El contenido de este libro inevitablemente nos remite a una pregunta final: ¿pese a su historia, es posible que alguna vez América Latina abandone el subdesarrollo y se coloque al mismo nivel económico y científico de Europa, Estados Unidos, Canadá o Australia, los otros fragmentos de eso a lo que llamamos Occidente? Por supuesto que sí. Las naciones y las culturas pueden cambiar. No hay destinos irrevocables. Quienes conocen la historia de Japón, de Singapur, de Corea, e incluso de España, saben que es perfectamente posible darle un vuelco total al desempeño económico y cultural de un país. Pero esta afirmación de inmediato nos precipita a otras dos preguntas: ¿cuáles son esos cambios y cómo se llevan a cabo? A lo que sólo puede responderse razonablemente por medio de una regla surgida de la experiencia y del sentido común: examínense de cerca las ideas y las propuestas de nuestro tiempo que han servido para rescatar a ciertos pueblos de la miseria o para consolidar la prosperidad de los que ya eran notablemente poderosos.
En 1989, como todos sabemos, el Muro de Berlín fue literalmente deshecho a martillazos, y los Estados que antes conformaban el Bloque del Este dieron un giro político y económico de 180 grados. Asimismo, en América Latina, una tras otra fueron cayendo las dictaduras, con la excepción de la cubana, y en todos los casos, más tarde o más temprano, se recurrió a las formas democráticas para asentar la nueva realidad. Se sabía que las democracias no traían debajo del brazo la solución de los problemas económicos y sociales, pero por primera vez se entendía nítidamente su valor supremo: se trataba de un método racional y pacífico para la toma de decisiones colectivas, y en eso radicaban sus méritos. La democracia, como método, siempre era buena. Las decisiones, en cambio, podían ser buenas, malas o peores, en consonancia con la calidad y la cantidad de información que poseyeran los electores, o en virtud de los valores prevalecientes en el grupo, pero al método no era posible descalificarlo. Decir que la democracia no era buena para los latinoamericanos, era como decir que la aritmética, la paz y la racionalidad no se ajustaban a nuestra naturaleza psíquica. Al fin y al cabo, así se gobernaban las veinte sociedades más prósperas y estables del planeta. Por primera vez en casi dos siglos de establecidas las repúblicas latinoamericanas, el valor del método democrático se convirtió, al fin, en una idea mayoritariamente compartida, mientras se debilitaba la inmadura confianza en los “hombres fuertes” o en los caudillos providenciales, como hasta ahora había sido la norma en nuestra cultura autoritaria y en prácticamente las tres cuartas partes del planeta.
Más aún: decididos a mantener las formas democráticas, numerosos países del mundo hoy se asocian ventajosamente en diversas federaciones, pero excluyendo expresamente de sus organizaciones internacionales a quienes renuncian a los métodos democráticos. Ningún Estado puede pertenecer a la Unión Europea, a la OEA o al Mercosur, y —por lo menos en la letra impresa de los acuerdos tomados— ni siquiera al Pacto Andino, al Grupo de Río o al Parlacén, si su gobierno no es el resultado de unas elecciones abiertas y plurales. Ya no está, pues, de moda la idea de que existía algo así como un benevolente autoritarismo que le confería legitimidad a los “hombres fuertes” de antaño —llaménse Perón, Getulio Vargas, Velasco Alvarado o Fidel Castro— para establecer el reino de la justicia social y la felicidad colectiva con la punta de las bayonetas.
Lo que nos lleva de la mano a otra benéfica práctica de nuestro tiempo, extraída de la experiencia viva tras muchas décadas de gastos onerosos, corrupción y fracasos económicos: las privatizaciones de los bienes públicos que se llevan a cabo en todas las latitudes, consecuencia de la creencia, mil veces verificada en la realidad, de que es a la sociedad y no al Estado a quien corresponde la tarea de crear riqueza. Y no porque lo establezcan los dogmas del “pensamiento único”, como suelen afirmar acusatoriamente los enemigos de la propiedad privada, sino porque los empresarios cumplen esta tarea más eficazmente que los funcionarios del Estado, porque el resultado de esta gestión privada termina por ser mucho más equitativo, y porque beneficia al conjunto de la sociedad y no sólo a quienes poseen los bienes de producción, como torpemente creían los marxistas.
