En Nicaragua, la transición de la dictadura sandinista a la democracia (1990-1996) la hizo, y muy bien, una mujer de cuerpo frágil y voluntad de hierro: Violeta Chamorro. También en Centroamérica, cuando terminaba esa década de los noventa, los panameños eligieron a Mireya Moscoso como presidenta. Treinta años antes los argentinos habían hecho lo mismo con Isabelita Perón, pero la historia concluyó de forma trágica. En Bolivia la diplomática Moira Paz Estenssoro, hija del legendario político, se perfila como la líder capaz de revitalizar el partido fundado por su padre. En República Dominicana las elecciones del año 2000 colocaron en la vicepresidencia del país a una singularísima mujer: Milagros Ortiz Bosch. Algo no tan extraño, pues en Costa Rica, durante el gobierno de Miguel Ángel Rodríguez, las dos vicepresidencias han sido ocupadas por mujeres notablemente competentes. En Ecuador, actuando desde la sociedad civil, la líder empresarial guayaquileña Joyce Ginatta fue capaz de orquestar una campaña lo suficientemente efectiva como para obligar al gobierno a dolarizar la economía. ¿Para qué seguir? Hay mil pruebas —tantas como mujeres destacadas— de que en América Latina el peso de las mujeres en la vida pública es cada vez mayor, como sucede en la Unión Europea, en Estados Unidos o en Canadá. Pero esto no quiere decir que la situación de la gran masa femenina haya cambiado sustancialmente. La verdad es que la inmensa mayoría de las mujeres, especialmente las más pobres y peor educadas —dos características que siempre van del brazo—, parecen estar hoy tan mal como hace siglos.
¿Cómo se configuraron los roles y actitudes sexuales (y sexistas) de los latinoamericanos? Entre los aportes más desdichados de los latinoamericanos a la cultura planetaria está la palabra “macho” y su correspondiente estereotipo. Es cierto que, tratándose de la lengua castellana, pudiera pensarse que el origen es español, especialmente porque en España se acuñó el Don Juan, primero por Tirso de Molina y luego por Zorrilla, pero la imagen actual del “macho” poco tiene que ver con aquel galante calavera del Siglo de Oro. El de nuestros días se asocia mucho más con un buen bigote mexicano, con un “latin lover” tal vez argentino, de pecho velludo, cabellera bien cuidada y fama de amante infatigable, o con un romántico guerrillero barbudo en combate permanente con su secular enemigo del ejército, otro tipo de “macho” a quien los caricaturistas suelen representar con un aspecto bastante siniestro. Todos ellos, y muchos más, suelen ser variantes del “macho” latinoamericano.
El “macho” —a juzgar por los corridos, el cine popular o los culebrones televisivos—, es un tipo mujeriego, pendenciero y amante del alcohol, que lo mismo se lía a tiros que a trompadas por defender su territorio de varón dominante. Odia a los homosexuales y de ellos se burla mediante chistes procaces —muy populares en la cultura iberoamericana— que también sirven para subrayar la hombría de quien los cuenta. Cuando tiene hijos, los somete a la obediencia mediante la intimidación y los castigos físicos. La mujer para él no es exactamente una compañera o la persona que ama, sino una posesión. Una cosa desvitalizada que le pertenece, a la que le da órdenes, y de la que espera atemorizado respeto —más bien veneración—, obediencia total, constantes servicios domésticos, y prestaciones sexuales esporádicas que deben ser, claro, rigurosamente exclusivas. Un ser —la mujer— que es preferible que hable poco, a quien se suele calificar de “chismosa”, frívola o banal, y a la que apenas se le presta atención, pues cuanto dice suele ser escasamente interesante. Para el macho, al fin y al cabo, no resulta muy grato que la señora que lo acompaña tenga ideas propias que lo contradigan, y ni siquiera es conveniente que posea una mayor densidad intelectual o estudios superiores a los que él sea capaz de exhibir. Con frecuencia, cuando ambos se enfrascan en una disputa, no es nada extraño que el punto final sea un acto de violencia física o verbal contra la mujer. Los “machos” del mundo entero, y no sólo el arquetipo latinoamericano, golpean o insultan a sus mujeres sin grandes muestras posteriores de arrepentimiento.
Por supuesto que, hasta aquí, lo que he descrito es la caricatura de una mezcla de canalla con idiota, pero, como todo dibujo de trazo rápido, aun cuando desfigura y no refleja la realidad completa, sí describe de alguna manera los tradicionales roles masculino y femenino en América Latina. Aunque no todos los varones latinoamericanos sean “machos” en el sentido despectivo de esta palabra, sería absurdo negar la subordinación de la mujer al hombre y la terrible tragedia que esto provoca. En un continente en el que la mitad de la población pudiera calificarse como pobre, son las mujeres las personas más miserables y desamparadas de esta triste legión, entre otras razones, porque estudian menos y porque son víctimas de la paternidad irresponsable. Un altísimo porcentaje tiene sus hijos fuera de matrimonios o de parejas estables, y cuando el vínculo llega a su fin, lo probable es que el varón eluda cualquier obligación con sus descendientes. Los hijos en América Latina suelen ser “cosa de la madre”.
Este panorama no es, claro, exclusivo de América Latina, sino de cualquier sociedad rígidamente patriarcal —todas lo son en algún grado, como señalara el antropólogo Steven Goldberg, y acaso se trata de un fenómeno de origen biológico, como audaz y dudosamente intentara documentar—, pero lo importante en este libro es tratar de entender el origen y la evolución histórica de este viejo fenómeno. Acaso esa sea una forma de tratar de mitigar sus peores consecuencias. Sólo se puede derrotar lo que se conoce.
Si la premisa de este libro es que las instituciones y el comportamiento de los latinoamericanos hay que rastrearlos en la tradición occidental, el obligado punto de partida es Grecia: la Grecia de Pericles, de Sófocles, de Esquilo, de Sócrates, Platón o Aristóteles. Bien se podría, naturalmente, remontarnos a los orígenes más remotos y dejar establecida la supremacía de un macho dominante en los grupos de cazadores que se movían por las sabanas y se guarecían en las cuevas; o el fenómeno de estratificación y especialización por sexos que reafirmó la aparición de la agricultura —los hombres guerreaban o cazaban, las mujeres manipulaban las cosechas y cuidaban los niños—, pero no vale la pena retrotraernos hasta ese distante punto de la aventura humana.
