EN LA CAVERNA PACIFISTA

¡Socorro, que venga un diplomático! Naciones Unidas y el pacifismo

Una mesa para los tiranos

El genial dibujante Mingote publicó el 20 de septiembre de 2006 una excelente viñeta sobre las contradicciones que plantea el pacifismo en la defensa de los derechos humanos y de la libertad. En la viñeta, una gran cantidad de armas apuntaba a un ciudadano indefenso que gritaba desesperado «¡Hay que defenderse! ¡Que venga un diplomático!». La viñeta es una atinada interpretación de las causas del fracaso del progresismo en su apuesta por el supuesto pacifismo y la primacía de Naciones Unidas en las decisiones internacionales de la última década. Y no solo por el final, hasta ahora, de ese debate, es decir, la apuesta del propio progresismo por la guerra en Libia o el apoyo a la ejecución de un terrorista, Bin Laden, o, a la hora de escribir estas líneas, las contradicciones de Naciones Unidas sobre Siria por el veto de China y Rusia a la condena de la represión de la dictadura siria. También por la debilidad de tales argumentos a la luz de los principios democráticos, comenzando por la naturaleza y papel de Naciones Unidas.

«Imagine una elección en la que los resultados están sustancialmente predeterminados y para la que una parte de los candidatos han sido claramente reconocidos como incompetentes», escribía el ex presidente checo Vaclav Havel sobre la elección parcial de países miembros del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas del 12 de mayo de 2009. Y explicaba, a continuación, que eso era exactamente lo que iba a ocurrir con esa elección. Varias dictaduras que no respetaban los derechos humanos iban a ocupar asientos alrededor de esa mesa del Consejo de Derechos Humanos[29].

Entre las dictaduras más importantes, China, Cuba o Arabia Saudí, la Libia de Gadafi, ocupan, han ocupado, lugar de honor en un Consejo que tiene por objetivo el fortalecimiento de la promoción y protección de los derechos humanos en el mundo. El Consejo, en un alarde de reacción democrática tardía ante los abusos de los dictadores, suspendió a Libia como miembro de tal Consejo en marzo de 2011, sin explicar, por supuesto, las razones que exigían la entrada y permanencia del resto de las dictaduras en el Consejo. Y eso que tal Consejo fue creado por Naciones Unidas en 2006 para sustituir a la Comisión de Derechos Humanos, debido a las críticas recibidas por tal Comisión por no haber sido capaz de cumplir sus funciones.

Pues bien, la institución que acoge a lo que pertinentemente definió Havel como «la mesa de tiranos», o la institución que es, en su funcionamiento, una mesa de tiranos, ha sido entronizada por el progresismo como la fuente máxima de legitimidad en la toma de decisiones sobre libertad y defensa de derechos humanos. Y lo ha hecho sin que importara la realidad dictatorial que sustenta tal institución. José Luis Rodríguez Zapatero declaró en una entrevista, pocos meses después de ser elegido presidente del Gobierno en 2004:

Una cosa es la política en un momento dado de una Administración como la del presidente Bush y otra lo que han sido los valores de la sociedad americana y de grandes líderes norteamericanos. Esos principios volverán a Estados Unidos no tengo ninguna duda. El otro día releía el discurso de toma de posesión del presidente Kennedy. Decía que las naciones poderosas deben estar sometidas al gran poder de Naciones Unidas. Tengo el convencimiento de que en muy poco tiempo viviremos una etapa de recuperación de los principios de la legalidad internacional, del multilateralismo y de la relevancia de Naciones Unidas, pase lo que pase en las elecciones del próximo 2 de noviembre en Estados Unidos[30].

El problema para la izquierda era Estados Unidos, no las dictaduras de Naciones Unidas. Cuando el Consejo de Derechos Humanos inició su andadura, el 19 de junio de 2006, el titular principal del diario El País, «El Consejo de Derechos Humanos nace con la ausencia de EE. UU.». Ninguna referencia a la inclusión de varias dictaduras en tal Consejo, sino a la ausencia de Estados Unidos[31]. Se inauguraba un organismo internacional de defensa de derechos humanos con varios miembros que conculcaban tales derechos humanos, pero tal hecho extraordinario recibía un interés menor y dentro del texto, con una breve referencia a las críticas de Reporteros sin Fronteras a la inclusión de las dictaduras. Además, y junto a la información sobre la inauguración, se incluía un artículo de Micheline Calmy Rey, vicepresidenta de la Confederación Suiza y ministra de Asuntos Exteriores, que celebraba la creación en Ginebra del Consejo de Derechos Humanos sin una sola referencia, sin un solo lamento, por las dictaduras presentes en su seno y sus violaciones de derechos humanos[32].

Ahora bien, lo más extraordinario de las contradicciones democráticas en torno a Naciones Unidas y este Consejo de Derechos Humanos se produjo unos días después en la entrevista que también publicó El País del recién nombrado presidente del Consejo de Derechos Humanos, el mexicano Luis Alfonso de Alba. La colosal hipocresía colectiva construida alrededor de Naciones Unidas quedaba de manifiesto en las respuestas de este diplomático al periódico[33]. A la pregunta del periodista Rodrigo Carrizo sobre las razones por las que este Consejo iba a lograr lo que no había conseguido la antigua Comisión de Derechos Humanos, Luis Alfonso de Alba respondía con lo que podríamos considerar un perfecto exponente del lenguaje intencionadamente confuso y vacío que camufla realidades y evita respuestas a cuestiones comprometedoras: «Hemos llegado al convencimiento colectivo de hacer las cosas de manera diferente, con más jerarquía y más autoridad. Si no reconocemos que los derechos humanos han alcanzado una mayor jerarquía y peso será difícil construir un órgano novedoso. Nuestro objetivo a medio plazo es dotarle de un rango similar al de la Asamblea General. Este Consejo está destinado a convertirse en el sexto órgano principal de la ONU».

Aún era más increíble la respuesta a la petición concreta del periodista de una explicación sobre la presencia de dictaduras, Arabia Saudí, Túnez, Argelia, Nigeria o Pakistán, en el Consejo: «El gran problema radica en presumir que hay países que no tienen problemas de derechos humanos mientras que otros sí. Lo principal, en mi opinión, es que haya una voluntad seria de corregir las desviaciones. Si existe ese interés, yo les abro la puerta a todos y son bienvenidos. Aclaro que no basta con querer ser parte del Consejo para entrar en él, sino que cada país miembro ha tenido que firmar una serie de compromisos y cartas de intenciones».

