con el internacionalismo».

El velo como derecho y libertad individual, el velo como identidad y el velo como elemento de la revolución anticapitalista son las tres reivindicaciones del velo lanzadas desde el islamismo que han sido adoptadas por el progresismo europeo, las dos primeras por una buena parte de la izquierda moderada, la tercera, por la izquierda radical. El progresismo ha aceptado estos tres contenidos del propio islamismo y los ha integrado en su discurso. Y ha unido a lo anterior, además, la idea de una islamofobia occidental que, claro está, estaría localizada, según el progresismo, en la derecha y explicaría su oposición al velo y otros símbolos de sumisión de la mujer.

De esta forma se construye una de las posiciones más antiliberales y reaccionarias del progresismo, caverna en estado puro y con honores en la izquierda española, alrededor de la justificación, incluso reivindicación, en algunos casos, de los símbolos de sumisión y opresión de las mujeres musulmanas. Y tal posición da lugar a dos fenómenos paralelos en la última década. De un lado, la reivindicación de la igualdad de las mujeres musulmanas es liderada política e intelectualmente por la derecha. De otro lado, asistimos al tremendo fenómeno de la demonización de las mujeres más liberales y revolucionarias procedentes del ámbito cultural musulmán por haber llevado «demasiado lejos» su ruptura con las exigencias represoras del islamismo más reaccionario. El ejemplo esencial de esto último es Ayaan Hirsi Ali, la intelectual y activista por los derechos de la mujer que, tras haberse refugiado en Holanda, fue expulsada de dicho país y tuvo que establecerse en Estados Unidos, refugio final, ahora como en el pasado, para los disidentes europeos.

Y es que Ayaan Hirsi Ali es una mujer demasiado rupturista para los convencionalismos europeos, no solo para la cultura islamista de la que huyó, sino también para esta cultura europea tan dominada aún por los valores de la izquierda. Hay que recordar que Pim Fortyn y Theo van Gogh, dos activistas holandeses críticos con el islam, asesinados, uno, por un ecologista, y el otro, por un islamista, han pasado a la historia reciente de Europa como dos supuestos extremistas que, de algún modo, habrían «provocado» su propio asesinato, en una perversa traslación de la responsabilidad del crimen al propio asesinado, como tantas veces hemos visto en los más dispares contextos, en el caso español, en el País Vasco dominado por el terrorismo etarra y sus justificaciones.

Theo van Gogh había ido demasiado lejos de las normas de la corrección política en Europa cuando realizó una película con Ayaan Hirsi Ali sobre el maltrato de las mujeres en el islam. Acabó asesinado, pero, aún más, culpabilizado por su propio asesinato. Lo que nos recuerda un elemento esencial de este debate sobre la igualdad de las mujeres que no debemos olvidar en la comprensión de las razones por las que una parte de Europa que se dice progresista se pone del lado de la discriminación de las mujeres: el miedo. Parte de las justificaciones europeas de la discriminación de las mujeres musulmanas tiene que ver con el simple miedo a la posible reacción de los islamistas ultra instalados en nuestro continente. Muchos líderes políticos e intelectuales hablan, escriben y legislan con la mira puesta en la amenaza del terrorismo islamista que ya ha demostrado sobradamente de lo que es capaz en tierras europeas y ha dejado bien claro que la sharia, y, dentro de ella, la sumisión de las mujeres, es elemento esencial de su ideario y de sus reivindicaciones. Con la consecuencia, también habitual en los contextos de presencia de grupos terroristas, de miedo y sumisión de una parte significativa de la población y de las élites políticas e intelectuales a esas exigencias y reivindicaciones.

Pero hay algo más que miedo, hay una apuesta ideológica, una comprensión, una generosa tolerancia, de una parte importante del progresismo europeo por las reivindicaciones islamistas a partir de la creencia en el multiculturalismo, las reivindicaciones identitarias y el discurso del antiimperialismo y anticolonialismo. Lo más extraordinario de este encuentro entre la ideología de la discriminación de la mujer y el progresismo es que el propio feminismo participa activamente. El feminismo socialista, claro está, pues el feminismo liberal europeo ha apostado con rotundidad por el rechazo a todos los símbolos de sumisión de la mujer.

¿De qué manera se encuentran movimientos tan aparentemente opuestos como el islamismo y el feminismo socialista? Sobre todo, a través de las excusas de la libertad individual y de la laicidad. Un editorial de El País, periódico claramente alineado en este asunto como en otros con el feminismo socialista, resumió ambos conceptos, cuando fundamentó cualquier decisión sobre el uso del velo en la escuela en la libertad individual y el laicismo. Libertad individual para que cada mujer pueda hacer lo que quiera, tan solo limitado por el laicismo que debería impedir todo tipo de símbolos religiosos. «¿Por qué nuestros gobernantes siguen organizando funerales católicos de Estado?» se preguntaba dicho editorial en respuesta al debate sobre el velo, equiparando los ritos católicos con los símbolos de opresión de la mujer[3].

Una conocida socióloga feminista que fuera secretaria de Políticas de Igualdad en el primer Gobierno Zapatero, Soledad Murillo, ya había dejado muestras del estupefaciente discurso de la equiparación de cualquier práctica religiosa con un símbolo de discriminación. «No está en el ánimo del Gobierno ni prohibir el velo de las mujeres musulmanas ni cualquier otro símbolo de ninguna otra religión», dejó dicho esta autoproclamada defensora de la igualdad de las mujeres, en 2006. Otra conocida feminista del socialismo, Micaela Navarro, afirmó también que «lo fundamental es que el debate no se centre exclusivamente en el uso del velo, sino que hay que tener en cuenta todo aquello que se considere símbolo religioso».

En la misma línea, la periodista Pepa Bueno, otra importante representante del feminismo socialista, proclamó: «No me agreden el pañuelo de una musulmana ni la toca de una monja o el crucifijo de un creyente». De esta manera, el feminismo y la izquierda establecían, no solo la equiparación entre símbolos religiosos en general y símbolos de opresión de las mujeres, sino que ponían en cuestión el significado mismo del velo como elemento de discriminación de las mujeres. El problema es, según esta izquierda, la religión y no la discriminación de las mujeres en algunos sectores del islam. De esta manera, queda negada la diferencia entre el cristianismo europeo respetuoso de los derechos de las mujeres y de su igualdad y el islamismo favorable a la discriminación. El velo considerado como símbolo religioso elimina otras consideraciones y, de esta manera, desaparece para la izquierda el problema específico de estas interpretaciones del islam.

Tan asombroso como lo anterior, como la equiparación entre el cristianismo europeo y la propia sharia, es el otro argumento del progresismo europeo, la apelación a la libertad individual. Si usted quiere ser esclavo ¿por qué no va a poder serlo? Si usted quiere someterse voluntariamente a los malos tratos de un hombre ¿por qué no puede tener la libertad de hacerlo? Si usted quiere aceptar los símbolos racistas, nazis o totalitarios que pretenden exhibir personas de su entorno ¿por qué no dejar que ejerzan su plena libertad de expresión? La obviedad de la limitación de la libertad de expresión cuando se usa para atacar la propia libertad y la igualdad desaparece en esta izquierda que exige libertad para que las mujeres exhiban los símbolos de discriminación.