Uno tras otro, todos los Estados contemporáneos, obesos y paralizados por décadas de prácticas estatistas, con mejor o peor fortuna han procedido a transferir a la sociedad la mayor parte de los activos que antes poseían y gerenciaban directamente. Así ha ocurrido en Inglaterra y en Francia, en España y en Argentina, en Chile, en México o en Perú. Unas veces esas privatizaciones se han hecho de manera turbia, enriqueciendo ilegalmente a unas cuantas personas deshonestas en el camino; otras, se ha sucumbido a la falacia de los “monopolios naturales”, impidiendo una saludable competencia, pero en todos los casos ha habido un ganador neto: el usuario del servicio privatizado o el comprador del producto final. Ese usuario, en general, ahora dispone de mejores servicios y mercancías, y, con frecuencia, a mejores precios que en el pasado, lo que libera esos recursos para incrementar las transacciones económicas.
Eso quiere decir que el ciudadano ha conquistado otra manera de comparecer ante la sociedad y ante el Estado. Ahora es algo de lo que muy poco se hablaba hace apenas unos años: ahora es un consumidor que tiene y exige derechos, ahora posee una identidad ubicua, porque todos somos siempre y a toda hora consumidores de algo. De donde ha surgido un concepto que amplía y dignifica la idea democrática: hoy se habla de la soberanía del consumidor. Esto es, de una persona que elige con su dinero, libremente, aquello que le da satisfacción, y que no acepta de buen grado que sus decisiones en el terreno del consumo las tomen unos políticos o unos burócratas, por muy bien intencionados que se declaren, porque si algo sabemos con toda precisión en esta época realista y sin ingenuidades de fin de siglo, es que las motivaciones psicológicas de los empleados del sector público son exactamente iguales a las del resto de los seres humanos: persiguen sus propios fines, desean poder y prestigio, no suelen ser cuidadosos con los bienes ajenos, especialmente si no existe una permanente auditoría sobre la gestión que realizan, y no tienen una mayor pulsión altruista que el resto de las gentes corrientes y molientes.
El consumidor soberano sabe, además, que para poder ejercer sus derechos, le conviene la existencia de un mercado libre, sin trabas ni subsidios, porque cada privilegio que se le asigne a una persona o a un grupo poderoso, o cada barrera que se introduce en beneficio de alguien o de un sector preferido, acaba por convertirse en una distorsión de todo el sistema de precios y costos, encareciendo y envileciendo el producto o el servicio que desea adquirir en las mejores condiciones posibles. El consumidor soberano ha descubierto que las intervenciones en el mercado, esas correcciones artificiales, casi siempre son más perjudiciales que el mal que se pretendía aliviar. No ignora, tampoco, que el mercado es imperfecto, porque las personas no siempre toman las decisiones adecuadas en el terreno económico, pero ha aprendido que los políticos y funcionarios, personas falibles al fin y al cabo, no tienen por qué acertar con mejor tino o con mayor frecuencia que los agentes económicos de la sociedad civil.
Ese consumidor soberano tampoco se asusta, como sucedía hasta hace unos pocos años, cuando le advierten que el mercado, dejado a su libre arbitrio, genera perdedores. Ese consumidor, mucho más educado que antaño, sabe, en efecto, que ciertos productores incompetentes, poco innovadores, efectivamente, suelen ser castigados por el mercado, y hasta pueden desaparecer, perdiéndose con ellos los puestos de trabajo que mantenían, pero ha aprendido que asignar recursos para sostener una operación ineficiente destruye ahorros y detrae capitales que serían más útiles en otras zonas de la producción, generando daños mucho mayores que aceptar que quienes no satisfacen a los consumidores sean arrollados por el dinamismo de los más competentes. Eso no es darwinismo económico, como demagógicamente se ha dicho, sino puro sentido común. Es lo que Joseph Schumpeter, el economista austriaco varias veces citado en este libro —un cuasiliberal derrotista y sabio— llamaba la destrucción creadora. Destrucción creadora que asegura, además, la saludable existencia de una tensión competitiva. Cuando no hay riesgo de fracasar, el estímulo para superarse es muy débil. Y donde no hay competencia se atasca totalmente la maquinaria del progreso: ese afán por innovar, por crear cosas cada vez más eficientes, o más rápidas, o más confortables, categorías que de alguna manera definen eso a lo que llamamos progreso.
