En 1792, Floridablanca, el más notable de los ministros de Carlos IV, aterrado por las noticias de la revolución francesa, pronuncia un vaticinio impresionante: «Vivimos al lado de una hoguera que lo puede incendiar todo, destruir la religión y la autoridad soberana del rey, así como la existencia misma de la monarquía y de las clases que la componen». Tenía razón: poco después, el 21 de enero de 1793, Luis XVI y su mujer la reina María Antonieta eran decapitados, pese a las maniobras y amenazas de las otras Coronas de Europa. Ante esos hechos, España, aliada a Inglaterra —hasta hacía muy poco su rival— y a otros poderes imperiales, cruza los Pirineos en son de guerra. No es éste el lugar para hacer el recuento, pero el episodio se salda con la derrota de los ejércitos españoles, que sólo tienen un primer momento de gloria, y los franceses tuercen las alianzas de la monarquía española, convirtiendo al reino de España en un virtual satélite del imperio napoleónico, cuyas tropas ocupan casi toda la Península autorizadas por una Corona impotente. Así las cosas, tras una serie de vergonzosas traiciones y debilidades, Carlos IV, que previamente había abdicado en su hijo Fernando VII, y que luego revoca esa decisión, en la primavera de 1808, en Bayona, Francia, acompañado de su hijo —con quien tiene una feroz disputa—, de su esposa María Luisa y de Godoy, el favorito de la reina y ex factotum del gobierno, abdica otra vez, pero ahora en favor de Napoleón, quien nombrará como monarca a su propio hermano José para que se haga cargo de España. Napoleón, por su parte, sin poder reprimir el desprecio que le provocaba la familia real española, redacta una magna carta con bastantes elementos progresistas —la Constitución de Bayona, que luego inspirará la promulgada en Cádiz en 1812 por liberales de España y de Hispanoamérica—, y establece dos compromisos: una jugosa recompensa económica para Carlos IV, para su hijo Fernando VII, e incluso para Godoy —con palacios y honores aristocráticos incluidos—, y que España seguiría siendo un reino católico.
Esa fue la espoleta que hizo estallar la guerra contra los franceses en España y la guerra contra España en América. De la misma manera que en España el pueblo no aceptó la abdicación del monarca, especialmente el despojo de los derechos sucesorios de Fernando, que todavía no se había desacreditado tanto como su padre, en América ésta fue la señal para plantear a fondo la cuestión de la autoridad: quién tenía el derecho de mandar sobre el Nuevo Mundo. Primero el alzamiento fue contra los franceses al grito de «¡Viva Fernando VII!», pero muy pronto esa consigna política derivó hacia otra latitud: «¡Viva la independencia!», a la que en México se agregó «¡Mueran los gachupines!», nombre despectivo con que se calificaba a los peninsulares. Mientras en Europa los españoles ilustrados se dividían entre afrancesados y castizos, los de América eran casi todos afrancesados, veían con admiración la revolución que había acabado con la monarquía de Luis XVI, y admiraban también el proceso que pocos años antes había liberado a los norteamericanos del control de los británicos.
En efecto: a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII los latinoamericanos más cultos, exactamente igual que los liberales españoles, a quienes tanto se parecían, se habían nutrido de las ideas reformistas propuestas por los enciclopedistas franceses. El colombiano Antonio Nariño, el ecuatoriano Eugenio Espejo, el cubano Francisco Arango y Parreño, el venezolano Andrés Bello o el peruano Juan Pablo Viscardo —de una posible lista de varias docenas—, sin conocerse entre ellos, habían bebido de las mismas fuentes que españoles como Gaspar Melchor de Jovellanos, Juan Meléndez Valdés o el economista Francisco Cabarrús. En todo el ámbito de la cultura surgían «Sociedades económicas de amigos del país», calcadas de las que previamente habían tenido los vascos, propugnadoras de aperturas, librecambismo y reformas liberales. Las élites leían a Locke, a Montesquieu, a Voltaire, a Rousseau y, en general, a los enciclopedistas. Tras la revolución francesa, se hablaba de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, e incluso se reproducían los textos revolucionarios, lo que en territorio americano, como les sucedió a Nariño y a Espejo, significó para ambos la cárcel durante largos y crueles años de cautiverio.
La revolución independentista americana de 1776, una generación anterior a la francesa, también había sido vista con mucho interés por los latinoamericanos, pero con la ventaja adicional de que las autoridades españolas, entonces enemigas de Inglaterra, lejos de tratar de suprimir el mal ejemplo, contribuyeron a difundirlo cooperando con los esfuerzos bélicos de las tropas de Washington. Unas veces la ayuda consistió en grandes destacamentos militares —el doble de los que prestaron los franceses—, como las que tomaron Mobile en Alabama y Pensacola en el norte de la Florida, y otras con dinero, como cuando el gobierno y la sociedad colonial de La Habana en seis horas reunieron el oro y la plata necesarios para pagar al ejército de Washington, entonces a punto de amotinarse por la falta del salario, poco antes de la batalla de Yorktown (1781): nada menos que un millón doscientas mil libras, un caudal metálico de tal peso que hundió el suelo de la tesorería del ejército estadounidense.
Precisamente, uno de los soldados que España envió en auxilio de los norteamericanos fue el criollo venezolano Francisco de Miranda, tal vez la figura política más interesante de todo ese periodo y acaso de la historia moderna de América Latina. Hijo de un comerciante español, nació en Caracas en 1750. A los 21 años se traslada a Madrid decidido a hacer carrera como militar. En calidad de capitán participa en la campaña de Marruecos entre el 1774 y el 1775, pero la experiencia formativa no es demasiado inspiradora. Otro ilustrado de la época, José Cadalso, gran escritor prerromántico, militar dotado de un notable espíritu crítico, por aquellos años dejará escritas páginas muy amargas sobre el adocenamiento y la mediocridad de la vida castrense española que él conociera tan profundamente.