Y para corroborar la equiparación entre democracias y dictaduras del presidente del Consejo al destacar que todos los países tienen problemas de derechos humanos, el llamativo dato de que el único país explícitamente criticado por el presidente del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas en dicha entrevista era… Estados Unidos. No las dictaduras miembros del Consejo, sino Estados Unidos, por no haber ingresado en ese Consejo: «De todas maneras, los Estados Unidos están muy atrasados en la ratificación de convenciones que afectan a los derechos humanos, como la de los Derechos del Niño. Tampoco lo han hecho en la Convención Interamericana de San José porque incluía el tema de la pena de muerte. Y solo hablamos de derechos humanos. También podríamos recordar otros muchos».

El broche de todo lo anterior es que el periódico titulaba precisamente con la crítica referida a Estados Unidos, «EE. UU. está muy atrasado en derechos humanos». De manera que el inicio de la andadura del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas no era saludado con una llamada a la terrible contradicción planteada por las dictaduras sino por Estados Unidos.

Algo mejor acabó la historia de la elección de presidente de la UNESCO en 2009, cuando estuvo a punto de ser elegido el que fuera ministro de Cultura de Egipto hasta las revueltas árabes, Faruk Hosny. Solo la movilización de relevantes intelectuales como Bernard-Henri Lévy, Claude Lanzmann y Elie Wiesel consiguió finalmente que Hosny no fuera elegido. Pero por muy poco margen, pues su derrota frente a la búlgara Irina Bokova, el 22 de septiembre de 2009, se produjo en una quinta votación, tras cuatro votaciones en las que ambos candidatos empataron.

Y es que Hosny había recibido el apoyo de una buena parte de los países de la UNESCO, sin que importara, ni mucho menos, su condición de ministro de una dictadura, ni tampoco sus ideas, que Lanzmann, Lévy y Wiesel difundieron por el mundo en los meses precedentes. Entre otras cosas, Hosny había declarado en 2001 que «Israel no ha contribuido jamás a la civilización en ninguna época porque no ha hecho otra cosa que apropiarse de los bienes de otros» y también que «la cultura israelí es una cultura inhumana; es una cultura agresiva, racista, pretenciosa, que se basa en un principio muy simple: robar lo que no le pertenece para pretender enseguida apropiárselo». Y, en 2008, dijo sobre los libros israelíes que pudieran entrar en la biblioteca de Alejandría: «Quememos esos libros; si se encuentran, yo mismo los quemaré ante vosotros».

Hosny no fue elegido al frente de la UNESCO, pero obtuvo 27 votos frente a 31 de su rival, pues su legitimidad para hacerse con tal puesto era, es, en el seno de Naciones Unidas, comparable al que pueden presentar los candidatos de los países democráticos. Básicamente, porque la contradicción democrática de Naciones Unidas ha sido completamente ignorada. No solo ha sido ignorada sino que, en el debate de los últimos años, dos posiciones en torno a Naciones Unidas y la legitimidad internacional se han establecido con bastante claridad.

De un lado, y desde el progresismo, la apuesta apasionada por Naciones Unidas como núcleo esencial de la legitimidad en decisiones de política internacional. De otro lado, desde una parte de la derecha, muy en especial entre los neoconservadores, escepticismo sobre el papel de Naciones Unidas y su capacidad para dictar la legitimidad internacional.

El debate incluye, obviamente, muchos más elementos que el específico del papel de Naciones Unidas. Pues la apuesta de la mayor parte del progresismo por esta institución va estrechamente unida a un pretendido pacifismo y antimilitarismo que estaría, según ese progresismo, ligado a la primacía de esta institución. Y, por parte de la derecha, en especial los neoconservadores, el escepticismo sobre Naciones Unidas se vincula con la idea de la falta de legitimidad intrínseca de una institución en la que deciden los tiranos y es incapaz de ser eficaz en la defensa de los derechos humanos y de la libertad, algo que Estados Unidos puede y debería defender si fuera necesario.

El debate internacional sobre la guerra de Iraq giró en torno a todos esos elementos, con Naciones Unidas como eje central. La posición más virulenta contra la guerra de Iraq, representada, entre otros, por líderes como José Luis Rodríguez Zapatero, incluyó como estandarte esencial el papel de Naciones Unidas. El «No a la guerra» de Iraq se argumentó en la inexistencia de una resolución de Naciones Unidas autorizando el ataque militar. Es decir, la legitimidad de la guerra se fundamentaba en esa resolución, en la decisión de Naciones Unidas.

Es cierto que los argumentos sobre las dudas en torno a la existencia de armas de destrucción masiva o de las auténticas intenciones de quienes eran favorables a la guerra fueron importantes en la posición del progresismo. Pero, en último término, la sustancia de la legitimidad de la decisión se supeditaba a la posición de Naciones Unidas. Sobre todo, porque había un argumento muy difícil, si no imposible de discutir para el progresismo, que era el de la opresión de Sadam Hussein sobre los iraquíes. ¿Cómo no apoyar desde la izquierda un ataque militar que pudiera liberar de la opresión a millones de iraquíes? A través de Naciones Unidas o del argumento de la legalidad internacional. Naciones Unidas y legalidad internacional acababan siendo, de esta manera, más una excusa que un principio para oponerse a una guerra concreta, la de Iraq, y no a todas las guerra en general.

Y es que la supuesta superioridad de Naciones Unidas como fuente de principios morales y de legitimidad internacional es un elemento coyuntural de un discurso más amplio del progresismo de los últimos años en contra de los Estados Unidos de Bush y la respuesta militar a determinado tipo de terrorismos, sustancialmente, el islamista, vinculados en alguna medida al antiimperialismo, al antiamericanismo y al anticapitalismo.

En la misma entrevista citada más arriba de octubre de 2004, Zapatero también planteó de la siguiente manera algunas de sus ideas en política internacional alrededor de la Alianza de Civilizaciones:

Es una idea que propuse a secretario general, Kofi Annan, para que Naciones Unidas la articule, que es la vía para que resulte eficaz. Pero la idea tiene como objetivo fortalecer la comunicación, la comprensión entre el mundo occidental y el mundo musulmán y árabe. Es imprescindible. La evolución de la intervención en Iraq y la situación entre Israel y Palestina están produciendo una fosa de separación, no ya entre Gobiernos, sino entre sociedades, que es lo más importante. En muchas sociedades árabes o en muchas sociedades occidentales, a fuerza de no hablar, a fuerza de lanzar solo discursos de confrontación, podemos estar creando un nuevo muro. Naciones Unidas es quien tiene que fomentar y poner en marcha esa alianza de civilizaciones[34].