No hay duda de que el hombre de fin de siglo, si está bien enterado, si ha sabido extraer lecciones de la realidad, entiende mucho mejor cómo se crea la riqueza o cómo se malgasta. Por eso tampoco abriga demasiadas ilusiones con relación a las intenciones de los políticos. Los ha visto hacer cosas terribles con los recursos de la comunidad. Los ha visto, a veces, en casos extremos, apoderarse de lo que le pertenece a la sociedad, de lo que la sociedad ha pagado por medio de los impuestos. Y los ha visto, con demasiada frecuencia, emplear esos dineros en comprar conciencias durante los periodos electorales, en subsidiar a los amigos que financiaron las campañas políticas y en mantener satisfechos a sus partidarios.
Uno de los grandes economistas de este siglo, James Buchanan, obtuvo el Premio Nobel, precisamente, por demostrar la incidencia económica de las decisiones políticas. Cada acto público cuesta. Esa es una verdad de Perogrullo que suele olvidarse. Y de la escuela de la “Elección Pública”, o de Virginia, la de Buchanan y otros notables economistas, surge, más que una idea, una especie de silogismo ya incorporado al pensamiento moderno: como los actos públicos cuestan, como nos cuestan, la responsabilidad de la sociedad es vigilar constantemente esas erogaciones, proponer medidas que dificulten o hagan imposibles el dispendio —límites constitucionales al endeudamiento, por ejemplo—, y exigir que el dinero se emplee, realmente, en beneficio de la comunidad y no de la secta adicta al gobernante de turno. Hay que entender exacta y correctamente las relaciones de poder: en las sociedades modernas racionalmente organizadas, los políticos reciben un mandato no una carta blanca, y es a la sociedad a quien corresponde vigilar al gobierno, y no al revés, que es, con frecuencia, como perversamente suele suceder.
Eso quiere decir que Buchanan y su escuela de investigadores han refinado un viejo concepto para beneficio del pensamiento moderno. Ya aceptamos, melancólicamente, que no hay, en realidad, bien común. No hay actos de gobierno que nos beneficien a todos de igual manera. El necesario puente que une a dos ciudades situadas en riberas opuestas, es siempre la necesaria escuela que no se hizo o el necesario hospital que no pudo reconstruirse por falta de recursos. Y hoy sabemos, además, que no vivimos en medio de una comunidad de arcángeles altruistas, sino de seres humanos en los que cohabitan buenos y malos instintos, buenas y malas actitudes e intereses contrapuestos. Y como humildemente conocemos y aceptamos nuestra naturaleza falible y egoísta, debemos equilibrar esas debilidades proponiendo siempre medidas neutrales y abstractas que no puedan ser utilizadas en beneficio de los más poderosos o de los más influyentes, así como un implacable sistema de control y auditoría de los actos públicos. Esa es la equidad posible. La otra, la que surge de la bondadosa subjetividad de las personas, conduce, casi siempre, a la injusticia y al agravio comparativo.
¿Qué más han averiguado el hombre y la mujer modernos de este milenio que acaba de terminar? Se han afianzado, por ejemplo, los institucionalistas. Douglas North, también Premio Nobel, estudió cuidadosamente la historia de los países más prósperos, y encontró que donde se garantizaban los derechos de propiedad, con leyes claras y tribunales razonablemente eficientes, solía repetirse el fatigoso proceso que conducía a la creación de riquezas. En esos ambientes protegidos por el Estado de Derecho, las personas podían trabajar, ahorrar e invertir, sin temores a que los actos arbitrarios de los gobiernos los despojaran de las riquezas acumuladas.
Esa atmósfera de seguridad jurídica era básica para estimular una de las más importantes cualidades de las personas creadoras de riquezas: la pulsión moral que los lleva a restringir los gastos, a privarse de satisfacciones inmediatas a cambio de la promesa de alcanzar en el futuro una mayor recompensa material para ellos y para sus descendientes. Y eso sólo podía existir en verdaderos Estados de Derecho, porque en los otros, en los que viven sometidos a la acción imprevisible y caprichosa de los “revolucionarios”, o de los gobernantes iluminados e “insustituibles” —esas personas persuadidas de que saben mucho mejor que el resto del género humano cómo encontrar la felicidad de los otros, y que se creen éticamente superiores a la sociedad en la que viven—, son, sin embargo, como resultado de estas actitudes, los mayores creadores de inestabilidad y pobreza que registra la historia. ¿Por qué privarnos hoy de gastar y consumir si no sabemos si mañana vamos a ser arbitrariamente privados de los bienes que tenemos? ¿Cómo vamos a planear a largo plazo —factor clave del desarrollo— si nuestra existencia está marcada por el sobresalto y la inesperada contingencia? ¿Cómo asombrarnos de que las personas razonables que viven en Estados en los que el Derecho significa muy poco envíen sus ahorros a Suiza, a Londres o a Miami, en busca de protección para sus capitales, privando a nuestros países de esos indispensables recursos? Esos capitales van a la busca de Estados de Derecho. Van a guarecerse de los gestos abruptos de los revolucionarios o de los gobernantes que se colocan por encima de las instituciones, actos generalmente dictados a nombre de la justicia social —qué duda cabe—, esa justicia redistributiva preconizada por los revolucionarios, y que invariablemente acaba redistribuyendo la pobreza entre un número creciente de personas desesperadas.
