LOS NEGROS EN UNA SOCIEDAD TENAZMENTE RACISTA

Ya sabemos que el Estado impuesto por la Corona española en América jamás fue aceptado sin grandes reticencias ni por los criollos blancos, ni por los indios ni por los mestizos. Y sabemos que más que una casa común, se percibía como un incómodo corsé en el que la carne humana sufría los rigores de lo postizo, de lo ajeno. Pero ¿qué ocurría con los negros? Al fin y al cabo, violentamente borrada de la memoria de esta etnia el débil pasado institucional africano ¿no era América la única patria posible?

Quien vea las alegres comparsas de los carnavales brasileros, dominadas por bellísimas mujeres de todas las posibles combinaciones étnicas, pero entre las que predominan esculturales negras y mulatas, podría pensar que el país es un amable crisol racial. Y si indaga entre el conjunto de la población, seguramente llegaría a la conclusión de que el más querido de los brasileros probablemente sea el futbolista Pelé. ¿Acaso un fenómeno típicamente carioca? Por supuesto que no: entre los cubanos la palma tal vez se la lleve el «Duque» Hernández, lanzador estrella de los Yanquis de New York, muy admirado tanto en la Isla como por los cubanos de la diáspora. ¿Qué une, al margen de la fama, a Pelé y al Duque? Además de ser ambos grandes deportistas, son negros, y tal pareciera que en América Latina hay una envidiable armonía racial, mayor que la que se observa en Estados Unidos, pero acaso estamos ante una apreciación engañosa. Se trata de un racismo distinto. En la América inglesa hasta los años sesenta del siglo XX las manifestaciones de racismo existían en la sociedad y en el Estado, y se regulaban por medio de normas que recordaban el aparheid sudafricano. A partir de esa década, como consecuencia de la lucha por los derechos civiles, comenzó a desmontarse la segregación de las instituciones públicas, mientras se pusieron en marcha medidas de «discriminación positiva» —affirmative actions— encaminadas a favorecer a los negros y a tratar de eliminar el racismo de la sociedad, procurando con esto lo que allí llaman «balance racial»: una representación estadística de los negros y otras minorías en consonancia con su peso demográfico.

Al sur del Río Grande, en cambio, aun cuando el racismo antinegro es evidente, pero sólo en el ámbito de la sociedad —ya no hay reglas escritas que segreguen las razas—, se prefiere ignorar su presencia y se juega con la superstición de que no existe. Pero lo hay. Lo hay atenuado donde apenas se ven negros —Argentina, México, Bolivia—, y más acusado, aunque con diversas formas de expresarse, donde ocupan una parte sustancial del censo: Cuba, República Dominicana, Panamá, la costa colombiana o Puerto Limón en Costa Rica.

Y ni siquiera se trata de la sola discriminación del negro perpetrada por el blanco racista. José Peña Gómez, un notable político socialdemócrata dominicano de fines del siglo XX, no llegó al poder, entre otras razones, porque en una sociedad de mayoría mulata, él era negro, muy negro, y la intensidad de su pigmentación producía cierto rechazo entre grandes sectores de sus compatriotas. En Cuba, donde hasta mediados de siglo los negros tenían vedado el ingreso a los hoteles y casinos de lujo —prohibición que llegó a afectar al gran cantante norteamericano Nat King Cole, poco después, por cierto, de que en Caracas le sucediera lo mismo a Louis Armstrong, el trompetista—, también podían observarse algunas diferenciadas asociaciones culturales de mulatos y de negros. No iban a los mismos sitios. La expresión más común era que cada raza debía darse su lugar. Y la raza podía llegar a ser una cuestión de leves matices. Tras el establecimiento de una sociedad igualitaria de carácter comunista en 1959 todo indicaba que desaparecerían las prácticas racistas, pero no sucedió así: en un país en el que la mitad de la población es negra o mulata, casi toda la estructura de poder y la jerarquía militar, cuarenta años después de la llegada de Castro al poder, continuaba siendo blanca, mientras los negros, perceptiblemente, eran más pobres que los otros cubanos.

Esclavos en España

¿Cuál era en España el lugar de cada raza, de cada tono de la piel? ¿Cómo se formaron estos grupos? Naturalmente, este fenómeno social nos remite a la esclavitud, que, en sus comienzos, poco o nada tuvo que ver con la raza, y sí con la buena o mala estrella de los vencidos en los campos de batalla. En España, como en casi toda Europa, hubo esclavos ininterrumpidamente desde épocas remotas hasta bien entrado el siglo XIX, aunque a partir del XVIII disminuyera drásticamente el número de cautivos. Y de alguna manera —como señalan los antropólogos— la aparición de la esclavitud fue un paso de avance. Antes de ese crucial momento, a los prisioneros de guerra —tradicional fuente de la posterior esclavitud— se les mataba, y, con frecuencia, eran devorados. Cuando se les hizo siervos y se les identificó una utilidad económica, se les respetó la vida. Dejaron de ser proteína y se convirtieron en fuerza de trabajo. En su origen latino, incluso la palabra con que se les denomina expresa este concepto: siervo proviene de servus, de raíz común a servere, salvar, como recuerda William D. Phillips, Jr., profesor de historia de la Universidad de Minnesota y autor de una excelente síntesis sobre la historia de la esclavitud en España.

Bajo la dominación romana la esclavitud hispana se multiplicó exponencialmente. Muchos de los sobrevivientes de los pueblos ibéricos que se resistieron al avance de las legiones fueron vendidos como esclavos, y en esa condición permanecieron, salvo los que lograron manumitirse, esto es, comprar la libertad con los ahorros que les permitía el peculium o pequeña recompensa que recibían como propinas por los trabajos adicionales que realizaban fuera de los predios del amo, alivio autorizado por el Derecho romano. Aparentemente, no muchos lo lograron, y la mayor parte fue a parar a las grandes minas que explotaba el Estado, pues la esclavitud romana tenía una doble vertiente: los cautivos podían ser poseídos por particulares o por el Estado. Eran cosas, res, y un experto en agricultura, como Columela, de origen hispano, se refería a ellos como herramientas parlantes. A estas «herramientas» se les podía maltratar sin límite. El emperador Constantino, pese a su famoso edicto sobre la tolerancia en materia religiosa —lo que acabó por cristianizar al imperio romano—, como sus antecesores, también autorizó a castigar a los esclavos con gran dureza, y si los siervos morían como consecuencia de ello, no existía ninguna responsabilidad penal para el amo homicida. Sencillamente, se había deshecho de algo que le pertenecía.

