Intimidada por el sonido del teléfono, la secretaria introdujo en una bolsa grasienta de papel el trozo de pasta dulce que le quedaba. Luego apretó la bolsa hasta arrugarla y esperó unos segundos para poder terminar de masticar y tragar.
—Departamento de veterinaria, buenos días.
—¿Podría hablar con el doctor González Villanueva?
—El doctor González Villanueva está reunido. ¿De parte de quién, por favor?
—Soy Andrés Miguel Esteve.
La secretaria recordó el interés de González Villanueva por localizar a Esteve, así que dijo «un momento» y se apresuró a girar su silla abatible y a salir casi corriendo hacia la sala de reuniones. Cuando llegó, llamó con los nudillos a la puerta, abrió sin esperar y anunció con voz queda el nombre del filólogo.
—Pásamelo a mi despacho —ordenó el veterinario, después de dejar de escribir en un gráfico en la pizarra que encabezaban las siguientes palabras: «Ratas, ciclos endogámicos».
Cuando llegó a la cómoda silla de su despacho, se reclinó hacia atrás y puso los pies sobre la mesa, como hacía cada tarde para hacer la siesta. Luego, como si fuera real, depositó el cigarrillo mentolado de plástico sobre el cenicero, cogió el teléfono con las dos manos y mostró una sonrisa de oreja a oreja:
—Andresito, coño, llevo más de un mes buscándote. Has desaparecido, ¿dónde estás?
—Llegué ayer. He estado tres semanas en Buenos Aires y luego en Montevideo, en un congreso sobre Homero… Ayer abrí el paquete que contenía la novela que me enviaste y las dos cartas y los fax… Oye, pero esto debe de ser una broma que tú me haces o alguien nos hace…
El veterinario frunció el ceño desconcertado.
—No…, no creo… ¿por qué?
—Bueno, pues porque ayer, cuando llegué, que llegué tarde y por eso no te llamé, estuve hojeando un poco la novela (por cierto, no tengo ni la menor idea de quién puede ser su autor) y me llamó la atención el hecho de que las cartas que me escribiste y adjuntaste con el paquete se reproducen literalmente dentro.
—¿Cómo dentro?
—Dentro de la novela.
—Eso será porque tu secretaria las debió traspapelar y las incluyó…
—No, es muy evidente que forman parte de la novela; tienen el mismo formato, la misma tipografía y están numeradas correlativamente con el resto de la novela.
González Villanueva bajó sobresaltado los pies de la mesa y se incorporó.
—Pero eso es imposible, Andresito… —Hizo una pausa como para pensar—. Andresito, no me jodas, ¿cómo van a estar dentro si yo escribí esas cartas después de cerrar el paquete?
—Ángel, no vamos a discutir ahora sobre lo que es posible y lo que no lo es porque estoy con el jet lag y me encuentro muy espeso… Mira, mañana te llevo el paquete que me enviaste a tu despacho y lo compruebas con tus propios ojos……
—Andresito, coño, es imposible, es lo mismo que si me dijeras que esta conversación que estamos teniendo tú y yo ahora por teléfono, después de colgar, vas y te la encuentras en la novela.
—Coño, Ángel, no creo haber tenido una alucinación; estoy un poco cansado por el cambio de horario, pero a esto llego. Si tú no sabes nada, entonces seguro que nos han gastado una broma.
—Pero, ¿quién?
—Yo qué sé, tu secretaria, algún alumno, esto pasa a veces… Pero mañana te lo llevo y lo ves.
Hoy la tierra y los cielos me sonríen, hoy llega al fondo de mi alma el sol, hoy la he visto, la he visto y me ha mirado… ¡Hoy he salido de mi angustioso periodo de impotencia sexual! La Gálvez y yo lo hemos celebrado con tres gloriosos sacrificios que hemos dedicado a Homero.[33] Tras esta serie de actos (que hemos sabido aderezar con entremeses y algunas otras guarrindongadas de naturaleza coprofílica), hemos permanecido exhaustos, durante más de tres horas de inmovilidad casi letal, tendidos en el suelo de la cocina. Luego, con el último sol de la tarde (que hemos visto avanzar en la pared y en el techo enmarcado por la sombra rectangular de la ventana) nos hemos ido recuperando hasta entrelazar nuestras manos y volver a mirarnos con una cursilería de querubines. Al incorporarme, eufórico, he llamado a mi nuevo psicoanalista argentino para narrarle el prodigio y comunicarle el auspicioso rumbo hacia el amor que ha reemprendido mi vida. Pero él, rutinario, ha tipificado mi caso como un simple ejemplo de regresión libidinosa.