¿Quiénes son estos patéticos personajes consagrados a hacer el bien y lograr el mal? Quiero decir: ¿quiénes son estos voluntariosos revolucionarios? Esa pregunta, formulada de otra manera, se la hizo Hayek —antes se la había hecho Edmund Burke con parecida intuición—, y llegó a una conclusión que hoy forma parte de las percepciones convencionales del pensamiento moderno: son quienes padecen lo que el economista y jurista austriaco llamaba la fatal arrogancia. Son esas personas que creen saber lo que a la sociedad le conviene producir y lo que le conviene consumir mucho mejor que el mercado. Son esas personas convencidas de que están dotadas por los dioses o por los conocimientos infusos obtenidos de sus ideologías para guiar a sus conciudadanos hacia la tierra prometida, aunque tengan que hacerlo a latigazos y con el auxilio de perros guardianes, porque parece que no hay otra forma de mover a los rebaños en busca de destinos no solicitados.
Esas personas, poseídas de su fatal arrogancia, invariablemente acaban convirtiéndose en los verdugos de sus prójimos, pues son incapaces de entender lo que con toda claridad hoy comprenden las personas instaladas dentro de una cosmovisión realmente moderna: que no se conoce un orden social más justo que el que espontáneamente emerge de las decisiones de millones de personas poseedoras cada una de ellas de una particular información que nadie puede abarcar totalmente, y que les sirve para alcanzar sus objetivos particulares. Estos arrogantes revolucionarios, o los caudillos iluminados, no entienden que es una insensatez intentar sustituir ese prodigioso proceso de cambio y creación de un orden espontáneo con la escuálida propuesta surgida desde la buena voluntad de los tiranos benévolos o de los grupos misteriosamente ungidos por una ideología salvadora.
Las ideologías —y ahí está Popper para hacernos llegar sus esclarecedoras conclusiones— nunca podían acertar, porque se originaban en un error intelectual primigenio: suponer que la historia era una especie de flecha lanzada en una dirección previsible y a una velocidad calculable. El historicismo era eso: entender la aventura del bicho humano como un relato lineal con su comienzo, su nudo y su desenlace, y suponer, además, que los ideólogos, especialmente los que provenían de la cantera marxista, conocían de antemano el argumento del relato y su final necesariamente feliz.
Pero ¿no hay, acaso, en el pensamiento de Hayek, de Popper, de Buchanan, también una “ideología”? ¿No conforman algunas de las ideas hasta ahora apuntadas esa suerte de “pensamiento único” que denuncian los enemigos de la “sociedad abierta”? Por supuesto que no. Si observamos con detenimiento las ideas centrales del pensamiento moderno, enseguida se comprueba que no proponen un punto de llegada ni un modelo final de sociedad, no sólo porque no los conocen, sino porque deliberadamente se niegan a tratar de proponerlos. Todo lo que los pensadores más acreditados proponen y prometen es abrir cauces de participación para que las sociedades, libre y espontáneamente, vayan con sus actos definiendo el presente y señalando el futuro que deseen explorar. Puede haber marchas y contramarchas. Puede haber avances laterales o retrocesos, si de lo que se trata es de medir niveles de prosperidad o paz. La historia es un campo abierto, y lo que tiene de venturoso es, precisamente, su carácter impredecible.