Entre los griegos, creadores de la democracia, y, por esa vía, de una cierta forma de igualdad de las personas, no todos los habitantes de las ciudades-estado eran sujetos de derecho. Los esclavos eran “cosas” que se poseían y sobre los cuales se podía ejercer casi cualquier clase de violencia. Algo semejante a lo que sucedía con las mujeres: apenas tenían derechos. No existían. Prácticamente eran invisibles en la sociedad supremamente “machista” de los griegos. Vivían en sus casas, preferentemente recluidas en el gineceo, una habitación dedicada a ellas, y allí, mientras eran niñas, aprendían a coser y a cantar ciertos himnos. Salían poco a la calle o al mercado —los hombres eran quienes compraban y vendían—, y las diversiones en que se les permitía participar eran algunas representaciones teatrales —casi nunca las picantes comedias, sólo las tragedias— y en las populares fiestas dedicadas a Dionisos. Ni siquiera en Esparta, en donde solían pasear con el pecho descubierto, tenían las griegas demasiados derechos.
La gran virtud de la muchacha joven, y luego de la mujer madura, era la sofrosyne. Una especie de quieta amabilidad, dócil, sencilla, indocta, perruna, humildemente cabizbaja, que algo tenía de pudorosa, y algo, también, de servil. A los quince años la mujer solía casarse, pero nunca por amor, con varones que tenían unos veinte y ya habían pasado la efebía o servicio militar de dos años, cumplida generalmente tras la llegada a la mayoría de edad, época que, como hoy, se fijaba a los dieciocho. El padre, los hermanos u otros adultos de la familia, sin siquiera consultarle, habían pactado el matrimonio y la dote que se veían obligados a entregar, buscando preferentemente a un miembro de la misma fratría. Es decir, un joven al que se suponía descendiente de un antepasado común, tribu en la que se integraban las familias griegas y a la que se contribuía con hijos capaces de perpetuar el culto de los parientes muertos.
No había leyes escritas contra el incesto, pero la literatura —las tragedias— y la tradición popular rechazaban la unión entre hermanos, y más aún la de hijos o hijas con padres y madres, especialmente por temor a la ira de los dioses, aunque no ocurría de igual manera con la de tíos con sobrinas o la de primos. El fin del matrimonio, sin embargo era procrear: traer hijos para perpetuar el linaje de la familia y de la fratría, así como para asegurar que se contaba con alguien capaz de cuidar a los ancianos cuando no pudieran valerse por ellos mismos. Entre los espartanos, tan importante era la sucesión que, cuando el varón no parecía capaz de engendrar, a veces recurría a “preñadores” profesionales, viriles y robustos, siempre dispuestos a realizar profesionalmente su delicado trabajo.
El matrimonio era una especie de contrato oral que se establecía ante testigos mediante una sencilla ceremonia, preferiblemente celebrada en invierno y durante la luna llena, en cierta medida parecida a la que luego los romanos (y los latinoamericanos de nuestros días) llevarán a cabo. Como sucede con el San Antonio casamentero de la tradición católica, entre los griegos había deidades a las que se consagraba el matrimonio, y a cuya gloria la novia dedicaba sus juguetes infantiles y sus más íntimas posesiones personales.
Como parte de la ceremonia, aunque en otro lugar y momento, la novia debía someterse a un rito de purificación mediante agua, y después acudía al banquete, generalmente celebrado en la casa de su padre. Ahí se cortaba y distribuía una tarta nupcial, y hombres y mujeres, separados, devoraban una buena cantidad de comestibles generosamente regados con el mejor vino disponible. Había músicos que tañían instrumentos y cantaban canciones, con frecuencia alusivas al sexo. Tras el banquete, los contrayentes subían a una carreta que los llevaría a casa del novio, mientras los músicos les seguían entonando sus alegres melodías. Cuando llegaban al tálamo —el sitio en que recibían las últimas felicitaciones o parabienes, y, por extensión, la cama— los músicos y amigos abandonaban a los esposos para que consumaran físicamente la unión.
Los hijos, tan vehementemente deseados, a veces no lo eran tanto, y se procedía a provocar el aborto, algo que no estaba penado por las leyes. También eran una “propiedad” del padre. Cuando las criaturas nacían, y, por alguna razón —casi siempre porque eran niñas— no las querían, sencillamente, las abandonaban para que murieran de hambre, sed o frío —en época de invierno—, pues el infanticidio podía llevarse a cabo en medio de la indiferencia general de la sociedad. Los espartanos, muy celosos de las características físicas del pueblo, verdaderos practicantes de la eugenesia, examinaban a los recién nacidos para descubrirles algún defecto. Si lo tenían, o si parecían tenerlo, los llevaban a un precipicio y los despeñaban. También había el recurso de la venta: se podía vender a los hijos. El niño o niña vendido se convertía en esclavo para siempre o —en el mejor de los casos— quedaba en poder de una pareja que no había tenido descendencia. Esa práctica —la venta de los hijos— no era demasiado extraña entre las familias muy pobres.
Había dos situaciones en las que el marido podía divorciarse de la mujer: cuando le daba la gana o cuando ella cometía adulterio. En el segundo caso, tenía que separarse o perdía sus derechos. Un ciudadano ateniense no podía mantener al mismo tiempo sus privilegios y la vergüenza de haber sido engañado por su mujer. Debía elegir. Pero, en cualquiera de los dos casos, si se divorciaba estaba obligado a devolver la dote recibida. ¿Cómo era el trámite de ruptura? Una simple notificación oral de repudio a la esposa, que enseguida debía liar sus bártulos y regresar al seno de su familia, dedicarse a la mendicidad o —si tenía edad y condiciones— a la prostitución. En cambio, si era ella quien deseaba romper la unión matrimonial, debía acudir al arconte —un magistrado que impartía justicia— y, alegar por escrito las razones que la impulsaban a tratar de separarse de su marido. Con frecuencia los jueces desoían sus peticiones. Eran sólo “quejas de mujeres”.