Todavía disponía de tiempo para llamar a su mujer y hacer unas compras en la duty free. Se habían encontrado ya varias veces en la cafetería, en el quiosco y en la cola para facturar el equipaje, pero —tal como habían convenido— apenas intercambiaron una sonrisa cómplice. Luego, en el vuelo, si no veía a nadie que pudiera reconocerle, ya tendría la posibilidad de encontrar algún pasajero al que no le importase cambiar de asiento para permitirles estar juntos. La joven mulata se había demorado en el quiosco, donde adquirió —para entretenerse durante el vuelo— una buena pila de revistas del corazón. Gilabert, por su parte, había estado curioseando entre los libros para comprobar que estaban los que tenían que estar de su editorial. El de los castillos de Cataluña se encontraba privilegiadamente situado en una mesa del centro.
—¿Qué tal se está vendiendo éste? —preguntó Gilabert a la cajera.
—Bastante bien, lo compran para regalar.
Al encaminarse a llamar por teléfono vio a Sandra cómodamente instalada en uno de los sillones de la sala en la que no tardarían en embarcar para San Juan de Puerto Rico. Llevaba unas gafas oscuras y una falda verde loro que le daban un aspecto algo comprometedor. Para sus adentros, Gilabert pensó que algunas mujeres están mejor desnudas, en su estado natural. Abrió la bolsa de mano y comprobó, una vez más, que llevaba el pasaporte, los billetes y los traveler checks. También estaba allí La vida breve, la novela de Juan Carlos Onetti que volvería a leer más de veinte años después.
Recordó el argumento de esa novela y se preguntó cuál sería su impresión al volver a leerla. Tal vez le sugeriría algunas ideas para la suya. Pensó que el alcohólico Brausen, recostado en la cama junto a Gertrudis, soñando e inventando personajes a partir de las voces que escucha en el apartamento de la prostituta, no se hallaba muy lejos de él ni de este viaje que ahora emprendía junto a Sandra.
Descolgó el teléfono y marcó. Primero habló con su secretaria y después con Flores. En el despacho también había contado lo del congreso de editores, sabiendo a ciencia cierta que Flores no se lo creería. Pero le daba igual, total, era un empleado con el que a partir de ahora guardaría más las formas (ni siquiera le transmitió su entusiasmo por haber visto el libro de los castillos de Cataluña tan bien situado en la mesa central del quiosco). Luego llamó a su mujer. La niña ya llevaba varios días con su madre y la flebre y lo de la faringitis obstrusiva era ya un episodio pretérito sin importancia. En el bar, frente a la repentina inspiración provocada por un segundo café, extrajo de la bolsa de mano su libreta de notas y escribió: «La novela podría comenzar en el aeropuerto, con el viaje a Puerto Rico de Luis y Teresa. En una sucesión de flash backs, la narración podría progresar hasta mostrar la relación precedente que existió entre Antonio y Teresa. Cronológicamente, el final coincidiría con el momento en que Antonio muere en el acto de concesión del premio y el lector no conocería la verdadera trama hasta leer ese flnal, que podría dar a la novela un tono de thriller». De esta enrevesada alternativa estructural, le distrajo la voz excesiva de la megafonía: «La compañía Iberia anuncia la salida de su vuelo 3856 con destino a Roma…». Consultó su reloj. Todavía faltaban más de cuarenta minutos para su embarque en la puerta 23. Guardó la libreta y se incorporó para ver a su clandestina compañera de viaje. Con sus colores estridentes y sus tacones demasiado altos, seguía llamando la atención mientras leía la revista Pronto.