Se pensó, durante un tiempo, que la influencia de los estoicos paganos —sostenedores de la fraternidad entre todos los hombres— y la posterior llegada del cristianismo habían sido un freno a la esclavitud, pero las pruebas documentales que existen abonan en la otra dirección: la Iglesia católica no se opuso a la esclavitud, sino se limitó a pedir un trato más humano para sus víctimas. En el primer concilio de Toledo (397-400) quedó clara esta posición, y se fue haciendo más evidente en la medida en que la Iglesia acumulaba esclavos para trabajar las tierras adscritas a los conventos. Los esclavos no podían ser ordenados como sacerdotes o monjas, y la razón alegada para esta discriminación —todavía no se había desenterrado a Aristóteles y su teoría de los esclavos por naturaleza— era que al ser posesión de otras personas carecían de autonomía moral propia para tomar libremente su decisión de servir a Dios. Pero, mientras los cristianos podían tener esclavos que hubieran abrazado el cristianismo, a los judíos, en cambio, tal cosa les estaba prohibida: ningún judío estaba autorizado a poseer esclavos bautizados en la fe cristiana.

A partir del siglo V, tras el establecimiento del reino visigodo en España, no hubo cambios sustanciales en el modo de reclutar esclavos —botines de guerra— o en la forma de tratarlos, pero las leyes penales contemplaron tres nuevas situaciones por las que una persona libre podía pasar a la condición de esclava: quien fuera encontrado culpable de violar a una mujer libre; las mujeres adúlteras o los secuestradores de niños. Los obispos también podían condenar a la esclavitud a las amantes de los curas sujetos a su autoridad diocesana. Y los reyes tenían el mismo privilegio con aquéllos que no los auxiliaban en tiempos de guerra. Pero ésas no eran las únicas fuentes posibles: algunas personas desesperadamente pobres se vendían como esclavas para poder sobrevivir. Otras acababan siéndolo por no poder satisfacer deudas con particulares o con el Estado.

Aunque el trato con los esclavos siguió siendo despiadado, los visigodos introdujeron algunas medidas compasivas: antes de mutilar a un esclavo —cortarle una mano, las orejas, la lengua, los testículos, un pie— había que conseguir la autorización de alguna persona principal: un duque o un conde, por ejemplo. Se prohibió matar esclavos inocentes, pero las pruebas de su culpabilidad podían aportarse tras la ejecución de la condena. Y quien matara a un esclavo propiedad de otra persona, debía indemnizar al dueño perjudicado con una multa claramente especificada, pues entre los visigodos cada persona tenía su precio o wergeld. Los hombres libres valían mucho más que los esclavos, pero la escala luego variaba por género y edad. Una esclava vieja valía muy poco. Resultaba más económico eliminarla y pagar el wergeld que mantenerla.

A fines del siglo VII la Iglesia se hizo algo más generosa y permitió que algunos esclavos se ordenaran como diáconos o como sacerdotes, pero sin acceder por ello a la condición de hombres libres. Más difícil les resultaba, en cambio, hacerse monjes. En todo caso, los templos religiosos comenzaban a servir de refugio a los esclavos que huían de amos particularmente feroces, como parece demostrar una instrucción del concilio de Lérida (546) por la que se prohibía a los clérigos azotar con látigos a los esclavos que hubiesen buscado santuario y protección en otras iglesias y monasterios. Por aquel entonces, para que una iglesia pudiera ser designada parroquia necesitaba contar, al menos, con una decena de esclavos. Ese límite mínimo, obviamente, se convertía en un acicate para aumentar el número de cautivos.

La conquista de casi toda España por los musulmanes en el siglo VIII tuvo algunas consecuencias importantes desde el punto de vista étnico. Entre las tropas bereberes y árabes que cruzaron el Mediterráneo había soldados negros, probablemente esclavos, pues en el mundo islámico la utilización de cautivos en unidades militares especiales o como funcionarios, incluso de alto rango, resultaba una práctica frecuente derivada de una observación razonable: al no formar parte de las camarillas locales, los extranjeros solían ser leales al poder que los utilizaba y retribuía. Ése fue el origen, por ejemplo, de los temibles mamelucos turcos que tanta importancia tuvieron en el Mediterráneo oriental. Pero si perceptibles fueron los soldados negros adscritos al ejército islámico, mucho más notable fue el número de cristianos inmediatamente sometidos al régimen de esclavitud por los invasores: unos ciento cincuenta mil, de los cuales treinta mil —el veinte por ciento— fueron remitidos al califa de Bagdad, puesto que el quinto real no sólo era una práctica cristiana. Los mahometanos habían suscrito la misma regla aritmética para disponer de los botines de guerra. ¿Cómo resultaron seleccionados estos esclavos? En general, por el grado de resistencia que ofrecieron a los invasores. Los que se sometían fueron generalmente bien tratados. Los mozárabes —cristianos que residían en territorios españoles dominados por el Islam— podían mantener sus propiedades, incluso sus esclavos, siempre y cuando estos últimos no fueran de religión mahometana. Pagaban, eso sí, un impuesto per cápita a los nuevos gobernantes. Por los esclavos debían abonar la mitad de lo que costaban las personas libres.