Naciones Unidas, pacifismo, antiamericanismo, son elementos de una determinada línea ideológica en política internacional que Zapatero ya había definido un año antes de ser elegido presidente del Gobierno. En otra entrevista en abril de 2003 y a la pregunta sobre la diferencia entre sus principios y los de Aznar, afirmó: «Pues que mis principios son conformes con la Carta de la ONU, con la legalidad internacional y contrarios a esta guerra preventiva, ilegal e inmoral, que sin duda alguna va a producir males mayores de los que intenta evitar. La actitud de Aznar ha sido simplemente hacer seguidismo de Bush, sin ningún elemento de reflexión o de debate. Es una posición muy negativa para los intereses de España»[35].

Para reforzar la posición anterior, y en la misma entrevista, Zapatero no dudó en utilizar de referente a un líder dictatorial como Hosni Mubarak: «Cuando las reglas de la legalidad internacional se rompen, hay más inseguridad. El presidente de Egipto, Mubarak, persona de confianza del mundo occidental, ha dicho que esto no hace sino aumentar el terrorismo y que de esta guerra pueden salir 100 Bin Laden. Y comparto esa afirmación. Esto generará odio en muchos países, y el odio es el arma de destrucción más masiva que hay». Y completó su presentación de principios ideológicos en política internacional con el cuestionamiento del uso de la fuerza militar; «Aznar está al lado de la potencia militar que con su superioridad militar quiere establecer una superioridad moral y un orden nuevo, no a través del Derecho que supone acuerdo entre países, sino a través de la fuerza. Esto no va a ir adelante porque es un modelo de orden internacional que conduce al caos, a la inseguridad y, desde luego, que no va a prosperar». Pocos años después, Libia, Zapatero iba a liderar la exigencia del uso de la fuerza, de la superioridad militar, pero, en 2004, la fuerza militar le parecía en sí misma rechazable.

Y todo lo anterior estaba ligado a un acusado antiamericanismo. ¿Antiamericanismo o anticonservadurísmo? La pregunta es pertinente pues la apuesta por Naciones Unidas, el diálogo y el pacifismo se ha hecho en la última década en oposición a las políticas de los Estados Unidos de Bush. Y, ciertamente, hay un importante elemento de anticonsevadurismo, de confrontación izquierda/derecha, en ese discurso, pero difícil de diferenciar en una buena parte de los discursos del antiamericanismo propio de la extrema izquierda, conectado con los movimientos antiimperialistas y anticapitalistas con los que, a su vez, se vincula también la izquierda moderada.

En el debate sobre la guerra de Iraq, una buena parte de los argumentos se centraron en las intenciones intrínsecamente equivocadas y perversas que tendría un Gobierno conservador como el de Bush. Esa era la perspectiva de un intelectual caracterizado por desarrollar una confrontación sistemática contra ese Gobierno como es Paul Krugman. Sobre la guerra de Iraq, este economista y destacado representante intelectual del progresismo americano defendió que el argumento más importante contra la invasión no era la sospecha de que los motivos expuestos por el Gobierno fueran un fraude sino el hecho de que la razón real por la querían una guerra era una fantasía infantil consistente en la creencia de que si Estados Unidos usaba su fuerza militar contra alguien en el mundo árabe y no importando demasiado quién fuera, ello afectaría a los radicales islámicos y los empujaría a dejar el terrorismo[36]. En el mismo artículo, Krugman escribía también que la estrategia militar de Israel contra Hezbolá fortalecía a Hezbolá, constante argumento del progresismo durante la década pasada, hasta que el mismo progresismo llegó a la conclusión de que, sin embargo, las bombas aliadas contra Gadafi no fortalecían a Gadafi sino a la democracia, los derechos humanos y la libertad.

En el debate sobre la guerra entre Israel y Hezbolá, en 2006, fue difícil, por ejemplo, diferenciar entre la posición de un intelectual francés moderado como Gilles Kepel y el escritor uruguayo radical Eduardo Galeano. Kepel escribió respecto a lo que consideraba guerra de Israel contra Líbano y no de Líbano o Hezbolá contra Israel que «confirma el fracaso de la política de la Administración Bush de hacer más seguro Oriente Próximo con el uso unilateral de la fuerza, tras el fiasco de la ocupación de Iraq»[37]. Con algunas variaciones, Eduardo Galeano también responsabilizó pocos días después a Estados Unidos:

Israel ha desoído 46 recomendaciones de la Asamblea General y de otros organismos de la ONU. ¿Hasta cuándo el Gobierno israelí seguirá ejerciendo el privilegio de ser sordo? Las Naciones Unidas recomiendan pero no deciden. Cuando deciden, la Casa Blanca impide que decidan, porque tiene derecho de veto. La Casa Blanca ha vetado en el Consejo de Seguridad, 40 resoluciones que condenaban a Israel. ¿Hasta cuándo las Naciones Unidas seguirán actuando como si fueran otro nombre de los Estados Unidos?[38]

Naciones Unidas, el bueno, Estados Unidos, el malo, ha sido un elemento central de este discurso mientras la derecha, George Bush, ha gobernado en Estados Unidos. Incluso cuando gobierna el Partido Demócrata, la posición de la extrema izquierda se mantiene, pero varía sustancialmente la de la izquierda moderada, que ya no hace culpable a Estados Unidos de los diferentes conflictos internacionales, Libia y las revueltas árabes, entre otros. Pero ahora y entonces, lo que sí se mantiene es una lectura ideológica determinada de esos conflictos, con la permanente culpabilidad, por ejemplo, de Israel. En el conflicto con Hezbolá, en 2006, una de las escasas excepciones desde el progresismo fue la de Joschka Fischer, que fuera ministro de Exteriores y vicecanciller de Alemania entre 1998 y 2005 y que, a diferencia del conjunto del progresismo, definió aquella guerra como una guerra orquestada por las fuerzas radicales de la región, Hamás y la Yihad Islámica entre los palestinos, Hezbolá en Líbano e Irán y Siria, fuerzas que buscaron el conflicto por tres razones: aliviar la presión interna palestina para que Hamás reconozca a Israel, debilitar la democratización en Líbano que estaba marginando a Siria y apartar la atención del programa nuclear iraní y enseñar a Occidente los «instrumentos» de que dispone en caso de conflicto[39].