Ayer por la noche, Silvia me planteó que no podemos continuar en esta incomunicación absoluta en la que vivimos. Se acercó con un café con leche y se sentó muy seria junto al sofá en el que yo me hallaba tendido (debajo de la humedad del techo, aprendida de memoria) pensando en la Gálvez y en el inexistente Gilabert. Enteramente desprovisto de argumentos —y hasta de palabras—, tuve que improvisar unas desconsoladas llantinas que no tardaron en enternecerla y en conseguir que se acercara a acariciar mi escaso bagaje capilar. Entonces me dijo que ha pensado en irse a vivir unos días con Ana, como para probar. Con dramatismo, de rodillas y abrazándola con fuerza, le pedí que tuviera un poco de paciencia, que no me dejara en esta situación de soledad y desamparo, de fobias reiteradas «que me podrían llevar incluso al suicidio». Llorando, me contestó que ella también tiene que pensar en sí misma, que ya le ha dado muchas oportunidades a nuestra relación y que se encuentra inmersa en un desequilibrio emocional que casi le impide trabajar. Sin otros recursos, le sugerí visitar al terapeuta de parejas al que me había negado a ir anteriormente, le dije que podríamos replantear en serio la posibilidad de adoptar un niño, le hablé de organizar un viaje a la India, pero ella se mantuvo en su firme decisión de separarse unos días de mí. Al no encontrar otra salida, abrí la ventana para encaramarme y ensayar unos inverosímiles ademanes suicidas que ella, sin embargo, no tardó en creer. Con el miedo en los ojos, corrió hacia la ventana y me tiró de la mano. Me desplomé entonces en sus brazos y nos besamos con desesperación. Luego nos desvestimos y, después de hacer el amor (la cuarta vez en un mismo día para mi convaleciente y heroico pene), nos dormimos abrazados en una intensa efusión de lágrimas y suspiros.
Vuelve otra vez el piadoso Gilabert para tratar de aliviar mi soledad. Me recibe en medio de la noche con un farol de papel chino que tiene el color de la luna. El chisporroteo de luciérnagas voladoras se confunde con las estrellas de un firmamento íntimo e infinito. Erramos durante horas sobre una vasta llanura que no nos concede un solo objeto referencial. La sed y el temor de la sed hacen que esa dilación nos resulte más insoportable en la garganta y en la piel. Una luz siempre lejana se transforma por fin en una ciudad pródiga en simetrías, muros y frontispicios. Sin contemplaciones, mendigamos y luego robamos el agua y la comida a una sin par Dulcinea tosca, ebria y maloliente que nos increpa guarecida bajo una ridícula celada. Comemos y bebemos como comen y abrevan las bestias, y luego exhalamos unos pedos y unos eructos descomunales que resuenan escandalosamente en el silencio de la noche. En nuestra rudeza, nos sentimos mucho más valerosos y convencidos que antes. Nos hallamos en la primera parte de la novela, Sancho, me dice Gilabert súbitamente convertido en un hombre de complexión recia, seco de carnes y enjuto de rostro. Con entusiasmo, me invita a ascender a un asno que ilustra al acercarle la luz marfilosa del farol. Junto al asno hay un flaco rocín rumiando unas hierbas secas. Cuando trato de moverme, me doy cuenta de que mi cuerpo se ha multiplicado en kilos de grasa. Sin pensarlo, amparado por el cariño que me manifiesta ahora Gilabert, consigo subir al jumento y, tras azuzarle con una cuerda mojada, comienzo a trotar por la llanura. Saciado de gloria, Gilabert me precede erguido a unos pocos metros, montado en su rocín. En silencio, dejamos el camino al arbitrio de los animales, que parecen conducirnos hacia un lucero que brilla frente a nosotros cada vez más cerca. Descendemos por un camino que se abre entre un bosque de altos espinos y, cuando comienza a amanecer, veo lágrimas en los ojos de mi amo.
—¿Qué sucede, por qué está usted llorando?
—Sancho, presiento que ésta será la última jornada que pasaremos juntos. Me produce una tristeza infinita el pensar que seguramente ya no nos volveremos a ver nunca más.