En 1780 Miranda —como se ha dicho— ya está en suelo estadounidense combatiendo a los ingleses dentro de un regimiento español. Sin embargo, el contacto con la realidad de lo que ya comenzaba a ser Estados Unidos despertó en él una profunda anglofilia derivada del contraste entre las formas de vida ricas, ordenadas y pulcras de las colonias americanas y el cuadro que Miranda conocía de España y América Latina. El enemigo político coyuntural podía ser Inglaterra, pero la notable cultura cívica de esta nación, a los ojos del venezolano, poseía unas virtudes sociales admirables. Más adelante ese juicio crítico se enriquecería con una nueva experiencia: ya alejado del ejército español, y como destacado participante en la revolución francesa, donde alcanza el grado de general —es el único nombre hispano que figura en el Arco del Triunfo, lo que no impidió que sus camaradas de armas estuvieron a punto de fusilarlo—, aprende a calibrar la diferencia que separa ambos procesos históricos y es capaz de escribir la siguiente opinión: «Dos grandes ejemplos tenemos delante de los ojos: la revolución americana y la francesa. Imitemos discretamente la primera; evitemos con sumo cuidado los fatales aspectos de la segunda».
Fue una advertencia inútil. Los latinoamericanos no le hicieron demasiado caso. ¿En qué se diferenciaban ambos procesos? Básicamente, la revolución americana se hacía para garantizar los derechos de los individuos frente al Estado. En eso, precisamente, consistía la Constitución redactada por Madison en 1787. La insurrección contra los ingleses se había llevado a cabo porque Londres había violado la ley imponiendo tributos injustamente y de manera inconsulta. La americana había sido una revolución en nombre de la ley contra una monarquía que incumplía sus propias reglas. ¿Con qué podían sustituir a la Corona inglesa? Con una república, pero no para otorgarles al Presidente o a los órganos de gobierno los mismos poderes del régimen derrocado, sino para someterse todos al imperio de la ley. Los estadounidenses adoptaban la fórmula ascendente de ejercer el poder. El poder surgía del pueblo soberano, ascendía a sus representantes, a los que convertía en empleados de la comunidad sujetos a la vigilancia de la sociedad que les pagaba los salarios, mas la autoridad quedaba claramente limitada por un texto legal que los vinculaba a todos por igual. Se afianzaba el concepto del funcionario como servidor público. Ni la mayoría ni los gobernantes podían oprimir a las personas. La Declaración de Independencia de 1776 consignaba el derecho a la búsqueda de la felicidad, pero como una demanda personal acoplada a las necesidades siempre diferentes de cada individuo. El Estado no se proponía definir e imponer la felicidad al ciudadano. Se limitaba a crear los cauces para que éste lo intentara de acuerdo con su talento, tenacidad y buena estrella. La democracia, en suma, no se concebía para decidir qué hacer en cada momento, sino como un método para tomar los acuerdos que la ley permitiera. Ésa era la mentalidad social que explicaba la famosa frase de Jefferson, en la que aseguraba preferir vivir en una sociedad en la que la prensa fuera libre aunque no pudiera elegir a los gobernantes, a una sociedad en la que ocurriera lo contrario. Lo fundamental, pues, eran los Derechos individuales y para protegerlos se construía el Estado. Ésa era la igualdad a la que aspiraban. No a que todos vivieran de la misma manera, sino que todos —los blancos, claro, pues la esclavitud persistía— tuvieran los mismos derechos. Esto se llamaba el constitucionalismo y luego en castellano adquirió el nombre de Estado de Derecho como traducción libre de la expresión the rule of law. Eso formaba parte de la tradición inglesa y era lo que podía leerse en los textos de John Locke, de John Milton o en la literatura utópica —concebida para el desarrollo de un estado ideal— que James Harrington había publicado en 1656 bajo el nombre de The Commonwealth of Oceana.
Frente a este «modelo» revolucionario de esencia legalista y conservadora, los franceses se embarcaban en otro tipo de proceso histórico. El antecedente directo no era exactamente un jurista, sino un contradictorio filósofo, Juan Jacobo Rousseau, persuadido de que la mayoría tenía el derecho de imponer su voluntad sin otra limitación que la que ella quisiera darse. Para Rousseau los Derechos Naturales no existían. Todo el Derecho era positivo, dictado por los hombres, y por éstos modificable. En ese aspecto, los revolucionarios franceses fueron roussonianos, especialmente los radicales jacobinos. Para ellos lo importante no eran los derechos de los individuos —pese a la famosa Declaración— sino la ingeniería política encaminada a imponer la felicidad sobre la tierra como consecuencia de la acción de unos jefes iluminados por el amor a la Humanidad. ¿Cómo se manifestaba esa felicidad? Fundamentalmente, en la igualdad. Pero no en la igualdad ante la ley, sino en la igualdad de resultados. Las diferencias en los niveles de vida resultaban sospechosas y censurables. La palabra «ciudadano» se volvió entonces una fórmula retórica encaminada a igualar a todas las personas y a barrer las jerarquías basadas en el abolengo. ¿Cómo eliminar las diferencias, cómo lograr el mismo modo de vida para toda una masa ciudadana harta de las distancias que la separaban de la aristocracia? Para eso bastaba con que el pueblo les concediera el poder a los caudillos de la revuelta, quienes actuarían motivados por sus nobles impulsos sin otra regulación que la que imprimían la pasión y la ética revolucionarias. Ese es Robespierre, esos son Danton, Marat, Saint-Just, aunque luego se devoraran entre ellos. Y esto explica la secuencia circular de los hechos: el ciego absolutismo de una Corona que no supo ceder, condujo a la revolución; la revolución, decidida a rediseñar a la nación francesa, condujo al Terror; el Terror terminó propiciando la aparición de Napoleón Bonaparte con su ansiado golpe militar concebido para restablecer el orden, lo que en buena medida significaba otro género de absolutismo monárquico, sólo que ahora los militares ocupaban el centro del poder. Como los perros locos, la historia se había perseguido la cola hasta arrancársela de un mordisco.
