CAPÍTULO 2

EN LA CAVERNA PACIFISTA

La guerra progresista

Diccionario de la guerra progresista

El debate ideológico y moral sobre las guerras dio un brusco vuelco con la guerra de los aliados contra Libia. Repentinamente, tantos y tantos conceptos desarrollados por la mayor parte del progresismo en contra de la guerra y en defensa de las vías pacíficas como medio esencial de resolución de problemas, sobre todo a partir de la guerra de Iraq, han sido puestos en cuestión por las decisiones del propio progresismo en torno a la intervención militar en Libia. Comenzando por Obama, gran referente de toda la izquierda moderada mundial, en especial de los socialismos europeos que lo habían mitificado como la alternativa «pacifista» al «militarismo» de Bush. Algo que la Academia sueca de los premios Nobel ratificó con el otorgamiento del Premio Nobel de la Paz, un galardón que certificaba la percepción del progresismo europeo sobre el papel de Barack Obama como símbolo del liderazgo pacifista y alternativa al liderazgo militarista de Bush.

Pero las revoluciones árabes, la esperanza de la democracia y las evidencias de la represión, en particular las dimensiones de esa represión en Libia, han empujado a los progresistas a una intervención militar, a la asunción de una guerra que ha destrozado de un plumazo el discurso pacifista de los últimos años, sobre todo una buena parte del discurso contra la guerra de Iraq y contra las posiciones neoconservadoras. De ahí que hayamos asistido a un asombroso esfuerzo conceptual y lingüístico para diferenciar la guerra de Iraq de la guerra de Libia, para justificar la supuesta condición de guerra justa de la guerra de Libia y para fundamentar, en definitiva, la condición de «guerra progresista» de dicha guerra.

Bien es cierto que los esfuerzos para la justificación de una «guerra progresista» han partido sobre todo de Estados Unidos, país en el que el Partido Demócrata y los intelectuales liberales aceptan el concepto de guerra y sus implicaciones y parte de ellos incluso apoyó la guerra de Iraq. Desde posiciones como las de la izquierda española, totalmente contraria a la guerra de Iraq y, además, una buena parte de ella autoproclamada como pacifista y antimilitarista, la guerra de Libia ha dado lugar a una transformación mucho más acusada que ha empezado por la propia negación de la guerra.

Cuando José Luis Rodríguez Zapatero compareció en el Congreso de Diputados el 22 de marzo de 2011 para pedir el apoyo parlamentario a la participación española en la guerra de Libia, no pronunció ni una sola vez la palabra guerra. Así fue desde la toma de esa decisión, el 18 de marzo, cuando Zapatero compareció en el Palacio de la Moncloa junto al secretario general de Naciones Unidas Ban Ki-moon y anunció su apoyo a la intervención militar aliada en Libia. Jamás pronunció la palabra guerra. Pero la negación fue más asombrosa, si cabe, cuando la protagonizó explícitamente el comandante del Mando de Operaciones español, el teniente general Jaime Domínguez Buj. Las respuestas a tres de las preguntas del diario El Mundo a fines de marzo de 2011 merecen ser recogidas en un libro de la antología de absurdos militares de la época del progresismo pacifista:

Pregunta: ¿Técnicamente, España está en guerra con Libia?

Respuesta: No hay ningún argumento técnico que diga que estamos en guerra. Las guerras las declara el Rey con la aprobación previa de las Cortes.

Pregunta: ¿Cómo definiría entonces la operación que están desarrollando las Fuerzas Armadas?

Respuesta: Estamos en una misión auspiciada por Naciones Unidas para aplicar una resolución de Consejo de Seguridad destinada a proteger a los ciudadanos libios.

Pregunta: ¿Una operación de paz o de mantenimiento de la paz?

Respuesta: Dentro de las operaciones de paz hay diferentes tipos según sus características. La ONU identifica cuatro: de establecimiento de la paz, de construcción de la paz, de imposición de la paz y de mantenimiento de la paz. El caso de Libia se podría corresponder con una operación de imposición de la paz.[1]

Si el humorista Gila viviera, seguramente tendría dificultades para emular el absurdo anterior en alguno de aquellos sus célebres monólogos sobre la guerra. Pero aún faltaba el colofón de la asombrosa negación de la existencia de una guerra de los aliados contra Gadafi, al día siguiente, en El País. José María Ridao analizaba el debate ideológico sobre Libia bajo el título «¿Es esto una guerra?» y aceptaba como presentable el argumento de que, en realidad, Libia no es una guerra pues quienes así lo afirman lo hacen para equipararla a la guerra de Iraq, razón por la cual se entiende que quienes apoyan la intervención en Libia nieguen que sea una guerra. Es decir, según Ridao, es aceptable intelectualmente la negación de la guerra de Libia, pues eso evita la equiparación con Iraq, por lo que imagino que una negativa, por ejemplo, de un miembro de ETA a llamar asesinatos a sus crímenes para no equipararlos a los crímenes, pongamos, de Al Qaeda, sería aceptable como argumento para los intelectuales. Bien es cierto que, al final del artículo, Ridao, concedía que «en un clima ideológico y político menos enrarecido que el actual, nadie debería recelar de llamar guerra a lo que es». Ahora bien, insistía, «pero hacerlo en estos momentos conlleva el riesgo de verse forzados a asumir el interesado punto de vista de quienes despreciaron las cuestiones de legitimidad y legalidad para lanzarse a la aventura de Iraq»[2]. En definitiva, Ridao sostenía la tesis de que un ataque militar de un ejército contra otro es guerra si tal ataque se produce en Iraq y con Bush al mando, pero no lo es si se produce en Libia y con Obama y Zapatero al frente.

Más allá de los sorprendentes argumentos desarrollados por el diccionario español de la guerra progresista en torno a la inexistencia de una guerra contra Libia, el lenguaje de la guerra progresista se sostiene también en contenidos comunes a todos los países occidentales. En Estados Unidos, el columnista de The New York Times Ross Douthat usó el término de la guerra liberal, o progresista, en los términos europeos, «A Very Liberal Intervention»[3]. Bien es cierto que Douthat usaba el término para poner de relieve, a su vez, los problemas planteados por las guerras progresistas. Pero antes de esos problemas Douthat aceptaba la definición progresista de la guerra con su acuerdo sobre los cuatro elementos usados por la izquierda mundial sobre la guerra progresista:

  1. La guerra de Libia es multilateral y no unilateral como la de Iraq.
  2. Tiene una finalidad humanitaria y no la de la seguridad nacional americana.
  3. Está apoyada en una resolución de Naciones Unidas.
  4. Tiene protagonismo europeo.