Naturalmente, los enemigos de las sociedades libres y abiertas suelen condenarlas con una frase sacada de las fábulas clásicas de Esopo: esa libertad es la que el zorro quiere para moverse a sus anchas en el gallinero. Esto es, para privar de sus bienes a los infelices que no saben defender sus intereses y necesitan de un hermano mayor que lo haga por ellos y les sirva de escudo protector. Felizmente, el pensamiento moderno ha liquidado esta falacia con una experiencia que comienza a ser incontestable: desde hace más de quince años funcionan en Chile las AFP, esos fondos mutuos de inversiones en donde los asalariados colocan sus ahorros. Hasta ahora el rendimiento promedio de esas cuentas excede el once por ciento anual, y sus poseedores van acumulando una impresionante masa de ahorros que ya sobrepasa los cuarenta mil millones de dólares, dinero que seguramente les asegurará una vejez tranquila y notablemente provista de recursos.
En Chile —como en Estados Unidos, donde hay 60 millones de personas que poseen acciones en la Bolsa— el mercado ya no es sólo para los zorros, sino también para las gallinas. Y si hay sobre la tierra una institución verdaderamente revolucionaria esa no es, por supuesto, el Comité Central de algún anquilosado partido comunista, sino es el electrizante mercado bursátil, con sus gritos nerviosos, donde comparecen día a día miles de productores con su imaginación, sus innovaciones y sus resultados para proponernos que los acompañemos en sus ilusionadas aventuras económicas.
Con la revolución de las AFP —una idea y una carpintería institucional latinoamericanas fundamentalmente concebidas por José Píñera en Chile— se puso fin, y ya era hora, a la superstición de las cajas de retiro creadas para el reparto solidario, en las que los asalariados, en nombre de la justicia social, eran despojados de sus ahorros de dos maneras igualmente repugnantes: por una parte, los privaban de los legítimos intereses a que podía aspirar en el mercado, y por la otra, la inflación, generada por el manejo irresponsable de la emisión de moneda, se encargaba de destruir el valor del signo monetario en que habían ahorrado. Estos asalariados, al llegar a la vejez, cuando más lo necesitaban, recibían unas pensiones miserables con las que apenas podían mantenerse. ¿Qué se aprendió de esta experiencia chilena? Que no hay nada más saludable que alentar en los ciudadanos el sentido de la responsabilidad individual y familiar. Que todo adulto debe tomar sus propias precauciones para cuando llegue la hora de la vejez, pues la experiencia ha demostrado que dejarle esa tarea al Estado puede ser muy peligroso. Que nadie va a cuidar nuestros ahorros mejor que nosotros mismos. Y se aprendió que los beneficios de la asombrosa vitalidad del capitalismo pueden alcanzar a las grandes mayorías, convirtiéndolas en accionistas, en poseedoras de capital, lo que sin duda reduce la conflictividad laboral, multiplica los lazos que unen a la sociedad y aumenta exponencialmente el ahorro disponible para el desarrollo colectivo. En otras palabras, desde un punto de vista práctico se aprendió que el sistema de jubilación basado en la capitalización, esto es, en cuentas individuales de inversión, es infinitamente mejor que el de “reparto”, aunque este último esté perfumado por el aroma falaz de la solidaridad. Asimismo, fue desterrada la superstición de que la calidad de los Estados se medía por la cantidad de gasto social en que incurrieran. Ocurría a la inversa: donde mejor se demostraba la idoneidad de un Estado era donde el modelo económico propiciaba la creación de riquezas en una cuantía tal que apenas se necesitaba gasto social porque todas o casi todas las personas aptas para el trabajo podían hacerse cargo de sus propias vidas sin necesidad de recurrir a la solidaridad de ciertos grupos o a la caridad pública.
La simple cuenta aritmética se encargaron de hacerla en la revista Society publicada por Transaction en Rutgers University, sólo para ilustrar el impacto del ahorro combinado con el milagroso efecto del interés compuesto a largo plazo: un universitario norteamericano promedio, que comience a trabajar a los 22 años y se retire a los 65, y que reciba a lo largo de su vida profesional un sueldo promedio, si es capaz de ahorrar el 10% de su salario, y lo coloca en el mercado de valores, en el momento de su jubilación, estimando que la Bolsa ha reiterado el comportamiento promedio de los últimos setenta años, ese prudente y metódico ciudadano va a recibir un cheque de casi cuatro millones de dólares. Una suma más que suficiente para asegurarle una vejez espléndida, y para transmitirles a sus descendientes un buen capital con el cual afrontar el futuro con ademanes optimistas.