A todo lo anterior se añade la excusa de la identidad. Y es que el velo sería una expresión de identidad, y cualquier cuestionamiento de tal expresión constituiría, a su vez, un cuestionamiento del multiculturalismo. Todos y cada uno de los intentos europeos de prohibir el velo o el niqab, aunque no el burka, han sido respondidos con la alerta de la izquierda sobre el multiculturalismo. Les pasó a Tony Blair y a su ministro Jack Straw, representantes de la izquierda europea más alejada de la izquierda identitaria, multiculturalista y radical, cuando plantearon el debate sobre la prohibición de los símbolos de sumisión de las mujeres. No solo se trataba de un ataque al multiculturalismo, sino de una restricción de las libertades cívicas que se habría iniciado, protestaron diversas organizaciones musulmanas, con la comprensión de la izquierda europea, tras los atentados del 7 de julio de 2007 en Londres. Porque, he aquí la cuarta excusa, la prohibición de estos símbolos sería también una forma de represión de los musulmanes europeos por el mero hecho de serlo y por la islamofobia creciente en Europa.

Impresionante fue aquel artículo de otro progresista, el británico Timothy Garton Ash, en defensa de los símbolos de opresión femenina por aquello de que ellas quieren llevarlos: «Hace ya tiempo que quiero escribir una columna en defensa del hiyab por los mismos motivos por los que la semana pasada defendía la libertad de expresión. En un país libre, la gente debe poder llevar lo que le parezca, del mismo modo que debe poder decir lo que le parezca, siempre que no ponga en peligro la vida o la libertad de otras personas»[4]. La puesta en cuestión de la libertad de las mujeres tapadas con velo, niqab o burka no es, al parecer, un problema relevante para este columnista. Si ellas quieren estar sometidas a los varones ¿por qué impedir tan complaciente y feliz sumisión? Eso sí, el burka le planteaba algún problema, pero no por la falta de libertad, pues, al fin y al cabo, ellas se lo ponen encantadas, sino por aquello del ocultamiento del rostro.

La argumentación de Ash me recordó a la reflexión de Abdelaziz ibn Abdelrahman, miembro del Consejo Consultivo de Arabia Saudí, cuando consideró que no había problema alguno con la exclusión de las mujeres de las decisiones políticas de su país pues «si se les preguntara su opinión, las mujeres dirían que no quieren participar» ya que «ellas están representadas por los hombres, que son sus siervos»[5].

Y es que en el terreno más estrambótico de esta apuesta de izquierda por los símbolos de sumisión de las mujeres musulmanas, la mayoría de sus representantes ha puesto una frontera en el burka. Velo, sí, pero burka, quizá no. ¿No habíamos quedado en que se trata de símbolos religiosos que cada uno puede exhibir como le parezca? Bueno, sí, pero, no…

El feminismo socialista se siente algo incómodo con el burka, incluso con el niqab, y encuentra nuevas excusas para diferenciar lo que, siguiendo su teoría, serían tres manifestaciones de símbolos religiosos y de libertad de expresión asumidas y ejercidas por las mujeres musulmanas. La excusa principal es, en este caso, la seguridad, pues el burka y el niqab impiden identificar a la persona que los lleva. Además, añade el socialismo feminista, el burka no es compatible con la dignidad de la mujer. Quien fuera ministro de Justicia con el PSOE, Francisco Caamaño, lo resumió de la siguiente manera en 2010: «Nosotros creemos que hay elementos como el burka, y potencialmente otros atuendos, que son difícilmente compatibles con la dignidad del ser humano y, sobre todo, con elementos fundamentales en los espacios públicos como es la identificación de las personas».

La misma excusa, la seguridad, ha sido utilizada como argumento principal en aquellos lugares europeos donde se ha prohibido el burka. Una vez que la izquierda ha establecido que el velo es un mero símbolo religioso y una opción propia de la libertad de expresión de cada mujer, era difícil, si no imposible, afirmar que el burka no podía entrar dentro de ambas categorías argumentales. Por lo que se ha optado por la seguridad, como único argumento realmente salvable. Velo, sí, pero burka, no. El velo, afirma la izquierda feminista europea, sí respeta la dignidad de la mujer, pero el burka, no, y el niqab, probablemente, tampoco, por muy libremente que se lo pongan las mujeres que lo llevan.

Algo tiene que ver con esta diferenciación establecida entre los tres «símbolos religiosos» una opinión pública europea mayoritariamente contraria al burka, como lo ponía de manifiesto una encuesta de Harris Poli para Financial Times realizada en febrero de 2010[6]. Dicha encuesta mostró un apoyo del 50% de alemanes a la prohibición del burka, de casi el 60% de británicos y de más del 60% de españoles, franceses e italianos, frente a menos del 40% de estadounidenses.

En su forma más reaccionaria, el argumento de la izquierda a favor de los símbolos de discriminación de las musulmanas ha sido, sin embargo, la teoría del imperialismo o el colonialismo. Una profesora de Antropología de la Universidad Autónoma de Madrid le dio nombre a este engendro intelectual e ideológico: «sexismo neocolonial». Toda esta oposición al velo o demás prendas para cubrir a las mujeres se basaría, argumentaba esta profesora, en la islamofobia y este concepto del velo como un símbolo opresivo sería una construcción más de la islamofobia que reina en España: «De este modo, la islamofobia tiene en España su mejor baza en un sexismo imperialista y en lo que antes se llamó sexismo imperialista colonial y ahora sexismo burgués»[7]. Y es que, proseguía, las mujeres musulmanas se ponen el velo porque quieren o porque les conviene.

Y esto, el gusto de las musulmanas por la exhibición de símbolos de sumisión, no lo entiende la derecha, proseguía la misma profesora tiempo después en un artículo en el mismo periódico, justamente unos días antes de celebrarse el Día Internacional de la Mujer[8]. Porque esta oposición al velo forma parte, escribió, de la retórica antiinmigración de la derecha que lo usa así para marginar a las mujeres extranjeras, a las musulmanas, a través de la identificación del velo como un símbolo de maltrato. En definitiva, el problema no está en el islamismo que impone el velo sino en la derecha europea y española que no lo acepta.

En este alineamiento de una buena parte del progresismo europeo con la defensa de los símbolos de sumisión de las mujeres musulmanas, las voces liberales procedentes del islam son marginalizadas en Occidente, de la misma forma que en sus sociedades de origen. Con la esencial diferencia, claro está, del contexto democrático occidental en el que las posiciones liberales procedentes del islam se pueden expresar con libertad. Pero están, y esto es lo llamativo, marginalizadas de los medios de expresión dominantes.

El caso de Ayaan Hirsi Ali es paradigmático y su viaje de Europa a Estados Unidos, un exponente y un símbolo del destino de las voces liberales. Afirmar, frente al discurso identitario y multiculturalista, que el velo constituye una cuestión de moral sexual, moral que señala a la mujer como mero objeto de placer masculino y, como tal, objeto obligado a ocultarse para no provocar a los hombres, como ha hecho Hirsi Ali, es una carga de profundidad en el corazón del discurso identitario y multiculturalista de la izquierda y desvela las profundidades de esta particular caverna del progresismo europeo.

La novelista y ensayista de origen iraní y nacionalizada francesa tras su exilio, Chahdortt Djavann, obligada a llevar velo entre los 13 y los 23 años tras la revolución islámica de 1979, señala en su libro ¡Abajo el velo![9] que el velo marca la sumisión de las mujeres al imponer el ocultamiento de quienes provocan a los hombres. La consecuencia es que maltrata psicológicamente a las niñas a las que inculca desprecio hacia sí mismas, reduce la existencia de las mujeres a su atractivo sexual y les comunica su papel de peligro y vergüenza que podría deshonrar a los hombres.