En palabras del propio Ross Douthat, un conservador seducido por una buena parte de la interpretación progresista de la guerra:

«Esta es una intervención directamente extraída del guión de Bill Clinton de los noventa, en otras palabras, un giro respecto de los métodos más unilateralistas de Bush». No hay «coaliciones de voluntarios» aquí, ni desdeñosas referencias a la «vieja Europa» ni «o estás con nosotros o estás con los terroristas». En lugar de eso, el Gobierno de Obama ha mostrado una exquisita deferencia hacia las instituciones internacionales y los Gobiernos extranjeros que el Gobierno de Bush o atropelló o ignoró.

En Europa, el británico Timothy Garton Ash había establecido días antes que esta, la guerra de Libia, sí podía ser una guerra progresista comme il faut, y era el momento de recordar que el «No a la guerra» que la izquierda había proclamado con motivo de la guerra de Iraq no debía ser generalizado. Según y cómo.

La otra gran distorsión en el debate sobre el «intervencionismo liberal» es que las acciones militares que más relacionamos con el término (Afganistán, Iraq) no tuvieron nada de liberales, o, por lo menos, ese no fue su carácter fundamental. Algunos justificaron esas acciones con argumentos liberales, y algunos liberales las apoyaron pero no fueron actuaciones basadas en un principio liberal, como sí lo fueron las intervenciones militares de Occidente en Bosnia (demasiado tarde), Sierra Leona y Kosovo[4].

Dos de los elementos contenidos en las reflexiones anteriores han servido, a su vez, para que la izquierda europea haya sustentado la teoría de la guerra justa aplicada a la guerra contra Libia. Tales elementos serían su finalidad humanitaria y la resolución de Naciones Unidas en que se ha apoyado. Pues su finalidad ha sido proteger a la población civil de los ataques de Gadafi y la decisión se ha tomado a través de la institución en la que residiría la legalidad internacional, Naciones Unidas.

El hecho de que analistas no encuadrados en el progresismo como Ross Douthat hayan llegado a aceptar los argumentos anteriores da una idea del notable éxito alcanzado por la teoría de la guerra progresista. Sobre todo por todo aquello en lo que la teoría de la guerra progresista está reñida con los hechos sin que siquiera sean discutidos por analistas como Douthat. El concepto de la guerra multilateral muy en especial. Y es que la guerra de Iraq fue constantemente criticada por la izquierda por su carácter de «guerra unilateral». Esa misma izquierda ha defendido fervientemente, sin embargo, la guerra de Libia como una guerra «multilateral».

Lo anterior está tan alejado de los hechos que demuestra hasta qué punto la pasión ideológica puede turbar las mentes más analíticas. Y es que la supuesta guerra unilateral de Iraq fue apoyada por nada menos que cuarenta y nueve países mientras que la guerra de Libia ha sido apoyada por catorce países que firmaron el documento de París del 19 de marzo de 2011. Quince, si contáramos a Alemania que, en efecto, firmó dicho papel a pesar de no apoyar la intervención militar lo que da una idea de la consistencia de la reunión de París en términos de acuerdo multilateral.

Y, sin embargo, el éxito de la propaganda progresista contra la guerra de Iraq fue de tal magnitud que se instaló la idea de la guerra unilateral y tal idea falsa ha sido repetida con ocasión de la guerra de Líbano. Como es sabido, el enorme apoyo internacional conseguido por la coalición que declaró la guerra a Iraq fue cuestionado o negado por diversas vías. Por ejemplo, la que recalcó que, a pesar de ese apoyo, la inmensa mayoría de las fuerzas militares aportadas pertenecía a Estados Unidos y Gran Bretaña. Y, en el capítulo menos presentable de esa crítica, la que argumentó que ese alto apoyo con el que contó la llamada «The Coalition of the Willing» se debía al interés de los países más pobres de esa coalición por obtener ayudas económicas y acuerdos comerciales de Estados Unidos, hasta tal punto que The New York Times se refirió a ellos como «La coalición del bienestar».

Ninguna de estas interpretaciones sobre el interés económico ha sido destacada por el progresismo respecto de la coalición contra Gadafi. Ni siquiera el petróleo ha salido a la palestra. Y mucho menos el relevante hecho de que la coalición de la guerra de Libia sea significativamente menos numerosa que la de la guerra de Iraq.

Sobre el protagonismo de cada uno, la decisión que entonces se atribuyó en exclusiva Bush mientras que se minimizaba el papel de líderes como Tony Blair o José María Aznar, se repartió en el caso de la guerra de Libia entre Barack Obama, Nicolás Sarkozy y David Cameron. Y mientras que entonces el progresismo clamó contra lo que consideraba la división de Europa provocada por Blair y por Aznar, la división europea sobre Libia fue olvidada completamente por los críticos. Entonces, el argumento de una buena parte de la izquierda europea, muy en especial la española, fue no solo que Bush, Blair y Aznar habían dividido Europa sino que el corazón de Europa, el núcleo de Europa, se oponía a la guerra de Iraq. La izquierda había decidido que Francia y Alemania constituían tal núcleo y corazón y que el resto de Europa, mayoritariamente favorable a la intervención en Iraq, no contaba para la definición de las esencias europeas. Con la guerra de Libia, sin embargo, poco ha importado que el apoyo europeo sea mucho menor o que la parte más fuerte de ese supuesto corazón europeo, Alemania, estuviera igualmente en desacuerdo. Repentinamente, la izquierda ha decidido, ha fabulado, que toda Europa apoya la guerra de Libia y que tal cosa reforzaría su condición de guerra justa y legal.

Hay un hecho cierto en la definición de la guerra progresista y es el protagonismo europeo en la dirección de la guerra de Libia. Frente a la guerra de Iraq, liderada por Bush, la guerra de Libia ha contado con el protagonismo de Nicolás Sarkozy y el segundo plano adoptado por Obama. Hasta tal punto que ha causado cierta incredulidad en los estadounidenses que han insistido en la idea de la era postamericana cuya inminencia ratificaría esta actitud de Obama. Es cierto que la fuerza militar esencial sigue estando en posesión de Obama, pero no es tan clara ya la disposición a usarla o la capacidad para liderarla.

