EN EFECTO: INVENTARON ELLOS

Si un extraterrestre sobrevolara los distritos comerciales de Caracas, Santiago de Chile, Buenos Aires, e incluso Bogotá y Quito, podría llegar a la conclusión de que esas capitales albergan formas de civilización y niveles de desarrollo industrial y científico intercambiables con Londres, Ámsterdam o Los Ángeles. Y si en su hipotético viaje alcanzara el campus central de la Universidad Autónoma de México, con sus doscientos cincuenta mil estudiantes —el mayor del planeta—, a veces paralizado por huelgas absurdas, la multitudinaria San Marcos en Lima o la Universidad de Santo Domingo, y si se le notificara que las tres instituciones fueron fundadas hace más de cuatrocientos años, un siglo antes que Harvard, probablemente supondría que América Latina forma parte de la cabeza intelectual del mundo. Los síntomas externos lo habrían precipitado en esa dirección.

Se equivocaría. Es verdad que en América Latina no faltan enormes instituciones educativas, y no miente quien afirme que abundan los profesionales notables, o que existe una buena dotación de expertos, e incluso de sabios, pero también es cierto que Iberoamérica, incluidos Portugal y España en esta triste aseveración, es el segmento cultural que menos ha contribuido al desarrollo intelectual de Occidente en los últimos siglos, lo que ha motivado no pocos denuestos, como aquella cruel descalificación general atribuida a Giovanni Papini: «el continente estúpido». ¿Por qué esa ausencia nuestra del campo creativo? Es una larga y alambicada historia, cuya explicación ha suscitado los mayores debates —la polémica sobre la existencia o no de «ciencia española» dividió acremente a los intelectuales de la Península en tiempos de Menéndez Pelayo—, y en la que se confunden los datos objetivos con las emociones, los deseos y un mal entendido patriotismo, como si señalar nuestras deficiencias o carencias fuera una artera forma de mancillar el honor de la tribu.

Sin embargo, hay pocos asuntos tan importantes como éste. ¿Por qué España —y como consecuencia el mundo por ella parido allende el océano— no fue una nación innovadora en materia técnica y científica? Lewis Mumford, en su conocido ensayo Técnica y civilización —uno de los estudios de sociología histórica más apasionantes del siglo XX— termina su libro con un apéndice en el que consigna los 506 inventos, hallazgos, innovaciones e instituciones que cambiaron la faz del mundo entre el siglo X y 1933, fecha de la primera edición de su obra. Y en esa lista sólo comparece un español, Blasco de Garay, quien en el siglo XVI tuvo la feliz idea de añadir ruedas de paletas a los barcos, que era algo así como cruzar los buques con los molinos de agua. Probablemente Mumford —al que nadie puede acusar de anglofilia—, olvidó anotar el nombre del histólogo Santiago Ramón y Cajal —merecido premio Nobel de Fisiología en 1906—, y el de Juan de la Cierva, un hábil ingeniero que en 1923 diseñó el autogiro, una especie de protohelicóptero. Y de haber llevado su lista hasta nuestros días, no hubiera faltado Severo Ochoa, uno de los investigadores más importantes en la batalla por descifrar las claves de la herencia. Pero, en todo caso, esos nombres egregios, el del cubano Carlos J. Finlay o los argentinos B. A. Houssay y René Favaloro, no alteran sustancialmente el terco dato que aflora ante cualquiera que desapasionadamente examine este asunto: es mínimo el aporte de nuestras gentes a la aventura cultural de Occidente en el terreno científico y técnico, aunque no así en el artístico, donde la presencia de España y América Latina es realmente notable.

A principios del siglo XX, cuando Miguel de Unamuno se enfrentó con este fenómeno, lo despachó con una conocida boutade: «¡que inventen ellos!». No trató de negarlo, como inútilmente intentara Menéndez Pelayo una generación antes, sino apeló a una frase desdeñosa, como si la esterilidad científica y técnica no tuviera serias consecuencias. Pero se equivocaba el eminente polígrafo: no formar parte del pelotón de avanzada en estos terrenos traía aparejados un grave perjuicio económico y la inevitable subordinación al liderazgo de otras naciones. España y América Latina se fueron convirtiendo en apéndices sin autonomía de las sociedades que desarrollaban las comunicaciones, la aeronáutica, la farmacología, la televisión, la biogenética, la carrera espacial, la energía nuclear, la informática, y el resto de las disciplinas que han dibujado el perfil de Occidente. Sencillamente, no se podía hacer uso pasivamente de esos desarrollos sin impedir que nuestra propia civilización —por llamarle de algún modo al perímetro iberoamericano— acabara adquiriendo parasitariamente y en condiciones de subordinación política e intelectual el contorno de las naciones más creadoras.

Y a esto habría que agregarle el aspecto económico: el desarrollo y la propagación de cada hito científico y técnico —la telefonía, la aviación, la electrificación, etcétera— iban añadiendo valor agregado a la sociedad que los impulsaba, distanciándola paulatinamente de los pueblos que se iban quedando rezagados. No es que las naciones más poderosas privaran de sus recursos a las más pobres, como suelen alegar los que muy poco entienden de economía —eso sólo ocurrió precisamente en la etapa precientífica—, sino que los pueblos más innovadores y audaces fueron creando más riqueza, acelerando con ello el ritmo del desarrollo. El muy autorizado Angus Maddison lo expresa con claridad al inicio de su Historia del desarrollo capitalista publicada en 1991: «Desde 1820 los países capitalistas avanzados han incrementado su producto total setenta veces, y en la actualidad representan la mitad del PIB mundial. Su renta per cápita real es hoy catorce veces mayor que en 1820 y el séxtuplo del promedio correspondiente al resto del mundo».

Tal vez quien mejor explicó la relación entre prosperidad y progreso técnico y científico fue el economista austriaco Joseph Schumpeter con su reivindicación del empresario emprendedor como dínamo incomparable del proceso de creación de riquezas, y con la noción del «flujo circular» y las recíprocas influencias entre la técnica y la organización productiva: los creadores introducían nuevos bienes, lo que a su vez generaba nuevos métodos de producción y administración, inmediatamente comercializados en nuevos mercados, estímulo económico que provocaba la competencia de nuevos agentes económicos empeñados en mejorar y abaratar los productos. En otras palabras: la innovación desataba una febril actividad económica que levantaba incesantemente el nivel de vida de las sociedades punteras, afirmación que en nuestros días puede verificar cualquiera que haya seguido de cerca —por ejemplo— la secuencia de la informática a partir de las primeras máquinas diseñadas por IBM: computadoras cada vez más veloces y económicas, Internet, mercadeo virtual, etcétera. ¿Cuánto de la creciente prosperidad norteamericana a partir de los años setenta del siglo XX, la llamada «nueva economía», se debe a las múltiples derivaciones de ese artilugio electrónico? ¿Cuál era, finalmente, la clave última de las sociedades más exitosas del mundo de acuerdo con Schumpeter? Era la combinación entre el empresario enérgico —el capitán de industrias que decía Carlyle— y el genio innovador. Cuando las sociedades auspiciaban la existencia abundante de estos especímenes mediante las instituciones adecuadas —economía de mercado, Estado de derecho, reglas equitativas—, se producía el rápido despegue. Cuando faltaba algún elemento, las cosas ocurrían de otro modo.

Ahora bien, la persuasiva explicación de Schumpeter sobre la dinámica del desarrollo económico deja sin responder el porqué la furia creativa en el campo científico y técnico se dio en ciertos países de Europa y en otros no, España y Portugal entre estos últimos, y, como consecuencia, tampoco en América Latina. La conjetura que exploramos en este capítulo es que, en gran medida, la pertenencia o la exclusión de la reducida lista de países líderes en materia de desarrollo técnico y científico, ergo económico, tiene que ver con la educación impartida y con la cosmovisión que de ella se deriva, de manera que vale la pena acercarse muy cautelosamente a esta resbalosa cuestión.

En efecto, en cualquier historia —y estos papeles pretenden ser un libro de historia diferente— es básico saber cuándo se fundaron las instituciones clave, y entre las primeras están las educativas. La educación formal —lo que se aprende, cómo se aprende y por qué se aprende, razón de ser de la epistemología— tiene una importancia capital para entender el desempeño posterior de los pueblos. Ya casi nadie duda de que no hay diferencias biológicas entre las «razas» o los grupos humanos, sino diferencias en la información que atesoran y en la educación que reciben, incluida la escala de valores, pues de ahí se desprenderá una cosmovisión que generará comportamientos, quehaceres, y, naturalmente, resultados. Todo ello, por supuesto, dentro de un proceso proteico, cambiante, lo que nos permite asegurar que no hay ningún destino permanente. La Inglaterra muy pobre de los siglos XIII y XIV se transformó en el inderrotable imperio del XVIII y XIX. China, más rica y culta que Europa en el siglo XV, se quedó petrificada en su milenaria tradición. Por la otra punta, la temida España del XVI fue haciéndose cada vez más insignificante en la medida en que nos adentrábamos en la etapa contemporánea. Un fenómeno inverso al que se observa en Japón o, incluso, en Rusia, cuya ascendente trayectoria desde el atrasado y casi silvestre principado de Moscovia hasta la construcción de la URSS, aún teniendo en cuenta la brutalidad con que ocurrió este gran salto, puede resultar pasmosa a los ojos de cualquier observador imparcial.

Los fundamentos de la educación tradicional

Cuando los conquistadores arribaron al Nuevo Mundo —lo que no dejó de ser para ellos una frustración, pues esperaban encontrar las viejas costas asiáticas repletas de las ansiadas especias—, lo primero que hallaron fueron sociedades muy primitivas de la familia de los arahuacos, en las que no existían (o ellos no fueron capaces de distinguir) vestigios de educación organizada, dato que les llevó a pensar que los indios eran punto menos que salvajes.

Sin embargo, los españoles no tardaron en comprobar su error. Cuando llegaron a México, a la muy compleja cultura de los aztecas, verificaron, no sin cierta admiración, que los nativos contaban con un estructuradísimo sistema educativo en el que existía una clara correspondencia entre la clase a la que se pertenecía y los conocimientos a los que se tenía acceso. Entre los campesinos pobres —el grupo más numeroso de la pirámide social—, llamados mecehualtin, eran los padres los responsables de enseñar a sus hijos varones tanto las tareas propias de los agricultores como las normas de convivencia, y resultaba socialmente aceptable que recurrieran a los castigos más severos, incluido el de utilizar sobre la piel de los niños el humo urticante de ciertos chiles colocados al fuego. A la madre, en cambio, le tocaba la instrucción de las niñas en las tareas propias de su género, y solía ser menos rigurosa en la fase de adiestramiento.