Al contrario de lo que sucedía en el mundo hispano-romano, o hispano-visigodo —dos maneras de nombrar a la misma España cristiana—, en Al-Andalus, como se le llamó a la porción islámica, los esclavos eran dedicados al servicio doméstico o a funciones administrativas cuando tenían condiciones para ello. A las mujeres, si eran hermosas, se les dedicaba a la prostitución o se les recluía en los harenes —el recinto femenino dentro de las casas, algo parecido al gineceo griego—, para disfrute de los varones principales, vigiladas por esclavos eunucos. Con frecuencia, cuando envejecían, o cuando no eran especialmente atractivas, se les empleaba como niñeras. Curiosamente, desde una perspectiva moderna pudiera afirmarse que dentro del mundo islámico las esclavas tenían más libertades que las mujeres supuestamente libres, pues el estricto concepto del pudor femenino convertía a las mujeres musulmanas en prisioneras de casas tapiadas y de ropas que las escondían del mundo. Las esclavas, en cambio, como las hetairas entre los griegos, aprendían a tocar instrumentos, y al convertirse en meros objetos del placer de los varones, acaso disfrutaban de menos restricciones que las mujeres formalmente libres. Nada de esto quiere decir, por supuesto, que el trato propinado a los esclavos fuera mejor en Al-Andalus que entre los reinos cristianos que comenzaban a formarse al norte de la Península. Pese a que el Corán prohibía los maltratos y atropellos contra los cautivos, eran frecuentes las flagelaciones, las mutilaciones —básicamente orejas y nariz— o el arrastrar hasta la muerte a los prisioneros atados a la cola de los caballos.

En la medida en que se consolidaba el mundo hispano-musulmán, fue en aumento la importación de esclavos negros remitidos desde el islamizado norte de África por hábiles negreros árabes que, o capturaban a los negros en violentas razzias, o los compraban a otros intermediarios negros generalmente mediante el pago de sal, armas y telas. ¿Cuántos negros fueron esclavizados o comprados por los árabes norteafricanos a partir del siglo VII y hasta nuestros días, pues ese infame comercio no ha desaparecido del todo? La cifra que aporta el historiador Ralph A. Austen es escalofriante: casi siete millones y medio de personas. ¿Cuántos murieron en las caravanas que atravesaban el Sahara, expuestos a un sol asesino, con pequeñas cantidades de agua, o sometidos a noches heladas? No se sabe, pero hay razones para creer que esa espantosa travesía no resultaba más clemente de lo que luego fue el cruce del Atlántico en barcos negreros en los que se perdía hasta un treinta por ciento de las piezas transportadas. Dato que aparentemente desconocen o deliberadamente ignoran los afroamericanos que desde la década de los sesenta del siglo XX intentan encontrar en el Islam y en la cultura árabe una memoria histórica más compasiva y hospitalaria con la etnia a la que pertenecen. Sencillamente, no es cierto que así fuese.

Como de alguna manera eso que llamamos España se forjó durante la larga reconquista del territorio en manos de los moros, ese esfuerzo militar tuvo como consecuencia el permanente vigor de la esclavitud —alimentada por los prisioneros de guerra—, tanto entre los cristianos como entre los musulmanes, pero en la medida en que los cristianos aumentaban el perímetro de sus conquistas, los musulmanes pasaron a constituir la mayor parte de los cautivos de la Península. Sin embargo, los reinos cristianos, al contrario de lo que sucedía en época de Roma o de la monarquía visigoda, no utilizaron a los esclavos en los agotadores trabajos en las minas, sino como criados y asistentes en las casas, como peones agrícolas que poco a poco evolucionaron hacia un régimen de servidumbre más cercano al pacto feudal que a la esclavitud, o como artesanos dedicados a la carpintería, la construcción, la herrería o los telares.

Varios acontecimientos ocurridos a lo largo del siglo XV fueron fatales para el destino de los negros africanos. Cronológicamente, el primero de ellos fue el desplazamiento de los portugueses a lo largo de la costa atlántica africana. El perfeccionamiento de técnicas de orientación y navegación hicieron posibles la paulatina exploración de los territorios africanos y el establecimiento de estaciones comerciales permanentes —casas de esclavos—, luego convertidas en centros para la compra, clasificación y exportación de piezas capturadas. ¿Qué derecho amparaba a los portugueses para esas correrías? Contaban con bulas de los papas Nicolás V (1454) y de Calixto III (1456), legitimando la esclavitud de los negros si además se incluía el dulce propósito de cristianizar a estos endemoniados idólatras. El segundo hecho fue la progresiva cristianización de los eslavos del Este europeo y, por consiguiente, la dificultad para esclavizarlos por razones de índole teológica. El tercero, fue la toma de Constantinopla por los turcos otomanos en 1453, y la consolidación en el oriente del Mediterráneo de un poder musulmán lo suficientemente fuerte como para excluir a esa zona como suministradora de cautivos. El cuarto, fue el auge del azúcar de caña, cultivo que requería un fortísimo esfuerzo físico mucho más fácil de exigir de un esclavo que de un peón agrícola libre. Y el quinto, la derrota final de los mulsulmanes del reino de Granada en 1492, fecha en la que desapareció una de las mayores fuentes de mano de obra esclava, pues entre los acuerdos para la rendición estaba el de respetar la libertad de los árabes. Más tarde casi todas las estipulaciones de este pacto fueron violadas por los cristianos, pero en el momento inicial de la conquista y colonización de América, dirigidas por una sociedad como la española, convencida de la indignidad esencial del trabajo manual, resultaba obvio que el continente negro iba a convertirse en un trágico suministrador de carne humana destinada a la explotación masiva más cruel y prolongada que registra la historia.

Esclavos en América

En 1517 fray Bartolomé de las Casas, horrorizado con el trato dado a los aborígenes en el Nuevo Mundo, propuso que cada blanco avecindado en las Indias pudiera importar doce esclavos negros que relevaran a los nativos de las penosas tareas impuestas por los españoles. ¿Por qué esclavos negros en lugar de indios? Como principio ético-religioso, Las Casas no tenía nada que objetar. La Biblia —el Levítico— autoriza la esclavitud. Pero también existía una peculiar circunstancia personal: para un sevillano como Las Casas era muy natural ver o poseer esclavos negros. Esto formaba parte del paisanaje andaluz heredado de los árabes. Sólo en su ciudad natal habría unos quince mil. Y al menos a uno de ellos, Juan de Valladolid, se le reconoció cierta nobleza y fue nombrado juez para ver los pleitos de los de su propia raza. Varias décadas más tarde, otro negro esclavo, conocido por Juan Latino, se convirtió en uno de los más reconocidos eruditos de España y consiguió dictar cátedra en la Universidad de Granada. Se le tenía por etíope, pero las castas —así les llamaban a las naciones de procedencia— de los esclavos eran muy difíciles de precisar por las dificultades de comunicación. Etíope probablemente era una manera genérica de designar a los negros.