Otra cosa es que el protagonismo europeo convierta en progresista una guerra. Y más cuando el liderazgo europeo reposa en un político conservador como Sarkozy y, en segunda medida, en otro político conservador como Cameron. Pero, nuevamente aquí, el carácter progresista se apoya en la condición de oposición a Bush que ha querido imprimir la izquierda a esta guerra y no tanto en sus propios contenidos. El progresismo residiría en que no está liderado por Bush sino por los que se opusieron a Bush.

Sobre su condición de humanitaria y supuestamente alejada de los intereses nacionales de las potencias atacantes, a la guerra de Libia le nacieron las contradicciones nada más nacer, casi a la misma velocidad que a Iraq. Pues tal condición humanitaria ha sido puesta en contradicción por la distinta actitud de los aliados respecto de Siria o de Yemen o de Bahrein. ¿Por qué no se ha acudido en auxilio de otras poblaciones masacradas? ¿Por qué en auxilio de los libios únicamente? ¿Por su cercanía a las costas europeas y los efectos de la crisis libia en los países europeos, en forma de avalanchas migratorias, en primer término?

Las mismas contradicciones fueron puestas de manifiesto cuando los aliados decidieron el ataque contra Iraq. Por qué Iraq, por qué no otras dictaduras que atacan igualmente los derechos humanos. La incapacidad para responder convincentemente a esas preguntas probaría, aseguraba entonces la izquierda, la mentira humanitaria de la guerra de Iraq. Bien es cierto que esta cuestión estaba inexorablemente unida a la de las armas de destrucción masiva, al debate sobre su búsqueda y, más tarde, y como colofón de ese debate, a su inexistencia. Las armas de destrucción masiva dominaron todas las reflexiones y, en la medida en que no se encontraron, hicieron irrelevante casi todo lo demás. También el hecho de que el propio dictador actuara durante todo el periodo previo a la guerra como si poseyera tales armas de destrucción masiva. Cuando podía haber evitado el ataque aliado con una simple demostración de que nos la poseía.

Pero, además, los opositores a la guerra eran indiferentes a la represión y a las atrocidades de Sadam Hussein. El primer editorial que hizo el diario El País al día siguiente del apoyo de España a la guerra de Libia comenzaba así: «La decisión del Consejo de Seguridad de la ONU de detener con ‘todos los medios necesarios’, excepto la invasión, los desmanes del coronel Gadafi es la única coherente tras más de un mes de atrocidades del tirano contra su propio pueblo. La medida, aprobada por diez votos a favor y cinco abstenciones, entre ellas las dos cruciales de Rusia y China, permite por fin a la comunidad internacional intervenir abiertamente en el país norteafricano para proteger a sus civiles del exterminio»[5].

Atrocidades y exterminio, los dos conceptos aplicados a Gadafi en tal editorial nunca fueron admitidos, sin embargo, por esa misma izquierda respecto de Sadam Hussein. Tales palabras eran entonces, según esa izquierda, no tanto definidores de la realidad de Iraq sino excusas de Bush para atacar Iraq. Y cuando tal ataque tuvo lugar, la resistencia a los aliados era una resistencia a la invasión por parte de defensores de su tierra y no tanto por parte de los represores mientras que, en Libia, la izquierda ha identificado sin problemas dos bandos, los represores, de Gadafi, y las víctimas, los insurgentes. Sin embargo, en la guerra de Iraq, los insurgentes eran los hombres de Sadam Hussein que combatían a los aliados.

Ahora bien, si hay un elemento realmente esencial en el diccionario de la guerra progresista desde el punto de vista de la izquierda europea, ese es el referido a Naciones Unidas. Naciones Unidas fue convertida con motivo de la guerra de Iraq en fuente de toda legitimidad para la guerra. No solo en fuente de legalidad internacional, sino también de legitimidad, que no es exactamente lo mismo. La medida de la ética de una guerra, la medida de su justicia, de su razón de ser, depende para la izquierda europea del aval de Naciones Unidas. Volveré al papel de Naciones Unidas más adelante. Por el momento, recordemos que la legitimidad de una guerra depende para la izquierda europea de la decisión de un organismo en el que las dictaduras —China—, o los países que no respetan los derechos humanos ni garantizan la libertad —Rusia— tienen un poder de decisión determinante. En otras palabras, de un organismo en el que la toma de decisiones no tiene un sustento ni democrático ni liberal.

De criminales a salvadores

El juez Baltasar Garzón, imputado en España por tres diferentes delitos y, a la hora de escribir estas líneas, condenado a diez años de inhabilitación por uno de esos delitos, escribió en 2007 un artículo sobre la guerra de Iraq y George Bush que sintetiza a la perfección las posiciones principales de la izquierda sobre aquella guerra y quienes la declararon. Escribía Garzón lo siguiente:

El día de hoy, 20 de marzo, se cumplen cuatro años del inicio formal de la guerra de Iraq. A instancia de Estados Unidos y Gran Bretaña y apoyado por España, entre otros países, dio comienzo uno de los episodios más sórdidos e injustificables de la historia de la humanidad recientes. Quebrantando todas las leyes internacionales, y so pretexto de potenciar la lucha contra el terrorismo, se ha desarrollado desde 2003 un ataque demoledor contra el Estado de Derecho y la propia esencia de la comunidad internacional.

A continuación, llamaba a protestar: «Contra la masacre actual, consecuencia de esta guerra». Y, después, pedía explicaciones a Bush, el «agresor», y: «su innoble acción de muerte y destrucción que aún continúa».

Y remataba su crítica con «el hecho incontestable reconocido hoy día a todos los niveles» de la teoría de que esta acción bélica fortalecía a Al Qaeda:

La acción bélica norteamericana y la de los que la siguieron ha determinado o cuando menos ha contribuido a la creación, desarrollo y consolidación del mayor de los campos de entrenamiento de terroristas en el mundo, con espacio tiempo y medios más que suficientes para preparar a los más avezados terroristas (hemos estado y estamos contribuyendo a que el monstruo crezca cada vez más y se haga a cada instante más fuerte y probablemente más invencible)[6].

El «aniversario» de Garzón sobre la guerra de Iraq no contenía una sola línea sobre la dictadura de Sadam Hussein ni su represión o sobre las libertades ganadas por los iraquíes tras la guerra. Nada tampoco sobre la negativa reiterada de Sadam Hussein a cumplir las exigencias de la «comunidad internacional». Tan solo la condena como agresores, ilegales y fomentadores de terrorismo a quienes declararon esa guerra.