La gran socióloga marroquí Fatema Mernissi definió de la siguiente manera el significado del velo en su imprescindible obra El harén en Occidente:

Los fanáticos que obligan a las mujeres a llevar el velo en Afganistán y Argelia no denigran la inteligencia de la mujer. Su lucha tiene que ver con el acceso a las esferas de lo público. Los hombres tienen que mantener su monopolio de las calles y parlamentos, de modo que las mujeres deben llevar el velo cuando entran en esos ámbitos para demostrar que no les pertenecen. El asunto del velo es una cuestión política. Al salir a la calle, la mujer tapada con velo demuestra estar de acuerdo con ser una sombra mientras se encuentre en un espacio público. El poder se demuestra como si de un teatro se tratara.[10]

Malek Chebel, antropólogo argelino y autor de El islam, historia y modernidad[11], ha defendido que, mientras no haya igualdad de sexos, el islam seguirá retrasado, y que tal igualdad no existe porque hay un miedo atávico a la mujer, a su integración en la vida laboral y pública. También ha afirmado que la ablación es criminal o que el Corán prohíbe el matrimonio obligatorio y la poligamia, que es incompatible con la misoginia y la homofobia o que el islam es sensible al hedonismo y al erotismo o que el islam genuino ha sido desfigurado y manipulado y se ha impuesto un modelo beligerante e intolerante que en nada se parece a la edad de las luces[12].

Pero la caverna progresista europea está más interesada en entender las peculiaridades identitarias del islamismo que en apoyar las voces liberales del islam que solo encuentran comprensión, y no siempre, en los círculos intelectuales y políticos de la derecha europea. Podría aplicársele a esa izquierda la reflexión que hiciera Amin Maalouf en la también imprescindible Las identidades asesinas: «A quienes han sufrido la arrogancia colonial, el racismo, la xenofobia, les perdonamos los excesos de su propia arrogancia nacionalista, de su propio racismo y de su propia xenofobia, y nos desinteresamos por la suerte de sus víctimas, al menos en tanto que la sangre no ha llegado a flote»[13].

Islamofobia e islamismo

¿Hay islamofobia en Europa? Minoritaria, pero existe, ciertamente. Comencemos destacando su escasa extensión porque no se puede confundir en este punto a los movimientos críticos con las leyes inmigratorias o el debate sobre la inmigración con la islamofobia. Parte de lo anterior coincide con la islamofobia, pero solo una parte, aunque la izquierda se empeña en mezclar ambas cosas o en afirmar que la posición crítica con determinadas regulaciones sobre la inmigración es necesariamente islamófoba.

Malek Chebel definió bien la islamofobia en la entrevista citada más arriba en los siguientes términos: «La islamofobia consiste en amalgamar islam, islamismo, fundamentalismo, terrorismo y terroristas suicidas. Proviene a veces del miedo y de la ignorancia, pero muchas otras lo hace del cinismo, de la hipocresía y de la exacerbación de la lucha de los extremos».

Hayri Abaza, senior fellow de la Foundation for Defense of Democracies, y Soner Cagaptay, senior fellow de la Washington Institute for Near East Policy, hicieron un agudo análisis de las confusiones occidentales con el islam cuando señalaron que, mientras la izquierda defiende equivocadamente el islamismo, una ideología extremista y a veces violenta; la derecha, por su parte, se equivoca en muchas ocasiones atacando la fe musulmana que confunde con el islamismo: «Con su defensa del islamismo, la izquierda está fortaleciendo una de las amenazas»[14].

O, como afirma Fatema Mernissi, hay que intentar desenredar las uniones nefastas entre aspectos negativos, como antidemocracia, represión de la mujer y terrorismo, y el islam. Pero, además, hay desconocimiento mutuo entre países occidentales y musulmanes que alimenta tópicos y simplificaciones, como de forma brillante relata Mernissi en su comparación de las mujeres musulmanas y occidentales y en sus interesantes sugerencias sobre otras formas de sumisión de las mujeres occidentales a través de determinadas ideas sobre la belleza, el cuerpo y el vestido[15].

Ahora bien, hay en Europa una actitud mucho más extendida que la islamofobia e igualmente preocupante que es la comprensión y apoyo hacia el islamismo radical. Varios episodios lo han puesto de manifiesto en la última década. La crisis de las caricaturas de Mahoma publicadas en el periódico danés Jyllands Posten en septiembre de 2005 es uno de ellos. Aquellas caricaturas provocaron grandes protestas de los musulmanes en Europa y movilizaciones violentas en países musulmanes, con asaltos incluidos a las embajadas de países occidentales. Pero, además, la publicación de las viñetas fue seguida de amenazas de muerte de organizaciones islamistas violentas contra los autores.

En los primeros meses, varias muestras importantes de apoyo a los dibujantes surgieron en toda Europa. Por ejemplo, el periódico noruego Magazinet, el francés France Soir, el italiano Corriere Della Sera el alemán Die Welt y el español ABC reprodujeron algunas de las caricaturas en defensa de la libertad de expresión. Pero a medida que las manifestaciones violentas se extendieron en varios países árabes y las amenazas de muerte contra los dibujantes daneses se intensificaron, algunas posiciones europeas se matizaron considerablemente y se impusieron las voces defensoras de la inconveniencia de una publicación como esta.

José Vidal-Beneyto, el sociólogo que representó durante años, hasta su muerte, una de las posiciones más extremistas de la izquierda intelectual española, escribió que la publicación de las viñetas había sido una «provocación» basada en la «falsedad» pues se hacían atribuciones «calumniosas» al islam y a Mahoma, todo ello a partir de la «proclividad antiislámica»[16]. Máximo Cajal, el embajador que colaboró con Zapatero en la Alianza de Civilizaciones, calificó las viñetas de «estúpidas», de «frivolidad trágica», de «menosprecio», de «combinación de aparente desconocimiento e inoportunidad», de «atropello»[17]. Andrés Ortega, poco después alto cargo en La Moncloa con Zapatero, se refirió a la «falta de sentido de la responsabilidad» y a la «ignorancia» sobre los países islámicos[18]. En la misma línea, Sami Naïr calificó a los dibujantes como personas «sin talento» e «irresponsables» que habían hecho «un ejercicio deliberado de irresponsabilidad». Juan Goytisolo calificó las caricaturas de «insultantes», «abusivas», «carentes de todo valor artístico» y «políticamente lesivas» y explicaba su posición de que la publicación había sido un «desatino» con la idea de que «la democracia tiene que mantenerse firme en sus principios y evitar toda claudicación, pero exige flexibilidad en la aplicación de sus reglas»[19]. Incluso Marc Carrillo, el catedrático de Derecho Constitucional que apoyaba firmemente la libertad de expresión para la publicación de las viñetas acabó responsabilizando a la islamofobia y a los diversos males occidentales de lo que llamaba «fuente de legitimación para el radicalismo islámico»[20].

He aquí que los intelectuales progresistas siempre tan defensores de la libertad de expresión cuando dibujantes, cineastas, pintores, artistas varios han ridiculizado, denigrado o insultado al cristianismo de todas las maneras posibles y a lo largo de décadas, se escandalizaban ahora porque otros dibujantes, cineastas, pintores y artistas varios hicieran exactamente lo mismo con el islam.