Mil veces, con mejor o peor fortuna, se han contado los avatares de las guerras de independencia latinoamericanas, con las vicisitudes de quienes las dirigieron, con sus penas, glorias y contrastes. Infantilmente, hasta se ha llegado a medir el sitio por el que San Martín cruzó los Andes para demostrar que el paso de Bolívar fue más difícil y, por lo tanto, más heroico. Y es sobre la memoria de estas guerras, sobre sus héroes y tumbas, que los latinoamericanos han construido las mitologías políticas sobre las que luego han echado las bases de las distintas nacionalidades.
En realidad, cuanto sucedió formaba parte de un fenómeno aparentemente imparable que estaba ocurriendo en Occidente desde el siglo XVII. Primero, con la Revolución Gloriosa de los ingleses (1688-89) la monarquía absoluta pasó a ser una monarquía constitucional donde la autoridad del rey era más simbólica que real. Aparentemente, sólo se trataba de poner límites a los derechos de los monarcas y liquidar la superstición de que se encontraban en la cúspide del poder «por la gracia de Dios», puesto que necesitaban el consenso del pueblo, pero el asunto tenía unas implicaciones mucho más profundas: si la soberanía residía en el pueblo y no era un atributo inherente a la figura del rey, resultaba imprescindible definir sobre qué territorio se ejercía y quiénes estaban llamados a ejercerla. En otras palabras: el fin de la monarquía absoluta y el ascenso de «el pueblo» como sujeto, actor principal de la historia y gran factor legitimador del poder, inevitablemente conducían al fortalecimiento de la idea Estado-Nación. Ser «pueblo» era serlo de algún sitio: surgía el nacionalismo con una enorme fuerza.
La otra fuente de autoridad que se secaba era la Iglesia católica, y, en general, las creencias religiosas. El culto por la Razón y por la Ciencia, fundamentados sobre la cultura humanista del Renacimiento, cultivados así, con reverentes mayúsculas, suponía un debilitamiento progresivo de la capacidad de la Iglesia para imponer sus jerarquías y aún sus puntos de vista o sus normas de comportamiento sobre la sociedad. Asimismo, el triunfo y afianzamiento de la reforma protestante en casi todo el norte de Europa recortaba tremendamente la capacidad de Roma para influir sobre los acontecimientos políticos. En España, por ejemplo, ni siquiera fue necesario esperar al triunfo de los liberales para privar a la Iglesia de muchos de sus bienes: el propio Carlos IV, endeudado hasta las cejas en el último conflicto con los franceses, procedió a la incautación de numerosas propiedades eclesiásticas. A principios del XIX la Iglesia ya no generaba demasiado temor ni a tirios ni a troyanos.
Con estos antecedentes, y dentro de una inspiración mucho más francesa que norteamericana, con una buena dosis de conspiración masónica y con el permanente aliento de Inglaterra, finalmente fue cuajando la insurrección contra España a todo lo largo y ancho de la geografía continental latinoamericana. Así surgieron los nombres y las hazañas de los venezolanos Simón Bolívar, Antonio José de Sucre, José Antonio Páez; los argentinos José de San Martín y Bernardino Rivadavia; los mexicanos Miguel Hidalgo Costilla y José María Morelos; el colombiano Francisco de Paula Santander; o el chileno Bernardo O’Higgins. Poco a poco, en un largo conflicto lleno de altibajos, que comenzó en 1808 y terminó en 1824 con las victorias de los ejércitos bolivarianos en Junín y Ayacucho, quedó sellada la independencia de la América Latina continental, aunque la de las Antillas tardaría bastante más. Feliz desenlace para los americanos al que no fue ajeno, por cierto, la negativa a embarcar rumbo a América de un ejército español sublevado en la Península tras el levantamiento de 1820 que dio origen al trienio liberal. En todo caso, no es hasta 1902 que Cuba se convierte en República independiente tras una guerra contra España organizada por José Martí, quien muere en combate, y no es hasta 1952 que los puertorriqueños optan por crear el Estado Libre Asociado como fórmula de ejercer o ceder la soberanía dentro de un pacto con Estados Unidos que recuerda la fórmula de la commonwealth británica. Panamá, por su parte, tras separarse de Colombia, en 1903 estableció una república independiente.