Mientras tanto, en este conflicto, Israel-Hezbolá, como en otros muchos, Naciones Unidas mantuvo la habitual posición de término medio y neutralidad entre los enfrentados, muy en especial cuando uno de los enfrentados era/es un grupo terrorista como Hezbolá con amplias simpatías entre el progresismo mundial. «Es el Gobierno libanés quien debe decidir cómo se desarma a Hezbolá», dijo el 25 de agosto de 2006 el secretario general adjunto de Naciones Unidas, Shashi Tharoor. Y el Secretario General, Kofi Annan: «El desarme tiene que ser fruto de un acuerdo político entre libaneses. Tiene que ser fruto de un diálogo intralibanés». Con la consecuencia habitual también de que Hezbolá ni se desarmó ni se desarma y sigue manteniendo en Líbano el poder que otorga el terror.

La izquierda española se adhirió con entusiasmo a la ambigüedad y pasividad de Naciones Unidas y contribuyó a las tropas de la FINUL con el manifiesto escapista, en este caso del ministro de Defensa, José Manuel Alonso, que podría resumir una buena parte de los argumentos utilizados por la izquierda española en todos los despliegues del Ejército español en conflictos en el exterior: «Si fuéramos a desarmar a Hezbolá estaríamos rompiendo la neutralidad y frustrando de raíz la naturaleza de la misión. Si alguien hubiera pretendido que el mandato de la ONU incluyese el desarme de Hezbolá, probablemente no tendríamos resolución 1701. El desarme de Hezbolá es deseable, pero debe ser una consecuencia de la extensión de la autoridad del Gobierno libanés, como dice Kofi Annan, y en eso coincidimos todos los países». A la pirueta anterior de explicar que las tropas iban a Líbano a cruzarse de brazos, el ministro de Defensa añadía una mayor, la de evitar una contestación directa y clara a la pregunta del periodista de si creía que Hezbolá era un grupo terrorista: «Estoy totalmente de acuerdo con Javier Solana, Alto Representante de la UE para la Política Exterior y de Seguridad: Hezbolá tendrá que elegir entre ser una organización terrorista o un movimiento político»[40]. O sea, que sí, pero no, o, quizá, tal vez sea un grupo terrorista, decía el ministro español.

Diálogo, consenso, paz e intervenciones pasivas fueron los principios de Naciones Unidas defendidos por el progresismo como alternativa a la política internacional liderada por los Gobiernos de Bush. Hasta la guerra de Libia, cuando el progresismo creyó que había llegado el momento de utilizar la fuerza. Todo lo que era inaceptable en acciones de grupos terroristas como Hezbolá o en represiones brutales de los dictadores contra sus pueblos como en Iraq, era ahora necesario, legítimo y hasta apremiante. «Apremiante firmeza» tituló El País un editorial en el que sostenía que «cada hora que pierde el Consejo de Seguridad dudando sobre si reunirse y qué medidas de seguridad adoptar, Gadafi prosigue su brutal castigo contra su propio pueblo». Y aún más: «Pero contener la furia criminal del déspota libio es un imperativo moral y no puede haber excusas para una mayor firmeza tanto de las principales potencias como del Consejo de Seguridad»[41].

El discurso contra la guerra de Iraq y el papel de Naciones Unidas se había transformado radicalmente.

El falso pacifismo

El viejo cliché de que la izquierda es pacifista mientras que la derecha es militarista o que la izquierda tiende a evitar el uso de la violencia mientras que la derecha recurre con suma facilidad a ella aún persiste hoy en día, a pesar de su incongruencia con la historia y con la realidad. Los diez últimos años de debates sobre los conflictos internacionales han reproducido de una forma más o menos burda esa diferenciación. Como en otros aspectos del debate ideológico, persiste aquí la capacidad de la izquierda para apropiarse de los valores sociales más apreciados o más populares o más políticamente correctos, y, sin duda, la paz y el pacifismo lo son.

Poco importa que un análisis de la historia de los movimientos políticos o de los conflictos actuales ponga radicalmente en cuestión la supuesta diferenciación entre una izquierda pacifista y una derecha violenta o militarista. El hecho, entre otros, de que una buena parte de los grupos terroristas de las últimas décadas tenga inspiración izquierdista o emparentada en algunos elementos con la izquierda. Desde ETA, las FARC, el ELN, Sendero Luminoso, claramente de izquierdas, hasta grupos como Hamás o Hezbolá, de signo ideológico más complejo, pero receptores de las simpatías de la izquierda internacional.

En una de las más sugerentes diferenciaciones de los conceptos izquierda y derecha, la de Norberto Bobbio de 1995, y para cuestionar la idea de que la no violencia sería característica de la izquierda, Bobbio recordó que la renuncia a utilizar la violencia para conquistar y ejercer el poder es característica del sistema democrático y no de la izquierda o de la derecha[42]. A lo anterior cabe añadir que algunas movilizaciones violentas dentro de los sistemas democráticos corresponden a grupos tanto de extrema izquierda como de extrema derecha. Y que lo mismo ocurre con los grupos terroristas, si bien la mayor parte de esos grupos han sido y son de extrema izquierda y el grupo terrorista más importante en la actualidad, Al Qaeda, cuya base ideológica es el fundamentalismo religioso, recibe excusas y comprensiones, cuando no abiertas simpatías, desde el ámbito de la extrema izquierda y no de la extrema derecha.

A pesar de esas evidencias, la oposición entre una derecha militarista y una izquierda pacifista ha tenido cierto éxito en los últimos años, entendiéndose tal diferenciación en la idea de que la derecha recurre o tiende a recurrir a soluciones militares y la izquierda a soluciones pacifistas. La derecha recurriría a las armas para solucionar los conflictos mientras que la izquierda recurriría al diálogo. Y así han analizado muchos las diferentes posiciones ideológicas en los conflictos internacionales de las últimas décadas, como la oposición entre la derecha que apuesta por la guerra y la izquierda que apuesta por la paz. Ni siquiera la evidencia de que en el conflicto que más debate ideológico suscitó, Iraq, hubiera líderes de izquierda, sobre todo Tony Blair, que apoyó la declaración de guerra, debilitó la fuerza de esa contraposición.