¿De dónde procedían los negros esclavos? De lo que hoy llamamos Senegal, Biafra, Ghana, Nigeria, Benin, Togo-Dahomey, Camerún, Congo, Gabón, Angola o Mozambique, pero el grueso acaso era raptado en una vasta zona conocida como Golfo de Guinea. A todos se les llamaba bozales, y ya en el siglo XVI el valor comercial de este tráfico sobrepasaba al del oro o las especias, algo que inquietaba a los españoles, pues como consecuencia del Tratado de Tordesillas de 1494 esta actividad era un exclusivo privilegio concedido por el papa a los portugueses. Sin embargo, hubo voces que condenaron esta práctica por razones morales y filosóficas, y entre ellas las más notables fueron las de Tomás Mercado y Luis de Molina, cuyos nombres veremos en el capítulo dedicado a la economía.

En efecto, como sucedió en el caso de los indios, la esclavitud de los negros también acabó convirtiéndose en un debate teológico con defensores de la institución, como el portugués Duarte Pacheco Pereira, y los que la adversaban, como el profesor de Derecho de la Universidad de México, Bartolomé Frías de Albornoz, quien se atrevió a desmentir la interesada lectura de Aristóteles hecha por la Iglesia en este asunto. Esclavizar a pueblos primitivos que nunca habían conocido la palabra de Dios no podía encontrar justificación dentro de la ética cristiana. Su libro de 1573, Arte de contratos, fue colocado por la Inquisición en el Índice de textos prohibidos y ahí se mantuvo por muchísimo tiempo.

Si bien los españoles no podían dedicarse a la captura y transporte de esclavos —el llamado tráfico o trata—, puesto que ése era un privilegio concedido a Portugal por las bulas papales, nada les impedía comprarlos o revenderlos varias veces, enorme negocio cuya exclusividad —el asiento o derecho real a adquirir cierto número de esclavos— con frecuencia se convirtió en una inmensa fuente de privilegios. «¿Cómo hizo su fortuna?» —le preguntaron a Julián Zulueta, famosísimo negrero hispanocubano. «Comprando blancos en España y vendiendo negros en América» —respondió. Pero hasta la limitación portuguesa del tráfico desaparece en cierto momento: en 1578 muere sin descendientes el rey Sebastián de Portugal y Felipe II se adhesiona el reino vecino. Los portugueses siguen siendo los traficantes, mas Portugal es ya parte de España. El negocio cae todo dentro de la misma familia.

Esto vuelve a cambiar en 1640, cuando Portugal se independiza de España y Felipe IV, entonces monarca en Madrid, decide castigar a los portugueses cancelando el privilegio de suministro de esclavos africanos a las posesiones españolas en América, pero sin renunciar a la adquisición de nuevos cautivos. ¿Dónde y cómo obtenerlos? Ingleses, holandeses y franceses eran una buena opción de recambio, pero con los dos primeros surgía un inesperado problema moral: los ingleses eran protestantes y algunos tratantes holandeses eran judíos afincados en Curazao. Los esclavos estaban contaminados por dos peligrosas máculas: el protestantismo y el judaísmo. Menudo dilema: lo que desvelaba al monarca no era la trata de negros sino que ésta se realizara con los dos enemigos mortales de la católica España: judíos y protestantes. ¿Qué hacer? Sin duda: comerciar. Unas veces de manera legal y otras mediante contrabando, pero sin detener el flujo de esclavos que mantenía en marcha la producción de azúcar, la obtención de metales o la carga fiscal que llevaba cada transacción con esta carne humana. Ya se encargaría la Santa Inquisición de mantener la ortodoxia teológica intacta y al demonio lejos de los predios católicos.

El trato dado a los esclavos negros era considerablemente peor que el que sufrían los indios. La captura generalmente estaba a cargo de tribus enemigas africanas, aunque a veces los negreros europeos participaban de las razzias. El historiador británico Hugh Thomas da cuenta del rey Tegbesu de Dahomey, quien a mediados del siglo XVIII recibía de los tratantes unas doscientas cincuenta mil libras esterlinas por el permanente suministro de cautivos a los europeos. ¿Se trataba de un traidor a los hombres y mujeres de su raza? En lo absoluto. Para él la condición de negro no constituía una categoría con la que pudiera identificarse. Capturar a un enemigo y venderlo o cambiarlo era una antiquísima práctica. A veces los mismos secuestradores eran secuestrados y vendidos. Ser negro no creaba un vínculo especial. Era exactamente el mismo caso de los tratantes genoveses o catalanes que en el pasado habían vendido cautivos griegos o eslavos. Para ellos la condición de blanco no creaba una obligación moral especial. Para los negros, como para los blancos, había pueblos amigos y pueblos enemigos, y a estos últimos resultaba perfectamente legítimo esclavizarlos. Es lo que siempre se había hecho.

Tras la captura en suelo africano, comenzaba una caminata que a veces duraba semanas hasta dar con el puerto de embarque. Ahí, encadenados, terriblemente mal alimentados, pasaban a los barcos negreros, diabólicamente diseñados para «almacenar» cientos de piezas en las bodegas, unos junto a otros, sin apenas posibilidad de moverse, todos revolcados entre los vómitos, orines y heces fecales, muertos de miedo y golpeados con látigos por los tratantes. ¿Resultado? Una parte importante —un treinta por ciento, a veces más— moría en el trayecto; otros quedaban ciegos como consecuencia de las infecciones, y unos y otros eran tirados por la borda sin contemplaciones.

Cuando la carga llegaba a América, solía ser inspeccionada por un protomédico antes de bajar del barco, y era frecuente que se decretara cuarentena si los enfermos eran demasiados o si aparentaban tener peores condiciones de salud de lo habitual. Tras ese trámite, el asentista —quien gozaba del privilegio de importar negros esclavos— pagaba a la Aduana los derechos y procedía a acreditarlo con el más peculiar de los recibos: con un hierro candente o carimbo grababa las iniciales del propietario importador sobre la piel de los esclavos, en la espalda o en los hombros. Esto no sólo indicaba quién era el dueño, sino que se trataba de una transacción legitimada por la ley. Luego los esclavos eran encerrados en barracones oscuros e insalubres, atados con cadenas, hasta proceder a la venta. Una vez adjudicados, los esclavos debían ponerse de nuevo en camino hasta su destino. El nuevo amo solía volver a carimbarlos para establecer su propiedad de manera fehaciente.