Cuando los latinoamericanos se asoman a la Independencia están, pues, atrapados entre dos influencias cuyas diferencias muy pocos consiguen entender, a lo que se suman la tradición hispánica y los valores que ella fue sedimentando en la mentalidad social del Nuevo Mundo. Por eso el instinto primario de los latinoamericanos los lleva a proponer unas monarquías locales que se parecían sospechosamente a la que acababan de derrocar. El argentino José de San Martín, hijo de españoles, oficial condecorado del ejercito español en su primera juventud, la propone en Argentina. El mexicano Agustín de Iturbide, también procedente del aparato militar español, la intenta por un breve periodo en México, y, finalmente, se declara emperador. El propio Bolívar, que fue el más resuelto de los republicanos y el más antiespañol de todos ellos —«españoles y canarios, contad con la muerte aunque seáis indiferentes» reza una de sus más conocidas proclamas—, cuando legisla y redacta la Constitución de 1825 que supuestamente regularía la vida del país al que se le había puesto su nombre —Bolivia—, concibe el poder ejecutivo como un presidente vitalicio y un vicepresidente hereditario auxiliados por un senado aristocrático nutrido de personas especialmente educadas para ese fin. ¿Existe algo más parecido a una monarquía que ese extraño engendro de platónica ingeniería política inevitablemente destinado al fracaso? ¿Qué buscaba el Libertador? Algo emparentado a la visión absolutista, totalmente alejado de la voluntad popular: «las elecciones son el gran azote de las repúblicas», escribió. No creía en ellas. Le parecía que conducían al desorden. Sólo la mano dura de un hombre recto y honorable podía evitar esa desdicha. Benjamín Constant, el liberal cuya cabeza Bolívar apreciaba más que ninguna otra, fue muy duro con el venezolano. Quien no colocaba la libertad por encima de las demás consideraciones no podía tenerse por un buen liberal. Bolívar quería serlo, pero no le salía espontáneamente y lo admitía con cierta melancolía: «no me lo creerán» escribió sobre su fe liberal.
¿Cómo explicar estas contradicciones y ambivalencias, comunes a toda la generación de la Independencia? La razón más obvia apunta a una clara disonancia entre las construcciones teóricas de los jefes revolucionarios y los valores prevalecientes en ellos mismos y en la sociedad cuya vida pública pretendían reorganizar. Los criollos —que, en general, fueron quienes dirigieron la insurrección, pues los indios y mestizos combatieron en ambos bandos con igual fiereza— eran capaces de encontrar y juzgar duramente los enormes defectos del régimen colonial impuesto por los españoles. Lo que les resultaba más difícil era admitir que ellos también pertenecían a esa familia y compartían una común cosmovisión y una cierta sensibilidad. La república y el ejercicio de la democracia exigían sentido de la responsabilidad, experiencia en la administración de los bienes comunes y una sólida ética personal. Era sobre esa base moral que se armaban las instituciones y no al revés. El asunto no era tan sencillo como promulgar constituciones perfectas. Inglaterra ni siquiera tenía constitución escrita. Eran las virtudes colectivas y los valores prevalecientes lo que impulsaba o impedía el establecimiento de la democracia. Por eso, casi las últimas palabras de un Miranda desesperado, cuando se lo llevan prisionero a España, son «¡bochinche, bochinche, bochinche!». Por eso Bolívar, aún más amargado, llega a decir que lo único sensato que puede hacer un latinoamericano es emigrar. Ha arado en el mar: lo sabe y lo afirma poco antes de su entristecida muerte en un rincón del litoral colombiano, en Santa Marta, en la casa de un amigo que no le fue indiferente aunque era español.
Nadie debe extrañarse de que unas revoluciones precipitadas por un hecho imprevisto —el derrocamiento de la monarquía española por la invasión napoleónica—, acabaran cayendo en el caos y en la anarquía. Los independentistas carecían de proyectos políticos claros. No contaban con grupos dirigentes bien organizados capaces de definir métodos y objetivos a corto, medio y largo plazo. No poseían una idea precisa sobre la configuración del Estado que aspiraban construir o de los órganos de gobierno que lo administrarían. Poseían una mínima experiencia de autogobierno. ¿Cómo sorprenderse de que el resultado de estas improvisaciones fueran feroces dictaduras en las que el ejército se convertía en el elemento vertebrador de la nación y, al mismo tiempo, en el suministrador de tiranos y permanente fuente de desasosiegos?
«Cuando uno no sabe a dónde va —reza un viejo adagio— termina siempre en el lugar equivocado». Y los latinoamericanos de la primera mitad del siglo XIX, salvo unas pocas excepciones, no sabían a dónde iban. Ni siquiera tenían ideas claras en torno a los países que se veían obligados a construir, en algunos casos de forma bastante artificial, como sucediera con las cinco repúblicas centroamericanas, o con Bolivia, Paraguay y Uruguay, naciones que se desgajaron de otras entidades mayores con las que tenían una vieja vida en común. Y aún Colombia, Venezuela y Ecuador, países que Bolívar trató inútilmente de sujetar bajo la misma autoridad que las unió durante la era colonial.
Dos fueron las tensiones que con mayor rigor estremecieron a los latinoamericanos una vez instauradas las repúblicas, y ambas estaban fuertemente interrelacionadas. Por una parte, la fijación de los poderes locales. Había que decidirse entre el federalismo a la estadounidense, supuestamente defensor de los valores rurales autóctonos, o el centralismo más cosmopolita y, a la vez, más alejado de la esencia campesina nacional. ¿Se trataba de una fundamental cuestión de principios o tal vez esas dos fórmulas escondían rivalidades de otra índole? Probablemente las dos explicaciones sean ciertas, pero lo frecuente fue que algunas dictaduras, como la de Santa Anna en México o la de Rosas en Argentina, hechas en nombre del federalismo, acabaran por desplegar el centralismo más agudo aunque sin renunciar al grito del caudillo Rosas: «¡Mueran los salvajes unitarios!».