—Pero no diga tonterías —exclamo alzando los brazos—, seguro que nos volveremos a ver, tal vez en otra obra de nuestro autor, o quizá en la segunda parte de esta misma novela en la que nos hallamos. Además, piense que es posible que vivamos más allá de nuestros días, pues cada lector que abra nuestro libro y nos lea, nos estará confiriendo una forma de inmortalidad.
—Sancho, amigo, agradezco tus esfuerzos por hacerme creer que mi vida no ha sido ilusoria, pero la verdad es que me encuentro muy viejo y fatigado. Presiento que hoy mismo moriré.
Llorando, descabalgamos de los animales y nos damos un fuerte abrazo. Entonces, un dios me inspira para recordar estas imborrables palabras de Cervantes:
—¡Ay! No se muera vuestra merced señor mío, sino tome mi consejo, y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado; quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora Dulcinea desencantada, que no haya más que ver.[34]
El carácter universal de mis palabras ha reanimado sorprendentemente a Gilabert, quien me dice muriéndose de risa que volvamos a montar en nuestras bestias y que partamos ahora mismo en busca de nuevas aventuras.
Durante todo el tiempo que el sol tarda en calentar el aire, cruzamos una montaña por un sendero que sube y baja entre vertiginosos precipicios de piedra. Cuando el sol está ya alto, parece vencernos el hambre y la sed, pero proseguimos a pesar del hambre y la sed y del color cada vez más blanco de las lenguas de nuestros animales. Al llegar abajo, ha regresado la noche. Tras un matorral, encontramos el quieto perfil de un niño que lee la Naturalis historia de Plinio.
—Muchacho —le digo con voz paternal—, te vas a quedar ciego si continúas leyendo a la luz de la luna.
—Es Georgie —murmura Gilabert en una mansa admiración de ojos vivos y solemnes.
—Habéis cometido la temeridad de intentar parodiarme —dice el niño Georgie con severidad— y, como yo bien sé, todo intento de parodia alberga una secreta forma de burla. Ello os costará que os aleje para siempre del río cuyas aguas conducen a la inmortalidad.
—No toda parodia alberga burla —replica un envalentonado Gilabert enarbolando absurdamente su lanza—, ¿qué me dices, si no, del Amadís de Gaula que halaga el donoso escrutinio frente al fuego?
El niño Georgie se levanta y le mira con esa lógica particular que encierra el odio.
—Resultas tan patético y boludo, viejo Gilabert, nada, absolutamente nada de lo que pueda surgir de tu débil mollera permanecerá de un modo sustantivo y eterno.
Me entran ganas de bajar de mi jumento para darle unas palmaditas en el trasero a este niño insolente y precoz. Con mirada apaciguadora, le sugiero a Gilabert que prosigamos. Lo hacemos dejando atrás al niño Georgie, quien se queda maldiciéndonos con soeces palabras en inglés. Al cabo de una larga noche que nos parece eterna, nos encontramos, junto a un arroyo de aguas risueñas y frescas, al sabio Cide Hamete Benengeli abroncando al Curioso impertinente.
—Vete de esta novela —dice gritando con unos cartapacios en la mano—, ¿qué tienes tú que ver con los señores Quijano y Panza?
—A mí me colocó aquí el autor —responde el otro—, y no pienso irme jamás, por mucho que transcurra el tiempo corrosivo.
—El autor soy yo —replica el sabio árabe con una vehemencia de sultán.
Un poco más lejos, bañándose en un remanso, dos hombres blancuzcos y enfermizos observan indolentes la disputa. Por fin se anima a terciar el más joven de ellos con palpable y descontextualizado acento francés.
—Bueno, cuando os pongáis de acuerdo, nos lo decís.
Gilabert me advierte al oído que se trata de Avellaneda y de Pierre Menard, dos autores de falsos Quijotes. Movido por mi nuevo instinto crítico y realista, aventuro unas palabras del Eclesiastés:
—Vanidad de vanidades, todo es vanidad.
Al oírme, Gilabert alarga en su rostro una sonrisa sarcástica, mientras su rocín agradece la constancia del agua. Cuando me fijo en unas encinas próximas, distingo al bachiller Sansón Carrasco y a Cervantes tumbados a la bartola en dos hamacas de cuerda. Sin decir una sola palabra, escuchan la conversación comiendo un racimo de uvas que dejan reposar sobre sus indolentes barrigas escasas. Frente a ellos, un viejo de prolongada barba blanca y ojillos diminutos, conversa con un joven que juega a introducirse en la boca una Luger de doble cañón.