El trato que recibían en las plantaciones y residencias solía ser despiadado. Se les castigaba severamente por cualquier desobediencia, y apenas podían tener relaciones sexuales, pues varones y hembras vivían separados, a lo que se añadía el escaso número de mujeres negras disponibles. Tampoco era permitido tener vínculos amorosos con las indias —aunque se arriesgaban—, y los castigos podían ser 100 latigazos o hasta la castración, como sucedía en Chile. Pero probablemente era más grave celebrar a una mujer blanca, pues está documentado el caso de un esclavo en Montevideo que recibió 200 latigazos por piropear a una criolla. A veces las torturas alcanzaban una crueldad sin límite: Leslie B. Rout cita en su libro The African experience in Spanish America el caso del negro Pedro Gilafo, un desdichado al que su amo hirvió vivo en un recipiente en presencia de los otros cautivos. Había tratado de huir y a su dueño le pareció conveniente intimidar al resto. No obstante, a veces se rebelaban y escapaban, creando palenques o campamentos de cimarrones, contra los cuales los propietarios lanzaban a los temibles rancheadores con sus perros de presa. Hubo algunos famosos cimarrones, tan exitosos en evadir a sus amos que se convirtieron en admiradas leyendas populares. Éste es el caso del venezolano Juan Andresote, de Diego Bioho en Cartagena, de Ñianga en México. Incluso, en algunos lugares remotos, como sucedió en Surinam, una colonia holandesa, ciertos palenques jamás fueron derrotados.

Pese a todos los esfuerzos de las autoridades para impedir que los negros tuvieran relaciones sexuales con personas de otras etnias, lo cierto es que el ojo racista de la época ofrecía una curiosa variedad de combinaciones raciales: blanco y negro, mulato; blanco y mulato, cuarterón; blanco y cuarterón, quinterón; blanco y quinterón (finalmente), blanco. Luego seguían las variaciones del negro: negro y mulato, zambo; negro y zambo, zambo prieto; negro y zambo prieto, (finalmente), negro. A lo que se sumaban las mezclas con indio: negro e indio, mulato pardo; mulato pardo e indio, lobo; lobo y mulato pardo, coyote. Naturalmente, esta clasificación no era la misma en Cuba, que en Lima o en México. En este último país la unión de morisco y española producía chino. Y cuando el chino se mezclaba con indio generaba un salto atrás. Incluso, había dos uniones aún más curiosas: tente en el aire y no te entiendo.

Como sucedía en el caso de los indios, la Iglesia constituyó un refugio espiritual y físico para los negros, pero sin que la Institución renunciara a la posesión de esclavos, al extremo de que en Chile, hasta la expulsión del siglo XVIII, los jesuitas fueron los mayores propietarios de cautivos. Además, cada templo o monasterio contaba con su dotación de esclavos, generalmente mejor tratados que en el seno de las familias laicas, y se les alentaba a que organizaran cofradías negras con el objeto de participar en las procesiones y fiestas religiosas. En todo caso, para aliviar la conciencia de quienes no querían castigar severamente a los esclavos desobedientes o díscolos, en algunas ciudades, como ocurría en la Habana, existían azotaderos, donde por una módica suma era posible llevar al esclavo insumiso a ser flagelado por un esbirro carente de cualquier tipo de inhibiciones compasivas. Por otra parte, la Santa Inquisición, siempre celosa del cuidado de la ortodoxia religiosa, con frecuencia perseguía a quienes practicaran sus ritos paganos de una manera ostentosa.

Como la educación, el cuidado de la salud y los enterramientos eran actividades fundamentalmente atendidas por la Iglesia, poco a poco, y casi siempre dentro de una estricta segregación racial, los negros fueron recibiendo cierto grado de instrucción como parte de la elemental formación cristiana impartida por los religiosos. En los orfanatos de Córdoba, Argentina, en 1782, el piadoso obispo José Antonio de Alberto establece que el de niñas puede recibir hasta un cuatro por ciento de «negras, zambas y otras castas inferiores», mientras se autoriza al de varones a aceptar hasta un diez. Algo es algo. Eso sí: en la medida en que crezcan, los huérfanos negros y mulatos —niños y niñas— deben convertirse en criados de los huérfanos blancos y atenderlos amorosamente. También se diferenciarán en la profundidad de los estudios: a los huérfanos de color se les impartirán sólo clases muy elementales. No está bien visto que los negros adquieran formación cultural. Al menos se conoce el caso de un mulato castigado con un buen número de latigazos por haber aprendido a leer y escribir sin consentimiento de su amo.

Esta preocupación española y criolla por establecer jerarquías rígidas y estancas basadas en el origen fue particularmente cruel con los negros, pues inmediatamente se convirtieron en diana de muchas bromas relacionadas con su supuesta estupidez. Las negras no podían utilizar vestidos de seda o joyas, salvo que se unieran a un blanco. Y ni siquiera siempre, como le sucedió a la negra Eugenia Montilla en Córdoba, en 1750, cuando aceptó acudir a una recepción dada por una familia blanca, y como blanca osó ataviarse, lo que motivó que la desnudaran, azotaran, y que sus ropas fueran quemadas. No eran extraños la ira o el celo en la vigilancia de las reglas segregacionistas. Cuando el mulato Juan Morelos consiguió hacerse nombrar como cobrador de impuestos, en 1785, fue acusado de utilizar de manera impropia la distinguida palabra don antes de su nombre. No en balde, un siglo antes, en 1688, una Cédula Real prohibió que los negros estudiaran en la Universidad. Para acceder a estas casas de estudio era necesario exhibir un expediente de limpieza de sangre, y los negros y mulatos, claro, no podían. Como tampoco, aunque fueran libertos, podían vivir en los mismos barrios que los blancos. Para ellos existían verdaderos guetos, extraordinariamente pobres, en los que tenían que recluirse al anochecer tras un toque de corneta o campanas, como sucedía en Cartagena de Indias, la bellísima ciudad colombiana. En 1789, cuando se escuchaban en la distancia los ecos de la Revolución Francesa, la Corona española dictó lo que se conoce como el Código negro carolino, con la intención de humanizar el trato dado a los esclavos. Se exigía la total sumisión al amo, pero al menos se creaba una instancia judicial, el procurador de negros, concebida para defender los derechos de los cautivos. Podía parecer poca cosa, pero significaba el explícito reconocimiento de que los esclavos, finalmente, no eran cosas, sino personas.