La segunda cuestión que dividió a las sociedades latinoamericanas sí tenía un componente ideológico mucho más transparente. Tras los desmanes de los caudillos y de las montoneras —ese montón de feroces guerrillas rurales—, que duró varias décadas e hizo retroceder sustancialmente los niveles de vida del Continente, o tras los enfrentamientos regionales que a veces encarnaban en ciudades adversarias —Granada y León en Nicaragua, Barranquilla y Bogotá en Colombia, Guayaquil y Quito en Ecuador, Buenos Aires y las provincias—, se fue perfilando una clara zona de antagonismos entre liberales y conservadores no muy diferente a la que se podía observar en Europa. Fenómeno que acaso explique cómo Giuseppe Garibaldi, el aventurero liberal italiano, de un modo totalmente natural podía participar en las guerra contra el argentino Rosas: era —así se veía entonces— un episodio más de una misma familia ideológica y de una misma revolución planetaria que en 1848 había estallado en diversos puntos simultáneamente: en París, en Budapest, en Suiza. Era el enfrentamiento entre el viejo régimen que se resistía a morir y el nuevo modo de entender las relaciones de poder. En América Latina, grosso modo, los liberales defendían Estados seculares orientados al progreso técnico y científico —dos palabras clave del vocabulario político de este sector—, basados en la industrialización y en la primacía urbana, mientras los conservadores se mantenían más apegados a valores tradicionales asociados a una mentalidad propia de la España colonial, a la religiosidad y a la propiedad agraria. Los liberales tendían a ser dirigidos por la pequeña burguesía urbana formada por comerciantes, exportadores agrícolas y abogados, mientras los conservadores parecían inclinarse ante la oligarquía constituida por los propietarios agrícolas latifundistas. Naturalmente, la línea que los separaba no siempre era precisa —aunque el tema religioso casi siempre estuvo presente—, y hubo numerosos caudillos que cruzaron de un campo al otro con asombrosa facilidad. No obstante, esa fisura liberal-conservadora resultó suficiente para enconar los ánimos y para organizar partidarios y definir enemigos durante muchísimo tiempo, incluso hasta hoy mismo, como puede comprobar cualquiera que visite Colombia, Uruguay, Honduras y Nicaragua, países en los que esta terca dicotomía todavía persiste, pues los partidos políticos latinoamericanos de esa cuerda —algunos de los más viejos del mundo— todavía mantienen una notable vitalidad. Para liberales como Sarmiento, la disyuntiva resultaba trágicamente simple: «civilización o barbarie». Y civilización era todo aquello que alejaba a los latinoamericanos de la tradición española, incluso latina, y los acercaba al modelo anglosajón implícitamente defendido por Juan Bautista Alberdi en Bases y puntos de partida para la organización de la República Argentina, documento inspirador de la Constitución de 1853 proclamada tras el derrocamiento de Rosas.
El liberalismo latinoamericano, sin embargo, aunque en todos los textos constitucionales que inspiraba, y en las proclamas de sus jefes, se mostraba partidario de las libertades, de Estados de Derecho y del respeto por normas democráticas que supuestamente incluían una escrupulosa separación de poderes, en diversas ocasiones derivó hacia formas dictatoriales a las que se intentaba legitimar con la coartada del orden y el progreso. Éste fue el caso de Porfirio Díaz en México, Antonio Guzmán Blanco en Venezuela y de Rafael Núñez en Colombia. Tras ellos flotaban los ejemplos del canciller Otto-Leopold Bismarck, unificador y modernizador de Alemania, del filósofo Auguste Comte y su Catecismo Positivo, y del sociólogo Herbert Spencer —Núñez y Guzmán Blanco fueron políticos notablemente cultos, no así Porfirio Díaz—, pues a diferencia de los caudillos de mediados de siglo, broncos y brutales, salidos de las guerras de independencia, los que comparecieron a finales de la centuria resultaban notablemente más instruidos.
Terminado el siglo XIX, salvo en el cono sur —exceptuado Paraguay que se había despoblado en unas guerras tremendas con sus vecinos— el panorama socio económico de América Latina era desolador. Las guerras de independencia, generadoras de nombres que se pronunciaban con reverencia o con temor —como ocurrió con el llanero Páez de los venezolanos—, no habían traído repúblicas estables y democráticas en las que las capas más pobres hubieran conseguido prosperar. Lo que había sucedido era que los ejércitos, surgidos en la lucha contra España, habían quedado como la principal fuente de autoridad y casi como los vertebradores de las diferentes naciones paridas tras la independencia. A principios del XIX el per cápita de los estadounidenses doblaba al de los latinoamericanos. Cuando terminaba el siglo, lo multiplicaba por siete.
¿Cómo extrañarse de que la frustración de las grandes mayorías se proyectara en un gran encono contra el Estado? Un siglo de montoneras y caudillos, de guerras civiles y de una casi siempre brusca alternancia en el poder entre liberales y conservadores sospechosamente parecidos, no había conseguido que América Latina ocupara un espacio notable en el concierto de Occidente.
¿Qué había ocurrido? ¿Qué explicación tenía el fracaso relativo de América Latina? ¿Por qué Estados Unidos, tras el establecimiento de la independencia, había escalado hasta la primera posición del planeta —dato evidente después de la guerra de 1898 contra España a propósito de Cuba, Puerto Rico y Filipinas—, mientras los latinoamericanos —exceptuada Argentina tras el derrocamiento de Rosas— no conseguían despegar ni liberarse de tiranías y desórdenes? Hasta ese momento dos eran las explicaciones más socorridas, y ambas estaban teñidas del análisis étnico: la antiespañola culpaba a la impronta colonial de estos fracasos, y la antiindia la atribuía al peso de los aborígenes, refractarios a la idea del progreso, la responsabilidad del empantanamiento de nuestros pueblos.