Mario Vargas Llosa puso el dedo en la llaga de lo ocurrido ideológicamente en Europa con este debate cuando destacó que los periódicos europeos que reprodujeron las viñetas en solidaridad con los dibujantes daneses amenazados y en defensa de la libertad de expresión fueron todos o casi todos de centro o de centro derecha mientras que la prensa de izquierdas, con escasísimas excepciones como la de De Volkskrant, de Amsterdam, mostró «una extraordinaria prudencia», al igual que los intelectuales llamados progresistas que, con mínimas excepciones, «no parecen haberse enterado siquiera de lo que está ocurriendo». Sobre los motivos de esa posición, Vargas Llosa añadía que ojalá fuera por la cobardía, por miedo a acabar asesinado como Theo van Gogh, pero más bien se debe a las dudas de la izquierda sobre la posición políticamente correcta en este caso, concluyó Vargas Llosa[21].

Karen Jespersen y Ralf Pittelkow realizaron un magnífico análisis de lo ocurrido entre los intelectuales y políticos daneses y del resto de Europa tras la crisis de las caricaturas con aquella explosión de posiciones que ellos calificaron de «buenistas» y en las que se defendía el «error» de las caricaturas, entre ellas la de Javier Solana, coordinador de la política exterior de la Unión Europea por aquel tiempo y que dijo aquello de que las caricaturas se consideraban en Europa un «acto desafortunado» que provocaba «desaprobación» y «desdén». Ahora bien, como resaltaron Jespersen y Pittelkow, resulta que estas voces críticas con las caricaturas eran las mismas que años atrás habían apoyado a Salman Rushdie, cuando este fue amenazado de muerte por los fundamentalistas islámicos tras la publicación de Versos Satánicos. Dado que ambos casos eran exactamente iguales, ¿cómo explicar la diferencia de posición en uno y otro asunto?

Como respondieron Jespersen y Pittelkow a su propia pregunta, la explicación más sencilla es que a algunas personas la libertad de expresión no les gusta cuando quienes la usan no pertenecen a su propia familia política. Pero hay otra explicación más importante y es todo lo ocurrido desde el caso Rushdie hasta la crisis de las caricaturas. Es decir, la expansión del islamismo radical, el aumento de la inmigración musulmana en Europa, la extensión del terrorismo fundamentalista por el mundo, y, sobre todo, la expansión del miedo, miedo a la amenaza, miedo a pasar a formar parte de los perseguidos, como el dibujante Westergaard[22]. Como escribiera en España Fernando Savater sobre la idea del respeto al prójimo esgrimida por algunos críticos de las caricaturas, «¿Por qué lo llaman respeto cuando quieren decir miedo?»[23].

Un proceso muy parecido se produjo pocos meses después, cuando el profesor de filosofía francés Robert Redeker publicó un artículo en Le Figaro titulado «¿Qué debe hacer el mundo libre frente a las intimidaciones islamistas?»[24]. Tal artículo provocó las amenazas de muerte de fundamentalistas violentos, y, a continuación, se produjo algo parecido a lo de Dinamarca. Algunas voces minoritarias de apoyo, en especial las de intelectuales como Pascal Bruckner, Bernard-Henri Lévy o André Glucksmann, pero, sobre todo, voces mayoritarias a favor de la tesis de que el artículo de Redeker había sido una provocación y una equivocación. De inculpación de la víctima y del perseguido y de comprensión hacia la campaña contra Redeker.

El propio Robert Redeker contó su experiencia tras las amenazas en un libro imprescindible para la comprensión de los mecanismos del miedo hacia los grupos terroristas. En dicho libro, Redeker no solo explicó la manera en que una buena parte de políticos e intelectuales franceses optaron por la tesis de la «provocación» por parte del propio Redeker, sino también el terrible proceso por el que sus vecinos le presionaron para que cambiara de domicilio ante el temor de que un posible atentado contra él les afectara a ellos mismos.

Se trató de un proceso vivido en términos muy parecidos en otros contextos con amenaza terrorista y a los que serían perfectamente aplicables las últimas palabras de Redeker antes del Epílogo de su libro: «La canción de Brassens describe una realidad sociológica constante: ‘En el pueblo sin pretensión, yo tengo mala reputación’. Toda esta buena gente —con excepción del estanquero, el dentista Luis y su compañera Patricia— estrechan filas al toque de llamada: ¡que la víctima se vaya, que finalmente estemos tranquilos!»[25].

Pero ha pasado algo más en Europa con las críticas al islamismo y es que algunos de sus autores han acabado en los tribunales ante la comprensión general de quienes en otros casos han defendido siempre la sacralidad de la libertad de expresión. Le ocurrió a Oriana Fallaci, en 2002, con un proceso judicial en París contra ella por racismo, xenofobia, blasfemia e instigación al odio contra el islam. Nuevamente en 2005, cuando un juez de Bérgamo, Italia, la procesó por vilipendio, tras la denuncia del presidente de la Unión de Musulmanes de Italia, Adel Smith, conocido en Italia por haber presentado un recurso en 2003 para que se retirara la cruz de la escuela de sus hijos. ¿El crimen de Oriana Fallaci? La publicación de su libro La fuerza de la razón[26].

Discrepo en todo lo sustancial de las tesis de este libro, sobre todo por la mezcla constante que la autora realiza entre musulmanes en general, musulmanes fundamentalistas y terroristas; y múltiples afirmaciones muy cuestionables en su sentido y en sus términos como la de la «Europa enferma que se vende como una prostituta a los sultanes, a los califas, a los visires, a los lansquenetes del nuevo Imperio Otomano». Pero, como afirmó la propia Fallaci a raíz de su persecución judicial, «si dices barbaridades contra los americanos, si quemas sus banderas, si incluso aplaudes el 11 de septiembre, no te pasa nada, pero si haces lo mismo con el islam, terminas en la cárcel», o: «Si odio a los americanos y a los israelíes, voy al paraíso, y, si no amo a los musulmanes, voy al infierno». Y, en efecto, una buena parte de los artículos y libros, por ejemplo, de Noam Chomsky, contienen descalificaciones o acusaciones contra Estados Unidos de una gravedad comparable o mayor a las afirmaciones de Oriana Fallaci en el anterior libro. Y, sin embargo, es inimaginable un proceso judicial contra él en cualquier país democrático. Y lo mismo es aplicable a tantos y tantos textos de la extrema izquierda en los países democráticos.

Algo muy parecido ha ocurrido con el político holandés Geert Wilders y su cortometraje Fitna en el que hacía una durísima crítica del Corán. Wilders ha recibido numerosas críticas y descalificaciones en toda Europa por este cortometraje. El propio Consejo de Europa emitió en 2008 un comunicado para denunciar la cinta que «indigna a la mayoría de los musulmanes europeos, contrarios a la violencia y que aceptan nuestros valores comunes». Incluso intervino el secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, para condenar la cinta por «ofensiva». Reacciones todas ellas extraordinarias pues jamás se habían producido ante la infinidad de obras cinematográficas, teatrales o pictóricas que han atacado el cristianismo o a la Iglesia católica pues, en tales casos, siempre se había destacado la primacía de la libertad de expresión.

Y, por supuesto, jamás se les había pasado por la cabeza a todos los críticos de Wilders la condena de documentales igualmente brutales contra la derecha, por ejemplo los del cineasta Michael Moore, que no solo no han sido denunciados por nadie sino que, bien al contrario, han recibido todo tipo de premios y parabienes. Por parte, claro está, de los mismos que consideran que lo de Wilders, sin embargo, es provocación, es agresión o es islamofobia. Las reacciones de los demócratas europeos contra Wilders llegaron a su punto más asombroso cuando el Gobierno laborista del Reino Unido impidió la entrada a Wilders al país expulsándolo desde el aeropuerto de Londres. La ministra de Interior, Jacqui Smith, justificó la escandalosa decisión afirmando que «nos oponemos al extremismo en todas sus formas e impediremos la entrada al país a quienes propaguen el odio y los mensajes violentos».

