Un viejo alzaba los brazos desesperado y gritaba «Vicente, Vicente». En calzoncillos, su cuerpo escuálido transparentaba un esqueleto apenas forrado por una piel pellejosa y enfermiza. Tenía en la expresión el desconsuelo y la ternura de un niño al que acaban de destrozar su juguete de un soberano pisotón. «Voy, señor Plaza, voy», exclamó Vicente, echando a correr por el pasillo del vestuario.

—Mira, tengo un granito aquí y me he de poner esta crema —murmuró el señor Plaza, señalando sin ningún pudor un espacio concreto de su culo.

Solícito, Vicente no dudó en untarse la pasta blanca en el dedo índice y en proceder a frotarle el bulto rojizo ubicado en la parte inferior de la nalga derecha. Gustavo Horacio Gilabert los miró un momento, pero se abstuvo de hacerle ningún comentario a Matías Mora, eludiendo expresar la opinión que esa imagen grotesca le sugería. Después de atarse los cordones de los zapatos de clavos, Gilabert siguió a Matías Mora dejando en el aire el ritmo metálico de sus pasos. Salieron fuera de la casa club y caminaron sobre la gravilla y luego sobre un césped muy verde, hasta llegar al tee del uno. La mañana era espléndida, sólo soplaba una ligera brisilla que ni siquiera en el recorrido de los nueve primeros hoyos, los de la playa, podría considerarse verdadero viento. Gilabert se ajustó el guante rojo en la mano izquierda y, acercándose a su caddie, le ordenó con despectiva autoridad:

—Dame el drive.

El hombre enjuto y manco extrajo con dificultad el palo de la bolsa y se lo extendió con la cabeza gacha en un gesto de humildad casi reverencial.

—Bueno, ¿qué hacemos, Match Play o Stroke Play? —preguntó Matías Mora con cara de profesor del Pebble Beach de California.

—Mejor nos lo hacemos de un Stroke —aventuró Gilabert sin saber lo que decía.

—¿Y te doy unos «bises» o prefieres puntos en algunos hoyos determinados?

Gilabert sabía que jugaba mal al golf, pero aquella presunción de superioridad le pareció una fanfarronada que no iba a tolerarle al otro editor, por mucho mayor que fuera su editorial.

—Lo mejor es que empecemos mano a mano y, si vemos que hay mucha diferencia, entonces me das unos puntos.

—¿Pero qué handicap eres? —puntualizó Matías Mora—. Yo soy dieciséis.

El tono con el que Matías Mora pronunció el horrible anglicismo hizo pensar a Gilabert que handicap también significa tullido, incapacitado. Por un momento se sintió ofendido.

—No sé, no me acuerdo, empecemos a jugar y ya lo veremos.

Dos mujeres esperaban a que salieran ellos primero, a pesar de que Matías Mora se había esforzado casi hasta lo ridículo por dejarlas pasar.

—No, que vamos muy lentas, pasad, pasad vosotros, por favor.

Ese tuteo tenía una connotación de pertenencia al club, de pertenencia a un tipo de vida en la que el ocio y el juego parecían haber sustituido completamente al trabajo.

Gilabert dio unos pasos decididos y colocó su bola sobre un tee de plástico que clavó en la alfombra verde, perfectamente rapada. Por dos veces levantó el palo y lo bajó, ensayando el swing con su macarrónico estilo personal —que él se atrevía sin modestia a considerar del mismísimo condado de Kent—, y golpeó con fuerza su bola. Ésta dibujó en el cielo azul un slice perfecto hacia el bosque de pinos.[32]

—Bueno —comentó Gilabert—, desde allí puedo dropar sin perder punto.

—¿Por qué sin perder punto? —preguntó Matías Mora, perplejo.

—Porque hay un bosque de pinos.

—Gustavo, ¿lo dices en serio?

Las mujeres dejaron escapar una risa floja y, después de cuchichear entre ellas unas palabras inaudibles, crearon un silencio algo tenso.

—No, hombre, no, lo decía en broma; hay que tener un poco de sentido del humor, ¿no? Venga, te toca a ti.

Matías Mora le concedió una sonrisa forzada mientras buscaba el punto equidistante entre las dos esferas grandes que marcaban la salida. Colocó su bola, se situó, tensó la expresión, subió despacio y le pegó sin forzar. La pelota salió recta y se levantó después de haber permanecido durante unos segundos en línea casi paralela al suelo. Luego se convirtió en un punto blanco detenido sobre la franja azul, que fue bajando lentamente hasta posarse en el mismo centro de la calle. No hicieron ningún comentario, como si los hechos fueran demasiado evidentes por sí mismos. Matías Mora aprovechó el tiempo que caminaron juntos —Gilabert tendría que adentrarse en el bosque y, seguramente, dar su pelota por perdida— para decirle en el tono cariñoso de superioridad hipócrita que nunca le abandonaba fuera del juego:

—Gustavo, yo lo de los puntos te lo decía para que nos divirtiéramos más los dos, para que hubiera partido, porque, la verdad, por lo que me has dicho y por lo que veo, creo que juego algo mejor que tú.