La aburrida vida de las señoras contrastaba con la de los hombres. Los varones griegos solían compartir su vida sentimental con tres clases de mujeres: la esposa, generalmente confinada a la casa, las cortesanas o hetairas, divertidas rameras que cantaban y tañían instrumentos musicales en los numerosos prostíbulos —absolutamente legales—, y las concubinas o amantes con las que mantenían relaciones estables. Sócrates, casado con Jantipa, parecía sentirse mucho más a gusto con Mirto, de la misma manera que Pericles adoraba a Aspasia, su muy famosa amante, más tarde debidamente desposada.
No contentos con esta abundancia de oferta sexual femenina, los griegos tenían otra fuente de placer: los varones adolescentes (a veces niños), a quienes realmente amaban, pues, dada la mínima importancia de la mujer en esa sociedad, les parecía que sólo en el vínculo homosexual podía darse una relación especialmente intensa y espiritualmente satisfactoria. A las mujeres se les preñaba; a los efebos, se les amaba con ternura. Esto es lo que Platón defiende en El banquete. Esto es lo que Esquilo cuenta de las relaciones entre Aquiles y Patroclo. Es esto lo que se deduce de la gallarda valentía del “Batallón sagrado de Tebas”, una unidad militar formada por parejas homosexuales que peleaban fieramente en defensa de su causa y de su amante, observación que ha llevado a más de un historiador a ver el origen de esta costumbre en la fraternidad excesiva entre militares. Otros, no obstante, prefieren atribuirlo a las relaciones entre pedagogos —maestros o tutores y sus discípulos—, o a la hipocresía de una sociedad que dictaba leyes muy severas contra la práctica de la pederastia —el adulto “protector” era el erasta, el joven “protegido” era el erómeno—, pero, en la realidad, las toleraba con una asombrosa tranquilidad.
¿Y las mujeres? ¿Y la homosexualidad femenina? Existía, naturalmente, y ahí están para demostrarlo los versos de Safo escritos en la isla de Lesbos un siglo antes de la etapa dorada de Atenas —el espléndido siglo V—, pero una sociedad machista como la griega estaba demasiado ocupada en el ejercicio de su falocracia para prestarle demasiada importancia a lo que hicieran las mujeres en la intimidad de los gineceos. Ni siquiera valía la pena legislar sobre eso.
Los romanos, que tantas influencias absorbieron de Atenas, en sus orígenes institucionales le concedieron al padre de familia las mismas absolutas prerrogativas que le otorgaban los griegos. Pero ya en la época del Imperio esa feroz autoridad había mermado considerablemente, mediante la promulgación de una serie de leyes y decretos que protegían y transformaban en sujetos de Derecho a quienes hasta ese momento apenas eran unos peleles en las manos potencialmente caprichosas de los varones adultos.
Por primera vez se reconocía el derecho de heredar a los hijos e hijas ilegítimas —nacidos fuera del matrimonio—, se prohibía la venta de los hijos como esclavos, y disminuía sensiblemente el número de infanticidios, aunque no es hasta varios siglos más tarde que se legisla contra el homicida abandono a la intemperie de los recién nacidos. Algunos autores, incluso, creen ver el surgimiento de una actitud demasiado indulgente con los hijos. Donde antes asomaba el rostro del padre siempre severo y castigador, ahora comparece un rostro humano, mucho más tolerante. Eso les parece peligroso para el buen orden social.
No se trata, naturalmente, de un proceso “revolucionario”, sino de la lenta evolución de las costumbres, a la que muchos hombres se oponen, y contra la que los más ácidos escritores lanzan sus sátiras. Estos irredentos varones no se sienten cómodos con mujeres intelectuales que manejan ideas e información. Mucho menos con las que gustan de participar en las cacerías y practicar deportes. En todo caso, la mujer, que nada valía en la sociedad griega, en Roma alcanza mayor preponderancia. Su status cambia dramáticamente: ya no tiene que someterse al matrimonio cum manus, es decir, sujeto totalmente a la autoridad del marido, sino al matrimonio sine manus, en el que se tienen en cuenta sus criterios y sentimientos, y para el que ella debe dar su conformidad. Ya hay, o puede haber, amor en la pareja, o mutua conveniencia, pues los jóvenes se conocen y dan su consentimiento a la unión. La mujer se ha “descosificado” y disfruta de una relativa igualdad. Al menos, mayor de la que tenía en Grecia.
Aunque hay varios tipos de ceremonias matrimoniales, la más popular es la que, fundamentalmente, ha llegado a Occidente, América Latina incluida. Sigue siendo un compromiso ante testigos, pero ahora se hace frente a un sacerdote del templo que repite una oración en la que les pregunta a los novios si acceden libremente al vínculo y los conmina a amarse y protegerse mutuamente. Previamente, se ha acudido a una especie de adivino, el auspex, que aclarará con sus artes la fortuna o la desdicha que le espera a la pareja. Son los buenos o malos auspicios, y los formulará tras la “lectura” de las entrañas de un animal sacrificado en honor de los dioses. Si son favorables —casi siempre lo eran— la novia vestirá como tal, con velo naranja, redecilla roja, túnica blanca y corona de flores en la cabeza.
Durante la ceremonia, que también culmina con un beso en los labios, rodeada de sus damas de honor, la novia intercambiará anillos con su prometido, y, a partir de entonces, ambos los llevarán en el dedo “anular”, junto al meñique, debido a un curioso error anatómico difundido por la medicina antigua: se suponía que hasta ese dedo llegaba un fino “nervio” que partía del corazón, y el amor, para los romanos, era ahí donde sentaba sus reales. Más tarde llegará el momento del banquete, y las mujeres podrán compartir la mesa con los hombres. Ha caído (por cierto tiempo) una barrera. Los inevitables músicos acompañan la fiesta. Cuando se despiden, la fórmula todavía nos resulta entrañablemente familiar: feliciter. Algo que equivale a nuestro vigente “¡felicidades!”.