—Ya se lo advertí en el final de Niebla, don Miguel; lo ve, lo ve cómo es usted el que murió y fue enterrado; yo sigo viviendo y, precisamente porque sigo viviendo, puedo suicidarme cuando me dé la gana, sin el consentimiento de usted.
—Me tienes hasta las barbas, Augusto Pérez de las narices, ojalá no te hubiera creado en aquella discreta tarde de abril en la que inevitablemente te soñé. Pero, muchacho, no te hagas ilusiones, porque ni existes, ni has existido, ni existirás.
—Ya lo creo que existo. Como dijo aquel melancólico francés: pienso, luego existo.
—Pérez, eso es un soberano disparate, el que pienso soy yo, para crear en ti la ilusión de pensar.
Augusto Pérez tarda unos segundos en concebir la nueva argucia senil de su creador. Luego sonríe y dice acercando la Luger a su sien:
—¿De verdad quiere usted escuchar el seco disparo que me haga perecer?
—No hagas tonterías, muchacho —exclama el autor haciendo desaparecer la Luger con una goma de borrar—. Además, ¿no te das cuenta del anacronismo que supone esa arma en este pasaje del Quijote?
—Pero qué ha hecho, don Miguel, mucho más anacrónica es la empresa de Pierre Menard, y mírelo allí qué contento vive junto a Avellaneda.
Con inocencia temeraria, Gilabert pregunta a todos desde su rocín:
—Por favor, ¿saben ustedes quién es el autor de esta novela?
Tras un silencio tenso, Unamuno se acerca a nosotros y se detiene señalando a Gilabert. Luego se arrodilla y, visiblemente emocionado, besa las pezuñas del rocín.
—¡Maestro don Quijote, es usted el único autor, el único, el único!
Gilabert se intranquiliza y muestra su desconcierto. Unas risotadas procedentes de las hamacas nos llegan a todos haciéndose evidentes a pesar del sonido del agua. Hasta mi jumento, que mira ahora a Gilabert, parece sorprendido frente a esta súbita alteración de identidades. Despacio, con el silencio de todos, Gilabert desciende de su rocín. Un líquido oscuro comienza a brotar de la punta de su lanza. Se mira las manos, se las huele, se las vuelve a mirar. Unamuno se apresura a levantarse del suelo y a llegar hasta él para darle un abrazo. Luego besa el suelo y llora y palpa con las manos el simbólico líquido negro.
—¡Lo véis! —grita mirando a todos con ojos desorbitados y felices—. ¡Está fluyendo tinta de su lanza, está fluyendo tinta, os lo dije, os lo dije! ¡Él es el único autor! ¡Muera el cervantismo! ¡Viva el quijotismo!
Incorporándose violentamente sobre la hamaca, Cervantes ha enmudecido con un rostro de pánico. Con estupefacción, todos observamos la copiosa fuente que ahora comienza a teñir las aguas del arroyo.
¡Oh musas! ¡Oh alto ingenio, ayudadme a describir este instante mágico! Tras un silencio que termina fulminando las aguas del arroyo, me fijo en los ojos de Gilabert y en cómo su cara de caballero andante progresa hacia la de un viejo rollizo y casto. Gilabert se ha convertido en Virgilio y yo en Dante. De inmediato, nos percatamos de que Alguien ha hecho desaparecer los animales y los otros personajes del Quijote. Tampoco están ya las estrellas del cielo. Con incomprensible ánimo resolutorio, nos adentramos ahora en una selva oscura y, después de caminar durante un buen rato, descendemos por una inmensa garganta fangosa que termina abriéndose a un valle pestilente y húmedo.
—Son éstos los umbrales del infierno —me dice mi maestro, en italiano vulgar—. ¡Cuan lejos estamos todavía de tu Beatriz!