—Bueno, hombre, no insistas, probamos tres o cuatro hoyos y luego lo decidimos. Hasta a Ballesteros le vi yo un día irse aquí al bosque.

Gilabert se detuvo un momento para ajustar la correa que unía el carrito con su bolsa de palos. Luego, reanudando la conversación, trató de introducir el nuevo tema con naturalidad, como si éste no fuera el principal motivo por el que se había interesado en jugar al golf con el otro editor.

—Matías, te quería comentar un asunto…

—Seguro que es un negocio, los catalanes siempre hacemos negocios mientras jugamos al golf.

—No, no es exactamente un negocio, aunque podría serlo… Mira, yo me quiero jubilar el año que viene, y me quiero jubilar en serio, no soy de esos que aguantan hasta que se mueren un día en el despacho… Nunca te he contado que siempre he tenido la ilusión de escribir, incluso he escrito toda mi vida pequeños relatos que se quedaron en algún cajón de casa y luego se perdieron.

—No me digas, ¿o sea que teníamos un escritor sin saberlo…?

—Bueno, la cosa es que ahora, desde hace algún tiempo, llevo trabajando intensamente en una novelita que me hace mucha ilusión. Creo que pronto la tendré lista.

—¿Ah, sí?

—Sí, al principio, claro, siempre que la cosa me convenciera, yo había pensado en publicarla en mi editorial, pero luego pensé que eso sería demasiado fácil… y que tal vez tú podrías leerla y aconsejarme un poco… Uno pierde la perspectiva para juzgar lo que hace…

—Gustavo —le interrumpió Matías Mora—, estaré encantado de hacerlo. Primero la leeré yo personalmente y te daré mi opinión, y luego la daré a leer, y si más o menos los informes son favorables y le veo un cierto gancho, no dudes que te la publicaré. Quizá podría encajar en la colección Gran Teide…

—Bueno, pero tampoco lo fuerces, me gustaría que…

—No, Gustavo, de la misma forma que te digo que no tendría ningún inconveniente en publicarla si estuviera bien, te digo que en esta colección no podemos colar según qué cosas…

—Bueno, tú échale un vistazo y dime algo. A lo mejor, si los informes de tus asesores son buenos y te gusta a ti, incluso me podría presentar a vuestro premio.

—¿Al Galaxia? —preguntó sorprendido Matías Mora—. No, hombre, ya sabes que nosotros seguimos la opción de gente conocida…

—Bueno, pero en una de ésas podría llegar a ser finalista, te advierto que yo sería un gran comunicador con la prensa…

Matías Mora miró hacia atrás y vio que las mujeres estaban aguardando a que ellos dieran el segundo golpe y se alejaran.

—Oye, que nos están esperando… Luego hablamos.

Cuando llegó a los árboles, Gilabert vio cómo un coche eléctrico blanco que conducía un joven de uniforme gris alcanzaba en la calle a su contrincante. Allí intercambiaron unas breves palabras, y después Matías Mora señaló en dirección a donde se encontraba Gilabert buscando su pelota. El coche blanco siguió hasta situarse a pocos metros de los espesos matorrales. El joven bajó y le acercó el teléfono móvil.

—Señor, su señora quiere hablar con usted.

Gilabert tomó el auricular y se lo llevó a la oreja.

—Gustavo, la niña se ha puesto muy mal; otra vez tiene cuarenta de fiebre y casi no puede respirar. He llamado al médico y le he convencido de que viniera a casa, y cuando ha venido me ha dicho que tiene una faringitis obstrusiva.

—¿Y qué es eso?

—Es como si se le hubiera cerrado la garganta; no puede respirar bien; me ha dicho que si sigue así, por la noche la tendríamos que internar, porque se dan casos de asfixia en los que tienen que hacerles una traqueotomía, o sea, una perforación en el cuello para oxigenarles con un tubo. Gustavo, estoy muy asustada, y como además te vas la semana que viene al congreso de Puerto Rico…

Gilabert se llevó la mano libre a la cabeza y se atusó un poco el cabello. Luego observó los oscuros matorrales, la cara atenta del conserje, y al fondo, en la calle, a Matías Mora ensayando el movimiento afeminado de su sand blaster.

—No te preocupes, voy para allí ahora mismo, y si la niña no mejora en cuatro días, anularé lo de Puerto Rico.