Una vez en la alcoba, y tras desnudarse, a veces sólo parcialmente, pues las mujeres, incluidas las prostitutas, solían conservar una especie de sostén —eso sí, se descalzaban—, se adoptan otras actitudes que hoy calificaríamos de machistas. Muy consciente de su papel viril, era el hombre quien único podía tomar la iniciativa, acariciando a su compañera generalmente con la mano izquierda —la mano de las ocupaciones abyectas—, mientras sólo se recomendaba la postura clásica, en la que ella yacía bajo él, ambos situados frente a frente. La mayor abominación, teóricamente la más rechazada, era la relación orogenital, pero sólo si era él quien se entregaba a la tarea, pues esta práctica suponía una degradante humillación para los hombres y no para las mujeres, como revelan los frescos del lupanar de Pompeya. Un romano de pro no colocaba su boca en semejante sitio; y si lo hacía y se descubría, resultaba inmediatamente desacreditado.
Ese romano, sin embargo, se entregaba a otros placeres carnales generalmente censurados desde nuestra perspectiva actual. Continúa la tradición pederasta de los griegos. Sigue practicando la sodomización de esclavos que deben someterse a los caprichos del amo, o la de jovencísimos varones, generalmente impúberes, dado que la aparición de los vellos tornaba en sordidez lo que hasta ese momento no lo había sido, pero sin conciencia uno y otro de llevar a cabo un acto pervertido y execrable, pese a que inútilmente lo castigaban las leyes. Quien adoptara el role activo no resultaba objeto de censura. El ser despreciable no era quien realizaba la penetración, sino aquel a quien penetraban —el catamite o impúdico entre los romanos—, pues lo importante era el gesto viril; lo fundamental era quién humillaba o quién era humillado durante el coito. Y de las posiciones que ocupaban durante la cópula, y no de la coincidencia en el mismo género, dependía el honor o el deshonor de las personas en lo tocante al sexo. Algo de esto subsiste en la mentalidad latina de nuestros días. Probablemente, el homosexual activo no es tan desdeñado por la sociedad como el pasivo. El pasivo simula ser una “mujer”. El activo sigue actuando como “hombre” y no muestra ningún rasgo de afeminamiento, gestos que le parecen deplorables. Pero —entre los romanos— la lesbiana que adoptaba un role masculino era calificada con los peores epítetos. Tratar de ser un hombre, sin serlo, era algo que repugnaba visceralmente a los romanos. Podían entender —y propiciaban con regocijo— que miles de hombres jóvenes desempeñaran en la cama el papel de mujeres. Pero no aceptaban que algunas mujeres pudieran actuar como varones. Ahí —a juzgar con nuestra pupila del tercer milenio— acaso se escondía otro síntoma de irredimible machismo.
En una sociedad cada vez más “abierta” —”corrupta”, dirían los críticos— es natural que los divorcios, muy fáciles de conseguir tanto por el hombre como por la mujer, estuvieran a la orden del día, pues bastaban siete testigos de la decisión y una comunicación escrita al cónyuge para dar por terminada la relación. Era suficiente alegar “adulterio” —penado por las leyes, pero practicado por los dos sexos profusamente—, “conducta indecorosa” u otras causales que hoy serían calificadas como absolutamente desleales, como la vejez de la pareja o su condición de persona enferma. Ya existía en Roma, por cierto, el divorcio por mutuo acuerdo. En cualquier caso, como la mujer podía poseer propiedades y las leyes la protegían, la ruptura del vínculo matrimonial no entrañaba necesariamente la pobreza. A veces multiplicaban su fortuna enlazando inmediatamente con otro varón económicamente más poderoso.
No obstante, para desdicha de las mujeres de lo que pronto sería España —la Hispania del confín occidental del Imperio— los visigodos que en el siglo V irrumpirían en la Península y la pondrían bajo su control, pese a lo romanizado de sus costumbres, tenían reglas y rasgos de comportamiento más cercanos a lo que hoy calificaríamos de “machismo”. Uno de estos rasgos era el culto por la virginidad —por la que, simbólicamente, los maridos abonan una dote prematrimonial—, otro, la represión total del adulterio femenino, ofensa que se debía lavar con sangre; pero no así el masculino, que se acepta sin reparos, pues la corte de estos “bárbaros” federados dentro del Imperio romano era claramente polígama.
Sociedad profundamente imbuida por los valores castrenses, los visigodos practican los duelos a muerte por las ofensas contra el honor, salvaje costumbre que arraigará en el alma española y dejará su huella en el teatro del Siglo de Oro mil años más tarde. También tienen numerosos prostíbulos que se multiplican en tiempos de escasez y hambre. Los pobres —más los hispanorromanos que los visigodos— suelen venderse como esclavos. Según San Isidoro de Sevilla, quien se acogía al razonamiento de culpar a la víctima, el hecho de que ciertas personas muy pobres estuvieran dispuestas a venderse como esclavas demostraba que merecían serlo. Y no sólo se venden ellas. Mantienen, por lo menos por un tiempo, la costumbre de vender los hijos no queridos, y emancipan a los queridos cuatro años antes que los romanos: a los catorce los visigodos son adultos ante la ley y ante la sociedad.
Los visigodos son ásperos en el trato, endogámicos, y prefieren no mezclarse con los “blandos” hispanorromanos, pero terminan por hacerlo por razones demográficas: los visigodos son apenas doscientos mil y los hispanorromanos tal vez seis millones. Son inflexibles, en cambio, en cuanto a la posibilidad de que los amos —hombres o mujeres— mantengan relaciones sexuales con sus esclavos o con los esclavos de otro. Eso se paga con la vida y con terribles torturas. Es perfectamente legítimo cortarles las manos o los pies a los esclavos, dejarlos tuertos, castrarlos, amputarles el pene, arrancarles la nariz, los labios o las orejas. Los esclavos ni siquiera se “casan” en el sentido en que lo hacen las personas libres. Establecen, como los animales, un contubernium que el amo deshace cuando quiere, pues a él también le corresponde el fruto de esas inciertas parejas.
¿Quiénes son los esclavos, además de los miserables que se ven obligados a venderse por hambre? Los prisioneros de guerra y —tal vez la mayor parte— quienes no pueden satisfacer una deuda. Una de las últimas leyes dictadas por los godos, que fueron profundamente antisemitas, establecía la esclavitud de todos los judíos del reino. No llegó a cumplirse. Pero eso explica que los judíos recibieran la invasión de los musulmanes como una forma de alivio. Para ellos lo fue. La vida —por cierto— tiene diferentes valores si se trata de mujeres u hombres y de jóvenes o viejos. En caso de reparación judicial por asesinato, como regla general, estaba determinado que en igualdad de edades los hombres valían el doble que las mujeres. Los niños pequeños apenas tenían valor. En la ancianidad, hombres y mujeres alcanzaban el mismo decreciente “precio”. Era un pueblo duro de guerreros feroces. Eso casi nunca es conveniente para nadie, pero menos para las mujeres.