En aquella otra guerra, el problema principal no era el dictador sino Bush y su declaración de guerra. La democracia, los derechos humanos, no dependían de una guerra declarada por las potencias occidentales, como en Libia, todo lo contrario, los derechos humanos y la democracia eran víctimas de la guerra de las potencias occidentales. Desde la élite financiera, el representante quizá más rutilante del progresismo mundial, George Soros, lo expresaba de la siguiente manera: «Si Bush pone Iraq en la agenda, entonces tenemos una guerra; pero si lo que pone es democracia, entonces tendremos un plan para extender este sistema por todo el mundo»[7].

¿Quién le iba a decir a George Soros que otro presidente, Obama, pondría seis años después la democracia en la agenda y lo haría para declarar la guerra a Gadafi? Tampoco faltaba en el financiero, igual que en el juez, la teoría de que la respuesta militar al terrorismo fomenta el terrorismo, vieja tesis de la izquierda que se repitió ad nauseam con ocasión de la guerra de Iraq y algo menos con la de Afganistán:

La guerra contra el terror, como la llamó Bush, como cualquier conflicto por naturaleza, se cobra muchas vidas inocentes, demasiadas. (…) Estas heridas alientan el odio, y este, a su vez, el terrorismo. Los terroristas empezaron por crear víctimas inocentes alrededor de 3000 en los atentados del 11-S. Pero después, Estados Unidos creó muchas más de 3000 nuevas víctimas en su batalla contra el terror. Esto es lo terrible de enmarcar la lucha contra el terrorismo en términos militares únicamente. Por eso es muy importante cambiar el enfoque del problema. Se puede combatir el terrorismo de otro modo, fortaleciendo la democracia.

Poco después de la guerra contra el régimen de Gadafi, en abril de 2011, un terrible atentado ocurrió en Marrakech, Marruecos, con dieciséis personas asesinadas, la mayoría turistas occidentales. Aunque AQMI (Al Qaeda del Magreb Islámico) negó su autoría, las primeras hipótesis policiales y militares apuntaron a esa organización. Y, sin embargo, ni una sola reflexión de la izquierda puso en relación este atentado con la guerra proclamada por americanos y europeos a Libia, aunque el objetivo fueran los turistas occidentales, la mayoría franceses, es decir, del país europeo que ha liderado la guerra contra Gadafi. Una reacción completamente diferente a la producida tras el 11-M en España, cuando la izquierda relacionó ese atentado con la guerra de Iraq.

Tampoco las organizaciones de derechos humanos como Amnistía Internacional o Human Rights Watch, siempre prontas en la última década para denunciar los abusos de Estados Unidos o de Israel, han denunciado abusos occidentales en la guerra de Libia. De hecho, los civiles rebeldes muertos en ataques por error de las tropas extranjeras, apenas han tenido repercusión en la prensa occidental. Ni una sola página de opinión o de denuncia, más allá de escuetas informaciones que duraron apenas unas horas en las páginas principales de la red o del papel.

Otra cosa fueron las guerras declaradas por Bush. Durante esos años, la preocupación y la denuncia principales de Amnistía Internacional no fueron los abusos y represión de las dictaduras sino de Estados Unidos. Así ocurrió, por ejemplo, en 2004, cuando Amnistía denunció que Estados Unidos había «convertido el mundo en un lugar más peligroso» y, en la presentación del informe de Amnistía de 2003, su presidente en España, Juan Lucas, declaraba sobre Estados Unidos que «violar los derechos en el propio país, cerrar los ojos ante los abusos que se conocen en el exterior y utilizar la fuerza militar preventiva donde y cuando se le antoja ha causado daños a la justicia y a la libertad, y ha convertido el mundo en un lugar más peligroso».

En 2005, Amnistía volvía a la carga contra Estados Unidos. En el informe presentado ese año, afirmaba que «hay sólidos indicios de que la ‘guerra contra el terror’ dirigida por Estados Unidos y la violación selectiva por parte de este país del Derecho Internacional fomentaron y exacerbaron abusos por parte de Gobiernos y otros agentes en todas las regiones del mundo». En la presentación en Londres de dicho informe, el 25 de mayo de 2005, la secretaria general de Amnistía, Irene Khan, calificó a Guantánamo como «el Gulag de nuestro tiempo» y diferenció las «culpas» de Bush de la «inocencia» de Zapatero: «Zapatero no usó la política del miedo para su orientación antiterrorista como hizo Bush en Estados Unidos después del 11-S».

En 2006, una vez más, el artículo publicado en España por Irene Khan con motivo del Día Internacional de los Derechos Humanos ocupaba casi todo su espacio en la denuncia de Israel y Estados Unidos, muy en especial el segundo, y su guerra contra el terror. Ni una sola palabra sobre las masacres del terrorismo islamista o los talibanes o los resistentes a la democracia en Iraq pero sí sobre la «guerra contra el terror emprendida por Estados Unidos que, cinco años después de los atentados del 11-S, sigue produciendo espantosas violaciones de derechos humanos»[8].

La perspectiva de Human Rights Watch sobre los derechos humanos era exactamente la misma. Dos años después de las anteriores palabras, el director de esta organización, Kenneth Roth, ofrecía una larga entrevista en El País Semanal en la que, nuevamente, la amenaza principal a los derechos humanos en el mundo era la Administración Bush y sus guerras, una contribución, sostenía Roth, al fortalecimiento del terrorismo:

La Administración de Bush ha sido un desastre para los derechos humanos porque decidió combatir el terrorismo ignorándolos. De esta manera, Washington generó una enorme animadversión contra Estados Unidos en el resto de mundo, lo que favoreció a Al Qaeda. Le ayudó a reclutar nuevas generaciones de terroristas. Dañó la cooperación internacional en la lucha antiterrorista. En realidad George Bush hizo exactamente lo que Osama Bin Laden deseaba que hiciera. Obama parece haber comprendido todo esto y yo espero que cambie la política antiterrorista porque es lo que hay que hacer pero también por que es una opción más inteligente para derrotar al terrorismo[9].