¿Era peor la esclavitud hispano-portuguesa en América Latina que la que en sus colonias practicaban los ingleses, franceses u holandeses? La polémica es antigua y hay buenos argumentos para sustentar todas las opiniones, pero parece que los procedimientos utilizados por los poderes europeos eran muy similares. El rapto en África, como quien caza un animal, la marca a fuego, los castigos brutales y la segregación se practicaban en todas partes. El brutal cruce del Atlántico en barcos negreros podía hacerse bajo cualquier bandera. El uso de las mujeres negras como objeto sexual de los blancos —unas veces poseyéndolas, otras utilizándolas como prostitutas—, aunque fue más frecuente entre los blancos de las potencias católicas —España, Portugal, Francia—, también se vio entre los protestantes. Al fin y a la postre, Lutero, muy dentro de la mentalidad de su época, pensaba que sin el auxilio de la mano de obra esclava podía derrumbarse la fábrica económica europea.

Lo que puede haber determinado el grado de rigor es el tipo de explotación a que se sometía al esclavo. Si estaba destinado al cultivo de caña para la producción de azúcar —un trabajo realmente agotador, realizado en climas tropicales cocinados por el sol y bajo el constante asedio de enjambres de mosquitos— lo predecible es que el trato fuera espantoso. Algo semejante sucedía en las minas. Pero si se trataba de recoger semillas de café y cacao, o de cosechar algodón u hojas de tabaco, el ritmo y la forma de trabajo permitían un trato menos bárbaro. Para los azucareros cubanos —fríos hacendados que buscaban rentabilidad por encima de todo— la vida útil de un esclavo estaba en torno a los cinco o seis años de labor intensa, de manera que los cálculos de amortización y reemplazo los llevaba a hacerlos trabajar a fuerza de latigazos entre 18 y 20 horas al día.

Sin embargo, hay un dato incontrovertible: fue Inglaterra en 1807 el primer gran poder europeo que decidió renunciar a la trata de esclavos —Dinamarca lo había hecho en 1792—, y empleó a la propia marina real en imponer esta conducta a las demás naciones, respaldando con las armas los acuerdos del Congreso de Viena de 1815. En cambio, España y Portugal —pese a que España recibió 400 000 libras esterlinas del tesoro británico para eliminar la trata e indemnizar a los negreros perjudicados por la desaparición de sus empresas—, alentados por los criollos de Cuba y Brasil, hicieron todo lo posible por continuar con este infame comercio, y no fue hasta 1886 que Madrid abolió la esclavitud, mientras en Brasil todavía tardaron dos años más. El último barco con esclavos arribó a Cuba en 1870, cinco años después de la abolición en Estados Unidos, y tras varias décadas de haberse comprometido España a detener este tráfico. Posteriormente a esa fecha, algunos cargamentos consiguieron burlar la vigilancia internacional y llegar a Brasil.

¿Actuó Inglaterra por razones económicas, como dicen los más cínicos —ya se había puesto en marcha la revolución industrial y no quería competir con mano de obra esclava—, o la principal motivación fue de índole moral? Parece que esto último fue lo que más influyó en el cambio de la política inglesa. En 1783 los cuáqueros británicos iniciaron una campaña de presiones que llevó a la creación de la Abolition Society. Durante décadas fue creciendo el clamor de los abolicionistas hasta que lograron conquistar el corazón de algunos políticos importantes, como Lord Palmerston, Primer Ministro del Imperio Británico (1855-65). Tampoco era la primera vez que surgía un cambio de sensibilidad en Occidente. No debe olvidarse que la prédica en favor de la tolerancia y el respeto por los derechos humanos comenzó en Europa a partir del siglo XVI. Ya en plena época de la Ilustración, Montesquieu —mientras teorizaba sobre la mejor estructura del Estado en El espíritu de las leyes— encontraba tiempo para condenar la esclavitud.

¿Cuántos africanos cruzaron el Atlántico para ser sometidos a los horrores de la esclavitud? Hugh Thomas contabiliza algo más de once millones, de los cuales cuatro fueron a parar a Brasil, dos y medio a las posesiones españolas —especialmente a Cuba—, dos al Caribe inglés, un millón seiscientos mil a las colonias francesas, medio millón a las holandesas, otro medio millón a Estados Unidos y el Canadá británico, y unos doscientos mil a las islas europeas del Atlántico: Canarias, Azores, etcétera. Y esa impresionante masa humana fue asignada a las siguientes tareas: cinco millones de esclavos a las plantaciones de caña de azúcar, dos a las de café, un millón fue internado en las minas, dos sirvieron como criados domésticos, quinientos mil se dedicaron al algodón, doscientos cincuenta mil al cacao, y una cantidad similar a la construcción.

Repúblicas y esclavos

A fines del siglo XVIII tanto los esclavos negros como los criollos y españoles tuvieron unas noticias vagas e inquietantes, pero las recibieron de distinto modo: los negros con disimulado alborozo, y criollos y blancos con preocupación. En 1791, a remolque de la revolución francesa, en la colonia caribeña de Haití los esclavos se habían rebelado bajo la dirección de Toussaint Louverture y habían conseguido algunas victorias contra las tropas regulares francesas. En ese momento Haití era una de las colonias agrícolas más ricas del mundo —su producción tenía un valor más alto que el de Canadá—, pero se trataba de una gran hacienda esclavista: medio millón de africanos y sus descendientes eran explotados por veinticinco mil colonos franceses.