La casta de los nobles, los pipiltin, recibían una educación que hubiera admirado a Platón: los educaban para ser modelo de caballeros. Si iban a pertenecer al grupo dominante, debían aprender a comportarse como señores valientes, generosos, sobrios, siempre en control de sus emociones. Y al llegar a la pubertad se dividían en dos grupos básicos: los que asistían al calmécac, destinados al sacerdocio o a la burocracia imperial, y los que acudían al telpochali, verdaderas escuelas militares, elemento básico de una civilización que era fundamentalmente guerrera. Sin embargo, los mexicas de mayor jerarquía social eran los formados en el calmécac. ¿Por qué? Tal vez porque eran los depositarios de la ciencia y la técnica aztecas. Aprendían astronomía, ingeniería civil, matemáticas. También himnos religiosos y la particular cosmogonía de ese pueblo, todo ello bajo la atenta supervisión de los sacerdotes que controlaban la vida de estos jóvenes con el mismo rigor con que se hacía en los más severos monasterios cristianos, y con algunos de los mismos presupuestos morales. Estaban proscritas, por ejemplo, las relaciones sexuales, y quien fuera sorprendido violando la norma podía sufrir un ejemplar castigo.

Si esa fue la experiencia de Cortés ante los aztecas, la de Pizarro y Almagro en los Andes resultó parcialmente distinta. Los incas tenían un sistema más rudimentario de trasmisión de conocimientos, lo que les hizo pensar a los españoles que podía tratarse de un deliberado esfuerzo por mantener a las masas sojuzgadas, puesto que el régimen incaico tenía bastante de estado totalitario. En todo caso, existían ciencia y técnicas incas, como acreditan las imponentes ruinas de Machu Picchu o los restos de construcciones urbanas que aún se conservan en Cuzco. Sin embargo, no es muy denso el patrimonio cultural precolombino que sobrevivió a la Conquista de la América que comenzaba a ser hispánica, pese a la Historia general de las cosas de la Nueva España (1558-1569) escrita por Bernardino de Sahagún, donde el sabio religioso recoge cierta información sobre los saberes astronómicos y médicos de los aztecas, o el curiosísimo opúsculo, coescrito en latín por dos de los primeros indios licenciados en esa disciplina por los españoles, Juan Badiano y Martín de la Cruz, quienes sorprendieron a los europeos con un Libellus de medicinalibus Indorum herbis, en el que consignaban buena parte de la sabiduría azteca en materia botánica. Otro texto que merece ser mencionado es el del severo Diego de Landa, destructor de numerosos textos mayas —quemados por constituir herejías próximas a Satán—, pero redactor él mismo de una valiosa Relación de las cosas de Yucatán, libro en el que consigna para la posteridad muchos aspectos valiosos de la vida de los mayas.

Curiosamente, las primeras instituciones educativas de los españoles en América no fueron creadas en beneficio de los blancos, sino de los indios, pero no había en ello altruismo sino una clara intención de control social, unida al celo misionero. Los conquistadores, casi todos ellos jóvenes adultos, no pensaban en mejorar su educación, pero el compromiso con Roma hecho por la Corona española incluía la obligación de evangelizar a los nativos, lo que inmediatamente se convirtió en un esfuerzo por transculturizarlos. No sólo se trataba de enseñarles a los indios la palabra de Dios o «la religión verdadera», sino, además, de arrancarlos de su matriz cultural y convertirlos en una suerte de semiespañoles. ¿Cómo se lograba esa transformación? Con la enseñanza. De inmediato comienzan a llegar «sacristanes de indios», casi todos franciscanos y dominicos, algunos mercedarios y agustinos, más tarde jesuitas, dispuestos a convertir a la fe católica y a una variante elemental de la cultura española a una inmensa masa de indígenas controlada con las espadas y atemorizada por los caballos y las «atronadoras» armas de fuego. Pero los niños son muchos y escasean los curas-maestros, mientras se comprobaba que había muy pocos seglares con vocación docente. ¿Cómo llevar a cabo la formación de los indios con tan limitados recursos? Eligiendo a los hijos de los caciques y de los señores principales, con la certeza de que se convertirían en modelos para el resto del pueblo. Si ellos conseguían educar a los hijos de la élite india, la próxima generación habría perdido cualquier voluntad de resistencia.

No fue fácil. Para la vieja casta aristocrática indígena, la entrega de sus hijos al invasor para que fueran educados a la manera española, aunque podía ofrecer ciertas ventajas materiales, resultaba repugnante.

¿Cómo evitar esa ignominia? Algunos entregaron niños plebeyos al «sacristán de indios», en lugar de sus verdaderos descendientes —«cambalache» que trajo como consecuencia cierta movilidad social—, mientras otros, sencillamente, huyeron, aunque los más, abrumados por la derrota, cedieron, y comprobaron cómo los pequeños, en efecto, iban transformándose en una variedad culturalmente mestiza del pueblo invasor en la medida en que avanzaba un proceso que hoy calificaríamos de «lavado de cerebro».

Los niños, naturalmente, aprendían pocas cosas en las «escuelas de indios»: historia sagrada, las letras, los números, himnos religiosos —cantaban incesantemente, lo que parecía gustarles tanto a los curas como a los indios—, y algunos oficios. No se esperaba de ellos ni originalidad ni creación independiente. Era una instrucción formativa-repetitiva. Se privilegiaba la educación de los varones, pero hubo algunas escuelas para niñas. Incluso, en México llegó a fundarse una tercera modalidad: una escuela para mestizos. Se intentaba también formar a los indios mejor dotados como cuadros cristianos capaces de penetrar en la sociedad indígena. En algunos casos, cuando se destacaban por su inteligencia y dedicación, conseguían alcanzar conocimientos propios de los españoles más cultos. Ésa es la historia de los indios latinistas Hernando de Ribas y Antonio Valeriano, buenos lingüistas, pues debían dominar no sólo la lengua materna, sino también el español y el latín, y moverse entre los tres idiomas con soltura.

Las primeras universidades y la supervivencia del pasado

A mitad del siglo XVI ya existían tres universidades en América Latina, lo que no deja de ser admirable dada la escasa densidad demográfica española en el Nuevo Mundo pues, aunque los indios teóricamente podían matricularse, lo cierto es que muy pocos lo hicieron. La de Santo Domingo, fue fundada en 1538, y las de los virreinatos de México y Lima, en 1553. Todas habían sido creadas a imagen y semejanza de la de Salamanca y, en menor medida, de la de Alcalá de Henares. Contaban con cinco facultades —Teología, Cánones, Leyes, Medicina y Artes—, y el rector poseía tanta autoridad sobre profesores y estudiantes, o sobre el funcionamiento del centro educativo —incluidas competencias judiciales con posibilidades de imponer castigos en los que no hubiera mutilación o muerte—, que eran frecuentes las disputas con los burócratas de la Colonia, incluidos los mismísimos virreyes.

Exactamente como en Europa, el latín era la lengua de estudio, y en ese idioma se dictaban las clases, generalmente de una hora, periodo calculado por medio de «relojes» de arena. Los estudiantes solían permanecer en silencio, salvo si se les pedía que intervinieran, y para graduarse les bastaba con asistir regularmente —los bedeles pasaban las listas—, pues no existían exámenes de asignatura, aunque sí de grado, y era costumbre, cuando terminaban los estudios de licenciatura o doctorado someterlos a unas bromas mordaces llamadas «vejámenes». ¿Cómo eran esas clases? Siguiendo el viejo método medieval —basado, entre otras razones, en la ausencia de suficientes libros—, se trataba de lecturas y de comentarios a los textos desde diversas perspectivas: literaria, histórica, espiritual, alegórica. Eso era la lectio, y constituía la esencia de la pedagogía medieval, luego prolongada, en algunos casos, hasta los siglos XVIII y XIX. ¿Qué leían? Leían a los auctores, de donde provenía la palabra auctoritas, autoridad. Esto es, creadores irrefutables que encerraban toda la verdad. Una verdad que ya había sido hallada y que, por lo tanto, no podía ponerse en duda. Ése era el método escolástico: redescubrir racionalmente las verdades por medio de la glosa, recurriendo al comentario minucioso de los textos, no mediante el examen de la realidad ni como resultado de la experiencia. Verba, non res, la palabra, no la cosa, es lo importante. Cuando surge una duda en la interpretación de los textos, una questio, se acude a la disputatio, a la disputa, para resolverla. Pero esa disputatio tampoco es un ejercicio libre de imaginación, sino una especie de esgrima verbal prefabricada, en la que todo se argumenta mecánicamente utilizando reglas invariables.

¿Por qué esa fascinación casi fetichista con la palabra, especialmente con la escrita? Porque para los ideólogos católicos el objeto final del conocimiento es ascender hasta las Escrituras. Una religión fundada en la veracidad de unos libros sagrados y revelados a los elegidos tiene que ser capaz de llegar a la sabiduría por medio de la palabra.

En el medievo la lista de auctores era casi siempre la misma: Donato para la gramática, Cicerón y Quintiliano para la retórica, Galeno y Constantino el Africano para Medicina, el Corpus Iuris Civilis de Justiniano para el derecho y Porfirio y Boecio para la Filosofía. Con el tiempo podían cambiar los auctores, pero al alumnus —literalmente, al nutrido— se le «alimenta» con unos textos que deberá asimilar sin cuestionarlos porque pocas cosas podía haber más ingratas a los ojos de Dios que la «soberbia intelectual». Ni siquiera basta ser un maestro reconocido para poder tener ideas propias. Una de las quejas más amargas de Rogerio Bacon —un sabio él mismo— contra Alberto Magno, luego proclamado santo y Doctor Universalis, era que el alemán, docente en la Universidad de París, proponía sus tesis, sus opiniones, como auténticas. Vale la pena regresar al ejemplo: lo que invalidaba el razonamiento de Alberto Magno no eran los aciertos o los yerros de sus enfoques, sino la falta de auctoritas.