En 1900, con la publicación de Ariel por el uruguayo José Enrique Rodó —un inmediato éxito literario continental, tal vez el primero— comparece una explicación diferente: ha hecho mal el Nuevo Mundo en olvidar los grandes valores de la cultura latina y su tradicional devoción por las cosas del espíritu. Hay en ellos mayor dignidad que en el materialismo de los anglosajones. Hay que volver a la matriz original y exculpar a España de nuestros errores. Rodó, además, es dulcemente antiamericano. No culpa a los gringos de nuestros fracasos, pero señala la superioridad moral de la cultura latina. Tras él vendrán quienes añadirán otro género de razonamientos mucho más cercano al análisis político y económico. El argentino Manuel Ugarte, gran polemista y gran panfletario, será el vocero mayor del antiimperialismo. Su compatriota José Ingenieros repetirá los argumentos, ya trufados con una carga marxista, pues escribe tras la revolución bolchevique de 1917. ¿Qué es eso? Es el nacimiento de una estupenda coartada para explicar los males que afligen a los latinoamericanos: son pobres porque los intereses foráneos los explotan. Ese sencillo razonamiento, adornado con mil adjetivos y convoyado por otras tantas teorías laterales —la dependencia, el estructuralismo, el juicio moral de los teólogos de la liberación— estará vigente durante ochenta años, precisamente hasta la llamada década perdida —1980-1990— cuando, al fin, ante el ejemplo inocultable de otros pueblos subdesarrollados —Singapur, Corea del Sur, Taiwan, la propia España— que conseguían dar un salto al primer mundo de la mano, precisamente, de los poderes «imperialistas», se vio que era esencialmente disparatada.
A pesar de constituir una hipótesis dudosa que los hechos desmentían, el antiimperialismo, fundamentalmente expresado como antiyanquismo en América Latina, se convirtió en uno de los principales resortes para impulsar la violencia política en el Continente, especialmente a partir de la influencia castrista en los movimientos guerrilleros que plagaron Centroamérica durante por lo menos las tres décadas que van de 1960 a 1990, o los que todavía afectan de una manera terrible a Colombia, amenazando incluso su supervivencia como nación organizada. Dentro de la racionalización revolucionaria, suscribiendo las tesis leninistas, los insurrectos —y Che Guevara es el mejor ejemplo de ellos— daban por supuesto que los empresarios locales y la pequeña burguesía eran aliados naturales del imperialismo y sus «criados» domésticos. Destruirlos, pues, era un objetivo válido, mientras se cercenaban los lazos económicos establecidos con Occidente porque, supuestamente, esos vínculos habían sido forjados para garantizar la dependencia de las naciones de un Tercer Mundo radicado en la periferia del capitalismo y, por lo tanto, condenado al atraso. ¿Dónde estaban los aliados naturales de los revolucionarios latinoamericanos? En el campo socialista. Esta, en síntesis, fue la tesis defendida a capa y espada por Fidel Castro dentro del Movimiento de No-Alineados: había que alinearse con Moscú y sus satélites porque las naciones comunistas supuestamente no tenían pretensiones de dominio económico. Sólo que a partir del surgimiento de la perestroika y la desaparición del Bloque del Este toda esa argumentación cayó por su propio peso.
¿Cuánto había de razón en el antiimperialismo, y, especialmente, en el antiyanquismo, enérgica emoción que empezó a arraigar muy fuertemente desde los inicios del siglo XX tras la guerra hispano-norteamericana de 1898? En 1823 Estados Unidos había proclamado la «Doctrina Monroe», pero en aquel momento esa postura fue aplaudida por los latinoamericanos. Se trataba de impedir que se embarcaran rumbo a América para recuperar el imperio de ultramar los famosos Cien mil hijos de San Luis y la Santa Alianza que habían puesto fin al trienio liberal español restaurando el absolutismo de Fernando VII. Y muy buenas razones tenía Estados Unidos para abrigar ese temor. En pocos años, el pequeño perímetro de las Trece colonias originales se había multiplicado con la donación que les hiciera Napoleón de la inmensa Louisiana —un acto concebido para castigar a los ingleses— y con la forzada venta de la Florida a que se vio obligada España en 1819. La «Doctrina Monroe» planteaba lo que hoy la prensa calificaría de una postura «progresista», aunque no la inspiraba la solidaridad geográfica sino el temor a que Inglaterra, al calor de este espasmo imperial que sacudía a Europa, intentara algo similar en Estados Unidos. Al fin y a la postre, en 1812 Londres no sólo había desencadenado de nuevo la guerra contra su ex colonia americana, sino que había conseguido incendiar la capital estadounidense de manera humillante y prácticamente impune.
Una generación más tarde, a mediados del siglo XIX, en medio de una ola de exultante nacionalismo, se había producido el despojo de la mitad norte de México, unas veces mediante compras forzadas —Nuevo México, California—, y otras mediante guerras de secesión desatadas por colonos euroamericanos —muchos de ellos emigrantes recién llegados del Viejo Mundo— decididos a separarse de México e incorporarse a Estados Unidos, entonces una esperanzadora nación que prometía evitar los viejos errores de Europa. Esa fue la historia de la efímera República de Texas y de su bandera de la «estrella solitaria», un mero y mal disimulado trámite en el camino hacia la Unión Americana y hacia otra enseña mucho más nutrida de astros. Gobernaba entonces el presidente James Polk, y un periodista había puesto en circulación una frase que reflejaba el talante de la arrogante y exitosa sociedad estadounidense: el Destino Manifiesto. Dios quería que toda América, de polo a polo, quedara bajo el control y la dirección de Estados Unidos, una nación cuyas virtudes la precipitaban al liderazgo y a la conducción de los pueblos menos dotados. Curiosamente, Marx y los radicales de la época aplaudieron ese acto imperial norteamericano, persuadidos de que la causa del proletariado avanzaría más rápidamente dentro del dinamismo económico de los estadounidenses que en el seno de la desordenada y soñolienta sociedad mexicana. No fue la única vez que el pensador alemán hirió la sensibilidad latinoamericana: pocos juicios han sido tan ofensivos como los que en su momento vertiera contra Bolívar. El venezolano siempre le pareció algo así como un lamentable aprendiz de Napoleón.