Lo más extraordinario es que tampoco la guerra de Libia, fomentada en España por el liderazgo de la izquierda y en Estados Unidos por Obama, la supuesta alternativa pacifista de la izquierda frente a la derecha militarista de Bush, ha modificado los viejos esquemas de una buena parte de los intelectuales del progresismo. Lo que se podría resumir en el enunciado de que la izquierda dice hacer la paz también cuando hace la guerra. Un perfecto exponente de lo anterior es un artículo de Viceng Físas, director de la llamada Escuela de Cultura de Paz de la Universidad Autónoma de Barcelona quien, en pleno fragor del debate sobre la intervención militar en Libia sostuvo que la izquierda no es militarista y la intervención en Libia es una misión de paz:

Como es bien sabido, a la izquierda tradicional no le gustan las intervenciones militares ni, en general las actividades militares. Creo que es herencia del nefasto militarismo que vivimos en nuestro país durante el franquismo. (…) Sin embargo, puedo defender que existan unas fuerzas armadas reducidas y entrenadas especialmente para actuar en operaciones de mantenimiento de la paz, en coordinación con Naciones Unidas. Esto vale para acciones como las de Libia. (…) Lo paradójico es que no podríamos proporcionar seguridad (y apoyo humanitario) a la población de Bengasi, para poner un ejemplo, sin antes reducir la capacidad militar de Gadafi, y eso no se consigue con inacción, ni con medios diplomáticos, ni con fuerzas no violentas de interposición, al menos tal como están las cosas. Guste o no guste, hay que emplear una fuerza, limitada a lo estrictamente necesario, eso sí, que solo pueden ofrecer las fuerzas militares[43].

Al argumento de más arriba se añade que el progresismo oculta la palabra guerra cuando efectivamente la hace, como ya he relatado en el anterior apartado en torno a los trucos del lenguaje utilizados para disfrazar sus participaciones en misiones de guerra. De esta forma, ni siquiera la guerra de Libia ha roto entre los más irreductibles la pretensión del pacifismo, no solo como seña de identidad de la izquierda sino como seña de su superioridad moral. Ningún líder más representativo en esta cuestión que Zapatero quien resumió, pocos meses después de ganar sus primeras Elecciones Generales, de la siguiente manera lo que consideraba las señas de identidad de su proyecto: «Este Gobierno lleva seis meses y yo diría que ha habido seis ideas que condensan las señas de identidad del proyecto que representamos: paz, Europa, mujer, ciudadanía, solidaridad y seguridad. La primera idea es la de la paz, la retirada de las tropas de Iraq y mi discurso en Naciones Unidas». En ese contexto enmarcó Zapatero la idea de la Alianza de Civilizaciones: «En muchas sociedades árabes o en muchas sociedades occidentales, a fuerza de no hablar, a fuerza de lanzar solo discursos de confrontación, podemos estar creando un nuevo muro. Naciones Unidas es quien tiene que poner en marcha esa alianza de civilizaciones». Y en ese contexto también, situó su plan de acción respecto a ETA: «El Partido Socialista comparece con dos proyectos, con dos ideas muy claras para el futuro: el fin de la violencia como fruto del gran acuerdo cívico y una reforma estatutaria. Euskadi quiere paz y avance, no crispación y ruptura»[44].

Es decir, paz y pacifismo, tanto respecto a los conflictos internacionales, Iraq, o respecto al terrorismo, sea el de ETA o sea el de Al Qaeda. Paz y pacifismo como respuestas y alternativas de la izquierda para las diferentes violencias frente a las respuestas conservadoras de la fuerza y de la guerra. Un pacifismo que implicaría tolerancia y respeto por el otro frente a la intolerancia de la derecha. Una buena parte de la sustancia de la llamada Alianza de Civilizaciones se basa precisamente en esa pretensión del supuesto respeto al otro. José Luis Rodríguez Zapatero y el primer ministro turco, Recep Tayip Erdogan lo reivindicaban en un artículo conjunto que publicaron en agosto de 2006: «Necesitamos cultivar la coexistencia pacífica, que solo es posible cuando existe interés en comprender el punto de vista del otro, y el respeto por lo que considera más sagrado. Estas son las premisas básicas y los objetivos fundamentales de la Alianza de Civilizaciones que promueven España y Turquía»[45].

Y, sin embargo, tras ese supuesto pacifismo y esa pretendida superioridad moral hay más bien inacción o simpatía ideológica hacia determinados tipos de violencia. Incluso entre la minoría que en el progresismo ha osado utilizar la palabra guerra, hay una obsesión dirigida a minimizar la importancia del uso de la fuerza y a resaltar los trabajos de inteligencia, de tal manera que los ejércitos quedan reducidos a sus áreas de inteligencia y el receptor de las propuestas acaba preguntándose quién detendrá a los terroristas tras tanta información como van a obtener los servicios de inteligencia. Típico representante de tal posición ha sido Javier Solana, el socialista español que fuera Alto Representante de la Unión Europea para la Política Exterior y de Seguridad Común. Poco tiempo después de los atentados del 11-M publicó un artículo titulado «Una guerra inteligente contra el terrorismo», pero si el lector esperaba encontrar alguna referencia al uso de la fuerza y de la guerra dentro del artículo, no era tal el caso, sino el habitual argumento de que «creo firmemente que la opción militar no puede por sí sola derrotar al terrorismo. La acción debería centrarse en la cooperación judicial, policial y de los servicios secretos». Es decir, mucha inteligencia y pocas o ningún arma, como le gusta a la izquierda en el ámbito del terrorismo. Argumento siempre unido al de las causas, que también estaba en el artículo de Solana: «hay demasiado combustible para la propaganda terrorista. La UE será firme con el terrorismo. Pero también debe mostrarse firme con las causas que lo provocan. No se trata de dos luchas distintas sino de una»[46].

El pacifismo de «las causas» explica tanto la inacción como las simpatías ideológicas hacia determinadas violencias. El entusiasmo de la izquierda con Naciones Unidas tiene mucho que ver precisamente con la inacción, con la ambigüedad, que se produce incluso cuando avanza en sus acciones contra el terrorismo, por ejemplo, en la definición de terrorismo que es, según Naciones Unidas y tras muchos debates, «toda acción que se dirija a causar la muerte o graves lesiones corporales a civiles o no combatientes, con el propósito de intimidar a una población o de obligar a un Gobierno o a una organización internacional a hacer una cosa determinada o a no hacerla».

Un año después de los atentados del 11-M, Kofi Annan, secretario general de Naciones Unidas en aquel momento, desgranó en un artículo publicado en la prensa española las cinco recetas de Naciones Unidas para evitar otro 11-M y que llamaba «las cinco D». Las cinco D eran las siguientes: 1) Disuadir a los descontentos de que recurran al terrorismo como táctica. 2) Denegar a los terroristas los medios para que lleven a cabo sus atentados. 3) Desalentar a los Estados de prestar apoyo a los grupos terroristas. 4) Desarrollar la capacidad de los Estados de impedir el terrorismo, y 5) Defender los derechos humanos y la supremacía de la ley[47].