Como es habitual en la izquierda, no se sabe de ningún caso en que la ministra anterior haya prohibido la entrada al Reino Unido de los miembros, por ejemplo, del brazo político de ETA o de los numerosos extremistas islamistas o tampoco se conoce que se haya preocupado por aquellos que propagan el odio dentro de sus mismas fronteras, el brazo político del IRA, entre otros. Y, ciertamente, los autores de todo tipo de películas extremistas de los más diversos tipos jamás han encontrado problemas para entrar en Reino Unido. Ni mucho menos les ha ocurrido a los autores de la infinidad de obras anticristianas o anticatólicas de las que está ampliamente poblada Europa. Y, sin embargo, Wilders no pudo entrar en Gran Bretaña, convirtiéndose así en un excelente símbolo del lugar donde colocan los límites a la libertad de expresión los partidos de la izquierda europea, en la crítica al islam.

Pero la persecución europea a Wilders no quedó ahí. Al igual que Oriana Fallaci en su día, Wilders también se ha tenido que enfrentar a la Justicia por un proceso muy parecido al llevado a cabo contra Fallaci. Wilders fue procesado por incitación al odio y discriminación. Cuando fue absuelto, en junio de 2011, el mismo Wilders resumió con agudeza el asunto: «Tengo buenas noticias: criticar al islam es legal». Eso sí, los medios de izquierdas lamentaron la absolución con las habituales descalificaciones. El País titulaba: «Holanda absuelve al islamófobo Wilders» y un titular más pequeño que rezaba: «La justicia ampara la libertad de expresión del político populista en sus invectivas contra el islam y le exculpa de los cargos de discriminación e incitación al odio»[27]. No se recuerda titular semejante alguno cuando representantes, por ejemplo, del nacionalismo extremista vasco han sido absueltos de apoyo a ETA. No se recuerda que jamás se les haya tildado de xenófobos, por ejemplo, en los titulares, a pesar de las evidencia de su rechazo a todo lo español, como mínimo comparable al rechazo de Wilders frente a la inmigración musulmana.

Pero las descalificaciones de los titulares se reservan en la izquierda, como se ve, únicamente para determinadas posiciones ideológicas. Y la libertad de expresión se defiende o se rechaza dependiendo de la adscripción ideológica del protagonista. En el mismo medio estrella del progresismo español, no solo se negaba la libertad de expresión a Wilders en las páginas de información, también en las de opinión. Uno de sus columnistas, José Ignacio Torreblanca, nos dejó las siguientes perlas del pensamiento progresista sobre la «incitación a la violencia» de algunos líderes como Wilders: «Es evidente que su estrategia es buscar mediante la provocación el generar aquella violencia que a posteriori justificará sus declaraciones. De hecho, como ponen de manifiesto las decenas de personas que murieron como consecuencia de los disturbios que siguieron la crisis de las viñetas danesas, hay suficiente gente que ha demostrado que comparte la visión de Wilders del islam como instrumento para el odio y la violencia»[28]. Extraordinario y, sin embargo, cierto: el progresismo español, estableciendo un paralelismo entre los críticos del islam o los autores de las caricaturas sobre Mahoma y quienes protestaron violentamente contra todos ellos, un paralelismo entre quienes expresaban una posición crítica y quienes utilizaban la violencia, y, aún peor, estableciendo una relación de causa-efecto entre unos y otros, de tal manera que los críticos del islam serían los responsables de las violencias cometidas por quienes discrepan de sus críticas.

Y no pensemos que el rechazo de la izquierda europea se limita a los representantes más extremistas de la crítica al islam como Fallad o Wilders. Va mucho más allá, como lo dejó en evidencia, entre otros, Douglas Murray, director del London’s Center for Social Cohesion y que hace no mucho tiempo relató las reacciones a la publicación en Gran Bretaña, en verano de 2008, de un estudio dirigido por él mismo sobre la extensión del extremismo islámico en facultades universitarias británicas, un estudio que incluía una encuesta de You Gov sobre las opiniones de los estudiantes musulmanes en Gran Bretaña. Tal estudio mostraba, entre otras cosas, que uno de cada tres estudiantes musulmanes pensaba que matar en nombre de la religión podía estar justificado y que tal cifra llegaba al 60% entre los estudiantes miembros de la ISOC (British University Islamic Society) de sus universidades, o que el 40% de los estudiantes musulmanes apoyaba la introducción de la sharia en las leyes británicas[29].

La respuesta a la publicación anterior fue la dura crítica a los autores del estudio, tanto por parte de las autoridades políticas como de las universitarias, lo que incluyó la «invitación» de la London School of Economics a Douglas Murray a no acudir a un debate que debía moderar sobre islam y democracia pues no «podrían garantizar su seguridad» tras las amenazas de los estudiantes radicales. Es decir, ocurría en Londres exactamente lo mismo que ha ocurrido a tantos intelectuales y políticos en las universidades españolas tras las amenazas de radicales violentos. Que se invitaba al amenazado a «no provocar». Y esto pasaba, por cierto, en esa universidad, la London School of Economics, de la que poco tiempo después se conocerían otros impresentables asuntos como sus negocios con Gadafi y familia, o como la lectura, por ejemplo, de una tesis doctoral de uno de los hijos del dictador que fue seguida de una llamativa donación por parte de la dictadura a la universidad.

¿Cómo explicar esta simpatía de la izquierda por el islamismo con persecución incluida de los críticos más radicales del islam o del islamismo y, aún más, con rechazo a los propios datos sobre el islamismo? Como he destacado en páginas anteriores y queda en evidencia en tratamientos como el del caso Wilders, la respuesta fundamental a la pregunta anterior es ideológica. Se trata de lo que Fred Halliday calificara como «creciente convergencia entre las fuerzas de la militancia islamista y la izquierda antiimperialista»[30]. Otra cuestión es establecer dónde acaba la llamada izquierda antiimperialista, si se limita a la extrema izquierda o extiende sus dominios en una buena parte de la izquierda. Y me inclino más por la segunda respuesta. Algo que, curiosamente, era certificado por un importante líder de la socialdemocracia europea, Mario Soares, justamente dos días después de la publicación del artículo de Fred Halliday, con su inclusión del capitalismo dentro del fundamentalismo global: «De lo que puede concluirse que el fundamentalismo global no tiene únicamente raíces religiosas sino también geopolíticas y sociológicas que mucho tienen que ver con el subdesarrollo, con varias zonas de desempleo, con el hambre, con la cultura de la violencia, que todos los días se insinúa en las televisiones del mundo entero, con la criminalidad internacional organizada y con la humillación, tan ostentosa, del capitalismo financiero y especulador de los paraísos fiscales»[31].

Es decir, la conocida teoría de que hay en los países democráticos males comparables con el fundamentalismo islámico violento, sea el capitalismo, como apuntaba Mario Soares, o sea el racial profiling en Estados Unidos, idea, esta última, obra de Martha Nussbaum, la conocida profesora de la Universidad de Chicago que, tras los terribles atentados islamistas de Bombay en 2008, escribió sobre su preocupación en torno a la situación de sospecha creada para los jóvenes musulmanes en India y la comparó con «el actual preocupante fenómeno de los perfiles raciales en Estados Unidos». Lo puso de manifiesto, con mucha agudeza, William Kristol, cuando escribió sobre dicho artículo: «Por lo tanto, los ‘yihadistas’ asesinan inocentes en Bombay y Nussbaum acaba condenando los perfiles raciales aquí. ¿Se debe a que los académicos de izquierdas están obligados a incluir algún supuesto inquietante fenómeno americano en cada cosa que escriben?»[32].