¿Para qué parafrasear lo que el ensayista italiano Eugenio Garin ha resumido elegantemente en La educación en Europa: 1400-1600? Citémoslo: «Con la definición de las estructuras de la escuela, con el rígido establecimiento de los métodos, libros y formas de enseñanza, se va cristalizando un modo de pensar, un sistema de la realidad y de la vida, fijado en esquemas rígidos que, nacidos de un razonamiento fluido, pretendieron inmovilizarlo en fórmulas válidas para siempre. Estas fórmulas representaron la grandeza y el límite de lo que precisamente se llama la escolástica. Su grandeza consistió en haber reunido en las escuelas la elaboración de un sistema capaz de asumir un valor universal; y su límite fue haber creído en la validez de aquel sistema, considerando absoluta aquella admirable «técnica» del saber que se había definido especialmente en París y en Bolonia, en los dominios de la teología o del derecho».

Cuando la universidad llega a América ese sistema pedagógico está totalmente en crisis. Una parte muy importante del Renacimiento es precisamente eso: la rebelión contra la vieja pedagogía escolástica. Es en los siglos XV y XVI cuando comienza a hablarse de studia humanitatis, esto es, de estudios humanísticos. ¿En qué consisten? Es una relectura de los clásicos paganos, griegos y romanos, pero sin el corsé impuesto por la escolástica. A Europa occidental han llegado de la mano dos notables acontecimientos que se conjugan inmediatamente: la imprenta de Gutenberg y los eruditos bizantinos que en 1453 huyeron de los otomanos llevándose sus códices helénicos. Ya no se lee a los clásicos buscando la confirmación de los dogmas católicos, sino por el placer de conocerlos. El hombre se ha vuelto el centro de la Creación y hay que celebrar su existencia y escudriñar su entorno con una actitud más racional y desprejuiciada. Esto entraña una sorda protesta contra los frailes, a quienes se les achaca una grave responsabilidad en el manejo de la educación.

En efecto, la Iglesia había tomado la educación bajo su control desde el momento mismo del hundimiento del imperio romano de Occidente en el siglo V. Pero eso también quería decir que la Iglesia arrastraba la pedagogía romana, la educación latina que, a su vez, había sido construida sobre el modelo griego del heptatucon o las siete columnas que sostenían el templo de la sabiduría, como rezaba la metáfora clásica: la gramática o habilidad para el buen decir; la retórica que enseñaba la argumentación persuasiva; la dialéctica o lógica que adiestraba para percibir el bien o el mal; la aritmética que mostraba cómo cuantificar la realidad por medio del lenguaje de los números; la música, básicamente el canto, pero también los instrumentos; la geometría, para medir las dimensiones de la tierra, tan importante para la agricultura o para las construcciones; y la astronomía, que permitía conocer las leyes que regían el movimiento de los astros.

Las siete materias constituían las artes liberales, las que eran propias de los hombres libres, las que liberaban a los hombres de las cadenas de la ignorancia y las servidumbres del mundo real, aunque Séneca, el estoico romano-cordobés, opinaba que no hacían mejor al hombre, pues esto sólo se lograba mediante la educación en los valores correctos. Las tres primeras disciplinas formaban el trivium y servían para configurar la manera en que las personas expresaban su espíritu. Se buscaba la elegancia, la elocuencia: todo era forma. De ahí el significado moderno de nuestro adjetivo trivial. Lo sustantivo, en cambio, era el cuadrivium, las cuatro últimas materias: ahí estaba la razón inapelable. Esas categorías han llegado hasta hoy, y subsisten no sólo en nuestro lenguaje, sino hasta en nuestros sistemas de enseñanza. ¿Qué era, en términos actuales, el trivium? Eran las letras. ¿Y el cuadrivium? Eran el origen de las ciencias puras, aunque luego se les agregaran el derecho y la medicina.

La tradición educativa latina que heredaba la Iglesia, en su fase más elemental estaba basada en el pedagogus o litterator que enseñaba a los niños a leer y a escribir sobre tabletas enceradas que se «grababan» con el stilus. También aprendían a contar con los dedos, algo perfectamente razonable con un sistema en el que la numeración se representaban con signos que recordaban la mano y sus dedos, y en la que no existía el cero. Los maestros estaban autorizados a pegar con una especie de caña, la férula, y lo hacían con tal dureza que en la historia de la pedagogía, gracias a los textos de Horacio, basados en su propia experiencia infantil, ha quedado registrado el nombre de Orbilio —el orbilianismo— como sinónimo del instructor brutal que castigaba con saña.

El segundo nivel le correspondía al grammaticus. En esencia, era una profundización de la lectura, con intensos ejercicios de memorización de textos latinos y griegos, generalmente la Eneida de Virgilio entre los primeros, y la Ilíada y la Odisea entre los segundos, cuyos versos los estudiantes debían analizar y clasificar uno a uno. El tercer y último nivel era responsabilidad del rhetor y no eran muchos los jóvenes que alcanzaban esta fase formativa. Con el rhetor los estudiantes debían perfeccionar su capacidad expresiva. Ser un gran expositor era la máxima virtud de los intelectuales, incluidos entre ellos los políticos —dualidad frecuente entre los romanos—, pero no sólo porque esto demostraba una particular destreza, sino porque se suponía que la alta calidad moral de las personas se demostraba con la elocuencia. A mayor facundia, más valor espiritual poseía el sujeto.

El más importante rhetor de la cultura latina fue, precisamente, un romano nacido en España, en Calagurris, hoy Calahorra, pueblo de la Rioja, aunque formado en Roma. Se llamó Marco Fabio Quintiliano. Los educadores lo consideran, con razón, el fundador de la pedagogía moderna —lo que no está nada mal para alguien que vivió hace dos mil años—, y algún parentesco lateral tuvo con el emperador Domiciano, a cuyos sobrinos educó en el culto por la elocuencia de Cicerón, modelo inigualado entre los oradores latinos. Ya viejo y jubilado, Quintiliano escribió los doce libros —doce rollos— titulados Institutiones Oratoriae, en los que sistematiza hasta nuestros días la secuencia más eficaz para organizar el discurso: invención> disposición> elocución> memorización y disertación. Añadiéndole a la estructura una clara y lógica simplicidad: exordio, exposición y demostración.

Pero no es la calidad de Quintiliano como rhetor lo que despierta la admiración de los educadores, sino sus ideas pedagógicas contrarias a los castigos corporales, su proposición de enseñar mediante juegos, competencias y premios, su observación de que la educación comienza en la cuna, no en el aula, y su defensa de la escuela pública como el medio ideal para adiestrar a los niños en la imitación —socialización diríamos hoy—, objetivo más difícil de lograr mediante la sola presencia del pedagogo doméstico, generalmente un fatigado esclavo griego. Este libro y estas ideas, redescubiertos en 1470 gracias a la fortuita aparición de un manuscrito antiguo, fueron un acicate para los humanistas del Renacimiento, entonces empeñados en reformar la educación.

¿Cuál era la esencia de la educación latina? Sin duda: la forma, la palabra, el gesto. Se buscaba la elegancia por encima de todo, la culta cita de algún texto clásico, pronunciar una frase feliz en el tono de voz adecuado y con el gesto preciso. El futuro carecía de importancia porque no existía la idea del progreso. La noción de «ciencia» como un saber encaminado a transformar la realidad no había aparecido. Se suponía que la civilización era lo que en Grecia se había hecho y en Roma se había perpetuado, y a nadie se le ocurría tratar de cambiarlo. Esta era la visión de la Iglesia en el siglo VI, en Francia, todavía llamada Galia, cuando se ordenó que donde hubiera un obispo debía fundarse una escuela. Por aquellos años, en el 524, en Pavía, Italia, acusado de traición por las autoridades germanorrománicas, había sido ejecutado el alto funcionario romano Boecio, erudito cristiano que había unido en sus estudios la teología católica y la tradición helenística representada por Platón, Aristóteles y Porfirio, este último un filósofo neoplatónico. Boecio también recopila y traduce la geometría de Euclides y la astronomía de Tolomeo. ¿Qué importancia tiene este personaje? Inmensa: con su obra La consolación de la filosofía, escrita en la cárcel a la espera de ser ejecutado, lo que le ganará la condición de mártir de la Iglesia, y con su selección de autores y temas crea los cauces por los que luego se orientará la cultura católica. Diseña el marco de referencia, una especie de protocurrículo, y lo hace en buen momento. Es una época en la que rápidamente se debilitan los centros urbanos y se produce una enérgica ruralización de Europa occidental. Hacen falta guías y cánones. Es entonces cuando se multiplican los monasterios y allí se refugia el saber de la época, mas comienzan a esfumarse ciertos valores latinos: el cristianismo, penetrado por el estoicismo, es refractario a la poesía y a la sensualidad. La frugalidad, incluso la tosquedad, empiezan a ser valoradas positivamente.

En el siglo VI, nace en Sevilla una figura clave del medievo que gravitará sobre la educación por muchísimo tiempo: Isidoro. En cierta forma continúa y amplía la labor de Boecio, mas, al contrario del romano, Isidoro es perfectamente feliz con la monarquía de los bárbaros germanos. España está entonces bajo el dominio de los visigodos, pero los visigodos, en el plano cultural, están bajo el dominio de la Iglesia católica. Tres son las funciones que entonces se arroga la Iglesia y así será por muchos siglos: docere (enseñar), regere (gobernar) y sanctificare (evangelizar). Isidoro, que se siente profundamente visigodo, es tal vez el primer español en la medida en que no reivindica una patria romana. En el 601 asume el obispado de Sevilla, vacante tras la muerte de su hermano Leandro. Es, fundamentalmente, un obispo docente, y su función más importante consiste en ocuparse de la enseñanza, por lo que Isidoro decide formar clérigos-maestros. Para ellos escribe su obra cumbre: Etimologías. Se trata de una extensa enciclopedia en veinte libros que va al origen de las palabras. La idea central es que la esencia de las cosas está en las palabras que las denominan. Si uno es capaz de encontrar el significado prístino de los vocablos está en el camino correcto para apoderarse de la sabiduría. Ahí radica, en el culto por las palabras, la ceremonia de bautismo de la escolástica medieval. La fama de Isidoro —que llegará, como su hermano, a ser considerado santo— se extiende por toda la cristiandad. Puede hablarse de una Escuela de Sevilla y no es exagerado afirmar que fue el momento de mayor influencia «española» en la cultura europea. Desgraciadamente, también hay en Isidoro un elemento muy presente entre los visigodos: el antisemitismo. Redacta dos opúsculos que serán profusamente reproducidos en el medievo: De la fe católica contra los judíos y El libro de varias cuestiones, escrito «contra la perfidia de los judíos». Un siglo más tarde, un apacible fraile británico que también alcanzaría la santidad, Beda el Venerable, personaje clave en la formación intelectual de Inglaterra y tal vez su primer historiador, estudiará atentamente las Etimologías. También lo hará su más importante seguidor, Alcuino, llamado por Carlomagno para organizar la educación y la administración en el imperio carolingio, como se señalara anteriormente en este libro. Para bien y para mal, la continuidad de la educación clásica está salvada. Hay un hilo conductor que parte de Grecia y, en su momento, llegará a América.