Por lo tanto, Disuadir, Denegar, Desalentar, Desarrollar y Defender los derechos humanos, conceptos todos ellos que reflejan una cuidadosa evitación de cualquier palabra relacionada con la fuerza o el uso de la violencia contra el terrorismo. O un plan para acabar con las bandas terroristas sin hacer uso de la fuerza. Lo que refleja los problemas de Naciones Unidas para adoptar medidas contundentes contra el terrorismo, problemas que están relacionados no solo con las limitadas capacidades operativas de este organismo sino también con las dificultades para tomar determinado tipo de decisiones por la oposición de algunos de los miembros. Por ejemplo, en el terreno de las medidas contra el terrorismo fundamentalista.

El sustrato ideológico del pacifismo de la izquierda quedó especialmente claro en la negociación con ETA, como ya he indicado en un capítulo anterior. Un diputado y sociólogo muy cercano a Zapatero, José Andrés Torres Mora puso de manifiesto el común fondo ideológico de la negociación con ETA y de la oposición a la guerra de Iraq de la siguiente manera:

Vivir. Eso querían hacer millones de personas en Iraq cuando algunos políticos, al parecer menos leves que Zapatero, decidieron seguir los consejos de ciertos intelectuales impecables de la derecha. Los impecables defensores de la democracia y los derechos humanos decidieron que la paz que vivía el pueblo iraquí no era una paz verdadera. Que sin libertad, sin democracia sin derechos humanos, bajo una religión fundamentalista, no hay verdadera paz. Cientos de miles de muertos más tarde, estos libertadores impecables e implacables no han cambiado de opinión. No es raro que la idea de la Alianza de Civilizaciones les resulte intelectualmente intolerable. Con esos mismos argumentos, la derecha exige la interrupción del proceso de paz en el País Vasco. (…) La paz dialogada les parece demasiado cara. Debe resultarles más barato intentar o de otro modo[48].

«El fuego no se apaga con más fuego: al contrario, lo aviva», había escrito pocos meses antes Juan Goytisolo en referencia a Bush y a Israel[49]. No mucho antes, el 30 de junio, Zapatero había iniciado la negociación con ETA con una declaración institucional en la que sustentó tal negociación en el supuesto bien superior de la paz:

La paz es una tarea de todos; la paz será fuerte si tiene profundas raíces sociales y si abarca el conjunto de la sociedad vasca. (…) Soy plenamente consciente de que los ciudadanos tienen un gran anhelo de paz y una exigencia de máximo respeto a las víctimas del terrorismo y a sus familias. Como presidente de Gobierno de España, asumo la responsabilidad de colmar ese anhelo de paz y esa exigencia de máximo respeto y reconocimiento a la memoria, al honor y a la dignidad de las víctimas del terrorismo y de sus familias.

De hecho, toda la defensa de la negociación con ETA defendida por el Gobierno se sustentó en el logro de lo que el Gobierno llamaba paz.

Pero tal canto pacifista se apoyaba en el relato de que había un conflicto que enfrentaba a dos partes, si no con la misma legitimidad, al menos para la izquierda española, sí con una legitimidad comparable. La paz que la izquierda jamás invocaría para el fin de un terrorismo de extrema derecha era invocada, sigue siendo invocada, para convencer a los terroristas de extrema izquierda. De la misma forma que la izquierda de otros países la invoca para convencer a los terroristas de Hamás, a los de Hezbolá, a los de las FARC e incluso a los de Al Qaeda. O de la misma forma que se invocaba para criticar la guerra contra Sadam Hussein.

Allí donde se pretende la pura y limpia pasión por la paz y el rechazo de la fuerza, hay más bien comprensión ideológica hacia determinados grupos, bien por su presente, bien por sus orígenes históricos e ideológicos, lo que lleva, en los casos más extremos en términos de simpatías ideológicas, al establecimiento de las dos partes. Algo especialmente claro en el punto de vista ideológico de los llamados «expertos internacionales» que llevan varios años actuando como supuestos mediadores en las negociaciones con ETA. John Carlin, un periodista que quizá confunde la opresión y discriminación de los negros en Sudáfrica con la supuesta opresión y discriminación de los vascos en España, relató de la siguiente manera lo que los expertos internacionales consideraban reglas fundamentales de la negociación con ETA y lo hizo sin la menor ironía, en la confianza de la grandeza de las siguientes reglas:

1) Todas las partes deben comprometerse de manera estratégica con el proceso y su declarado fin. 2) Todas las partes deben aceptar riesgos, demostrar paciencia, perseverar incluso cuando hay rebrotes de la violencia. 3) Todas las partes deben entender que van a perder algo que van a pagar algún precio, para que todos salgan ganando. 4) Todos deben comenzar a entender el punto de vista y las limitaciones del otro, para ayudarse mutuamente a vender los acuerdos con sus inevitables concesiones, a sus respectivos correligionarios. Y 5) Todas las partes deben tener líderes comprometidos, dispuestos a seguir adelante contra viento y marea, como Tony Blair y Gerry Adams en Irlanda del Norte, y Nelson Mandela y Frederik Willem de Klerk en Suráfrica[50].

En otras palabras, otra impresionante muestra de ese pacifismo consistente en el acuerdo entre terroristas y víctimas como si de dos partes equiparables se tratara, tan frecuente en las actitudes del progresismo ante determinados tipos de terrorismo. Sin llegar siempre a esos extremos, lo sustancial del pacifismo progresista reside en esa comprensión ideológica y no en el rechazo intrínseco al uso de la fuerza. El rechazo al uso de la fuerza se reserva exclusivamente a la acción contra determinados grupos.

Un excelente resumen del eficaz despliegue de toda esa jerga de falso pacifismo es el que ha envuelto la figura del egipcio Mohamed el Baradei, tan alabado y admirado por el progresismo occidental y premiado, algo antes que Obama, en 2005, con el Premio Nobel de la Paz. ¿Por qué motivo? Sustancialmente, por oponerse a Bush en la guerra de Iraq. ¿Por un sustancial pacifismo que lo definiría ideológicamente? Ni mucho menos, más bien por una combinación de inacción políticamente útil para su carrera política, combinada con el apoyo, por omisión, a determinados tipos de terrorismos como el palestino.