Karen Jespersen y Ralf Pittelkow, los autores de Islamistas y buenistas, piensan que en la base de estas actitudes se halla también un sentimiento de culpa y desprecio por la propia cultura, lo que se traduce en que cualquier conflicto entre fuerzas occidentales y musulmanas es automáticamente considerado culpa de los occidentales. Y, ciertamente, hemos asistido a innumerables procesos delatores de lo anterior como la polémica en Estados Unidos sobre la mezquita que una asociación musulmana pretendía construir en la zona cero de Nueva York, es decir en el lugar de los atentados del 11-S. A pesar de que el promotor de la idea y de tal asociación tenía un más que cuestionable y oscuro pasado en cuanto a actitudes y reacciones ante los atentados en su día, una buena parte del progresismo americano abogó con pasión por la construcción de la mezquita. Pues el problema para ellos, estribaba, no tanto en los sentimientos de los familiares de las víctimas y en sus deseos para el mantenimiento del recuerdo de los crímenes, sino en el respeto a los deseos de la asociación que deseaba construir la mezquita. Nuevamente, se trataba de «salvar el honor del islam» y no de defender y apoyar el dolor de las víctimas de los criminales que habían asesinado en nombre del islam.

Los demócratas piden perdón

Las actitudes anteriores acaban conduciendo a un fenómeno perverso de la izquierda de las democracias occidentales, la disculpa, la petición de perdón por los males y responsabilidades de los países occidentales, lo que no sería rechazable o preocupante, todo lo contrario, si fuera acompañada de una actitud de exigencia hacia la falta de libertad e igualdad en algunos países musulmanes. Pero no es el caso, pues este mismo progresismo que pide perdón es el que tiene una ilimitada capacidad para desoír las voces liberales de los países árabes y musulmanes. Un buen ejemplo de todo lo anterior fue el artículo dirigido a los musulmanes que escribió el columnista de The New York Times Nicholas Kristof en 2010. El título resumía la idea, el complejo de culpabilidad y el desprecio por la propia cultura tan propios de determinados sectores intelectuales: «Mensaje a los musulmanes: lo siento»[33]. A continuación venían sus disculpas a los musulmanes por la mezcla que muchos norteamericanos realizaban, decía, entre musulmanes violentos y el conjunto de los musulmanes y la injusta imagen que se construía y se ofrecía de los musulmanes. En otros medios y lugares, por supuesto, no en el suyo. El hecho de que en su medio, The New York Times, y en otros muchos las críticas, descalificaciones y simplificaciones referidas a la derecha americana fueran mucho mayores que las dirigidas a los musulmanes no había provocado jamás, sin embargo, ningún artículo de disculpa dirigido a los millones y millones de votantes del Partido Republicano. Ni mucho menos, pues tales críticas se consideran, por parte de Kristof y de otros, perfectamente lógicas y naturales y propias de la libertad de expresión.

Si la izquierda occidental pide perdón por las culpas de Occidente, no cabe esperar otra cosa que la inculpación de Occidente, incluso por parte de las voces más liberales y disidentes de las dictaduras musulmanas. Por ejemplo, la de la iraní Shirin Ebadi, que fuera galardonada con el Nobel de la Paz, perseguida en Irán, y que, en su discurso de recepción del premio en Oslo en diciembre de 2003, hizo duras críticas a los países occidentales, especialmente a Estados Unidos, porque «en los últimos dos años, algunos Estados han violado principios universales y derechos humanos utilizando los acontecimientos del 11 de septiembre y la guerra contra el terrorismo internacional como pretextos». O la también exiliada iraní y escritora Azar Nafisi, ahora nacionalizada estadounidense, que, con motivo de la entrega del premio de la Fundación Gabarrón en España, en 2011, comparó el fundamentalismo islámico con el fundamentalismo cristiano en Estados Unidos y mostró sus contradicciones sobre Occidente al rechazar, por un lado, las sanciones a Irán, y al enfadarse, por otro, «por esperar a que la gente se mate, como en Libia, para actuar». Eso sí, exigiendo que se actuara con «libros» y no con «armas», aunque sin explicarnos cómo habrían impedido tales libros las matanzas de Gadafi[34]. Otra Premio Nobel de la Paz, la yemení Tawakkul Karman, activista contra la dictadura de su país, y que, en visita a Bruselas, a fines de 2011, responsabilizó a Europa por la represión yemení, en este caso, por no intervenir: «Veinticinco millones de yemeníes, el 70% de ellos mujeres y niños, están diciendo a Europa que su silencio y su falta de compromiso para juzgar y punir a quien mata equivale a ser cómplice»[35].

Hechas las salvedades sobre la distancia entre el progresismo occidental y las valerosas y admirables disidentes de los países musulmanes como las mencionadas más arriba, la obsesión por las culpas occidentales me hace recordar la historia de la periodista italiana Giuliana Sgrena, del periódico Il Manifesto, secuestrada en 2005 en Iraq por grupos que entonces eran calificados en Occidente como «insurgentes», eufemismo para extremistas, terroristas y defensores de la dictadura de Sadam Hussein. Sgrena fue liberada un mes después por el Ejército americano y los Servicios de Inteligencia italianos. Pero, un bombardeo por error de los propios americanos contra la caravana en la que huía Sgrena mató a un agente italiano, y Sgrena emprendió un proceso, con libro incluido, contra Estados Unidos, lo que podría ser comprensible si no fuera porque no emprendió proceso alguno, tampoco intelectual o ideológico, contra sus secuestradores. Lo que, más allá del síndrome de Estocolmo, entronca con la inculpación de Occidente tan característica de la caverna progresista, sea cual sea el tema de debate, el problema o la situación, incluso el propio secuestro por parte de un grupo que también había asesinado a la cooperante británica Margaret Hassan, activista como Sgrena de la denuncia de la situación de la población iraquí.

Que hasta disidentes relevantes apunten a las culpas de Occidente en el propio Occidente tiene que ver con un ambiente político e intelectual en el que sus voces son mucho más sospechosas que las de Tariq Ramadan, por ejemplo, un profesor conocido por sus posiciones contemporizadoras con el radicalismo islámico y que es rutilante catedrático de Estudios Islámicos e investigador principal en Oxford. El propio Ramadan explicó por qué en la mayoría de países islámicos «no se presta atención» a voces como la de Ayaan Hirsi Ali. Porque «sus críticas parecen obsesivas, excesivas y unilaterales»[36]. Olvidaba Ramadan mencionar el pequeño detalle de que críticas como la de Ayaan Hirsi Ali llevan a la cárcel o a la muerte en una buena parte de los países islámicos y que es eso lo que explica más bien la «escasa atención». Pero sí es pertinente en el ambiente occidental, sin embargo, su valoración. Es pertinente y enormemente preocupante el dato de que se preste más atención a voces comprensivas hacia el radicalismo islámico como la de él que a las voces liberales como la de Ayaan Hirsi Ali.