En la Europa de la alta edad media los monjes y abades tienen una especial responsabilidad en el mantenimiento de las raíces culturales. Proliferan los monasterios, y, como es natural, son de diversos tipos. Los hay mixtos en el sentido de que conviven familias seglares y religiosos. También los hay mixtos —pocos—, porque cohabitaban religiosos de ambos sexos. Se les llama dúplices. No obstante, la mayor parte está compuesta por varones célibes que aborrecen los pecados de la carne o por mujeres que desean huir del mundo cruel que las rodea. A estas instituciones, a todas, los padres más necesitados les ofrecen sus hijos en adopción: son los donados, también llamados oblatos. El trato dado a los niños es muy riguroso. El propio Isidoro recuerda con tristeza los castigos que le infligía su maestro Brulio. Para escapar de la ira de los maestros los muchachos a veces se refugian en el altar. El recurso es válido. Hasta ese santuario no puede llegar la férula del educador. Algunos de estos niños, al alcanzar los 18 años, optan por la tonsura y se quedan para siempre dentro del ámbito de la orden que los recogió. Eran tiempos de una enorme inseguridad.

Estos monjes son, en cierta medida, los cohesionadores de Europa. Llevan un mensaje cultural más o menos uniforme en sus desplazamientos y en los monasterios que fundan y administran, instituciones en las que no falta la biblioteca, con frecuencia situada en la parte más alta para facilitar el acceso de la luz solar. Suele haber, además, un scriptorium en el que el librarius, el copista, adiestrado desde niño en ese artístico oficio, generalmente asistido por un corrector, hace su paciente trabajo, siempre amenazado con severos castigos si se atreve a abandonar la profesión a la que se dedica. Pero a veces es posible comprarle una buena copia a un tabernero, intermediario entre copistas privados y los radicados en los monasterios. Son los bibliopola, antecedentes directos de nuestros actuales libreros. En otras oportunidades, cuando se corre la voz de la existencia de ciertos manuscritos tan raros como importantes para la propagación de la fe, no es extraño enviar a compradores de copias a lugares tan lejanos como Jerusalén con tal de obtenerlas. No obstante, no es de los monasterios de la alta edad media de donde emergerán luego las universidades, sino, posteriormente, de las escuelas episcopales fundadas en la proximidad de las zonas urbanas durante la baja edad media, a partir de los siglos XII y XIII. Los monasterios, ensimismados, rurales, sirvieron de viveros culturales, pero les faltaba el refinamiento y la densidad intelectual que se desarrollarían luego en las revitalizadas ciudades. Sin embargo, por encima de todo las universidades mantendrían el objetivo de formar cristianos, y por ello se creaban mediante autorización papal, a veces compartida con la autoridad real. Mas no todos los cristianos deben estudiar las mismas disciplinas. En principio, los clérigos y monjes rechazan las artes liberales —derecho civil, medicina— y se refugian en la teología. En El Catholicón del genovés Juan Balbi, un manual muy popular en el siglo XIII, se expresa lo que la Iglesia cree de los estudios laicos: la palabra es sinónimo de idiotas, de torpes. Laicus viene de lapis, piedra, y si hay algo extraño a la cultura es lo que ostente la condición de lapideus.

Árabes y judíos

En la compleja historia medieval de España —que es también la compleja prehistoria de América—, hay que tener en cuenta dos factores ajenos a la tradición católica que tuvieron una notable influencia en el curso intelectual de esta nación: los árabes y los judíos. Bastante más próximos unos y otros en el terreno intelectual de lo que pudiera pensar un lector contemporáneo. Al margen de tratarse de dos pueblos convencidos de la existencia de un solo Dios, y además de exhibir un común parentesco como descendientes directos del padre Abraham, ambos pueblos semitas compartían una muy parecida metodología educativa. La base de los estudios árabes era la minuciosa lectura y memorización del Corán. Para los judíos, el objeto de sus desvelos intelectuales eran la Biblia y los libros adyacentes: el Mishnah, el Talmud —el de Babilonia y el de Jerusalén—, el Midrasin. Para los árabes la mezquita era, además del templo para rezar, el sitio en el que se impartían las clases en torno a hombres santos y sabios. Algo muy parecido a lo que sucedía en las sinagogas con relación a los venerados rabinos.

Entre los siglos IX y XII probablemente no hay ninguna cultura europea como la que exhiben las naciones conquistadas por el islamismo o la que se atesora en las juderías, y muy especialmente en las de España. Entre los siglos X y XI, el sabio persa Avicena, de religión islámica como todo su pueblo, reforma la enseñanza de los árabes dividiendo las disciplinas de una novedosa manera. Las ciencias físicas puras son: química, historia natural, geografía y las ciencias aplicadas: medicina, astrología, mecánica, fisiognómica —el estudio del carácter por medio de los rasgos del rostro—, oneirología —el estudio de los sueños—, talismanes, encantamientos y alquimias. Las matemáticas también se dividen en puras y aplicadas. Las puras son la aritmética, la geometría, la astronomía y la música. Las aplicadas son el cálculo, el álgebra, la mecánica, la hidráulica, la construcción de instrumentos musicales. La medicina es un saber especial en la que ellos —y los judíos— son los grandes expertos de la época. Son los árabes quienes primero establecen hospitales docentes dotados de huertos con plantas medicinales y médicos que recorren las camas de los enfermos rodeados de discípulos ávidos de aprender una medicina que es, en realidad, griega, básicamente Hipócrates y Galeno, pues los árabes han absorbido la tradición helénica y la han enriquecido con observaciones y aportes de otras culturas, como los tratados médicos de los hindúes Carak y Súsruta. De esta suerte, la astronomía será la de Tolomeo y la geometría la de Euclides, pero el cálculo y la geometría tendrán otros orígenes más remotos y alambicados: la India, Persia, incluso Babilonia, que conoció el cero antes que nadie. Esa era la ventaja de constituir un pueblo-puente, portador de instituciones extraordinariamente porosas, capaces de asimilar diversas influencias en sus incesantes cabalgatas de conquista por Asia, Europa y África dirigidas a expandir por el mundo la fe de Mahoma.

El papel que representó Avicena para los árabes lo desempeñó Maimónides entre los judíos. También médico, se ocupó de redactar manuales de higiene y de proponer técnicas de estudio que aún hoy mantienen su vigencia en Occidente, como la de tratar de limitar a 25 el número de estudiantes por clase. Judío cordobés de nacimiento, pasó gran parte de su vida entre mahometanos, trasladándose a Alejandría, donde llegó a ser médico del sultán Saladino, pero quizás el aprecio de sus correligionarios se debió, básicamente, a sus comentarios a la vasta tradición jurídica de la Mishnah, aunque los católicos —concretamente Tomás de Aquino— lo que tomaron del sabio hebreo fueron sus reflexiones sobre la obra de Aristóteles y su intento de articular la filosofía de este pensador griego con la teología judía, esfuerzo que recoge en una obra llamada Guía para perplejos.

Probablemente el pueblo más culto de la Edad Media era el judío, pero muy especialmente el que a lo largo de los siglos se había avecindado y echado raíces en España. Eran los sefarditas, los hijos de Sefarad, como entonces le decían en hebreo a España. En una época en la que el analfabetismo era casi la regla, entre los judíos constituía la excepción. ¿Por qué? La respuesta estaba en los libros sagrados del grupo: además de los sábados, hechos para la meditación y la lectura, «todo israelita tiene el deber de reservar un periodo del día y de la tarde para el estudio». Era quizás la única etnia que colocaba a los intelectuales en la cúspide de la escala social: «un bastardo sabio y estudioso tiene prioridad sobre un sumo sacerdote ignorante», dice una conocida máxima judía. La ignorancia es un estigma. Por eso cada comunidad sostiene a sus maestros y la filantropía se aprecia como un signo de grandeza. A los niños los someten a una curiosa ceremonia en la que el alfabeto hebreo es cubierto con miel y se les pide que laman las letras. Es una manera simbólica de expresar el carácter alimenticio que tiene la cultura. Y es también un agradable recuerdo para el niño. No va a asociar el abecedario a la férula del maestro sino a un grato sabor dulce.

Los judíos son grandes mecenas y contribuyen con las instituciones educativas. Eran buenos matemáticos —una disciplina afín con las finanzas que solían manejar— y reputados astrónomos, al extremo de que a esa materia se le llamaba la sabiduría judía. Siendo notables astrónomos y matemáticos, nada raro hubo en que desarrollaran la cartografía más avanzada de la época y fabricaran instrumentos de navegación, precisamente en Mallorca, dato que le ha hecho pensar a más de un historiador en la conexión judía de Colón, tal vez por medio de un historiador llamado Abraham Zacuto. Otro sabio judío de mediados del siglo XIV, Isaac Israeli, escribe Yesod’olam, Fundamentos del mundo, una verdadera enciclopedia de la astronomía de la época.

Dado el alto nivel académico de los judíos y su implantación en toda la Península, este grupo rinde a los españoles otro beneficio marginal: son una especie de correa de transmisión cultural entre la población árabe y la cristiana y entre la cultura latina y la griega. Para eso se sirven de su dominio de múltiples lenguas. Con frecuencia sus eruditos, además del hebreo y del arameo, saben latín, griego, árabe y las dos lenguas más importantes de la península, el castellano y el catalán. La primera traducción de la Biblia al castellano no es, como suele decirse, la de Casiodoro Reina de 1569, sino la de Moisés Arragel, vertida desde el hebreo ciento cincuenta años antes. El rey Pedro IV de Aragón en 1383 obliga a los judíos a traducir a Maimónides al catalán. Probablemente lo hicieron desde el árabe, lengua en la que el sabio judío —al igual que el no menos sabio mallorquín Raimundo Llull— escribió sus libros de medicina. A veces la traducción era del castellano al catalán o viceversa.