Precedida por gritos desconsolados que el fétido aire propaga, arribamos a una región poblada por réprobos condenados a nadar por una superficie acuosa que bulle en grandes burbujas oscuras. En la orilla de ese martirio líquido, unos demonios fustigan a todos los desdichados que, al no poder resistir las quemaduras, escapan y corren unos segundos sobre la arena de la playa.
—Nos hallamos en el círculo de los soberbios —me dice Virgilio en voz baja.
Piensa, lector, el miedo que me entra al acceder a estas imágenes. Cercados en una jaula de metal enrojecido por el calor, distingo, entre un grupo de pecadores, a Farinatta y a Filipo Argenti. Junto a ellos, Mario Duque, Bernard Satie y Silvio Lesconi están jugando al volley-playa con un mapamundi.[35]
—Están condenados a jugar por los siglos de los siglos —me dice el autor de la Eneida con sonrisa maliciosa—, cuando no pueden más y desfallecen sobre la arena, esos demonios que ves allí les pinchan en el trasero.
Entre los demonios más próximos a nosotros, reconozco a Fernando Savater y a E. M. Cioran. Ambos se regocijan al contemplar a Lesconi y a Duque en sus últimos esfuerzos por mantenerse en pie. Cuando Duque cae sobre la arena, Savater deja su tridente en el suelo y le pide a Belcebú que le preste un gran puro habano que está fumando. Lo toma con elegancia, da un par de caladas para avivar la brasa y lo aplica en la nalga de Mario Duque.
—¡Fot-li, fot-li! —dice en un sorprendente e intraducible catalán el pensador rumano.[36]
Al notar el quemazo sobre la piel, Mario Duque se levanta de un salto para seguir jugando al volley-playa. Le toca sacar a él. Lanza el mapamundi, le pega en el aire con toda la fuerza que puede, pero la esfera de colores no sobrepasa la red. Todos los de su equipo le miran con odio, pero él está acostumbrado a eso ya desde la otra vida y se muestra indiferente. En el equipo de Mario Duque, Silvio Lesconi y Bernard Satie, veo a un enorme gordo parecido a Orson Welles. Enfangado hasta el cuello, repite mecánicamente una palabra sin parar: «Rosebud, Rosebud, Rosebud».
—Es Charles Foster Kane —me comunica mi guía—, otro condenado en este círculo de los soberbios. Está obligado a repetir esa palabra durante toda la eternidad.
El hedor es ahora insoportable, pero cuando mi guía hace ademán de proseguir, me fijo en Filipo Argenti, que parece retorcerse en una última exhalación de muerte.
—Maestro, antes de que nos marchemos de este lago, déjeme deleitarme viendo el padecimiento de este réprobo.
Virgilio me concede ese tiempo perverso y luego proseguimos elevándonos por un desfiladero que no aminora en nada el tufo ni los quejidos procedentes de abajo. Cruzamos dos nuevos valles y, al llegar a un sendero de polvo, observo un arbusto de cuyas ramas surgen juntas sangre y palabras.
—Es Pier della Vigna, pésimo poeta y protonotario de Federico II —me advierte mi maestro mirando la planta con desdén.
Junto a Pier della Vigna, reconozco a Ugolino royendo infinitamente la nuca de Ruggieri degli Ubaldini. Cuando levanta la cara para descansar, aprovecha para secarse la boca sanguinaria con los pelos del pecador. Asqueados por esta imagen, proseguimos nuestro camino, mi guía primero y yo después, hasta llegar a una fuente de lava. Cuando se gira, mi maestro ya no es Virgilio, ni don Quijote, sino simplemente Gilabert.
—López —me dice con nuevas lágrimas en los ojos—, hemos soñado con las dos mayores amistades de la literatura, la de don Quijote y Sancho y la de Virgilio y Dante; pero ahora se acerca el fin y la realidad nos será hostil, López, ya lo verás, muy hostil.
Cuando voy a abrazarlo, Gilabert desaparece entre mis manos. Angustiado y perdido, vago entonces por el desconsuelo infinito que se extiende en una vasta altiplanicie. Después, arribo a unos pasadizos laberínticos y me demoro subiendo unas interminables escaleras que, finalmente, me permiten ver el cielo. Por ese inmenso agujero salgo de nuevo a contemplar las estrellas de mi soledad…