En 1803, agobiados por las enfermedades tropicales y por la resistencia de los esclavos insurrectos, y avisados de que Bonaparte los necesitaba en otras aventuras de mayor calado, las tropas napoleónicas capitularon y reembarcaron hacia Europa, aunque Toussaint no pudo verlo, pues murió meses antes en una cárcel francesa. El día uno de enero de 1804 surgía en Haití la primera república negra de la historia, y quienes se ocuparon de contar al mundo lo que allí sucedía fueron los miles de azorados emigrantes blancos y mulatos que inmediatamente huyeron para evitar las represalias de los esclavos.

Para los negros de América Latina era un episodio absolutamente alentador. Para los criollos, sin embargo, se trataba de una experiencia mixta y compleja: resultaba grato saber que un gran ejército europeo podía ser derrotado por tropas irregulares, pero producía un enorme temor pensar que los esclavos eran capaces de levantarse en armas y perseguir sus propios fines independentistas. Los esclavos haitianos no distinguieron entre criollos y franceses cuando golpeaban con sus filosos machetes cañeros: atacaban a los blancos. A todos los blancos, porque todos eran propietarios de esclavos. Para los españoles también fue un episodio estremecedor. Los ejércitos de Napoleón, hasta ese momento invencibles en Europa, habían sido derrotados por unos cuantos millares de negros con muy poca instrucción militar: ¿no podía suceder algo semejante en las colonias hispánicas? Al fin y al cabo, las tensiones entre todas las etnias eran enormes: sólo ciento cincuenta mil españoles, generalmente incómodos con la manera torpe con que la Corona conducía los asuntos de América, controlaban a varios millones de latinoamericanos, quienes a su vez se sentían discriminados por los españoles a los que acusaban de acaparar casi todos los puestos públicos de importancia. En la base de la pirámide, preteridos y generalmente humillados, estaban los mestizos, los indios y, finalmente, los esclavos negros. Los ingredientes de la conflagración estaban listos para el estallido.

Donde primero se ve la potencialidad del conflicto racial es en Buenos Aires. En 1806 los ingleses toman la ciudad y los negros se rebelan. Juan Martín de Pueyrredón, un prominente criollo que les hace frente a los invasores, les pide a sus adversarios, no obstante, que obliguen a los esclavos a someterse de nuevo a la autoridad de sus amos. Los ingleses, que no quieren enajenarse la buena voluntad de los comerciantes, acceden. Poco después los ingleses son derrotados por tropas comandadas por el criollo Santiago Liniers, nombrado jefe militar tras la penosa fuga del virrey. Pero regresan al año siguiente con una fuerza de doce mil hombres. Esta vez los criollos, desesperados, recurrirán a los negros esclavos y libertos. Cien latigazos a los que no se presenten al cuartel y amenaza de esclavitud perpetua. Los negros pelean valientemente, pese a la opinión de Manuel Belgrano, un notable patricio argentino convencido de que son «cobardes y sanguinarios».

La experiencia le sirvió a José de San Martín para incorporar a su ejército de manera permanente los «batallones de pardos y morenos», especialmente útiles en la batalla de Maipú que selló la independencia de Chile. Luego lo hará Sucre en Bolivia y Juan José Flores en Ecuador, pero la reacción de la sociedad criolla a esta presencia negra y mulata no fue muy hospitalaria. Gervasio Artigas, el uruguayo, marchará a su exilio en Paraguay con una guardia fundamentalmente formada por pardos y negros. Pero la verdad es que los criollos libertadores —Bolívar, San Martín, Miranda— más que antiesclavistas fueron abolicionistas. Querían terminar con el tráfico de esclavos, pero no eran tan vehementes al solicitar la libertad sin condiciones de los negros. Eso hubiera significado un enfrentamiento con los propios criollos liberales, poseedores de dotaciones de cautivos. Los españoles se dan cuenta de estas contradicciones y las usan a su favor: una buena parte de las tropas de Tomás Boves, el oficial español que primero y muy exitosamente debió enfrentar la rebelión de Bolívar y Miranda, son llaneros negros y mulatos. Bolívar, que en 1816 decretó la extinción de la esclavitud en la Gran Colombia, no pudo evitar ciertos conflictos raciales en sus propias filas. Le temía a la pardocracia, y entre los fusilamientos de su propia gente que se creyó obligado a ordenar estuvo el del general Manuel de Piar, mulato, y el del almirante José Padilla, negro.

Las repúblicas, pues, no se convirtieron en la patria de los negros latinoamericanos sino hasta después de un largo y doloroso proceso que estuvo caracterizado por altibajos y frecuentes contramarchas. En Ecuador la definitiva ley que derogaba la esclavitud no fue proclamada hasta 1847, en Colombia hasta 1851, en Argentina hasta 1853, en Venezuela hasta 1854, en Perú hasta 1855. A Cuba, todavía española, no llegó hasta 1886. Pero cuando esto sucedió, los hacendados criollos se las arreglaron para importar chinos en un régimen de trabajo parecido al que sometieron a los negros. Los negros, en todo caso, eran aceptados como ciudadanos, pero de segunda categoría y bajo el manifiesto desprecio de una sociedad republicana que heredaba intactos los valores de la Colonia.

¿Cómo se manifiesta el racismo republicano? En primer término, con una política migratoria encaminada a blanquear los distintos países mediante la importación de jóvenes europeos. Cuando el argentino Alberdi afirma que «gobernar es poblar», se refiere a poblar con blancos europeos, aunque también piensa que es mejor que procedan de Italia y no de España. Su compatriota Domingo Faustino Sarmiento —con quien nada bien se llevaba Alberdi, por cierto— algo muy parecido dirá en el último de los libros que escribiera: Conflictos y armonías de las razas en América. Eran los años en que el racismo había alcanzado cierta pátina científica. Desde fines del siglo XVIII se había abierto paso la llamada tesis poligénica, defensora de la hipótesis de que los seres humanos no descendían de un común ancestro —como al fin y al cabo propone la Biblia y parece demostrar la genética— sino de diversas fuentes, lo que explicaba los distintos resultados prácticos de las diferentes razas. Se trataba de una suerte de determinismo biológico: había razas destinadas a triunfar porque estaban dotadas de mayor capacidad. Y había razas condenadas al atraso. En cierta forma, se trataba de una vuelta a Aristóteles y a la naturaleza inmutable de los grupos humanos. El más ardiente defensor de esta teoría fue el prolífico escritor francés (y diplomático en Brasil, donde tal vez llegó a sus peores conclusiones) Joseph-Arthur Gobineau, autor del nefasto e influyente Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, publicado en París precisamente cuando los argentinos estrenaban la libertad, tras la caída de Rosas, entre los años de 1853 y 1855. Lamentablemente, uno de los más atentos lectores de Gobineau fue Hitler, quien quedó convencido de la innata superioridad de la raza aria, tal y como postulaba el atrabiliario pensador francés.