Mohamed el Baradei ha sido durante muchos años, director general de la OIEA, el Organismo Internacional de Energía Atómica. Al frente de tal organismo, se hizo muy famoso por pedir más tiempo al Gobierno estadounidense cuando se hicieron las inspecciones en el Iraq de Sadam Hussein porque, afirmaba, no tenían evidencias suficientes y necesitaba más tiempo para elaborar los informes. Y, ciertamente, el Baradei tuvo razón, pues las armas de destrucción masiva nunca se llegaron a encontrar por lo que la prudencia por él pedida se demostró como la acertada a posteriori. El problema de el Baradei es que no se trató de una prudencia derivada de su análisis de aquel caso sino de una política de inacción aplicada a todos y cada uno de los asuntos que ha abordado. Lo que le ha permitido desarrollar una notable carrera política internacional sustentada en los múltiples apoyos logrados por todos los charcos que ha evitado pisar y por todos los problemas que ha declinado tocar y resolver.

En diciembre de 2005, el flamante Premio Nobel de la Paz concedió una entrevista a Ernesto Ekaizer en El País digna de ser recordada por la chulería con la que este personaje se mofó de los políticos del PP español, tanto es así que adoptaba la posición de entrevistador y era él quien acababa la entrevista interrogando a Ekaizer: «¿Pero cómo un punto de vista tan extremo consiguió tanto apoyo electoral en España? Porque Aznar fue muy activo en la guerra de Iraq». «Risas», añadía Ekaizer para describir la actitud de el Baradei en la pregunta[51].

Pero en la misma entrevista, Ekaizer le preguntó por sus propias responsabilidades, por ejemplo, respecto a Irán y sus programas de armamento nuclear. ¿Soluciones, estrategia de el Baradei? El diálogo, claro está, es decir, quedarse de brazos cruzados y reflexionar mucho sobre las causas: «(…) El problema solo se resolverá mediante el diálogo. Nunca antes, me parece, habíamos comprendido que el acceso a las armas nucleares por parte de algunos países es un síntoma y que es necesario conocer las causas del mismo para actuar correctamente. Y las causas son la inseguridad, las tensiones y la rivalidad regional». ¿Y el material radiactivo que pueda caer en manos terroristas? No sabe, espera que no: «No hemos visto nada. (…) No quiere decir que no haya ocurrido. (…) Es improbable, pero no imposible que esto ocurra».

Podríamos describir el caso el Baradei como una mezcla de arrogancia, inacción, corrección política e incapacidad. Pero hay algo más, como es habitual en los pacifistas. En este caso, un pacifismo enfocado ideológicamente. Seis años después de la anterior entrevista, el Baradei, fuera ya de la OIEA, pero candidato a la presidencia de Egipto, concedió otra entrevista a un medio español y se pronunció sobre el conflicto Israel-Palestina, definiendo su concepto de paz verdadera: aquel en el que Israel es culpable por utilizar la violencia, pero en el que no se recrimina tal cosa, ni mucho menos, a los terroristas de Hamás:

Israel tiene que comprender que si elude la legislación Internacional y no respeta el derecho de los palestinos a crear un Estado independiente no logrará jamás la paz. Mantener una política basada en la represión y el establecimiento de asentamientos en territorio palestino solo servirá para continuar con la inestabilidad en la región. Es posible alcanzar una verdadera paz, especialmente cuando la región se mueve hacia a democracia, pero EE. UU. y Europa deben garantizar el cumplimiento del Derecho Internacional[52].

Henry Sokolski, director de la Non Proliferation Policy Education Center de Washington, hizo recientemente una aguda crítica a las inanidades pacifistas de el Baradei cuando escribió que «oponerse a tan elevados pensamientos sería tan grosero como oponerse a la maternidad»[53]. Y es que el Baradei también acaba de publicar un libro, The Age Of Deception: Nuclear Diplomacy in Treacherous Times, en el que, relata Sokolski, desarrolla el gran concepto que tiene de sí mismo, propone menos sanciones y más respeto por los países sospechosos de desarrollar armas nucleares, diplomacia y mucho diálogo, en definitiva, pero no explica el fracaso de la Agencia que ha dirigido en el control de proliferación nuclear. Tan solo pide más diálogo genuinamente diplomático con quienes hacen caso omiso de las exigencias de fin del desarrollo de armas nucleares.

La rosa del desierto y a peligrosa democracia

El lamentable compadreo de los demócratas occidentales con los dictadores de otras zonas del mundo es común a la izquierda y a la derecha. Es cierto que la izquierda añade, además, su defensa de algunas dictaduras comunistas, la cubana especialmente. Pero, al margen de ese apoyo específico, es más relevante el común coqueteo de las élites políticas y también económicas y culturales de los países occidentales con una buena parte de las dictaduras, muy especialmente cuando dichas dictaduras son de interés económico o, simplemente, invierten grandes sumas de dinero para conseguir determinados objetivos en países occidentales.

En plena movilización por la democracia en las calles de varios países árabes, la edición norteamericana de la revista Vogue tuvo la infeliz ocurrencia de publicar un largo artículo de encendidos elogios hacia la esposa del dictador sirio al Assad. El reportaje se titulaba, para mayor vergüenza de esta importante publicación, «Una rosa en el desierto». Y en él, la periodista Joan Juliet Buck realizaba un apasionado y elogioso relato de los grandes trabajos de Asma al Assad a favor de los sirios y de lo felices que eran los sirios bajo el maravilloso mandato del dictador. ¿Dictador? En realidad, dicha palabra no figuraba en el reportaje, sino la rendida admiración de la periodista por el hecho de que «el esposo de Asma fue elegido presidente de Siria en el año 2000, tras la muerte de su padre, Hafed al Assad, con un asombroso 97% de los votos»[54]. El escándalo provocado por el artículo no dio lugar a ninguna dimisión, simplemente a que Vogue hiciera desaparecer el artículo de la edición digital y de la red tan pronto como tuvo ocasión de hacerlo.

Al fin y al cabo, la única particularidad del artículo era su aparición en un momento especialmente delicado de interés occidental hacia las revueltas árabes y en una revista muy importante y de amplia difusión internacional. Pero tanto antes como después la actitud habitual de las publicaciones de todo el planeta ha sido muy semejante a la de Vogue con «la rosa siria del desierto». Elogio, admiración y propaganda hacia los ricos y glamourosos dictadores, sin atención alguna a la represión practicada en sus países. Sin que importara que Siria, por ejemplo, fuera consideraba en el propio informe de la Freedom House de enero de 2011 como una de las diez dictaduras más represivas del mundo.