«Criticamos a Gobiernos de izquierda y derecha», decía en la misma entrevista Kenneth Roth, lo que ilustraba con el emparejamiento de un Gobierno democrático como el de Álvaro Uribe con otro que hace tiempo dejó de serlo como el de Hugo Chávez, dejándonos una idea muy clara del inquietante concepto de democracia de Kenneth Roth. Y con la comparación entre Bush y Zapatero, en la que, al igual que para Amnistía Internacional, arrasaba en popularidad el segundo: «Frente al descrédito de la política de Bush hay otros modelos como el de España, que ha investigado y ha llevado a los sospechosos ante un tribunal y no ha cometido serias violaciones de los derechos humanos».

Desde el periodismo progresista, americano en este caso, todo lo anterior quedaba sentenciado por Newsweek en diciembre de 2009, con el siguiente resumen del año 2004 en el que atentados del 11-M o terribles catástrofes naturales como el tsunami de Asia eran equiparados a la elección democrática de Bush: «El tsunami asiático, la reelección de Bush, las bombas de Madrid, Abu Ghraib, y Beslan. ¿Qué tal todo eso para un mal año?»[10].

Barack Obama, que unos meses antes había comenzado una campaña de boicot contra la cadena Fox por considerarla demasiado politizada, no emprendió, sin embargo, ninguna campaña contra Newsweek por esta comparación de una elección democrática con los asesinatos masivos de varios atentados. Quizá porque el comparado no era él mismo.

Desde el campo de la política, la de los socialistas españoles, se recordaba el «vergonzoso» apoyo político a la guerra de Iraq. Por un lado, el de Estados Unidos. Lo destacaba el europarlamentario socialista Emilio Menéndez del Valle: «En 2003, Bush obtuvo un vergonzoso apoyo masivo para atacar a Iraq»[11]. Una denuncia parecida ya había sido realizada por los socialistas cuando en España, en marzo de 2003, se votó en el Congreso el apoyo a la intervención en Iraq. El diputado Jesús Caldera proclamó: «Hoy las diputadas y diputados venimos aquí armados solo con nuestra conciencia para enfrentarnos al dilema en que el mundo se encuentra: abrir las puertas de la guerra o dar una oportunidad más a la paz. (…) Créanme, señorías, de eso se trata hoy aquí, de votar en uno u otro sentido, a favor de la guerra o a favor de la paz».

Y Zapatero, en 2003, sobre la intervención en Iraq: «Todo mundo sabe que [el desarme de Iraq] es posible con presión política y que es mejor que con las bombas. (…) Los iraquíes han sido víctimas de un tirano y de la ceguera de quienes se llaman a sí mismos sus libertadores».

Ocho años después, sin embargo, quien esto decía sobre la guerra de Iraq y sobre quienes pretendían liberar a los iraquíes de su dictador, asumía él mismo otra guerra por la libertad sin pensar esta vez que la presión política pudiera ser mejor que las bombas. Así presentaba Zapatero su apoyo a la guerra de Libia en su intervención en el Congreso de Diputados el 22 de marzo de 2011 para pedir el voto del Congreso a la intervención militar: «La comunidad internacional ha dado, con esta decisión, un paso de relevancia histórica», afirmó Zapatero y continuó: «Fijarse con toda claridad la tarea de proteger a un pueblo, en este caso, el pueblo libio, de la amenaza que representan sus actuales gobernantes, y facilitarle la realización de sus aspiraciones de autogobierno; y que lo ha hecho, además, con un amplísimo apoyo de los miembros de esa comunidad y de sus organizaciones regionales. Les pido que nos sumemos a ese apoyo, que contribuyamos a esa tarea a favor del pueblo libio».

Dos días después de que Zapatero pidiera el voto en el Congreso para hacer la guerra contra Gadafi, un significativo intelectual de la izquierda, muy firme partidario de esta guerra, Josep Ramoneda, no tenía empacho en escribir que uno de los momentos más obscenos de la historia de la democracia española había sido el día en que Aznar y los diputados del PP celebraron con gran alborozo haber ganado la votación para ir a la guerra de Iraq[12]. Su colega Lluís Bassets se esforzaba igualmente en diferenciar Libia de Iraq. Lo de Bush, escribió Bassets, no era realmente la agenda de la libertad sino que eso era un maquillaje que ocultaba la reivindicación del unilateralismo de Estados Unidos en una guerra preventiva y su versión ampliada de la guerra contra el terror que «divide el mundo en amigos y enemigos de Washington y permite suspender indefinidamente derechos y libertades en casa y en el exterior en nombre de los intereses presidenciales». Todo se debía, añadía Bassets, a «la obsesión de sus consejeros ‘neocon’ que querían liberar el planeta de tiranos por la fuerza del dinero y de las armas». Frente a eso, Bassets defendía, sin embargo, que Obama debía intervenir en Libia pues, si el autócrata libio se sale con la suya, cundirá el mal ejemplo entre los dictadores y los déspotas tendrán carta blanca durante años para seguir haciendo de las suyas[13]. Aquello que no se aplicó al déspota Sadam Hussein se aplicaba ahora al déspota Muamar el Gadafi, por decreto progresista.

Y es que los intelectuales del progresismo español se encontraron ante una posición imposible con la guerra de Libia. A diferencia de posiciones más matizadas de los colegas de otros países, el suyo había sido un «No» radical a la guerra, a las guerras, a los métodos militares, cuando tales métodos y guerras fueron aprobados por Bush y Aznar, y, con Libia, se encontraban en la necesidad de apoyar una guerra que chocaba con buena parte de las posiciones de entonces.

«Muchos estuvimos contra aquella guerra, pero sabiendo que algunas guerras deben ser libradas», escribió Javier Valenzuela[14], Pero no fue ese el mensaje de liderazgo en las movilizaciones ciudadanas, políticas e intelectuales contra la guerra de Iraq. La sustancia fue el «No a la guerra», a todas las guerras. A lo que se añadió el rechazo de todos los argumentos a favor de la liberación de los iraquíes reprimidos por Sadam Hussein como un supuesto engaño de quienes, Bush, sobre todo, solo querían extender su poder en la región. Y aún más, los progresistas añadieron argumentos de tipo estratégico como la predicción de que la guerra de Iraq aumentaría el número de «yihadistas» y agravaría, por lo tanto, el terrorismo.