Esos elementos ilustran la inmensa pérdida que significó para España la expulsión de los judíos. Si en el capítulo anterior mencionamos cómo esa medida afectó la economía del país al privarlo de una buena parte de los grandes financieros y comerciantes, en éste hay que subrayar el daño enorme que se le hizo a la cultura al extirpar el segmento mejor preparado de su intelligentsia. Un grupo humano, por cierto, en el que ya existía una corriente racionalista y empírica, precisamente derivada de los seguidores de Maimónides, que hubiera podido asimilar la revolución científica y técnica que se desataría en los siglos XVI, XVII y XVIII, y de la cual ya existían claros síntomas cuando en 1492 Isabel la Católica y su marido Fernando de Aragón —parece que con el apoyo entusiasta de la sociedad española— cometieron el atropello de expulsar de España a cientos de miles de sus mejores súbditos sin percatarse del perjuicio que le causaban a los propios españoles y a la judería sefardita. Mutilación sólo comparable —aunque a otra escala, mucho menos cruel y sin el componente genocida— a la que ocurriría en el siglo XX cuando los alemanes de Hitler destruyeron la judería azquenazi —la otra gran familia de la cultura hebrea—, es decir, la de tradición alemana y centroeuropea que tan importante había sido para el desarrollo de las ciencias en el Viejo Mundo.

No obstante, no todos los judíos abandonaron España, puesto que una buena parte escogió la conversión al cristianismo, incluso mucho antes de haber sido colocados en la disyuntiva de aceptar la fe de Cristo o emigrar inmediatamente. Y entre este grupo de conversos, quizás el caso más sorprendente y fascinante fue el del gran rabino de Burgos, Salomón Ha Leví, quien a fines del siglo XIV se bautizó, adoptó el nombre de Pablo de Santa María, bautizó a sus cinco hijos —alguno de los cuales llegaría a obispo, como él mismo—, se trasformó en teólogo asesor del papa Pedro de Luna, el antipapa Benedicto XIII, junto a Vicente Ferrer, un santo ardientemente antisemita, y contribuyó a estimular lo que se ha llamado la Escuela de Burgos, un movimiento cultural que tuvo bastante del humanismo prerrenacentista.

La revolución que cambió el mundo

El XVI fue un siglo de grandes enfrentamientos en toda Europa. Es el siglo de las devastadoras guerras religiosas. Se fragmentó otra vez el catolicismo —en el siglo XI ya se había separado definitivamente la Iglesia Ortodoxa griega—, se acentuó el perfil de las naciones con la revalorización de las lenguas vernáculas —Lutero traduce la Biblia al alemán como otra forma de romper con Roma y con el latín—, y hay una especie de gran rechazo a la vieja tradición escolástica universitaria, expresada en los escritos de los grandes humanistas: Erasmo, Juan Luis Vives, o Philip Melanchthon, el gran educador alemán amigo de Lutero, por sólo citar tres nombres entre el largo centenar de escritores, artistas y pensadores que con todo derecho podían figurar en la lista. Otro autor, muy significativo, François Rabelais, primero franciscano, luego benedictino, médico graduado por Montpellier —entonces, junto a Padua, una de las mejores universidades en esa disciplina— comienza a publicar los cinco libros conocidos como Gargantúa y Pantagruel, uno de los grandes relatos de la literatura francesa, obra maestra de humor y desmesurada fantasía. ¿Qué esconde esta sátira feroz? Algo muy evidente para los lectores de la época: una crítica despiadada a la educación tradicional. No en balde es la Sorbona quien primero pide la censura del libro, y de ser posible, la cabeza del autor. El libro finalmente es prohibido. La cabeza no la logran por la intervención de un cardenal amigo de Rabelais.

Lo que sucede en la Sorbona es el reflejo de algo que acaece en toda Europa: la educación se convierte en una guerra abierta con diversos frentes y campos de batalla. Para el catolicismo, la escuela, incluida la universidad, había sido un instrumento de control social. También lo será para el protestantismo: tras la ruptura con Roma del rey británico Enrique VIII, se prohíbe graduar católicos en Oxford y en Cambridge. La intolerancia se instala en todos los bandos. Calvino, gran educador en Ginebra, hace ejecutar cincuenta y ocho personas por herejías religiosas. Una de ellas es el sabio español Miguel Servet, también heterodoxo, pero discrepante de Calvino en el tema de la Trinidad. La profunda reforma educativa que se lleva a cabo en parte de Alemania —la parte protestante— asusta a los países católicos. Los alemanes cambian los métodos de instrucción. Comienzan a educar para consolidar la idea de nación. Un pedagogo llamado Valenti Friedlan, conocido como Trotzendorf, reproduce en la escuela una república en miniatura que rescata las dignidades romanas: hay senadores, cuestores, cónsules. Él se declara «dictador» de la institución. También se establecen reglas y los infractores son juzgados por doce senadores. Trotzendorf intenta que la educación forme para la vida adulta mediante el sentido de la responsabilidad y la voluntaria sujeción a las reglas. Muy pronto la reforma educativa protestante comenzará a dar sus frutos. Un siglo más tarde las pruebas documentales demostrarán que los niveles de alfabetización de las zonas protestantes son más altos que los que exhiben sus adversarios católicos. A fines del XVII el 75% de los franceses son analfabetos. Entre los alemanes esa proporción se reduce al 55%. Eso es lo que parecen demostrar los documentos notariales de la época y el número de gentes capaces de estampar su firma al pie de un documento. La Reforma de Lutero y de Calvino, que en sus orígenes poco había tenido que ver con el problema pedagógico, acabó por alcanzar un notable éxito en ese terreno.

Los católicos no ignoran estos triunfos del protestantismo: les preocupan. A instancias de Carlos V, el papa, sin demasiado entusiasmo, convoca un Concilio en Trento (1545-1563). Hasta el lugar es elegido por el emperador germano-español. Pero hay que convocarlo tres veces por falta de interés. Hay un sector de la Iglesia, el erasmista, que sueña con que de Trento tal vez salga la reconciliación con los protestantes, pero sucede lo contrario. Se fortalece el espíritu de lucha: es la Contrarreforma, y tiene cuatro instrumentos para dar la batalla. El primero son las propias deliberaciones del Concilio. Hay buenos teólogos y consiguen organizar las refutaciones teóricas al protestantismo. Al fin y al cabo, el trasfondo de la polémica con los protestantes es de carácter teológico: se trata de un pleito sobre la salvación del alma. El segundo es la Inquisición. En el siglo XIII el emperador Federico II había creado un tribunal para juzgar herejes. En Trento se revitalizó, convirtiéndose en la gran arma represiva. El tercero es el Index. Es una policía del pensamiento: juzga los libros. Los heréticos, los pecaminosos, los que contradicen las verdades reveladas, son anotados en la lista. Deben ser destruidos. Su sola posesión puede atraer castigos muy severos. El cuarto es una nueva orden religiosa: la Compañía de Jesús. Es la recién creada milicia del papa y ha surgido con un extraño ímpetu.

Su creador fue un caballero vasco, Ignacio López de Recalde y Loyola, Íñigo de Loyola, soldado, herido cerca de Pamplona en 1521, quien durante la convalecencia tiene unas experiencias místicas que lo llevan a fundar una orden religiosa que le viene a Roma como anillo al dedo: además de los tres votos convencionales —pobreza, humildad y castidad—, Ignacio añade un cuarto compromiso: sumisión incondicional al Papa. Exactamente lo que necesita el Pontífice en una época en la que media cristiandad cuestiona su autoridad. Los jesuitas crecen a una sorprendente velocidad. ¿Por qué? Sin duda, es muy importante la personalidad del fundador. Ignacio tenía un carácter fuerte, muy disciplinado, y un entusiasmo apostólico de tal magnitud que hasta se hizo sospechoso a la Inquisición que llegó a encarcelarlo. El otro componente, un tanto fortuito, es la calidad del primer círculo de jesuitas, y entre ellos tres Franciscos excepcionales: Francisco Javier, Francisco de Borja y el más joven y erudito, de una generación posterior, Francisco Suárez. Otros nombres de la primera hornada también harán historia: Diego Laínez —clave en Trento— y Claudio Acquaviva.

Muy pronto proliferan las instituciones educativas dirigidas por jesuitas. La educación no era exactamente el proyecto original de Loyola —hombre de formación académica tardía y algo deficiente quien, en principio, pensó dedicarse a predicar entre los infieles turcos—, pero muy pronto su obra se orientó en esa dirección. Tal vez fue una derivación natural de dos documentos escritos por Ignacio: las Constituciones y los Ejercicios spirituales. De ahí arranca una pedagogía muy efectiva basada en el fortalecimiento del carácter y en la introspección. También desarrollan técnicas pedagógicas muy parecidas a las de los adversarios luteranos. Los jesuitas recurren a los premios y a la emulación. Dividen a los estudiantes en romanos y cartagineses. Establecen sistemas de premios y de lo que hoy un psicólogo conductista llamaría refuerzos positivos. A fines del siglo XVI se sistematiza la pedagogía jesuita con la Ratio studiorum. Es un método abarcador que se utiliza en todas las disciplinas: prelección > concertación > ejercicios > repetición. Los jesuitas han descubierto cómo la memoria fija el conocimiento de una manera eficaz. Pero todo esto se hace también con cierto carácter de disciplina militar. ¿Consecuencia? Muchos estudiantes desarrollan una especie de espíritu de cuerpo. Les enorgullece haber sido formados por los jesuitas, quienes muy pronto se convierten en la orden más instruida de la Iglesia: diecisiete años de estudio.