Tras la guerra de 1898 contra España, llegó la nueva etapa imperial norteamericana en América Latina, que duraría hasta que Franklin D. Roosevelt es electo presidente a principios de los años treinta. Ese primer tercio del siglo XX —una vez saciado el apetito territorial con el dominio sobre Puerto Rico, las bases navales en Cuba y la franja panameña donde se construiría el Canal— se caracterizaría por el papel de potencia gendarme que se arroga Washington. Es la diplomacia de las cañoneras. Los sucesivos gobiernos republicanos y demócratas se empeñan en mantener la ley y el orden en el vecindario caribeño. Ante situaciones caóticas, y ante el temor de que otras potencias envíen sus flotas a cobrar cuentas pendientes, intervienen en Cuba, en República Dominicana, en Haití, en Nicaragua. Generalmente, además de desarmar adversarios —a veces mediante el uso de la fuerza—, mejorar los sistemas de sanidad y educación y organizar las aduanas, adiestran militares con la esperanza de que pongan orden en el patio: son las constabulary forces, algo así como una policía militar. Cuando Pancho Villa cruza las fronteras, los estadounidenses lanzan operaciones punitivas —infructuosas, por cierto— y establecen en toda la zona una especie de protectorado de facto que acaba por ser contraproducente. Washington se empeña en forjar democracias estables y amistosas con Estados Unidos y con sus inversionistas, pero con frecuencia lo que sucede es que esos lazos procrean dictadores detestables como el nicaragüense Anastasio Somoza o el dominicano Rafael Leónidas Trujillo. Cuando en 1934 Roosevelt asume el poder, está decidido a terminar con esa inútil estrategia e inaugura la «política de la buena vecindad».
«Nosotros somos los buenos y ellos son los vecinos», dicen los mexicanos más incrédulos. Otros analistas más cínicos calificarían el cambio de estrategia como «benigna negligencia». En todo caso, uno de los primeros actos del gobierno de Roosevelt, en 1934, es abrogar la «Enmienda Platt» que mantenía a Cuba como un virtual protectorado norteamericano.
Muy poco tiempo duró en Washington el propósito de no interferir en los asuntos latinoamericanos. Primero la Segunda Guerra mundial generó tensiones con gobiernos simpatizantes del eje nazi-fascista, como el de Perón en Argentina y el de Arnulfo Arias en Panamá, a quien derrocaron con celeridad. A continuación, la guerra fría provocó otra ola de presiones e intervenciones encubiertas dirigidas a proteger los intereses políticos y económicos estadounidenses, lo que dio lugar a la aparición del anticomunismo, una cobertura ideológica en la que se agaritaron los dictadores de siempre. El cubano Batista, el venezolano Pérez Jiménez, el peruano Odría, el colombiano Rojas Pinilla eran espadones guarnecidos por el anticomunismo. En Guatemala, en 1954, la Agencia Central de Inteligencia, la CIA —que entonces daba sus primeros pasos—, con la complicidad de militares guatemaltecos derrocó a Jacobo Arbenz, un coronel electo en comicios libres que mostraba inclinaciones izquierdistas, había comprado armas a Checoslovaquia y había afectado negativamente los intereses de la United Fruit Company. Cinco años más tarde, en 1959, Fidel Castro derrotaba al ejército de Batista —que apenas combatió— y alcanzaba el poder decidido a realizar una revolución comunista y a instalar un régimen de partido único a pocos kilómetros de Estados Unidos. Dentro de la lógica de la guerra fría el enfrentamiento resultaba inevitable.
Al margen del antiamericanismo y del antiimperialismo, otra hipótesis sobre el modo de desarrollar a los pueblos latinoamericanos vio la luz a principios del siglo XX, y esta vez los mexicanos fueron los impulsores: la revolución de 1910, la que derrocó a Porfirio Díaz, tenía un componente de reivindicación campesina —la redistribución de las tierras productivas— que modificaba totalmente la fuente de la legitimidad política. El poder político sólo se justificaba si redistribuía la riqueza equitativamente y se convertía en el gran dispensador de justicia social. El Estado existía para redimir a los pobres. Es lo que se deriva de la Constitución de Querétaro proclamada en 1917. ¿Cómo? Otorgándoles bienes hasta entonces en poder de los ricos.
De ese Estado Justiciero al poco tiempo y de manera natural se avanzó en una dirección coherente que a largo plazo resultó terriblemente onerosa: para lograr la felicidad y el desarrollo de América Latina era menester convertir al Estado en el gran motor de la economía. La tesis era simple: los capitales locales resultaban escasos y la capacidad de absorción tecnológica mínima. Asimismo, los empresarios privados perseguían fines egoístas que no siempre resultaban convenientes para el conjunto de la sociedad. Sólo una entidad poderosa e imparcial como el Estado, donde estaba representada la totalidad del pueblo, tenía el músculo y la altura de miras necesarios para acometer exitosamente la tarea: había nacido el Estado empresario capaz de industrializar los países a marcha forzada, sustituir las importaciones y convertirse él mismo en el gran exportador. Esto fueron el mexicano Lázaro Cárdenas, el argentino Juan Domingo Perón, el chileno Eduardo Frei Montalva, el brasilero Getulio Vargas, el peruano Velasco Alvarado, el cubano Fidel Castro. Unos, como Frei Montalva, actuaron desde principios democráticos; otros, como Cárdenas, desde el nacionalismo revolucionario; algunos —Perón, Vargas— concebían los problemas políticos desde coordenadas fascistas; mientras otros, como Velasco Alvarado, recurrían a esquemas groseramente militaristas. Por su parte, Castro era un estalinista convencido de las virtudes intrínsecas del colectivismo y de la organización administrativa implantada por Lenin en la URSS. Pero todos coincidían en el punto clave: la solución económica de los pueblos latinoamericanos residía en Estados fuertes que guiaran a las sociedades hasta un destino superior de desarrollo y felicidad colectivas.
