Para mí, el otro es él, mi hermano, Antonio. Yo, con mi despacho en el banco, con mis hipotecas, con mis créditos de depósito, con mis cuentas corrientes al 9 por ciento, con mi secretaria y con mi jefe, lo imagino sentado frente a este mismo ordenador en el que ahora escribo, definitivamente anclado en su inmediatez, en su intrascendencia, en su fracaso. Para mí, el otro es él, Antonio. Él, que había sido el supuesto soñador, el profesor de literatura, el creador. Él, que me había recriminado mi falsedad, mi comercio, mi corbata. Ahora lo pienso con todo el perfil de su derrota, de su inutilidad, de su muerte, incapaz de fabular, de narrar, de sobrepasar el preciso límite frontal de esta pared del fondo, de esta muralla inmensa en la que debió rebotar su torpe cabeza una y otra vez, pensando en ese quimérico Gilabert que no llegó a ser otra cosa que un nombre vacío que se olvida por vacío, que se olvida si no se escribe y reescribe con la obsesión disciplinada con la que él lo escribía. Pero sería irónico que yo, el que le hace el juego al sistema, el que comercio cada mañana con mi corbata, el que recibo al señor Esteve (ese hombre sin metafísica que viene a hablar de un crédito personal al 9,5 por ciento), consiguiera escribir la novela que él no fue capaz ni de comenzar, la novela que ya imagino desde el principio hasta el final, hasta este final que escribo, este final que también podría ser un principio, un principio que me llevase a Antonio, que me llevase a transformarlo, a tergiversarlo, a fabularlo, a reinventarlo en su patetismo desgarrador, a convertirlo en un Pedro Damián cualquiera.[37] A inventarle el pequeño triunfo que no fue capaz de ganarse por sí mismo, un pequeño triunfo en forma de premio literario que coincida con su muerte: una muerte inventada para un hermano inventado, un hermano que tal vez nunca existió más que como un momento de mis pensamientos, un hermano que nunca murió ni escribió en este ordenador que desaparece cuando dejo de imaginarlo, al igual que ese viejo editor que se escapa con una mulata a Puerto Rico, al igual que Teresa Gálvez y que ese prologuista que prologa una novela emblemática de un ampurdanés imposible, una novela que nunca tomó forma concreta, que se desvaneció justo cuando parecía que podría servirme como arma para mi venganza, como manifiesto testimonial de mi mala leche contra el mundo, contra mi maltratado personaje, contra mí.

Ha oscurecido. Mañana tendré que volver al banco. Mi agenda me indica que la jornada estará repleta de visitas que no podré eludir. Alguien me hace notar que no ha oscurecido, que no me hallo escribiendo frente al ordenador de mi hermano, que yo no soy quien creo ser, que la novela que ya casi leo no ha existido ni existirá, que es sólo el reflejo de una soledad sin esperanza, de un exilio de mí mismo, del delirio circular que inevitablemente vivo y revivo…

En los altos cristales de la biblioteca reverberó el sol de las seis. Una vehemencia de luz última exaltó un reflejo en la bruñida escultura de bronce. Por el aire y el silencio de la gran sala se esparcía una reconocible música de jazz que llegaba desde algún lugar lejano, irreal. Luis López se frotó el mentón con la mano y luego preparó el papel y el lápiz. Certero, convencido, con el pulso firme de los cabalistas antiguos, se acomodó frente al escritorio público imaginando que lo hacía frente al ordenador de su hermano. Luego, tras un suspiro que pareció anticipar futuras felicidades, escribió el comienzo de la novela: «Cuando era más joven mi padre siempre me decía: hijo, cuesta mucho salir de la fila, yo lo he conseguido, tú no lo vas a conseguir jamás, pero no te preocupes, ya te he dejado bien situado en la parrilla de salida. Hay gente que nace con carisma, destinada a triunfar, pero ése no es tu caso».