Sin embargo, el cambio más profundo en la percepción del papel de las mujeres, en la conducta sexual de los españoles, y, en general, de los habitantes del Imperio romano de Occidente, no vino de los bárbaros, sino del paulatino triunfo y entronización de la ética judeocristiana. En efecto, aunque en los evangelios hay comprensión para las pecadoras —la arrepentida Magdalena, por ejemplo—, y parece ser una religión más liberadora que represora, ya desde San Pablo se percibe una actitud muy severa hacia “los pecados de la carne”, básicamente esos cuatro enemigos del alma identificados por el judío convertido al cristianismo camino a Damasco: la prostitución, el adulterio, incluido el mental, la “molicie” —es decir, la masturbación o la excesiva y hedonista recreación en el sexo— y el homosexualismo.
Para San Pablo, la relación sexual era un inconveniente en la conquista de la perfección espiritual que se debía combatir con el matrimonio, institución cuyo fin no era el goce físico de la pareja, sino la procreación y el estricto control de las pasiones. Se trataba, más bien, de una camisa de fuerza. Un “detente” contra el demonio. Un “contrato” en el que el sexo quedaba relegado a “débito conyugal”. Una especie de incómodo trámite que se hacía por obligación más que por el impuro deseo, y siempre como mandaban las sanas costumbres, en la llamada “postura del misionero”. Es decir, la dama debajo, sin dar grandes muestras de placer, y el caballero sobre ella, veloz y desentendido. El more canino o posición “retro”, tan frecuente entre los pueblos del Oriente Medio, estaba especialmente prohibido. La mulier super virum, esto es, cabalgando sobre el esposo, ni pensarlo. La sodomización de la compañera, menos todavía, pues no había posibilidades de engendrar. Mucho tiempo después, San Jerónimo —como Juan Pablo II poco antes de terminar el siglo XX— condenaría la lujuria dentro del matrimonio. (Los irreverentes dirían que, dentro del matrimonio, la lujuria más se acercaba al milagro que al pecado).
Para los cristianos más fanáticos lo ideal era suprimir cualquier contacto sexual. Ya Dios proveería la forma de que la especie no desapareciera. Al Dios judeocristiano se le agrada y halaga con la abstinencia sexual, con la mortificación, con el abandono de los bienes materiales. Y si hay que copular, mejor que eso no ocurra en las noches dominicales, pues los hijos concebidos en los días de adorar al Señor saldrán monstruosamente deformes, como con absoluta certeza asegura San Gregorio de Tours, aunque también advierte el peligro de las noches de los miércoles y viernes. Tampoco debían mantenerse relaciones sexuales los cuarenta días que precedían a la Navidad, los cuarenta días antes de la Semana Santa o los ocho que seguían a Pentecostés. Una vez preñada la santa esposa, la pareja debía interrumpir los encuentros conyugales —¿para qué copular si ya estaba embarazada?— y así mantenerse hasta treinta días después del parto, si hubiera sido varón, o cuarenta si se trataba de una niña. La Iglesia, definitivamente, era refractaria a cualquier expresión de sensualidad. De ahí los votos fundamentales de los monjes: pobreza, castidad, obediencia. De ahí los anacoretas internados en el desierto, las sociedades de flagelantes, los cenobitas alejados del mundo y, a veces, hasta voluntariamente privados de la palabra.
La Iglesia Católica es una estructura básicamente masculina, en la que las mujeres ocupan una posición meramente auxiliar, no pueden acceder al sacerdocio y mucho menos a la jerarquía episcopal, al cardenalato o al papado. Es una institución de hombres, y los hombres son siempre tentados por las mujeres, y por ellas llevados a la perdición y al infierno. La mujer es mala porque convoca al sexo. El papa San Gregorio I clasifica a los seres humanos en tres categorías: los mejores son los que mantienen la virginidad y nunca se han “ensuciado” con el sexo; les siguen en méritos los que han conocido esa práctica lamentable, pero han conseguido renunciar a ella; y —por último— están las personas casadas, esclavas de la fea costumbre de copular. San Agustín, obispo de Hipona, aunque pecador él mismo en su juventud, no encontraba demasiada distancia entre la copula fornicatoria que se lleva a cabo con una ramera y la copula carnis que se efectúa dentro del matrimonio. Por eso, desde el principio, se resalta y honra la figura de María, la madre de Jesús, cuya naturaleza es objeto de encendidas polémicas que dividen los Concilios. ¿Cómo se podían censurar las relaciones sexuales si Dios había nacido de una mujer? Obvio: esa criatura era diferente. Dios y su madre eran distintos. Jesús había sido engendrado por obra y gracia del Espíritu Santo, sin que mediara obra alguna de varón. La virginidad de María no sólo era una prueba de su pureza: también era una crítica implícita a las evas de este depravado mundo de tentación y pecado.
Muy pronto los católicos comienzan a defender la indisolubilidad del matrimonio. El propósito es desestimular la lujuria mediante la monogamia obligada. El que se casa lo hace para siempre o se condena al fuego eterno del infierno. Hay, sin embargo, algunas excepciones. Cuando el cónyuge no es cristiano o cuando se comete adulterio, pero en este último punto no hay acuerdo general. ¿No deben, acaso, perdonar los cristianos? Sin embargo, el matrimonio frente al cura, tal y como hoy lo conocemos y efectuamos, no se institucionaliza hasta el siglo XII, cuando la ceremonia escapa al ámbito de la vida privada y las iglesias y parroquias comienzan a llevar un registro. Tampoco se hace obligatorio el celibato de los sacerdotes hasta bien avanzada la Edad Media, y no falta quien opine que la razón principal tras esta medida fue preservar el enorme patrimonio de la Iglesia al no tener que dividir los diezmos que recibía entre la prole de los curas. Fue —en suma— un intenso debate la castidad de los religiosos: al fin y al cabo, todos los apóstoles, menos dos, Pablo y Bernabé, no sólo eran casados, sino, además, viajaban acompañados por sus esposas cuando iban a predicar la “buena nueva”. Damas y caballeros.