Es esa certeza la que se hizo añicos a fines del siglo XX. Tras ensayar todos esos experimentos y ver el sucesivo fracaso de las reformas agrarias, de las nacionalizaciones de las empresas y de los recursos naturales —el petróleo mexicano y venezolano, el cobre chileno—, y tras comprobar el desastre de los Estados empresarios —fuente de corrupción, atraso y encarecimiento del costo de vida—, los latinoamericanos perdieron toda ilusión con las interpretaciones convencionales y constataron un dato demoledor: al terminar la vigésima centuria, América Latina era, comparativamente, mucho más pobre de lo que lo fueron sus abuelos con relación a los vecinos Canadá y Estados Unidos: diez veces más pobres si se comparaban los per cápitas de ambas regiones. Pero si a principios de siglo la distancia era superable —el teléfono, la electricidad y el tren estaban al alcance intelectual de todos— de entonces a hoy la brecha abierta en el terreno científico —el espacio sideral, la biogenética, el átomo, la cibernética, las comunicaciones— había tomado unas proporciones descomunales que iba configurando dos mundos sustancialmente diferentes.
¿No hay síntomas esperanzadores? Sí los hay: la quiebra de los Estados empresarios y el descrédito del colectivismo le ha devuelto a la sociedad civil —por lo menos para una parte sustancial de la opinión pública— el protagonismo que había perdido. De ahí la corriente privatizadora de los activos en poder del Estado. De ahí el abandono de la propuesta keynesiana de utilizar el gasto público para estimular el crecimiento, aun a costa de soportar grandes déficits. De ahí la voluntad de olvidar las prácticas inflacionistas del endeudamiento excesivo o de incurrir en gastos sociales sin contar previamente con la necesaria recaudación fiscal. De ahí también la aceptación de la globalización como un fenómeno positivo del que todos pueden beneficiarse, aun cuando el periodo de adaptación pudiera resultar doloroso por el desmantelamiento de las barreras proteccionistas que mantienen en pie ciertas industrias nacionales costosas, ineficientes y atrasadas. Medidas todas que forman parte de una reforma del Estado casi de carácter planetario, pues no son muy diferentes a los «acuerdos de convergencia» que se plantearon los países de la Unión Europea para unificar sus monedas, o a lo que predican los políticos norteamericanos y canadienses en sus propios países. Por otra parte, es una buena noticia el surgimiento en el cono sur de un mercado común de doscientos millones de personas —Mercosur— con un per cápita aproximado de cinco mil dólares al comenzar el siglo XXI y una clara voluntad de integrarse en los circuitos comerciales y tecnológicos del Primer Mundo. Algo que al norte del continente ya hiciera México al vincular su destino económico a Estados Unidos y Canadá. Asimismo, en Centroamérica, Costa Rica ha dejado de ser la excepción democrática y por primera vez en la turbulenta historia de la región no hay guerras civiles ni internacionales, y los siete gobiernos de la zona —incluidos Panamá y Belice, el país negro y de habla inglesa inventado por los ingleses en el siglo XIX e injertado en un costado de Guatemala— son el producto de elecciones libres a las que concurren todas las fuerzas políticas, incluidas las formaciones guerrilleras de antaño, ahora convertidas en partidos de izquierda dispuestos a aceptar las reglas democráticas. ¿Por qué ese dramático cambio? Sin duda, el fin de la guerra fría tiene en ello una importancia capital, pero también el evidente fracaso de las fórmulas de desarrollo ensayadas a lo largo del siglo XX. Estos dos factores, qué duda cabe, han sido fundamentales para que en casi toda la clase dirigente se afiance la convicción de que no hay alternativa válida frente a la democracia y la economía de mercado basada en la propiedad privada, fenómeno constatable en el giro dado por partidos tradicionalmente estatistas, como el justicialismo argentino o el PRI de los mexicanos derrotado por el PAN en las elecciones del 2000 tras siete décadas de hegemonía. Mas lo que no resulta tan obvio es que los nuevos paradigmas de gobierno sean recibidos con entusiasmo. ¿Por qué? Porque no se ha llegado a ellos como resultado de un cambio real de opinión basado en la reflexión y el análisis de ideas contrapuestas, sino como consecuencia del descalabro de las viejas concepciones políticas. La conclusión, teñida de melancolía y con cierta nostalgia por los días gloriosos de las revoluciones y las soluciones fulminantes, no es que se trate del camino idóneo, sino que no hay otro.
En todo caso, una cosa es el análisis de los mejor educados y otra muy diferente la percepción de las grandes masas. Algún capítulo anterior se iniciaba con una referencia a la perturbadora actitud de sociedades —la venezolana, la peruana, la ecuatoriana, son muchas— que arremetían sin mayores cargos de conciencia contra sus propias instituciones democráticas como consecuencia del empobrecimiento progresivo, de la inflación que les carcome su capacidad adquisitiva y de la falta de oportunidades laborales. Tal vez nunca han sentido que el Estado en el que desarrollan sus vidas como ciudadanos ha sido naturalmente segregado por ellas para su ventaja y disfrute. Tal vez la percepción general es que se trata de una entidad extraña administrada por gentes que buscan su propio beneficio. Tal vez nunca han visto a sus gobernantes como los representantes de sus intereses reales. En estos parajes el Estado, sencillamente, es para los otros. Por eso cada cierto tiempo alguien intenta demolerlo ante el aplauso y la complacencia de las muchedumbres. La rabia y la confusión son malas consejeras.