El ejemplo descrito —como habrá advertido el lector— contenía un elemento nada inocente. El sujeto de nuestro sencillo cálculo actuarial era un “graduado universitario”. El dato es importante. Gary Becker, otro pensador contemporáneo galardonado por los suecos, lo demostró con creces en The conomic Approach to Human Behavior: el capital humano es uno de los factores básicos en la ecuación del éxito económico. Es fundamental la formación académica de la persona, y junto a este aspecto, son vitales los valores, actitudes y creencias con que esa persona se enfrenta a la tarea de crear riquezas para su disfrute y para conveniencia de la comunidad.
Los economistas clásicos solían mencionar capital, trabajo y tierra como los elementos básicos que se combinaban en determinadas proporciones y producían diversos resultados, pero rara vez ponían en la balanza los factores culturales para tratar de explicar el éxito o el fracaso de los pueblos. Hoy, sin embargo, gracias al trabajo de culturalistas como Becker o Harrison, sabemos que este elemento elusivo y vaporoso, a veces incómodo, casi siempre “políticamente incorrecto”, contiene los códigos de muchos fracasos y de no pocos triunfos.
No es difícil comprobar cuán acertados son estos enfoques culturalistas, hoy patrimonio del pensamiento moderno. En Guatemala, como en toda Centroamérica, pero quizás con mayor vigor que en ningún otro país de la zona, los protestantes denominados evangélicos han conquistado las emociones religiosas de una parte de la sociedad que —según algunos— se sitúa en la vecindad del cincuenta por ciento del censo. Y, aparentemente, entre los indígenas esa penetración es muy enérgica y está localizada en ciertas zonas en las que la propagación de la nueva fe, o la propagación de una nueva versión de la vieja fe —para el caso es lo mismo—, ha llegado muy nítidamente a unas comunidades y no a otras, permitiendo establecer con cierta facilidad los contrastes que se presentan. Esto sucede entre los cachikeles. Hay algunas comunidades que se han hecho evangélicas y otras que permanecen dentro del catolicismo, entreverado, como allí es costumbre, con sus ancestrales prácticas religiosas precolombinas.
Pues bien: Estuardo Zapeta —un sociólogo vinculado a la Universidad Francisco Marroquín— y otros investigadores sociales han podido comprobar algunos fenómenos que recuerdan las viejas hipótesis formuladas por Max Weber a principios del siglo XX. Los indígenas cachikeles son notablemente más prósperos que sus coterráneos católicos. ¿Acaso, como pretendía Weber, por los valores intrínsecos del calvinismo? No exactamente: es la consecuencia de ciertos comportamientos asentados en la cultura como resultado de la conversión a un nuevo y muy demandante credo. Los cachikeles evangélicos no beben. Esto los hace ser más responsables en el trabajo y aumenta su capacidad de ahorro. Los cahikeles evangélicos no suelen cometer adulterio, de donde se derivan familias más estables. Los cachikeles evangélicos no roban, y ello les genera más oportunidades de trabajo, pues sus empleadores, aunque sean católicos, aprecian notablemente esa virtud, especialmente si se presenta entre sus trabajadores. Los cachikeles evangélicos cuentan, además, con una Iglesia que funciona como un circuito general de apoyos mutuos. Hay, por lo tanto, más oportunidades de superar los escollos y se multiplican las oportunidades de mejorar la situación económica. Y la conclusión que se deriva de esta anécdota es obvia: como bien saben las personas que han conseguido instalarse en el pensamiento moderno, el desempeño económico de los pueblos y la paz social de que disfruten van a estar en total consonancia con la cantidad y la calidad del capital humano que posean.
Este dato es vital para señalarnos dónde la sociedad debe hacer un esfuerzo extraordinario si efectivamente quiere alcanzar un lugar prominente en el mundo: tiene que poner el acento en mejorar su capital humano. Tiene que educar más y mejor. ¿En qué fase? Fundamentalmente, en los primeros años, en el periodo formativo, cuando se forja el carácter, se incorporan ciertas pautas de comportamiento y se adquieren las destrezas básicas sobre las que luego edificamos unas complejas formas culturales.
Si a los niños los enseñamos a ser ordenados, a fijar metas y cumplirlas, a ser puntuales, justos, respetuosos de la autoridad, tolerantes, responsables, intelectualmente curiosos; si los premiamos cuando se esfuerzan y les enseñamos la legitimidad que se deriva de una jerarquía basada en los méritos; si los adiestramos para que aprendan a votar y a tomar las decisiones colectivas de manera pacífica; si los urgimos a cumplir reglas justas y los aplaudimos cuando a ellas se atienen —el “fair play” que dicen en inglés—, estaremos aumentando exponencialmente la riqueza de la colectividad, tan pronto como esas criaturas se asomen al mundo del trabajo. Es exactamente eso lo que se deriva de las investigaciones de los culturalistas.