En la España medieval esta visión cristiana de la pareja, totalmente falta de sensualidad, contrasta con lo que sucede en la porción islámica de la Península, pero también hay zonas de grandes coincidencias. En el mundo musulmán, el Corán admite la poligamia. Son aceptadas hasta cuatro esposas, o las que puedan ser mantenidas. Es, sin duda, una sociedad concebida para el disfrute de los hombres. Las mujeres deben ocultar su rostro tras los velos para no despertar pasiones, y deben ocultarse ellas mismas tras las celosías de unos harenes custodiados por (a veces) inofensivos eunucos, pues el adulterio femenino es considerado una gravísima falta que se paga con la vida. Las hembras son propiedad del macho que las atesora. Golpearlas o maltratarlas de palabra son normas de comportamiento perfectamente aceptadas. “Cuando llegues a tu casa —dice un proverbio árabe— pégale a tu mujer. Tú no sabrás por qué, pero ella sí”. Repudiarlas y deshacerse de ellas es también sencillo. La autoridad religiosa islámica, como sucede entre los cristianos, es siempre masculina y generalmente misógina. Y esta asimetría se mantiene hasta en el más allá, donde los varones que alcancen la gloria recibirán con ella, o como parte de ella, el disfrute de bellas huríes. Las mujeres árabes hasta en el cielo son un mero instrumento del placer de los hombres.
Entre los cristianos el terror al adulterio femenino y al descrédito social que ello conlleva no es más reducido que entre los musulmanes. En el medievo el honor no depende de las acciones propias sino de la percepción de los demás. La falta cometida por una mujer adúltera es siempre menor que la deshonra del que no lava con sangre la injuria cometida. Y no se trata de una locura típicamente española. El cinturón de castidad, con sus candados inútiles y su espantosa falta de higiene, es italiano. Concretamente, de Florencia, y así —”cinturón florentino”— se le conoció durante los dos largos siglos en que los caballeros ausentes intentaban evitar las deslealtades sexuales de sus cónyuges encarcelándoles el rincón de la anatomía “por do más pecados había”, y escondiendo luego la llave en la faltriquera más segura.
Sin embargo, mientras la realidad social de la mayor parte de las mujeres en la Europa medieval —la cristiana y la musulmana— es de subordinación total al hombre, en los últimos siglos de la Edad Media, básicamente entre los siglos XII y XV, surge una curiosa tendencia a idealizarlas, fenómeno que se refleja en la poesía trovadoresca aparecida en la Provenza francesa, muy pronto imitada por todas las lenguas romances que entonces comenzaban a florecer. Súbitamente, la Eva pecadora denunciada desde los púlpitos de las Iglesias, la fuente de todas las desdichas y tentaciones, se convierte en una casta dama deseada por caballeros dispuestos a realizar cualquier proeza con tal de conquistar su corazón. Más aún, ése es el único procedimiento para lograr el amor de la mujer querida: la hazaña, el “más difícil todavía”, el imponerse a peligros tremebundos para demostrar, mediante la temeridad sin límites, el amor que se siente.
¿Hay en esta “revalorización” de las mujeres de alcurnia —las villanas no eran objeto de culto caballeresco— una disminución de la visión machista sustentada por la sociedad medieval? En absoluto: lo que están en juego son valores masculinos. De lo que se trata es de demostrar la valentía, la ferocidad en el combate y la delimitación de zonas de autoridad patriarcal. Se conquista a la dama mediante una hazaña casi siempre absurda y desmesurada no exenta de bravuconería. A veces consiste en situarse en un camino y retar a duelo a quienes acierten a querer transitar por él. Otras, en llevar cadenas y pesadas argollas en los tobillos o en el cuello. Incluso, los hay que se someten a torturas por fuego. Sufrir es una manera de expresar el amor. Y quien está más dispuesto a sufrir es quien más ama. ¿Qué es eso? Una forma inmadura, casi adolescente, de exhibir los más primarios signos de la identidad masculina. No es, como algunos piensan, una forma de culto por la mujer. Es otra narcisista manera de adorar los atributos del hombre.
Pero no debemos confundirnos: las idealizadas relaciones entre las damas de buena cuna y los caballeros andantes —tiernamente ridiculizadas por Cervantes un siglo más tarde en El Quijote— en modo alguno reflejan la enorme misoginia que va abriéndose paso en Europa desde fines de la Edad Media hasta el bárbaro holocausto de mujeres que se lleva a cabo a lo largo del siglo XVI, precisamente cuando tiene lugar la conquista de América. En efecto, durante la llamada “cacería de brujas” más de cien mil mujeres son asesinadas mediante el fuego en Europa occidental. Sólo un veinte por ciento de las víctimas son hombres. El ensañamiento es con las mujeres. Antes de quemarlas vivas, con frecuencia se les aplican hierros candentes en los brazos y se les amputan los senos. Los familiares son obligados a contemplar el espectáculo, y a los hijos pequeños, además, se les golpea para que nunca olviden lo que les sucede a las endemoniadas que arden frente a ellos.
¿Por qué acaeció esta monstruosidad? Por una combinación entre los estereotipos, las supersticiones de la época y las tensiones religiosas. Las supuestas brujas, la mayor parte mujeres de más de cincuenta años, pobres e ignorantes, eran acusadas de haber tenido relaciones carnales con el diablo, víctimas de su incurable lujuria. Una vez poseídas por el demonio, el Maligno les exigía que blasfemaran, cometieran actos sacrílegos, desataran plagas, asesinaran niños, provocaran enfermedades, incluida la impotencia de ciertos varones, y hasta la desaparición del pene de algún desdichado sacerdote. Para realizar sus ruines propósitos, el diablo les concedía la posibilidad de volar o de transformarse en animales, y les comunicaba las fórmulas de pócimas y venenos con los cuales realizar sus ritos mágicos. Preocupados varones hubo que, convencidos de una cierta visión conspirativa de la historia y de la teología, hasta denunciaron la evidente conjura fraguada entre los demonios y las brujas con el fin de destruir la civilización cristiana.