Sin embargo, no todos están contentos con los jesuitas. Dentro de la Iglesia despiertan celos y cierta animadversión. Adquieren «demasiado» poder. En España —y luego en América— son hegemónicos. En Francia dominan una buena parte del sistema educativo. En Polonia el control es casi total. Otras órdenes los acusan de prepotentes. Los gobiernos no se sienten demasiado seguros con un grupo cuya lealtad declarada e inamovible es al papa y no a la Corona. Provocan por todo ello un notable rechazo que en 1773 cristalizará en la disolución de la orden y la expulsión de los religiosos de numerosos países —incluida América Latina—, especialmente de los controlados por los Borbones. En 1814 la orden será restablecida. En todo caso, los protestantes los perciben como sus más formidables adversarios. Algunos notables ex alumnos los critican ácidamente y les achacan un carácter autoritario y una incómoda rigidez. El más famoso de estos detractores será nada menos que René Descartes, un francés desvitalizado y soñoliento, soldado a ratos, tercamente solitario, hijo de un acomodado juez, que dedica una parte del famosísimo Discurso del método —en realidad un prólogo a tres ensayos científicos sobre Dióptrica, Meteoros y Geometría— a descalificar la educación recibida de los jesuitas en el colegio La Fleche porque no le aportó un sentido claro a su vida ni la posibilidad racional de distinguir lo cierto de lo falso.

Si Descartes criticó a los jesuitas, la represalia de éstos fue desproporcionada: prohibieron la lectura de sus textos en sus escuelas. ¿Por qué? Porque el filósofo planteó algo que iba contra el corazón mismo del catolicismo escolástico: a la verdad no se llegaba por la revelación ni por las explicaciones de las autoridades, sino por la duda de todo, y eso sólo se podía poner en práctica mediante la introspección más rigurosa. El artificioso edificio de Santo Tomás se desplomaba de golpe. Si a la verdad se llegaba mediante una razón desprovista de componentes trascendentes, ¿qué papel le quedaba a la Iglesia? Según Descartes, para el ser humano no había nada cierto, salvo el dato verificable de que podía reflexionar sobre las cosas y sobre las ideas. Todo podía ser falso, todo podía ser obra del engaño de los sentidos, o incluso de un diablo perverso, menos la certidumbre de que se está pensando: cogito, ergo sum, razonamiento, por cierto, que ya había adelantado san Agustín en el siglo V. Una vez instalados en ese humilde principio comienza un método que posee cuatro fases: sólo aceptar lo que sea absolutamente evidente; fragmentar las dificultades que se asomen en unidades pequeñas para poder analizarlas adecuadamente; tras ese paso, verificar los conocimientos que nos sirven para ordenar las respuestas en un orden de creciente complejidad: ésa es la síntesis. Por último, enumerar cuidadosamente el análisis, la revisión y la síntesis. ¿De dónde saca Descartes su método? Bella paradoja: de las matemáticas que muy bien le enseñaron los jesuitas, y quizás, por qué no, de los ejercicios espirituales que practicó en su infancia en aquellos largos silencios interiores de introspección profunda.

Si Descartes mina la filosofía y la teología escolásticas con una construcción teórica a la que luego se llamará la duda metódica, otros pensadores científicos toman un camino diferente que, de alguna manera, conduce al mismo sitio. El inglés Francis Bacon es quizás el más influyente, y se le considera el padre del empirismo. Hombre de Estado —caído en desgracia al final de su vida—, rico de cuna, escribe varias obras que alcanzan una notable difusión: El progreso de las ciencias, Novum Organum o Nueva Atlántida, esta última publicada póstumamente, una imaginativa «utopía» de las que hubo varias en aquellos tiempos. ¿Qué aporta Bacon? Una proposición que se convierte en la clave de la ciencia moderna: a la verdad sólo se llega por medio de la experimentación. La labor del científico es explorar los fenómenos físicos mediante experimentos repetibles y verificables. Bacon propone crear lo que llama «la casa de Salomón». ¿Qué es eso? Es un inmenso laboratorio, un enorme banco de pruebas. Mientras Descartes aspira a llegar a la verdad científica utilizando la razón, y luego a expresar sus hallazgos en lenguaje matemático, Bacon propone partir de una hipótesis, realizar experimentos, repetirlos, y de los resultados que se obtengan formular las leyes generales. ¿Para qué ese esfuerzo del conocimiento? Aquí viene tal vez lo más importante del pensamiento de Bacon y uno de los giros básicos en la historia moderna: para desarrollar técnicas que beneficien al hombre. Con Bacon, además del método experimental, ha surgido la idea del progreso como objeto de la ciencia y de los desvelos intelectuales. Empirismo y utilitarismo comienzan a hermanarse. El método empírico permite transformar la realidad. La filosofía utilitarista —que se formulará claramente mucho después— establecerá que la bondad o la maldad son categorías referidas a la felicidad o infelicidad que le traigan a la mayoría de las personas. Con Bacon la mirada del hombre estará puesta en el futuro. Y no es una casualidad que sea Inglaterra el país que siglo y medio más tarde inicie la revolución industrial. Lo que luego acontecería ya se anuncia en este pensador.

Pero antes de Bacon algo muy importante le ha sucedido a Europa: en su lecho de muerte el cura polaco Nicolás Copérnico consigue ver publicado su libro De revolutionibus orbium coelestium libri sex (Seis libros sobre las revoluciones de las esferas celestes). Es un tratado de astronomía, formulado desde las matemáticas, en el que desmiente a Aristóteles y a Tolomeo: el sol y no la tierra es el centro del universo. La tierra rota sobre su eje y gira, además, como los demás planetas, en torno al sol. No lo dice su libro, pero de ello se desprende una peligrosa conclusión: la excepcionalidad del hombre como centro del universo queda en duda. La arquitectura astronómica aristotélica-tolemaica era muy cómoda: la tierra era el centro del universo. El hombre era la criatura clave de ese centro, concebida a imagen y semejanza de Dios. Y Dios era el ser que adoraban los cristianos y que en la tierra representaba su vicario, el Papa. Si la Tierra era un planeta más, por qué no pensar que los seres humanos sólo eran otras criaturas, y el cristianismo otra creencia y el papa otra persona corriente y moliente. La Iglesia tardó en reaccionar, pero en 1616, cuando la popularidad de la obra se había extendido considerablemente, condenó el libro como una grave herejía y lo colocó en el Index. Dieciséis años antes, en 1600, por decir cosas muy parecidas —además de otras herejías— el dominico Giordano Bruno había sido quemado en Roma. De alguna manera, los teólogos católicos más ortodoxos habían entendido que la revolución en el terreno de la cosmografía iba contra el corazón de la Iglesia y contra la autoridad papal y trataban de extirparla.

El próximo hito es Galileo Galilei, un físico, matemático, médico y astrónomo italiano, hijo de un músico, quien nunca se graduó formalmente, y quien sobrevivió con bastantes estrecheces económicas, aunque llegó a enseñar en varias universidades. Galileo hace suyas las teorías de Copérnico, las observaciones astronómicas del danés Tycho Brahe, y las del alemán Johannes Kepler, este último descubridor de las elipses que describen los astros en su movimiento (otra mala noticia para la teología católica, muy segura de las esferas celestes y de los puros movimientos circulares). Galileo tiene la ventaja de contar con telescopios de una cierta calidad que él consigue mejorar. Eso le permite observar el relieve de la luna, las manchas solares y los satélites de Júpiter. Corrobora y enriquece con valiosas precisiones matemáticas la tesis heliocéntrica de Copérnico frente a la de Tolomeo. Es un convencido de que las matemáticas son el lenguaje con que se expresa la naturaleza. La Iglesia, empecinada en defender el dogma, lo condena a retractarse por error intelectual y lo mantiene bajo arresto durante un largo periodo. Al menos no lo ejecutan, como a Giordano Bruno. En realidad es un hombre menos belicoso, pero sin el servilismo que se le atribuye. El cardenal Belarmino lo acosa. Otro jesuita, Lotario Sarsi, escribe un libro contra él. Galileo le responde. Casi ciego, redactó su última obra, Dialoghi delle nuove scienze. A fines del siglo XX el Papa Juan Pablo II pidió perdón por la manera injusta con que la Iglesia atropelló a este sabio y a otros notables científicos.

La universidad, que estuvo en el centro de la disputa de Galileo, a partir del siglo XVI comienza a competir con otros centros culturales menos expuestos a las querellas burocráticas y a la persecución inquisitorial. Se trata de las Academias, verdaderas asociaciones de personas vinculadas por el afán de saber, de experimentar. Las primeras surgen en Italia en el siglo XV como una especie de complemento a la enseñanza oficial. Tienen la ventaja de ser una expresión espontánea de la sociedad civil. El propio Galileo investiga tanto en la romana Accademia dei Lincei como en la Accademia del Cimento, fundada en Florencia. La academia, en un ambiente más desenfadado que la universidad, y en donde hay menos celos profesionales —no hay demasiados cargos a los que aspirar—, proporciona una atmósfera de intercambio de opiniones e información de la que se nutre el saber. El culto cardenal Richelieu, Primer Ministro de Francia, se da cuenta y auspicia la creación de diversas Academias. Su sucesor, Jean-Baptiste Colbert, gran impulsor del Estado francés, funda la Academia de Ciencias, el Observatorio Astronómico y el Jardín Botánico. Pero es en Inglaterra donde este tipo de institución va a dar sus mejores frutos. En 1660 se crea la Royal Society for Improving Natural Knowledge para gloria de la investigación y con el propósito de publicar y divulgar sus hallazgos. Es el espíritu de Francis Bacon que ha calado muy hondo entre sus compatriotas. Explícitamente, excluyen las Humanidades de sus objetivos básicos. No caben en sus proyectos. Se proponen conquistar el mundo material. Todo lo miden, lo pesan, lo desmenuzan, lo clasifican. Las abstracciones metafísicas no se prestan para estos ejercicios. Es el templo del empirismo.

En 1703 la Royal Society designa un presidente de lujo. Se trata de Isaac Newton, matemático, físico y astrónomo, como Galileo, de quien se proclama admirador y discípulo. Es un hombre taciturno y profundamente religioso que bordea el misticismo. Experimenta con la alquimia. Se interesa por los fenómenos de la óptica y por las matemáticas puras: es el creador, junto (más bien frente) al alemán Leibniz del cálculo infinitesimal, pero pasa a la historia de las Ciencias —y de la especie humana— por formular la primera gran explicación realmente racional y matemática del funcionamiento del universo: la ley de gravitación universal. Su enunciado es extraordinariamente elegante y sencillo: los cuerpos se atraen con una fuerza directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de su distancia. Es esta fuerza gravitacional lo que mantiene a los astros girando en el espacio. Muy bien, pero ¿cuál es el origen de esa fuerza? Ahí termina el Newton científico y comienza el religioso: es Dios. Con la ley de gravitación universal Newton desterraba a Aristóteles para siempre del ámbito científico, pero con su aceptación de Dios como principio de todas las cosas y de su movimiento constante le restituía su prestigio filosófico: ¿no era Dios ese primer motor, esa primera fuerza de la existencia que también había propuesto el Estagirita? El mundo de Newton es una especie de gran máquina universal y Dios es el maquinista que la mantiene funcionando.