A todo lo anterior se le daba la vuelta, afirmando, ahora, con Libia, la existencia de un imperativo moral. «Habría sido inexplicable quedar al margen de una operación en la que el imperativo moral de impedir al régimen libio cometer nuevas atrocidades coincide con la imprescindible autorización de Naciones Unidas», proclamó El País en su editorial al día siguiente del discurso de Zapatero en el Congreso[15]. Y sosteniendo, además, el descacharrante argumento de que mientras en un caso, Iraq, la guerra contra el dictador creaba «yihadistas», en el otro, Libia, era el dictador Gadafi el principal responsable de un aumento del yihadismo. Por lo que el peligro, en relación con el terrorismo islamista, era precisamente no intervenir. Así lo argumentaba José María Ridao: «Al responder con inusitada violencia a las demandas inicialmente pacíficas de los libios, es él [Gadafi] quien está abriendo el camino a las ideologías totalitarias, especialmente el yihadismo, que aspiraban a alzarse con el monopolio de la oposición a la tiranía. Una eventual victoria de Gadafi les abonaría aún más el terreno, sobre todo si la comunidad internacional continúa paralizada»[16].

La gran ventaja de la que ha gozado la anterior transformación de la izquierda española y de una buena parte de la izquierda europea es que la guerra de Libia ha contado con el apoyo de la derecha. Lo que le ha permitido evitar las explicaciones excesivas sobre la transformación. De hecho, la mayor diferencia entre la guerra de Iraq y la guerra de Libia en términos de izquierda y derecha es que la guerra de Iraq fue apoyada sustancialmente por la derecha con algún sector muy limitado de la izquierda mientras que la guerra de Libia ha sido apoyada por derecha e izquierda. Y tan solo ha sido criticada por la izquierda radical, y no toda, que estuvo igualmente en la oposición a Iraq.

Margaret Wente realizó una sugerente definición del debate ideológico de ambas guerras, cuando señaló que la guerra de Libia era una creación de los intelectuales progresistas («liberal intellectuals») mientras que la guerra de Iraq había sido una creación de los intelectuales neoconservadores[17]. Con la diferencia esencial, hay que añadir a la definición de Wente, de que la guerra de Iraq fue únicamente apoyada por los intelectuales de la derecha mientras que la guerra de Libia, la de los intelectuales de izquierda, fue apoyada igualmente por los neoconservadores.

La extraordinaria metamorfosis de la izquierda dejaba en evidencia la falsedad del supuesto pacifismo de la izquierda opuesto al militarismo de la derecha. El colofón de tal metamorfosis lo ponía en España la escritora Almudena Grandes cuando se apuntaba a la defensa de la guerra apelando… a la guerra civil española y al franquismo: «Después, durante 75 años, los demócratas españoles sintieron la no intervención de las potencias democráticas como la herida más dolorosa. Hoy, los historiadores consideran, además, que aquella aparente omisión fue la clave decisiva de la victoria franquista. (…) La intervención puede acabar muy mal, pero, ahora mismo, desampararles sería tender una mano secreta al resto de los dictadores del mundo árabe. Y ni siquiera eso serían tan grave como dejarlos solos»[18].

De Premio Nobel de la Paz a la liquidación de Bin Laden

La confrontación entre el supuesto pacifismo de la izquierda y el supuesto militarismo de la derecha alcanzó su punto álgido con la concesión del Premio Nobel de la Paz a Barack Obama, el 9 de octubre de 2009. Y es que el Comité noruego del Nobel pretendía con este premio resaltar precisamente esa supuesta diferencia, premiar a quien consideraba el nuevo líder político mundial del pacifismo, Obama, opuesto, de esta forma, al supuesto líder mundial del militarismo, George W. Bush. El premio quería poner así broche final a todo el debate ideológico de la década abierto a partir del atentado del 11-S en septiembre de 2001. El debate que pronto quedó definido alrededor de lo que el progresismo consideró propuestas de guerra de la derecha y propuestas de diálogo y paz de la izquierda.

Gracias a Obama, aseguró el Comité del Nobel, «la democracia y los derechos humanos van a fortalecerse». «Ha dado a su pueblo la esperanza de un mundo mejor», añadió. También aseguró que «Obama es actualmente el principal portavoz mundial de la política internacional y las actitudes que este organismo ha tratado de estimular en sus 108 años de historia». ¿Qué actitudes? Se sobreentendía que aquellas en las que Obama se oponía a Bush, sustancialmente, en la guerra de Iraq y la cárcel de Guantánamo. Y, sobre todo, aquellas actitudes imaginadas más que explicitadas por Obama por las que una buena parte de la opinión pública mundial, incluido el Comité del Nobel, lo había convertido en líder de la izquierda pacifista.

Obama apenas llevaba nueve meses en el cargo cuando le fue concedido el premio, sin que hubiera llevado a cabo aún acción significativa alguna, lo que incidía en la percepción del galardón como un premio antiBush más que un premio pro Obama. Lo más llamativo de las reacciones a la concesión fue que ni el progresismo internacional, comenzando por los propios demócratas americanos, sintió mucho entusiasmo por él. Digamos que el Comité del Nobel se había excedido en su entusiasmo ideológico. La sensación de ridículo invadía incluso las filas de la izquierda.

Fueron los intelectuales de la derecha, obviamente, quienes lo pusieron más claramente de manifiesto. Por ejemplo, Bill Kristol que, en The Washinton Post, titulaba ese día «No es una parodia», o en Europa, Michael Binyon, en The Times, que titulaba «Absurda decisión que convierte el Nobel de la Paz en una burla». Pero lo cierto es que la reacción crítica contra la concesión fue generalizada, en la derecha y en la izquierda, tal como se pudo constatar aquel día y los posteriores en todas las reacciones y encuestas Online, no solo de los medios más críticos con Obama, sino de todo tipo de medios, incluidos los americanos.

El propio Barack Obama hubo de reconocer el día de la concesión: «Para ser honesto, creo que no me lo merezco». A lo que añadió su apuesta por el futuro, destacando que no lo veía como un reconocimiento de lo conseguido sino como un reconocimiento de los objetivos que se había marcado para EE. UU. y el mundo.

¿Qué objetivos? Según la izquierda europea, más entusiasta con él que los propios votantes demócratas americanos, y en palabras de la líder del Partido Socialista Francés, Martine Aubry:

Más allá del proyecto de Barack Obama para los Estados Unidos creo que debemos retener para nosotros los que siempre ha dicho: «queremos un nuevo multilateralismo, los Estados Unidos ya no decidirán nada ellos solos». Y nosotros, europeos, debemos estar unidos para tenderle una mano para expandir la paz en el mundo para evitar el choque entre EE. UU. y Rusia pero, sobre todo, para crear otro mundo, mirar más al Sur y poner fin a ese conflicto entre civilizaciones de George Bush, que enfrenta a Oriente con Occidente[19].