Los reportajes, los elogios y las admiraciones por los dictadores sirios habían aparecido en múltiples publicaciones, no solo en Vogue, a lo largo de los últimos años. Y de igual manera respecto de otros dictadores, los de Jordania, por ejemplo, o los de Qatar, por recordar algunos de los más mediáticos. Pero esta pleitesía a los dictadores no ha ocurrido únicamente en los medios de comunicación. Igualmente ha afectado y sigue afectando a las instituciones más respetables o más admiradas. La London School of Economics es un buen ejemplo, no solo de los impresentables coqueteos de los dictadores sino también del hecho de que tales coqueteos se transforman en escándalo solamente cuando una represión de décadas se convierte en noticia en los países occidentales, pero no durante todas esas décadas.

En marzo de 2011, más o menos al mismo tiempo que el mundo se escandalizaba por la «rosa del desierto» de Vogue, se supo que Saif el Islam Gadafi, un hijo del dictador libio, había leído una tesis doctoral en 2008 en la London School of Economics y que tal tesis estaba siendo investigada por acusaciones de plagio. Pero el escándalo no derivaba tanto del posible plagio sino de que la lectura de tal tesis hubiera sido seguida de una donación del nuevo doctor a la universidad de 1,75 millones de euros. Tampoco ayudó demasiado el hecho de que la tesis defendiera las reformas democráticas en Libia pero cuando tales reformas fueron pedidas por los libios en las calles de su país, a Saif el Islam Gadafi le faltara tiempo para dirigirse a los libios desde la televisión y amenazarlos con una sangrienta guerra civil si seguían en su pretensión de hacer caso a las teorías de su tesis doctoral.

La sospechosa coincidencia acabó con la dimisión del director, Howard Davies, y con la promesa por parte de la universidad de que, repentinamente, una parte de la donación iría dirigida a becas para estudiantes libios de la institución. Y, sobre todo, la sospechosa coincidencia acabó con la pregunta de cuántas instituciones y en cuántos casos habían protagonizado escándalos semejantes sin que lo hubiéramos sabido.

En el fondo ideológico de tales escándalos había, hay, dos actitudes hacia las dictaduras, en particular las dictaduras árabes, muy extendidas especialmente en la izquierda, pero también en la derecha. La primera, tan destruida por las revueltas árabes, es aquella según la cual la alternativa a la dictadura podría ser peor en determinados lugares del mundo, en las dictaduras árabes, a la propia dictadura, puesto que tal alternativa podría ser la del triunfo electoral o imposición también dictatorial de los grupos fundamentalistas. Fareed Zakaría y su libro El futuro de la libertad constituyen un buen exponente de esta actitud. En dicho libro, interesante y sugerente, por otro lado, Zakaria defendía la idea de que, en muchos países árabes, los dictadores son más liberales y modernos que la sociedad o muchos movimientos con capacidad de influencia social[55]. En definitiva, los dictadores no son el ideal, pero, al fin y al cabo, serían mucho más sofisticados y presentables, véase a la rosa del desierto o al hijo doctor de Gadafi, que las radicales poblaciones.

Pero, sobre todo, el argumento más repetido del progresismo ha sido aquel otro de que no se puede imponer la democracia con bombas o que los occidentales no deberían interferir en otros países con sus cañones para instaurar un sistema democrático. Son los habitantes de las dictaduras quienes deben conseguir la democracia si así lo desean, argumento especialmente querido por la izquierda, sin que importen demasiado las limitadas posibilidades de respuesta interna a una dictadura, sobre todo, cuando la capacidad de represión de esa dictadura, por ejemplo la siria, es muy alta. O cuando la apuesta por la democracia significa la muerte en muchos de esos países.

Hasta 2011, en concreto hasta la apuesta del progresismo por la utilización de las bombas para imponer la democracia en Libia, la teoría de que no se puede imponer la democracia con bombas fue mayoritaria. Algunos intelectuales inasequibles al desaliento mantuvieron la teoría incluso después de las bombas occidentales sobre Libia. Por ejemplo, Sami Naïr quien, en marzo de 2011, aún sostuvo que la intervención occidental «nada tiene que ver con el funesto ‘derecho de injerencia’ que las potencias extranjeras han querido arrogarse desde la caída de la Unión Soviética, ni con una voluntad hegemónica cualquiera de tal o cual otra potencia europea en el Mediterráneo»[56]. Puestos a negar, Naïr también negó que la intervención en Libia fuera «una guerra ofensiva» ya que, argumentaba, no pretende atacar deliberadamente a un enemigo definido como tal enemigo y es la ONU quien ha dado la autorización.

Ni democracia con bombas, ni guerra, ni enemigo siquiera, según el progresismo en lo que a Libia concierne. Como todo el mundo sabe, todos esos conceptos, bombas, guerra y enemigo, se aplicaban exclusivamente a las guerras lideradas por Bush o apoyadas por significativos líderes de la derecha. Como escribió Andrés Ortega tiempo antes de que ganara Obama o de que Obama y Zapatero enviaran sus aviones a bombardear Libia y de que él mismo fuera nombrado Director Internacional del gabinete de Zapatero, «Estamos ante un nuevo fracaso de la estrategia de la Administración Bush. (…) Bush quería democratizar Oriente Próximo aunque fuera a bombazos. Era previsible que, en el mejor de los casos, Iraq se convertiría en un régimen islamista (como Siria si cae el de Bachar el Assad)»[57].

Menos mal que después de gloriosos errores de diagnóstico como el anterior, algunos intelectuales progresistas rectificaron tras las revueltas de Libia. Así lo hizo José Ignacio Torreblanca: «Es cierto que, como se ha recordado estos días, la democracia no se puede imponer con bombardeos desde 10 000 metros de altura, pero viendo a la fuerza aérea de Gadafi y a sus mercenarios retomar las posiciones de unos rebeldes muy pobremente armados, es obligatorio preguntarse cuál es nuestro grado de indiferencia respecto a un eventual triunfo de Gadafi. Si la situación de Libia sigue igual de estancada, algún tipo de actuación militar será inevitable»[58].

La represión libia había conseguido lo que no pudo Sadam Hussein, que algunos intelectuales del progresismo acabaran escribiendo y defendiendo lo mismo que los intelectuales neoconservadores. Y, lo que es más importante, que líderes de la izquierda enfrentados a Bush por la intervención en Iraq como Zapatero apostaran ahora por lo que antes habían descalificado como «la democracia a bombazos».