Lo que luego siguió fue la aceleración inevitable del fin del antiguo régimen. El descrédito intelectual de la Iglesia católica iba parejo a la deslegitimación de las monarquías absolutistas. ¿Cómo podía seguir sosteniéndose que se reinaba por la gracia de Dios? Si la ciencia se fundaba en la razón, el poder político no podía ser menos: había que sustentarlo en el consentimiento de los ciudadanos y en un Estado de Derecho regulado por leyes equitativas. Lo que significaba Newton en el campo científico tenía su equivalente político en la obra de su amigo John Locke, inglés también, médico, jurista y pedagogo que construyó las bases teóricas del moderno estado liberal. Y tras su huella, el francés François-Marie Arouet, Voltaire, antijesuita formado por los jesuitas, quien añadiría al revolucionario discurso de los nuevos tiempos un efectivísimo tono sarcástico y una prosa endiabladamente seductora. Una generación más joven —aunque mueren en el mismo año— su compatriota Jean-Jacques Rousseau será la otra gran referencia de los modernos en el terreno de la filosofía y las ciencias sociales. Su Contrato Social es otro de los documentos básicos para respaldar las nacientes apetencias de estados democráticos. Con su colaboración se redacta La Enciclopedia, treinta y ocho volúmenes en los que su director y principal inspirador, Denis Diderot se propone una tarea similar a la que en el medievo emprendieron Boecio o Isidoro, pero ahora desde categorías científicas y racionales: explicar todo lo explicable, abarcar toda la realidad y describirla sin elementos mágicos o religiosos. Es la apoteosis de la Ilustración. Al mismo tiempo, es el entierro definitivo del viejo régimen. Sin embargo, la idea misma de la Enciclopedia —atrapar una visión abarcadora de la realidad dentro de libros que comparten una cierta percepción histórica— demuestra la supervivencia epistemológica del mundo que pretendían sepultar. Al fin y al cabo, la idea de la enciclopedia era un trasunto medieval. En las postrimerías del siglo XX los franceses atribuirán la decadencia de su país precisamente al enciclopedismo. Pero a los efectos de nuestro libro, estamos a fines del XVIII y en todas las lenguas europeas la intelligentsia se acoge a la misma metáfora: son tiempos en los que la razón acaba con la oscuridad del desacreditado y moribundo universo medieval. Los ingleses hablan de Enlightenment. Los alemanes de Aufklarung. Es el Siglo de las luces.

Todo este vasto movimiento de cambio de paradigmas llegaba a España con sordina y casi no se sentía en América. ¿Por qué? Es muy difícil responder con total certeza, pero —al menos en los siglos XVI y XVII— probablemente tiene que ver con la actitud de los Habsburgos y, especialmente, con el control férreo que los religiosos más ortodoxos tienen de la educación y de la difusión cultural. Hay españoles muy notables, como Juan Luis Vives y Miguel Servet, mas, con frecuencia, tienen que emigrar y realizan su gran labor intelectual fuera de España. Un espíritu culto y refinado como el de Fray Luis de León, debe pasar por los calabozos de la Inquisición. Es cierto que la represión no sólo se ejerce en España, pero hay razones para afirmar que aquí fue peor, y no hay mejor prueba de ese clima de terror que la esterilidad científica de una nación que en otros aspectos estaba a la cabeza del mundo. Es como si la cultura escolástica, fortalecida por la Contrarreforma —un movimiento esencialmente español dedicado a apuntalar el viejo universo intelectual, político y religioso, tres aspectos entonces fuertemente ligados— se hubiera mantenido inconmovible. ¿Qué significa eso? Que las verdades ya estaban descubiertas y las certezas establecidas de antemano. Que la investigación original no es una actividad apreciada. Es peligroso decir que la Tierra gira en torno al Sol. Algunos lo dicen en España, donde hay copernicanos en las universidades, pero sus voces son rápidamente silenciadas. Se corre riesgos si se enseñan los hallazgos del anatomista belga Andrés Vesalio, que le encuentra más de 200 errores a Galeno y un buen puñado a Aristóteles. Repetir, aunque sea un disparate evidente, porque lo aseguraba Aristóteles, que los dientes crecen permanentemente, a lo largo de toda la vida, y los desgasta la masticación, es mucho más seguro que acogerse a la nueva anatomía. No es que no haya españoles notables en todas las ciencias, incluidos admirables eruditos —lo prueban unos espléndidos trabajos de José María López Piñero sobre la ciencia española— sino que no se lanzan a la aventura intelectual independiente y quedan desde entonces supeditados al impulso científico y técnico originado en el extranjero.

La España prodigiosa de La Celestina y El Lazarillo, la de Garcilaso de la Vega, la de Miguel de Cervantes, la de Lope de Vega y Calderón de la Barca, la del genial pintor Diego Velázquez y su retratado Francisco de Quevedo, tiene sus Siglos de Oro, pero sólo en el terreno de la creación literaria y artística, es decir, en una zona en la que la sociedad no choca frontalmente con la vieja tradición escolástica ni con las autoridades, ni pone seriamente en peligro el orden existente. Son excelentes escritores y artistas, pero viven en una cultura castradora que sólo mira al pasado y teme y sospecha del futuro. Algunos —Lope de Vega, Calderón y especialmente Quevedo, pese a sus tropiezos políticos— serán parte entusiasta del establishment. Y no es que no haya en el país algunas instituciones parecidas a las del resto de Europa —la Academia de Matemáticas se funda en Madrid en 1582; en El Escorial, en tiempos de Felipe II ya funciona una Botica experimental—, sino que tienen muy poco peso dentro del conjunto de la sociedad. Ortega y Gasset alguna vez afirmó que en España nunca hubo, realmente, Renacimiento. Tampoco hubo, realmente, revolución científica. Tampoco existió, realmente, Ilustración, pese a Feijoo, Jovellanos y otros —valga la paradoja— notables «ilustrados». Hubo elementos de todos esos periodos de la historia cultural europea, pero no en la cantidad y la calidad con que surgieron en otras latitudes. Ese es acaso el único razonamiento que explica por qué no hay en la Península sabios equivalentes a Leonardo, a Galileo o a Newton. Más allá de esta explicación sólo queda el burdo y anticientífico racismo, esto es: opinar que hay etnias destinadas por la naturaleza al atraso o a la esterilidad en el campo de las ciencias. Y si eso ocurría en la Metrópoli, ¿qué no sucedería en las Colonias? En el otro lado del Atlántico, mientras el Viejo Mundo bullía en ideas e innovaciones, en rebeldías iconoclastas que liquidaban el antiguo orden de cosas, cansinamente se repetían silogismos y latines a un ritmo mucho más lento que el de la propia España. Es verdad que se preparaban tres siglos de pax hispana, pero tal vez el precio de esa relativa tranquilidad era el adocenamiento de la sociedad y su deserción de las tareas creativas en los campos técnico y científico. Eran otros los que inventaban. Y nadie parecía advertir el horror que eso entrañaba o el costo económico y social que traería en el futuro.

El desarrollo de la técnica

¿Cómo se traducía este atraso intelectual en el mundo material de España y América Latina? Para calibrar este fenómeno tal vez hay que comenzar por entender la concatenación tecnológica y sus múltiples derivaciones laterales. El tren —por repetir un conocido ejemplo— no se «inventa», de la noche a la mañana, sino se desarrolla como consecuencia del trabajo de los mineros. Los fatigados trabajadores tienen que sacar el mineral de las entrañas de la tierra. Para ello construyen vagones y los colocan sobre raíles que primero son de madera. Necesitan bombas para achicar el agua. Surge la máquina de vapor. Pronto el vagón tirado por mulas o por tracción humana es sustituido por una rudimentaria locomotora. A su vez, este artilugio hace más eficientes las minas de carbón, lo que permite las grandes fundiciones de hierro, necesitadas de hornos capaces de alcanzar altísimas temperaturas. La era del hierro sustituye a la de la madera. Cuando el tren se desarrolla fuera de la mina, cambia la fisonomía de las naciones. Cada nudo ferroviario da origen a una población importante. Por donde el tren no pasa se va secando la vida urbana. La historia del progreso de Estados Unidos —han explicado los expertos—, es también la historia urbanizadora del tren que «conquista» el Oeste con mayor ímpetu que las lentas caravanas tiradas por caballos.

Pero de la mina, que le da un enérgico impulso a la gran economía capitalista, surgen también otros especialistas, esta vez en el campo militar: los zapadores. Saben cavar, apuntalar, y cuando llegan los explosivos, son capaces de demoler. Ahí está en embrión la ingeniería militar. Para volar puentes o fortalezas deben saber construirlos. La guerra es una cruel experiencia humana que deja como herencia un sinfín de inventos y adelantos. Los fundidores de campanas, devinieron en fabricantes de cañones. La campana, sumada a la pólvora, da el cañón. Por eso hubo religiosos, especialmente jesuitas, expertos en fabricar cañones. El cañón es, en esencia, un pistón que se mueve por explosión. Cuando se coloquen varios pistones en cadena se tendrá el motor de combustión interna. Mas los cañones también se desarrollan en sentido inverso y se reducen de tamaño hasta hacerse portátiles. Son las pistolas y los mosquetes. Al principio los artesanos fabrican las armas una a una. Como los cañones, y como las antiguas espadas, esas armas tienen hasta nombre y diseño propios. Pero los ejércitos van creciendo y con ellos surgen la necesidad de estandarizar el armamento. Es la producción a gran escala para armar a cientos de miles de personas con artefactos complejos en cuya elaboración intervienen matemáticos, físicos, químicos e ingenieros. Hay que fabricar piezas intercambiables para idénticas armas de guerra que disparan proyectiles «homologados», portadas por soldados uniformados que marchan al unísono al sonido de tambores y trompetas. El ejército moderno, que surge con los holandeses en el siglo XVII, y al que los suecos le hacen notables aportes, es un ensayo general para la revolución industrial que se va incubando sin que nadie lo advierta. Holandeses, alemanes, ingleses, franceses e italianos toman la delantera en estos procesos que hoy llamaríamos «complejos-militares-industriales», para usar una frase acuñada por el presidente americano Eisenhower a mediados del siglo XX. Los españoles se habían quedado rezagados.