Y, desde el primer año de su mandato, Obama se dedicó a cultivar esa imagen del liderazgo alternativo a Bush, dialogante y pacifista. Hasta tal punto que, en marzo de 2009, su vicepresidente Joe Biden llegó a defender la negociación con los talibanes. En una reunión con la UE en Bruselas, el 10 de marzo de 2009, Joe Biden afirmó que, a partir de entonces, se iban a emplear muchas más herramientas que las militares en Afganistán. Que había que entrar en contacto y ver si los había que quisieran participar en la construcción de un Estado afgano estable y seguro. Que no hay una solución puramente militar para ninguno de los dos países. Que la gente está cansada de guerra y está cansada de esta guerra. Que hay que hablar con los talibanes para tantear una salida a la guerra de Afganistán.

Nada había cambiado en Afganistán, los talibanes seguían asesinando, entre otros muchos, a las niñas y jóvenes que acudían a la escuela y a sus profesores, pero Obama se planteaba el diálogo con quienes asesinaban con tal de impedir la educación de las mujeres. Nada había cambiado tampoco en la política de armas nucleares y amenazas de Irán, pero, el 20 de marzo de 2009, Obama también ofreció «un nuevo comienzo» a Irán. Obama se proponía también dialogar con Irán: En un vídeo grabado para los iraníes, dijo: «Hemos tenido serias diferencias que han ido creciendo con el tiempo, pero mi Administración está ahora comprometida a ejercer una diplomacia que aborde todo el espectro de asuntos entre nosotros y a buscar lazos constructivos entre EE. UU., Irán y la comunidad internacional. (…) En lugar de las amenazas buscamos un compromiso honesto y basado en el respeto mutuo». La prensa española de izquierdas celebraba el discurso de Obama como la ruptura de treinta años de desencuentros que habían culminado con la inclusión, por parte de Bush, de Irán en el llamado «eje del mal».

Unos días más tarde, el 5 de abril de 2009, Obama insistía en su agenda alternativa, dialogante y pacifista, con la apuesta por el desarme nuclear. En un discurso en Praga propuso reforzar el Tratado de No Proliferación Nuclear destinando más recursos para las inspecciones y aplicando consecuencias inmediatas a los violadores de las reglas. Por aquel entonces, nadie llamó la atención sobre la contradicción entre este discurso y su llamamiento el mes anterior a una nueva era de diálogo con Irán que seguía haciendo caso omiso a todas las exigencias internacionales de paralización de su programa nuclear. Nuevamente, los admiradores del «pacifista» Obama resaltaron que la Casa Blanca estaba trabajando en un plan para restaurar el liderazgo estadounidense en desarme y no proliferación nuclear que Bush habría despreciado.

Como culminación de los anteriores mensajes, al día siguiente, el 6 de abril de 2009, Obama lanzó desde Ankara otro mensaje de unidad y acuerdo a los musulmanes afirmando que Estados Unidos no está ni estará nunca en guerra con el islam y que buscaría amplios compromisos basados en los mutuos intereses y en el respeto. La izquierda española recibió nuevamente con entusiasmo el discurso de Obama, justamente cuando la Alianza de Civilizaciones mantenía un encuentro en Turquía. El enviado especial de El País, Antonio Caño, resumió el discurso afirmando que «Obama enterró ayer el choque de civilizaciones y envió un mensaje de reconciliación al mundo islámico»[20]. En otras palabras, y según la interpretación del progresismo intelectual, la política de Bush habría sido de choque de civilizaciones y estrategia de enfrentamiento con los musulmanes, no con los terroristas fundamentalistas, sino con los musulmanes.

Pero el Obama pacifista no duró siquiera un año. Consciente de la imposible contradicción planteada entre el liderazgo pacifista que el mundo, especialmente, Europa, le proponía, y su posición como presidente de Estados Unidos, optó claramente por lo que la izquierda llevaba llamando visión militarista y «neocon» del mundo y lo hizo en el propio discurso de recepción del Premio Nobel de la Paz, el 10 de diciembre de 2009. Dicho discurso consistió sustancialmente en la defensa de la guerra y el uso de la fuerza. La llamada guerra justa, claro está, que es la misma que estaba en las teorías neoconservadoras que apoyaron la guerra de Iraq.

El manifiesto «neocon» de Obama en defensa de la guerra justa y el uso de la fuerza incluyó afirmaciones como las siguientes:

Habrá ocasiones en que las naciones, actuando individual o conjuntamente, concluirán que el uso de la fuerza no solo es necesario sino también justificado moralmente.

Enfrento al mundo como es, y no puedo cruzarme de brazos ante amenazas contra estadounidenses. Que no quede la menor duda: la maldad sí existe en el mundo. Un movimiento no violento no podría haber detenido los ejércitos de Hitler. La negociación no puede convencer a los líderes de Al Qaeda a deponer las armas. Decir que la fuerza es a veces necesaria no es un llamado al cinismo, es reconocer la historia, las imperfecciones del hombre y los límites de la razón.

Hay un hecho clarísimo: Estados Unidos ha ayudado a garantizar la seguridad mundial durante más de seis décadas con la sangre de nuestros ciudadanos y el poderío de nuestras armas.

Creo que se puede justificar la fuerza por motivos humanitarios, como fue el caso en los países balcánicos o en otros lugares afectados por la guerra. La inacción carcome nuestra conciencia y puede resultar en una intervención posterior más costosa.

Quienes procuran la paz no pueden permanecer cruzados de brazos mientras los países se arman para una guerra nuclear. El mismo principio se aplica a quienes incumplen con las leyes internacionales a tratar brutalmente a su propio pueblo Cuando hay genocidio en Darfur, violaciones sistemáticas en el Congo o represión en Birmania, debe haber consecuencias. Sí, habrá acercamiento; sí habrá diplomacia, pero tiene que haber consecuencias cuando esas cosas fallen. Y mientras más unidos estemos, menores las probabilidades de que nos veamos forzados a escoger entre la intervención armada y la complicidad con la opresión.