La primera mitad del siglo XX no fue mucho más generosa con los negros latinoamericanos. En 1912 hubo en Cuba una guerra racial —la Guerrita de los negros—, provocada por el deseo de crear un partido político de personas de color manifestado por unos cuantos ex combatientes de la Guerra de Independencia (1895-1898), conflicto saldado con más de tres mil negros y mulatos muertos, la dos terceras partes asesinados por el ejército al margen de los combates. En Venezuela, Laureano Vallenilla Lanz, un brillante intelectual al servicio del dictador Juan Vicente Gómez (1908-1935), defendió en Cesarismo democrático las mismas ideas racistas de Sarmiento, pero con un lenguaje más descarnado: países con la composición racial de los latinoamericanos —se deducía de su texto— no tenían futuro. Sólo podía salvarlos una asociación entre la intelligentsia nacional de raíces europeas y un dictador —el césar— capaz de imponer el orden con la espada. Algo que una década más tarde implícitamente sostuvo el presidente de Panamá Arnulfo Arias, cuando en los años cuarenta, con el apoyo masivo de su pueblo, se propuso privar de la ciudadanía a los inmigrantes negros llegados al Istmo a principios de siglo, durante la construcción del Canal. Y no era la suya la única sociedad racista de la zona. Aproximadamente hasta esa época, los negros costarricenses de la costa Atlántica, casi todos avecindados en Puerto Limón, necesitaban de un permiso especial para trasladarse a San José, la capital blanca y democrática del pequeño país centroamericano. Pero donde el racismo probablemente alcanzó su mayor cota de barbarie fue en el Santo Domingo de los años treinta, cuando el entonces joven dictador Rafael Leonidas Trujillo ordenó al ejército el asesinato de varios miles de humildes campesinos haitianos, casi todos inmigrantes ilegales en República Dominicana. Aparentemente, la mayor parte de sus compatriotas calificaron el hecho como un acto de justa represalia por los desmanes cometidos por las tropas haitianas durante la ocupación de Santo Domingo en el siglo anterior.

¿Hasta qué punto ha avanzado la integración de los negros y mulatos en la sociedad latinoamericana? A principios del siglo XXI, sin duda, ha habido cambios significativos en la dirección correcta. Ya nadie les niega a los negros el derecho a educarse, y casi todo el mundo les reconoce con admiración sus aportes en el terreno de la música popular o en el deporte —lo que a veces aumenta el riesgo de constituir otra forma de prejuicio—, o su notable influencia espiritual en los aspectos religiosos, especialmente en países como Brasil, Cuba y República Dominicana, en los que las creencias de origen africano han adquirido una permanente y creciente presencia, pero todavía existe una clarísima relación entre el color de la piel y la posición económica y social que se ocupa, aunque existan notables excepciones.

¿Por qué está resultando tan difícil el proceso de equiparación de negros y blancos? Una investigación que el sociólogo norteamericano Daniel Moynihan, ex profesor de Harvard y senador por New York, hizo en su país en la década de los sesenta del siglo XX acaso sea extrapolable a la América Latina: al margen de los indudables prejuicios de los blancos, los rasgos culturales de la familia negra, producidos por siglos de esclavitud, han generado hogares monoparentales dirigidos por mujeres dotadas de muy pocos recursos económicos; hogares desestructurados en los que la ausencia de padres responsables ha privado a los niños de los necesarios role models capaces de servirles de inspiración y de ejercer una autoridad constructiva que oriente a los menores en la dirección del estudio y de la ética de trabajo en el sentido weberiano de la expresión.

Sin embargo, es imprescindible señalar que, como regla general, los descendientes de esclavos criados dentro de la tradición cultural británica parecen exhibir un mejor desempeño económico que los miembros de esta raza formados en el mundo hispánico. Ése es el caso de los habitantes de Trinidad, Bahamas y Barbados —incluso de la más pobre Jamaica— y del resto de las pequeñas islas inglesas de las Antillas Menores. ¿Se trata de las instituciones creadas por los británicos, o es la consecuencia de que en estas sociedades los negros, lejos de constituir la minoría sojuzgada, forman la mayoría dominante y por ello tienen una mejor autopercepción, sin límites ni barreras psicológicas invisibles que frenen su avance social? Puede ser: algunos sociólogos y economistas norteamericanos se han percatado del notable éxito de los inmigrantes negros anglocaribeños en sitios en los que la población negra norteamericana mantiene niveles de pobreza bastante bajos, como sucede en Miami. Uno de estos grupos, procedente de Barbados, además, aporta un dato curioso: los emigrantes negros de esta isla caribeña están entre los más exitosos en el aspecto económico de cuantos ha recibido Estados Unidos en los últimos cien años. Dato auspicioso que deshace cualquier tentación de suponer que las razas están genéticamente predispuestas al triunfo o al fracaso: son las actitudes individuales, las costumbres y los valores —eso que de alguna manera puede calificarse como cultura—, todo ello fuertemente trenzado por la historia, lo que parece determinar el éxito o el fracaso económico de las sociedades y de las personas.

En todo caso, sea la razón apuntada por Moynihan la causa principal, o una de ellas, de la pobreza relativa de las masas negras o mulatas en América Latina, lo cierto es que ese debate no ha adquirido en este continente la dimensión y la importancia que debiera, como si hablar y examinar este fenómeno contribuyera a fomentarlo, cuando sucede exactamente a la inversa: la única manera de dominar a un toro bravo es agarrándolo fuertemente por los cuernos. Especialmente éste, cuyo enorme peso contribuye como pocos fenómenos a la fractura e inestabilidad institucional que padece el continente.