¿Por qué? Hay varias razones, todas son confusas y presentan numerosas excepciones que complican el diagnóstico. A España le perjudicó notablemente su permanente xenofobia, basada, casi siempre, en razones religiosas. Mientras las demás potencias estimulaban la inmigración de buenos artesanos, en España, tras expulsar a los judíos, un siglo más tarde, en 1609, hacen lo mismo con los moriscos —nada menos que unas 375 000 personas, muchas de ellas comerciantes, artesanos y agricultores—, mientras se prohibía en América la presencia de los extranjeros. En la Edad Media el país tenía un gran potencial para el desarrollo, pero lo fue dilapidando. Contaba con numerosos monasterios en los que existía cierta disciplina laboral y un buen uso del tiempo. Según la tradición implantada por los benedictinos se tocaba las campanas siete veces al día. Y la organización del tiempo —ahí está el bello ensayo de Carlo Cipolla para demostrarlo—, al sincronizar las actividades de las personas aumentaba notablemente la producción y la productividad de la sociedad. Todo ello mejoró sustancialmente con la invención del reloj mecánico en el siglo XIII. La torre de la Iglesia con el reloj empotrado sirvió para organizar mejor los quehaceres de los pueblos. Pero España queda fuera de la fabricación de este artefacto.

¿Por qué? Es difícil saberlo. Los hará muy tarde y jamás tendrán el prestigio ni la calidad de los que se construyen en el exterior. Mala cosa y mal presagio. ¿De dónde salen los relojeros? De una yuxtaposición entre los cerrajeros y los orfebres. Es un invento en el que intervienen los artesanos más cuidadosos para dar vida a un delicado aparato de ruedas dentadas y flejes al que en algún momento se le añadirán muelles y tornillos diminutos. En España hay conciencia popular de que hacer relojes es importante. Queda hasta una ambigua frase que resulta mentira: «hasta el más tonto hace relojes». No es cierto: sólo los más listos hacen relojes. El reloj es una máquina seminal. Algunos de sus principios mecánicos luego saltan a otras máquinas: a las armas, a los telares, a los motores.

¿Qué hace un reloj? Transmite uniformemente el movimiento de una aguja sobre una esfera. Su energía —y así será por muchos siglos— es mecánica. La «cuerda» tensa una pieza de metal que se va destensando rítmicamente. El desarrollo de la industria consiste en hallar formas de liberar energía de una manera sistemática. El molino es también eso: el viento o el agua mueven las aspas que transmiten esa energía a una piedras capaces de moler el grano. Los holandeses, que tienen que luchar a brazo partido con el mar para desecar sus «tierras bajas», deben aprender a utilizar los molinos para achicar agua y deben construir canales. La adversidad de la naturaleza los hace industriosos y los convierte en grandes ingenieros. Son capaces de utilizar esa energía mejor que nadie. Los ingleses retoman un hallazgo que ya los griegos insinuaron siglos antes de nacer Jesús: el vapor de agua orientado en una dirección se convierte en una poderosa fuerza motriz. Parece que lo utilizaron en algún juguete. Cuando surge la máquina de vapor hay una multiplicación exponencial del uso de la energía. Mientras el aire o el movimiento de los ríos era desigual e impredecible, la energía de la máquina de vapor resultaba estable y regulable. Los ingleses son los primeros que se dan cuenta de que hay que estimular a los inventores para beneficio de toda la sociedad. ¿Cómo lo logran? En el siglo XVII el parlamento británico vota la primera ley de patentes. Hasta ese momento los monopolios sólo eran privilegios de quienes la Corona quería enriquecer arbitrariamente. Ya los inventores pueden aspirar a servirse de sus creaciones con carácter exclusivo, aunque sea por un periodo, generalmente por un largo periodo. A la gloria de inventar se une ahora la posibilidad de beneficiarse de ello. También se recurre a ofrecer premios para quienes resuelvan ciertos problemas técnicos o fabriquen determinadas máquinas. La práctica se extiende por toda Europa, pero con mayor incidencia en los cinco países de siempre: Inglaterra, Holanda, Alemania, Italia y Francia, aunque los escandinavos están cada vez más presentes. Un ejemplo tardío, pero muy revelador: Napoleón se prepara para sus campañas de largo aliento e infinitos ejércitos. Necesita abastecer a sus tropas. «Los ejércitos —dice— se mueven sobre sus estómagos». No puede alimentar en el terreno a ochocientos mil soldados hambrientos. Propone un jugoso premio metálico a quien consiga preservar en buen estado la ración militar de manera permanente. Es así como surge el envase al vacío. Luego eso se convertirá en una gigantesca industria, vigente hasta nuestros días, en la que Francia todavía mantiene una respetable presencia.

El vapor aumentó la capacidad de producción de los telares y abarató las telas. Esto aumentó la demanda de algodón. Surgieron las cosechadoras mecánicas para multiplicar la producción agrícola. Como sucedió con los relojes o con los cañones, España —y mucho menos su aletargada colonia americana— apenas participó de estos desarrollos. A veces otros objetos más humildes, pero tremendamente importantes para explicar el progreso, tampoco tuvieron demasiada difusión entre los españoles. Las gafas o espejuelos se conocían desde el siglo XIII, como el reloj, pero su uso estaba menos extendido en España que en el resto de Europa occidental. Eso significaba que los intelectuales y creadores comenzaban a perder facultades a partir de los cuarenta años de vida, etapa en que la presbicia inicia la progresiva reducción de la visión, dolencia que se alivia mediante la utilización de las gafas. Una bendición técnica especialmente bienvenida tras la llegada a Europa de la imprenta. En el retrato que Velázquez le hace al escritor Quevedo éste aparece con lentes —desde entonces llamados «quevedos»—, pero es una imagen excepcional.

Los lentes, y, en general, los cristales, habían sido un adelanto que modificó muy notablemente los procesos industriales: los ventanales en las paredes alargaron las horas de trabajo en los talleres. Los cristales «anteojos» de los operarios prolongaron la vida laboral de los trabajadores. Incluso —la inteligente observación es de Lewis Mumford—, permitieron una vida más limpia y pulcra porque era más fácil descubrir la suciedad o el desorden. Esto se percibe fácilmente cuando la pintura flamenca retrata las nítidas casas de los burgueses belgas u holandeses. Los lentes, además, se orientaron hacia el firmamento en forma de telescopios, y hacia el corazón de la materia como microscopios. La asepsia fue la consecuencia casi inmediata de descubrir ese mundo hasta entonces oculto de abominables criaturas diminutas. Eran unos insospechados enemigos a los que había que combatir. De la misma manera que los hallazgos técnicos se interrelacionaban, las observaciones científicas también se trenzaban de manera casi natural.

Tras el vapor, como se sabe, llegó la electricidad (como tantas cosas, presentida por los griegos), y de nuevo la producción dio un salto exponencial. Las duras máquinas, hechas de hierro colado, fundidas en altos hornos, con engranajes en los que se adivinaban retazos del reloj, o del cañón, o de las lanzaderas, porque todo invento arrastraba en su memoria mecánica la híbrida historia de la técnica, siempre entrelazada, comenzaron a vomitar por millares centenares de objetos que antes se producían muy restringidamente: la era industrial se acentuaba. Basta con asomarse a una casa del XVII, cuando todavía reinaba la energía eólica y la producción seguía siendo mayoritariamente artesanal, regresar en el XVIII, en época de su majestad el vapor, y volver a visitarla en el XIX, ya con la energía eléctrica a toda marcha. ¿Qué vemos en el hogar de marras? Una creciente dotación de objetos. El mundo se hace más abigarrado porque hay más cosas y éstas son cada vez más baratas. Las grandes masas, que antes consumían trigo, un poco de carne y unos cuantos metros de basta tela, comienzan a consumir cientos de objetos industriales y a poblar con ellos sus modos de vida. En los testamentos del siglo XVII se transmiten guantes, capas usadas, un par de jubones, unos manteles. Muy poca cosa. En los del XIX hay muchos más artefactos. De alguna manera el progreso es precisamente eso: poseer más objetos, acelerar el movimiento, reducir el esfuerzo muscular, hacer la vida más segura y confortable. Y el progreso descansa en la universidad, en la academia, en los laboratorios, todo ello unido por la ciencia, la técnica, las empresas, el comercio, y regulado por las apropiadas instituciones de derecho. Ésa acumulación de objetos provoca también el exigente refinamiento de los otros sentidos. Si los lentes habían mejorado la calidad de la mirada, el abaratamiento de los perfumes contribuyó a un olfato más exigente, y el de las telas a los placeres del tacto: las sedas y los terciopelos pudieron descender en la escala de los consumidores y pasaron de las princesas a las plebeyas. El goce sensorial se democratizó.

España y América Latina —también Portugal, naturalmente—, sin embargo, habían perdido esa oportunidad histórica de la modernidad surgida a partir del Renacimiento. No es que no disfrutaran de lo que los cambios trajeron de positivo, sino que lo hicieron pasivamente, siempre como receptores de expresiones técnicas y científicas paridas fuera de nuestras fronteras. De ahí el desarrollo deficiente, la falta de vitalidad de nuestra industria, la mínima creatividad de nuestras instituciones educativas. De ahí ciertos malos hábitos sociales (despreciar a quien se atreve a pensar con originalidad, por ejemplo), o acostumbrarse a vivir pasivamente, reproduciendo modos de vida invariablemente diseñados en el extranjero. Por supuesto que no es erróneo seguir de cerca el modelo de civilización propuesto por otros pueblos exitosos —esa es la historia de Occidente desde los griegos, y aún desde las anteriores culturas mesopotámica y egipcia de las que somos brumosamente deudores—, pero la decisión de imitar lo conveniente debería incluir la de innovar y, en su momento, la de crear con originalidad. Volvamos al economista Schumpeter mencionado en el inicio del capítulo: una de las claves básicas de la prosperidad es el novedoso desarrollo técnico y científico, la «cosa» o el servicio recién creado que se coloca en el mercado para beneficio de los consumidores. Renunciar a la prioridad en ese campo y haber dejado «que inventaran ellos» era una forma segura de garantizar para siempre nuestro atraso relativo. Es lo que nos ha pasado hasta hoy.