Este clima de terror y sadismo contra las mujeres se vio facilitado por una serie de circunstancias históricas que fueron fatalmente encadenándose. A partir del siglo XIII hay un recrudecimiento de la represión contra las herejías y la Inquisición elimina la lex talionis que castigaba con la misma pena solicitada a quien no pudiera probar su acusación. Ya se puede acusar a cualquiera de cualquier cosa sin necesidad siquiera de dar la cara. Los tormentos más brutales son utilizados para obtener la confesión de los acusados. El miedo se apodera de muchas mujeres y se repiten los casos de histeria colectiva en los que se oyen voces o se perciben apariciones sobrenaturales. Estas “señales” confirman las sospechas de los perseguidores. Por otra parte, lentamente van fortaleciéndose los Estados en detrimento de los señores feudales, y el poder central identifica con mayor precisión y rigor a sus supuestos enemigos naturales: herejes, judíos, leprosos, homosexuales y brujas. Hasta los bizcos, zurdos y jorobados son sospechosos. Cualquier comportamiento excéntrico es objeto de represión. Las mujeres prácticamente no pueden defenderse porque su testimonio apenas es tenido en cuenta por tribunales invariablemente masculinos que en muchos casos se guían por el Martillo de Brujas o Malleus Maleficarum, un perverso manual de persecución de endemoniadas escrito por los dominicos Kramer y Sprenger. Las mujeres, además, no pueden estudiar. No les permiten ser funcionarias, y ni siquiera aprendices en los gremios de obreros especializados. Sólo unas pocas alcanzan a ejercer carreras artísticas, y ninguna logra el reconocimiento de una posteridad definida por la pupila masculina. Se les menosprecia: se supone que las mujeres son seres naturalmente inferiores, y así se les trata.
El XVI en América es el siglo de la Conquista, mas en el Viejo Continente es el de las terribles guerras religiosas que divide la Europa cristiana. Sin embargo, el sadismo y el atropello contra las mujeres se da tanto entre los católicos como entre los protestantes. Algunos países, como España y Portugal, se dedican con más ahínco a la persecución de herejes, judíos y marranos que de brujas, pero no exactamente por el carácter católico de las naciones ibéricas. En Alemania, por ejemplo, en donde el territorio se divide entre católicos y luteranos, las más crueles cacerías de brujas se llevan a cabo en la zona católica. En Tries, el jesuita Peter Binsfeld quemó trescientas sesenta y ocho brujas en veintidós villorios diminutos. Fueron tantas, que en dos de esos pequeños poblados sólo quedó una aterrorizada mujer para contar lo que había sucedido.
Hay una razón teológica que acaso explique por qué los alemanes luteranos fueron algo menos crueles que sus compatriotas católicos en la persecución de las brujas. Para los luteranos el diablo es el Angel Caído, es también una criatura sujeta al imperio de la voluntad divina. Pero, no resulta nada fácil encontrar las causas que justifican las diferencias de comportamiento de los cristianos con relación a las brujas. Los datos son elocuentes y confusos al mismo tiempo: la iglesia ortodoxa oriental resultó mucho menos cruel que la occidental, los católicos se mostraron algo más rigurosos que los protestantes, pero fue en el centro norte de Europa donde este criminal comportamiento alcanzó su mayor grado de vesania.
Es este panorama sexófobo y racista, propio de la época, el que los españoles tienen en la cabeza cuando arriban a tierras americanas. Están acostumbrados a la esclavitud —todavía vigente en la Europa del XVI, aunque muy atenuada—, a la implacable persecución de quienes idolatran dioses diferentes, y a imponer un trato brutal a las mujeres. Es la Europa del Renacimiento, de Leonardo y Miguel Angel, pero también la de Torquemada, la del saqueo de Roma, la de la quema de brujas. Es una Europa que proclama su deslumbramiento ante la razón y dice colocar al Hombre, con mayúscula, en el centro del universo, mientras simultáneamente se entrega al fanatismo y a la despiadada destrucción del adversario o de quien se atreve a ser diferente.
¿Quiénes son los españoles que se lanzan a la conquista de América? Son jóvenes varones, más educados que la media de sus compatriotas, y entre los que no abundan, por cierto, quienes poseen experiencia militar. Suelen ser “segundones”, esto es, de origen hidalgo, pero no “principales”, y andan a la caza de fortunas, aventuras y placeres, aunque juran ser profundamente católicos. Casi nunca viajan acompañados por sus mujeres, y los caracteriza una inmensa osadía y una total falta de escrúpulos frente a indígenas que les parecen más bestias que personas. Esto explica que los poco más de veinticinco mil españoles que cruzaron el Atlántico entre 1492 y 1567, cuando ya estaban fundadas todas las capitales de América Latina, llegaran a dominar un hemisferio que acaso tenía una población de veinticinco millones de personas en el momento del Descubrimiento. La relación es pasmosa: un español por millar de aborígenes.
La sociedad patriarcal de los españoles encontró en América la sociedad patriarcal de los indios. Cuando los blancos vieron a Moctezuma por primera vez, no tardaron en averiguar que tenía ciento cincuenta mujeres preñadas al mismo tiempo. Para los indios, aún cuando no sucediera exactamente lo mismo entre los aztecas que entre los incas, o entre los más atrasados arahuacos con relación a los guaraníes o los araucanos, la mujer ocupaba también un estamento notablemente inferior. Se trataba de sociedades poligámicas, con la agravante de que, al menos en Mesoamérica, se sacrificaban vírgenes para conseguir la benevolencia de los dioses, mientras otras mujeres eran ahogadas para calmar la inclemencia de las deidades de la lluvia y las cosechas.