Como cabía esperar, el mito del Obama pacifista fue inmune a rectificación de los hechos, en este caso, al discurso del propio Obama. Y, al día siguiente, el periódico referencia del progresismo español, El País encajaba el discurso de la defensa de la guerra de Obama, en sus propios principios antineocon y anti-Bush. Bajo el título de «La guerra justa» y la entradilla de que «Obama recibe el Nobel con una doctrina militar alternativa a la de los neoconservadores», el editorial de El País afirmaba que «Sus palabras son el reflejo simétrico y contrario de la doctrina de la seguridad de los Gobiernos neoconservadores, basada en la guerra preventiva y unilateral», y añadía que «El reverso de la agresividad imperial de George Bush radica en primer lugar en la reactualización del concepto de guerra justa y las condiciones que comporta: que sea la última opción tras agotarse las demás; que la fuerza se use de forma proporcionada; que se proteja a los civiles»[21]. Como se ve, un caso extraordinario de periodismo «creativo».

A partir de ese mes de diciembre, la política internacional y de seguridad de Obama se distanció definitivamente de las expectativas de la movilización anti-Bush. Ya en agosto de 2009 Obama había afirmado que la guerra de Afganistán era «una guerra necesaria». En diciembre, añadió a tal afirmación la decisión de enviar 30 000 nuevos soldados a esa guerra, con la crítica de una parte del propio Partido Demócrata. La izquierda europea convirtió también esta decisión de reforzar la estrategia militar en Afganistán en una supuesta alternativa a la guerra de Bush. Nada de lo que ha hecho Obama tiene que ver con Bush, escribía Lluís Bassets sobre esta decisión de Afganistán, como dos años más tarde lo haría con Libia. Obama no es Bush, aunque pudiera parecerlo, se esforzaba la izquierda. Y Bassets pedía incluso morir en el campo de batalla por nuestra seguridad. Defendía Bassets lo que no muchos meses antes él mismo habría tachado de intolerable neoconservadurismo o terrible militarismo de la derecha: «Obama pide que Europa mande a sus soldados a morir por Afganistán no para salvar la cara a nadie, ni para salvaguardar intereses económicos o hegemonía geopolítica alguna, sino para mantener la seguridad en Madrid y Londres o para evitar que se incrementen los secuestros de cooperantes españoles en el Magreb»[22].

Ya lo había dicho José Luis Rodríguez Zapatero en The New York Times ese mismo año para explicar su apoyo a la guerra de Afganistán y al envío de más tropas: «La cuestión no es qué puede hacer Obama por nosotros, sino qué podemos hacer nosotros por Obama»[23].

Dos años después, Obama y muchos de quienes se manifestaron contra la guerra, como Zapatero, culminaron con la declaración de su propia guerra, la de Libia. Y, a diferencia de lo que había ocurrido en Iraq o en el propio Afganistán, cuando tales guerras fueron declaradas con Bush al frente de Estados Unidos, repentinamente, el progresismo mundial comenzó a reconocer a las víctimas de la represión y los activistas de la libertad en los países árabes y musulmanes.

Antes, tan solo existía la «intolerable injerencia internacional e imperialista». Los activistas pro libertad y democracia parecían no existir, ni en Iraq ni en Afganistán. Ahora, la injerencia internacional y el ataque militar eran reclamados por los activistas árabes y musulmanes y las víctimas de la represión en los medios de la izquierda occidental. El escritor argelino Bualem Sansal, por ejemplo, cuyos sentimientos de rabia hacia los países que no habían apoyado la guerra de Libia eran recogidos en El País:

Experimentamos, en cambio, un odio sin límites hacia una Alemania que ya solo piensa en sí misma, que se ha vuelto sorda y ciega ante los argumentos de sus vecinos europeos, hacia Rusia y China, eternos auxiliadores de las dictaduras; hacia Brasil e India, dispuestos a sacrificarlo todo en el altar del sagrado crecimiento económico. Instamos a nuestros amigos árabes a no olvidarlo y que, cuando sean libres, les borren definitivamente de sus programas de reconstrucción[24].

Incluso la izquierda más extremista, increíble transformación, daba una oportunidad a la intervención del otrora imperio y sus malvados ejércitos. Maruja Torres, que también se había mantenido firme contra la guerra de Afganistán, no solo la de Iraq, y había escrito en 2009 que seguir en Afganistán era un disparate, aunque lo dijera Obama, y que no había forma de arreglarlo con las armas[25], dejaba una puerta abierta a las armas en Libia. Y en abril de 2011 escribía, no solo que los militares eran los únicos que decían cosas sensatas sobre Libia, sino también que «no creo que intervenir en Libia suponga lo mismo que hacerlo en Iraq»[26].

La culminación de la metamorfosis ideológica tenía su broche de oro con la ejecución de Bin Laden por parte del Ejército de Obama el 1 de mayo de 2011 en Abottabad, Pakistán. El propio Obama justificó tal ejecución en un discurso enviado a los medios americanos pocas horas después de la muerte de Bin Laden con palabras que hubieran recibido una protesta cerrada del progresismo mundial si llegan a ser pronunciadas por Bush:

Los americanos entienden los costes de la guerra. Sin embargo, como país nunca toleraremos que nuestra seguridad sea amenazada ni permaneceremos cruzados de brazos cuando los nuestros sean asesinados. No cejaremos en la defensa de nuestros ciudadanos, nuestros amigos y nuestros aliados. (…) Se ha hecho justicia. (…) Y recordemos que podemos hacerlo, no por la riqueza o por el poder, sino por lo que somos: una nación, bajo Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos[27].

Pero la contestación del progresismo apenas tuvo lugar. La socialdemocracia apoyó, incluso con cierto entusiasmo, la operación para matar a Bin Laden ordenada por Obama. Solo la izquierda radical lo condenó. En España, lo hizo Izquierda Unida que, a través de su portavoz parlamentario, Gaspar Llamazares, calificó tal muerte de «terrorismo de Estado» y de «ejecución extrajudicial que queda fuera del Derecho Internacional». En América, el Gobierno de Hugo Chávez, que lo calificó de asesinato del Imperio. Pero, incluso Noam Chomsky, que lo calificó de «asesinato por venganza»[28], lo hizo en un tono bastante más conciliador que el empleado habitualmente por este intelectual en sus críticas al poder político estadounidense.

El progresismo había completado su asunción de las principales tesis neoconservadoras ahora que Obama las lideraba, con un entusiasmo digno de pasar a la historia de las más grandes transformaciones ideológicas.