Y este hallazgo tiene, además, un carácter universal que vale la pena que tengamos en cuenta porque, como ya nadie ignora, vivimos en un mundo que tiende a uniformar los objetivos de las disímiles partes que lo conforman, lo que necesariamente tiende a unificar los medios de alcanzarlos. Si definimos la calidad de la vida a que aspiramos por viviendas confortables, electrodomésticos eficientes, métodos de locomoción rápidos y seguros, alimentación apetitosa y nutritiva, ciudades cómodas y limpias, con bajas tasas de criminalidad, sistemas sanitarios modernos, extendidos y bien dotados, tenemos que producir la cantidad de riqueza que se requiere para poder obtener esos bienes y servicios, y esto es algo que sólo se puede lograr mediante un constante aumento de la producción y la productividad.
Naturalmente —y esto es algo casi axiomático dentro del pensamiento moderno—, tanto para lograr los objetivos descritos como para contar con los medios necesarios, es fundamental que nos insertemos sin temores en esa globalización con que algunos agoreros nos quieren quitar el sueño. Ahí, fuera de nuestras fronteras, es donde están los capitales, el know how, los mercados de escala, las técnicas de comercialización, los modelos de desarrollo que deben imitarse y los mecanismos para transferir y recibir la ciencia y la tecnología en periodos soprendentemente breves. Y nadie debe avergonzarse de buscar en otras latitudes el modo de hacer las cosas correctamente, como puede comprobar cualquiera que se asome a la asombrosa historia de Japón a partir de mediados del siglo XIX. Pero no son los japoneses los únicos que han sabido beneficiarse de la globalización: también en el siglo pasado los alemanes buscaron en Inglaterra los secretos de la industrialización, y si hoy Estados Unidos tiene las mejores escuelas de Medicina del planeta, es porque copiaron deliberadamente y sin el menor recato el modo alemán de enseñar esta disciplina en sus universidades.
A los europeos del medievo les tomó 500 años comenzar a producir papel en cantidades industriales mediante la lenta difusión de una técnica desarrollada por los chinos y transmitida por los árabes, pero a los coreanos sólo les tomó 20 años fabricar automóviles en su remota península, y colocarlos en el otro extremo del planeta. Hoy sabemos, gracias a los ejemplos de Taiwan, Singapur, Corea y Hong Kong —aunque ocasionalmente atraviesen por periodos de crisis financiera—, que en el curso de una generación es posible pasar de la pobreza a la riqueza, del cuarto mundo al primero. Y eso se logra integrándose en los grandes flujos económicos y científicos del planeta, abriendo nuestras economías a la competencia y a la colaboración, y admitiendo sin sonrojo el liderazgo de los grandes núcleos de civilización donde hoy radican el corazón y el cerebro de nuestra cultura.
Iniciado el tercer milenio ¿cuál es, en suma, la idea cardinal que domina el pensamiento moderno? Básicamente, la idea de la libertad, unida a la certeza de las enormes ventajas que se derivan de un tipo de organización de las relaciones de poder en donde la autoridad, el control y la iniciativa radiquen primordialmente en la sociedad civil. Libertad económica para producir, para vender y para intercambiar. Libertad política para crear las instituciones adecuadas y para protegernos de los arrogantes ideólogos que quieren indicarnos cómo tenemos que vivir nuestras vidas, en lugar de dejarnos escoger la manera que nos parezca más útil y feliz sin afectar los derechos de las otras personas a buscar exactamente los mismos objetivos.
El siglo XX recién terminado ha sido, en efecto, un periodo bárbaro de horribles matanzas y de siniestras dictaduras totalitarias. Pero en medio de ese terrible panorama, algunos descollantes pensadores han sabido buscar bajo los escombros para legarnos unas cuantas ideas cardinales con las que ahora cruzaremos el umbral de un nuevo milenio. Es nuestra responsabilidad mantener la vigencia de esa herencia intelectual, enriquecerla y transmitirla a nuestros descendientes. Esa es nuestra más urgente tarea, y, sin duda, la salida del laberinto.