No era raro que Colón raptara doce mujeres indias en su primer viaje sin hacer la menor referencia a los hijos que dejaba sin madres. Eso no parece pasarle por la mente. Toma las mujeres con la misma naturalidad con que arranca una piña y la coloca en la bodega del barco para mostrársela al rey en el viaje de regreso. Lo que consigna en su diario es si tienen buena o mala apariencia; si son más o menos oscuras que las guanches de las Islas Canarias; si se cubren o no las “vergüenzas”. Pero no siempre es necesario apelar a la fuerza. Los taínos y siboneyes se las entregaban gustosos. Para la mayor parte de los conquistadores que siguieron tras la huella de Colón, las indias eran unas criaturas concebidas para prestarles servicios y para disfrutar del sexo sin límite alguno. Los propios varones indios reforzaban este comportamiento regalándoles a los intrusos sus hijas, hermanas, y hasta las propias esposas, con el fin de apaciguarlos. Los guaraníes vendían a sus mujeres e hijos sin exhibir el menor remordimiento. A Cortés le regalan veinte indias, entre ellas Malintzin, la famosa Malinche, más tarde bautizada como “Marina”, que luego de pasar por otras manos le servirá como intérprete y como amante, siendo muy probable que el Conquistador de México se sintiera mejor con las nativas que con las mujeres blancas. Por lo pronto, siempre ha sido sospechoso que su mujer legítima, Catalina Suárez, “la Marcaide”, muriera de extraña manera a poco de llegar a México con el objeto de reunirse con su esposo.
El obsequio de mujeres tiene también un rasgo clasista. Los jefes indios les entregan las mujeres a los jefes blancos para que estos hagan la repartición. Los jefes blancos se reservan a las indias emparentadas con los caciques y distribuyen las menos importantes entre la soldadesca. A veces los españoles se hastían de estos regalos y muestran su desdén con una señal terrorífica: ahorcan a un par de indias a la entrada del campamento. No obstante, a los españoles les gusta creer que las indias los prefieren a ellos, pero es probable que se trate de una ilusión banal. Las indias, aterrorizadas, buscaban protección, y descubrían que tener un hijo del invasor blanco les podía acarrear ciertos privilegios, pues la paternidad solía ablandar a aquellos implacables guerreros, aunque hay algunos que pierden la cuenta de los hijos engendrados en los vientres de las indias, dando inicio a un furioso proceso de mestizaje que en pocas generaciones cambia totalmente la composición étnica del Nuevo Mundo. No es exagerado ver la conquista de América por los españoles como una especie de hazaña genital: “Majestad —dice un español en un documento en el que quiere demostrar sus méritos para obtener alguna simonía— yo con mis solas fuerzas poblé el territorio a mi cargo”. Otro texto, el de Bartolomé Conejo, colonizador en Puerto Rico, pide licencia para instalar una casa de lenocinio guiado por el más cristiano de los principios: encauzar debidamente la lujuria de los españoles y salvaguardar la honra y la virginidad de las mujeres blancas. Los curas que acompañan a los conquistadores se horrorizan con los incontenibles deseos de los soldados y advierten que es doble pecado ayuntarse con mujeres paganas. De acuerdo: entonces se bautiza a las indias de forma expedita y múltiple, mientras a marcha forzada continúa el apareamiento.
Las indias, además de las prestaciones sexuales, exactamente como hacían en el mundo precolombino, brindan toda clase de servicios domésticos y actúan como bestias de carga, especialmente durante el largo periodo que tardaron los asnos, caballos y burros en reproducirse, puesto que en América, antes de la llegada de los españoles, no existían la rueda ni los animales de carga o tiro, exceptuando a la frágil llama. Ese sólo salto “tecnológico” —como señalara, quizás exageradamente, el ensayista mexicano José Vasconcelos—, dado el alivio que les proporcionara a las mujeres, acaso compensaba el dolor causado por el trauma de la Conquista.
Entre las indias había prostitutas —los aztecas contaban con un cuerpo de jóvenes mujeres que calmaban las urgencias de sus soldados— y los españoles denuncian frecuentes casos de homosexualismo, prácticamente en todas las culturas que descubren y avasallan. Colón cree ver parejas homosexuales entre los dulces taínos que echan humo por la boca mientras por los orificios de la nariz aspiraban unas hojas encendidas a las que llaman “tabaco”. Balboa, en el Darién, en la cintura de América, lanza sus perros de presa contra una cincuentena de camayos, como les llamaban los indios a los homosexuales, y luego, asqueado, quema a los supervivientes. Si hay algo que repugna a los muy católicos españoles es la sodomía. La Iglesia es inflexible frente a eso que en latín denominaban, pudorosamente, extra vas debitum. También odian el incesto, y entre los incas descubren que en la familia real los varones no sólo practican el vicio nefando, sino que copulaban con sus hermanas y madre, mientras encerraban en conventos a jóvenes vírgenes consagradas al culto solar. Hernando de Soto, sin conciencia de cometer sacrilegio alguno, asaltó uno de esos templos y repartió entre sus soldados a las doscientas acllas que tejían plácidamente en honor de su luminosa deidad. Las ñustas, coyas y pallas —la nobleza inca— no tuvieron mejor destino. Pizarro preñó a las hermanastras de Atahualpa y de Huáscar, los dos beligerantes herederos del trono inca. Para la nobleza inca vincularse a los conquistadores era una forma de mantener los privilegios. Para los conquistadores se trataba de un medio de controlar el poder mediante el sometimiento de la jerarquía derrotada. El quid pro quo resultaba obvio.
Desde la perspectiva española todo contribuía a justificar sometimiento y virtual esclavización de los indios: sus costumbres sexuales, los sacrificios humanos, la antropofagia y la idolatría pagana. Los españoles, como todos los conquistadores que en el mundo han sido, veían la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio. Aperrear indios no les parecía bárbaro. Era algo así como cazar liebres con una jauría. Aunque las leyes de Indias dijeran otra cosa, los indios no eran, realmente, personas. Eran semibrutos, sexualmente corruptos y supuestamente duros de entendederas, a los que sólo se podía controlar y educar por medio de palo y tentetieso.
Lo terrible es que este desprecio de los conquistadores por los conquistados acabó por instalarse en la conciencia de la población india y mestiza, pues el exterminio y atropello de los aborígenes se mantuvo y hasta se agravó tras el establecimiento de las repúblicas. Eso es lo que explica las frecuentes matanzas de indios a manos de guerrilleros, paramilitares o soldados en países como Perú, Guatemala, Brasil o México. A principios del siglo XVI la Reina de Castilla decretó que los habitantes del Nuevo Mundo eran vasallos de la Corona con todos sus privilegios y derechos, pero nadie le hizo demasiado caso. Quizás ahora resulte más obvio el origen del machismo latinoamericano y sus terribles secuelas. El punto de partida de esta actitud casi se pierde en la noche de los tiempos, como reza la fatigada metáfora.