En este contexto intelectual e ideológico, la discriminación de las mujeres en los países islámicos, y vuelvo al eje central de este capítulo, la mujer, preocupa muy relativamente en el progresismo occidental. Aunque la propia Naciones Unidas, tan referente en otros asuntos para el progresismo, haya constatado una y otra vez la gravedad de la situación de desigualdad de las mujeres en los países árabes y musulmanes. Aunque se produzcan episodios terribles cotidianamente, comenzando por los ataques violentos a las niñas en las escuelas de Afganistán por parte de los talibán. Aunque los propios académicos hayan puesto de relieve que, en efecto, existe un choque de civilizaciones que es el relativo a la desigualdad de género. Como el trabajo de los politólogos Ronald Inglehart y Pippa Norris sobre la brecha cultural entre Occidente y el mundo musulmán en el que, con datos de la Encuesta Mundial de Valores, muestran que las posiciones entre unos y otros son parecidas respecto a la democracia pero difieren sustancialmente respecto a la igualdad de género, el divorcio, el aborto y la homosexualidad[37].

Preocupa relativamente la discriminación de las mujeres, preocupa mucho más el «diálogo» con los países islamistas. De ahí que la Alianza de Civilizaciones se fuera nada menos que a la dictadura catarí en diciembre de 2011 a celebrar su encuentro entre Occidente y el mundo musulmán. La reunión de la Alianza en Qatar con el papel relevante como anfitriona de la jequesa Mozah, miembro de Grupo de Alto Nivel de la Alianza, favorable a la sharia y a la poligamia, como una de las cuatro esposas del jeque que es, es el último símbolo relevante, hasta el presente, de la caverna progresista agrupada alrededor de lo que he llamado el velo progresista.

La Alianza de Civilizaciones ya había establecido en 2006, en su primer gran informe[38], una valoración de la situación del mundo en la que no solo el fundamentalismo islámico era equiparado al fundamentalismo cristiano propio de algunos grupos estadounidenses, como si estos últimos tuvieran un grupo terrorista que acumulara miles de asesinatos a sus espaldas. Además, dicho informe buscaba igualmente equilibrios en las críticas a la situación de las mujeres en los países occidentales y en los países árabes y musulmanes, como si la situación de las mujeres fuera comparable en ambas zonas. Esto representaba y representa de forma nítida la posición de la caverna progresista en este terreno. La igualdad de las mujeres, teórica bandera de la izquierda, queda relegada y condicionada a la superior unión mundial entre el progresismo occidental y el antiamericanismo y el antiimperialismo extendidos en grupos diversos de los países árabes y musulmanes.

El feminismo que rechazó a Margaret Thatcher

Quizá la historia más representativa del lado más cavernario del feminismo en su actuación en los países occidentales es la de su rechazo a Margaret Thatcher. Ese rechazo ha sido generalizado, pero ha tenido algunas «perlas» particulares dignas de recordar por su grado de sectarismo. Amanda Foreman recordó una de esas perlas en un magnífico análisis de la trayectoria de Thatcher con motivo del estreno de la película The Iron Lady, dedicada a ella. Se trata de una historia completamente verídica y, sin embargo, difícil de creer, dada la supina estupidez que destila. Pero lo cierto es que ocurrió. Ocurrió que Harriet Harman, que era nada menos que la Deputy Leader del Gobierno Laborista, publicó en 2009 una lista oficial de las 16 mujeres que habían cambiado Gran Bretaña… y no figuraba Margaret Thatcher. El escándalo fue tal que Harman fue forzada a rectificar la lista y a incluirla[39].

Meryl Streep, la actriz que encarna a Thatcher en esta película, es bien conocida por su intolerancia hacia la derecha, algo que puso de manifiesto, por ejemplo, en una visita al festival de cine de San Sebastián poco antes de las presidenciales americanas del 2008, cuando declaró que, si ganaba John McCain, ella se exiliaba. Sin embargo, dejó a un lado tal intolerancia en su campaña de promoción de esta película, quizá por razones puramente comerciales. Y declaró, entre otras cosas, que «el rechazo de Thatcher, incluso por parte de las feministas, tiene algo que ver con nuestra incomodidad con las mujeres en el poder. Con nuestro terror hacia ello». Sobra el «incluso» de Streep puesto que Thatcher ha sido rechazada con especial saña por las feministas y, aunque es cierto que hay algo de verdad en el fenómeno de la incomodidad social con las mujeres del poder, el rechazo feminista es producto sobre todo de otra de las cavernas del progresismo. La caverna del rechazo a las mujeres de la derecha, por mucho que tales mujeres hayan representado y logrado algunos de los mayores pasos de la igualdad.

Esto ha sido así con Thatcher y con todas y cada una de las mujeres que han triunfado en la derecha política o en cualquier otra faceta social pero han estado o están cerca de posiciones políticas de la derecha. Sarah Palin ha sido otro excelente ejemplo de este fenómeno. El rechazo hacia Palin por parte de la izquierda ha ido mucho más allá de la crítica lógica y esperable de los adversarios políticos. La saña con la que ha sido ridiculizada ha tenido mucho que ver con el rechazo feminista hacia una mujer con poder que se ha atrevido a escalar las posiciones de la élite política sin cumplir una sola de las exigencias feministas. Lo que ha contrastado, a su vez, con la excelente aceptación de Hillary Clinton, a pesar de que su ascenso al poder haya sido bastante menos «feminista» que el de Palin dado el papel tan relevante de su marido en tal ascenso.

En España ha pasado exactamente lo mismo. La caverna feminista ha rechazado a todas y cada una de las mujeres de la derecha. Con algunos ejemplos especialmente relevantes como el del trato siempre despectivo hacia Esperanza Aguirre, a pesar de ser, no solo una de las mujeres más relevantes de la historia política española de los últimos años, sino también una mujer muy conocida por sus posiciones a favor de la igualdad de las mujeres.

En otros ámbitos, de la cultura, de la universidad, del periodismo, el feminismo ha creado espacios y clubes cerrados y sectarios con mujeres de la izquierda para realizar todo tipo de discursos sobre la «igualdad», tras un previo rechazo a cualquier mujer de la derecha, por mucho que haya sido o sea más representativa e importante en el terreno de la igualdad. Las listas a lo Harriet Harman han sido las habituales en la caverna feminista española, lo que ha deteriorado inexorablemente la imagen del feminismo a lo largo de estas últimas décadas y, con ello, también su aportación a la igualdad de las mujeres en España.

La izquierda española se ha presentado a sí misma como representante del feminismo e impulsora esencial de la igualdad de las mujeres, y alternativa como tal de lo que la izquierda ha considerado una derecha conservadora y poco entusiasta con la igualdad de las mujeres. Y hay una parte de verdad en lo anterior porque es cierto que mujeres de la izquierda protagonizaron el liderazgo del discurso feminista de la Transición, de los ochenta e incluso de los noventa a favor de la igualdad, de la mayor presencia de las mujeres en la vida pública o en contra de la llamada violencia de género. Mujeres de la izquierda fueron principales pioneras de un movimiento igualitario al que más tarde se sumaron las mujeres de la derecha. Pero todo eso ha sido enormemente perjudicado porque ha ido acompañado de un paralelo rechazo a las mujeres de la derecha y de un intento de apropiación de la historia de la equiparación femenina.

Y a lo anterior se suma el hecho de que ese carácter pionero las mujeres de la izquierda en la reivindicación de la igualdad no ha dado lugar a una mayor igualdad en los ámbitos de la izquierda, como era esperable a tenor del protagonismo reivindicado por las mujeres de la izquierda, sino a una evolución muy semejante en cuanto a incorporación de mujeres tanto en la izquierda como en la derecha.

Las diferencias entre izquierda y derecha en términos de poder de las mujeres han sido más bien simbólicas y gestuales, por ejemplo, las correspondientes a los Gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero, quien hizo del feminismo una de las referencias de su discurso. Ello se plasmó sustancialmente en algunos gestos y símbolos, especialmente la composición paritaria de sus Gobiernos. Y, sin embargo, no hubo ninguna otra diferencia en otros centros de decisión menos expuestos públicamente, tanto los segundos niveles del Ejecutivo como los núcleos de poder del partido.

Lo mismo cabe decir de otros ámbitos, culturales, periodísticos, universitarios, económicos, donde la marca ideológica progresista, allí donde existe o destaca, no da lugar a un mayor número de mujeres, a pesar de la insistencia en el discurso feminista. Los medios periodísticos de la izquierda constituyen un buen ejemplo de lo anterior. La primacía del poder masculino es en ellos un rasgo que los iguala con los medios periodísticos de la derecha, lo que produce un llamativo contraste entre una línea editorial insistente en la igualdad o en la discriminación contra las mujeres en otros ámbitos sociales y una realidad de poder interno muy parecido, incluso peor, que la de los medios de la derecha.

La propia discriminación positiva impulsada por la izquierda ha dado resultados confusos. Por un lado, la izquierda ha aplicado la discriminación positiva solamente en ámbitos muy específicos, sobre todo de la política, pero únicamente algunos de la política, y no siempre. Lo que ha dado como resultado insostenibles contrastes entre, por ejemplo, la aplicación de las cuotas para las listas del Congreso, pero no para órganos de auténtico poder interno de los partidos, por ejemplo, los equipos de asesores que permanecen en la sombra. O se ha plasmado en una aplicación muy caprichosa de una norma teóricamente esencial según el discurso de la izquierda.

Por ejemplo, la discriminación positiva en forma de cuotas pareció funcionar en el PSOE en las Elecciones Generales de 2008 cuando las mujeres diputadas de este partido constituyeron el 43,2% del Grupo Socialista frente al 29,9% de mujeres en el Grupo Popular, Sin embargo, en las Elecciones Generales de 2011, el porcentaje de mujeres bajó al 38,2% en el Grupo Socialista y subió al 35,5% en el Grupo Popular, lo que, nuevamente, como en otros tantos lugares, puso de manifiesto la inexistencia de diferencias reales entre derecha e izquierda en relación con la igualdad de las mujeres. Y lo anterior se acentúa con datos como el del 27,3% de mujeres entre los diputados de Izquierda Unida en la actual legislatura.

A lo anterior se une el contraste entre el discurso político sobre la discriminación positiva y el rechazo de muchas, si no la gran mayoría, de las mujeres de la propia izquierda. «No entiendo la discriminación positiva a favor de la mujer en el cine (…) mi idea es que hay que promocionar el talento, sea de hombre o mujer, pero esta no es la manera», dijo la actriz Carmen Maura en 2009, cuando el Ministerio de Cultura abogaba por la discriminación positiva. Almudena Grandes, tantas veces defensora de las supuestas diferencias entre izquierda y derecha en este campo, coincidió en este punto, sin embargo, plenamente con la opinión de la derecha sobre la discriminación positiva:

En la práctica, al no existir razones que justifiquen tal protección, simplemente se sobrefinancia. Los resultados de esa medida afectarán al conjunto de la cultura nacional. Porque no solo es injusto, también es indigno. Y, lo que es peor, además es contraproducente. La realidad social de un país no se cambia a martillazos. Ninguna ley logrará que haya tantas directoras como directores en España. Está por ver que eso sea beneficioso, pero lo que es evidente, y lo sé porque en la literatura ya estamos de vuelta, es que dentro de nada tendremos películas de mujeres a porrillo[40].

Y, sobre todo, la izquierda ha sido dominada por un feminismo victimista y agresivo que ha minado paulatinamente su tradicional liderazgo en este campo. Me referí a ese feminismo victimista en una obra anterior, para llamar la atención, entre otros asuntos, sobre la insistencia en la teoría de la discriminación para explicar cualquier desequilibrio de número entre hombres y mujeres y, sobre todo, para negar toda capacidad de acción y decisión de las mujeres sobre su propio destino[41].

De esta manera, mientras la izquierda ni siquiera es coherente internamente con su propia teoría de las discriminación positiva y de las cuotas que no aplica para sí misma, insiste, además, en una teoría de la relación de sexos y poder en la que la mujer no tiene más espacio que el de la víctima. Lo que obvia toda una realidad de valores que explican parte de la lenta incorporación de muchas mujeres a la vida pública. Y, en consecuencia, pone todo el acento en la acción del Estado y muy poco en la acción de las propias mujeres. Es decir, atribuye la responsabilidad de la igualdad, de los avances de las mujeres, a las instituciones políticas, pero solo secundariamente a ellas mismas. Lo que convierte a las mujeres en seres desvalidos y necesitados de protección, en una curiosa y perversa coincidencia con la antigua percepción social de las mujeres.

Lo anterior se combina, a su vez, con una llamativa relevancia en la izquierda de un feminismo puritano en el que algunos valores, por ejemplo, sobre la sexualidad, hacen confluir este feminismo con las visiones más tradicionales sobre las mujeres. En este punto, aquel feminismo de los sesenta y setenta que rechazaba la barra de labios o la minifalda de las mujeres como símbolos de frivolidad permanece en la actualidad en forma de contradicciones en el terreno de la liberación sexual femenina o, simplemente, de diferenciación de comportamientos sexuales entre hombres y mujeres en lo que a su consideración y respetabilidad pública se refiere.

Algo tiene que ver con lo anterior la peculiar posición de este feminismo en asuntos como la conciliación de la vida familiar y laboral de las mujeres en la que algunas reivindicaciones confluyen nuevamente con los valores más tradicionales. Un buen exponente de este fenómeno tuvo lugar hace poco tiempo, cuando la ahora vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, no hizo uso del permiso maternal poco después de ser madre, a fines de 2011, y asumió la responsabilidad del traspaso de poderes entre el Gobierno saliente del PSOE y el entrante del PP. Aquella renuncia al permiso maternal provocó un increíble coro de protestas entre las mujeres de la izquierda. Soledad Murillo, la socióloga que fuera secretaria de Igualdad en el primer Gobierno de Zapatero, llegó a afirmar que el PP tenía que haber ofrecido una responsabilidad menor a Sáenz de Santamaría, y la periodista de El País Berna González Harbour le exigió que diera ejemplo asumiendo el permiso de maternidad y renunciando a sus actividades profesionales[42]. El feminismo victimista y puritano se hacía también de esta manera profundamente tradicional.

En ese mismo feminismo victimista se inscriben tanto leyes como la Ley de Violencia de Género como la teoría de la discriminación como único factor explicativo de la menor presencia de mujeres en la mayoría de los ámbitos sociales y de poder. La Ley de Violencia de Género española llega al inconcebible y, sin embargo, aceptado hecho de tratar desigualmente a hombres y mujeres frente al mismo delito. La teoría de la discriminación insiste contra viento y marea en la explicación de la discriminación como único factor de la menor presencia de mujeres en los distintos ámbitos de poder, sin atender ni a la historia ni, sobre todo, a las propias decisiones de las mujeres. Y cuando tales decisiones son dirigidas hacia ese poder, el feminismo las rechaza con virulencia si provienen de las mujeres de la derecha, sea Margaret Thatcher en sus tiempos o Soraya Sáenz de Santamaría en el presente.