Gustavo Horacio Gilabert le pregunta al portero cuál es el piso de Radio Nacional de España y éste no vacila en indicárselo. Sube en uno de los cuatro grandes ascensores y al salir se encuentra con un largo corredor al final del cual halla a un hombre que registra las entradas en un anacrónico libretón.

—Vengo a una entrevista con Mauricio García Campos, para el programa «Usted es la estrella».

El hombre le pide el carnet de identidad y copia lentamente el número y su nombre con una caligrafía esmerada pero un poco infantil. Luego le acompaña a una sala en la que pronto aparece una azafata que le pregunta si desea tomar algo. Le informa de que estarán en antena dentro de quince minutos y que el señor García Campos no tardará en venir a saludarle. Al poco tiempo llega el presentador, quien, después de dedicarle unas sonrisas histriónicas, le acompaña al locutorio donde transcurrirá la entrevista. Es una habitación cuadrada, forrada con un corcho oscuro y granulado que permite una atmósfera en la que voces y sonidos se propagan con una claridad especial. En el centro hay una gran mesa circular de cuya periferia surgen, como cuellos de cisnes, unos micrófonos adaptables. Le indican que ocupe una de las sillas giratorias y, cuando lo hace, observa el cristal rectangular tras el que se encuentra un joven barbudo con unos cascos de cuero negro. Por unos altavoces, se escucha el informativo que precede al programa para el que le han convocado. Cuando García Campos se sienta y ajusta sus cascos, le dice a Gilabert que, como se emite todo en directo, tendrán que hacer unas pausas para la publicidad. Luego le comunica algunas de las preguntas que le va a plantear. Gilabert asiente con la cabeza y añade «muy bien, muy bien». Llegan unos anuncios y García Campos agrava su mirada hacia el técnico que, detrás del cristal, le indica con un dedo que queda un minuto. Llega la sintonía que anuncia el programa y la voz grabada de un anónimo locutor: «Usted es la estrella, dirige y presenta Mauricio García Campos». Después de una breve pausa, el joven barbudo señala al presentador y éste comienza a hablar con impecable dicción radiofónica.

—Queridos amigos del programa «Usted es la estrella»; buenas tardes, ¿cómo están? Si en esta tarde de febrero les ha pillado la lluvia sin un paraguas que abrir en las manos, entonces estarán como yo, algo mojados y, quién sabe si también, como yo, algo resfriados. Bueno, no tiene demasiada importancia, ya saben aquello que dice que al mal tiempo buena cara… ¿Recuerdan?; la semana pasada anunciábamos que hoy íbamos a tener con nosotros al escritor Gustavo Horacio Gilabert, para hablarnos de muchas cosas, pero sobre todo de su última novela López y yo, cuya aparición en el mercado se ha visto envuelta por la polémica y hasta por un cierto desconcierto entre los lectores y la propia crítica, debido sobre todo a que su autor, que hoy nos acompaña, no sólo firmó su obra con el seudónimo de su personaje y protagonista, Antonio López, sino que durante un tiempo nos hizo creer a todos que éste era una persona real. Pues bien, como habíamos prometido, hoy tenemos aquí al verdadero autor de López y yo, que no es otro, como muchos sospechamos desde un principio, que este gran escritor que se llama Gustavo Horacio Gilabert y que es autor también de novelas tan memorables como El poeta Aquiles o La mujer dentro del texto. Buenos días, señor Gilabert. ¿Cómo surgió esta idea de hacerse pasar por otro?

—Bueno, fue una ocurrencia que tuve un día con un amigo cuando estaba terminando la novela. Como ésta trata de plantear o jugar con la idea del autor, pensé, ¿por qué no omitir oficialmente que soy yo quien la escribió?, ¿por qué no buscar a alguien que se haga pasar por mi protagonista? Ya que yo estoy dentro de la novela como personaje, ¿por qué no sacar a mi pequeño héroe fuera de ella? Y entonces hablé con mi amigo Enrique Montoya, que no es una persona conocida a pesar de ser un buen actor de teatro, y le propuse que se hiciera pasar por López, por este apócrifo autor de la novela, para ver si así conseguíamos convencer a los periodistas y al público en general de su existencia.

De nuevo la entonación perfecta del locutor:

—Parece que, al menos inicialmente, su amigo se negó a hacerse pasar por López.

—Sí, porque, al principio, tenía miedo de no saber qué decir ante los periodistas; pero luego, cuando leyó la novela y vio con claridad el juego que en ésta se propone, entonces hablamos de nuevo, y yo le expliqué el tipo de contestaciones que consideraba más oportunas y ello le pareció divertido y finalmente aceptó.

—Y de todo esto, ¿estaba enterado el editor?

—Sí, claro, aunque fue muy difícil convencerle porque la cosa suponía convertir mi nombre en el nombre de un desconocido, y eso le pareció comercialmente peligroso. Es decir, yo firmaba el contrato, yo cobraba el anticipo, pero era López (Enrique Montoya, el actor y amigo que se hizo pasar por él), un supuesto escritor enteramente desconocido, el que daba la cara apareciendo públicamente como el autor.

—¿Y cómo logró convencer a su editor?

—Bueno, le tranquilicé diciéndole que pronto se sabría la verdad y que se trataba de una propuesta metaliteraria que terminaría potenciando el éxito de la novela. Además, le dije también que yo aparecía dentro de mi obra convertido en un viejo editor que está intentando, por primera vez, escribir una novela; y esto le enterneció porque sabía que en cierta medida ese personaje era él.

—Pero ahora quedará para siempre López como autor, porque su nombre es el que figura en las portadas de los libros.

—El juego consiste en que, con el tiempo, todos sabrán que López soy yo, y por ello tal vez pueda incluso firmar otras de mis futuras novelas con su nombre, como hacía Pessoa con sus heterónimos.

—¿Y qué pensó Enrique Montoya, su amigo que se hizo pasar por López, al verse fotografiado y comentado en la prensa como un nuevo valor literario?

—Demostró ser un grandísimo actor al conseguir convencer a los periodistas y a todos los demás de que él era un joven escritor. La verdad es que nos divertimos mucho; era muy gracioso oírle decir a Enrique en la radio, con absoluta seriedad, que el hecho de que apareciera yo como personaje en su novela era un homenaje que él me hacía a mí.

—¿Y cómo se descubrieron todas esas vertiginosas imposturas?

—Bueno, no era tan difícil conociendo el tipo de propuesta que yo hago habitualmente en mis novelas. Además, no resultaba del todo verosímil que alguien escribiera una novela en la que uno de los protagonistas lleva mi nombre.

—¿Y cuál es el sentido filosófico de toda esta pequeña farsa? Aquí Gilabert cambia su rostro y compone una expresión pedante de filósofo francés, deja transcurrir una pausa en la que parece concentrarse en profundidad, y dice:

—Bueno, la propuesta que planteo está en la línea de Marcel Duchamp al pretender señalar la decadencia del mercado occidental. Como ha puntualizado Jean Pierre Anzieu, desde que Balzac rechazó la forma habitual de trabajo del artista (el encargo, bien fuera del mecenas, del comerciante o de una institución) y puso su tenderete con sus obras a la venta, hemos venido asistiendo al nacimiento de una producción cultural especialmente destinada al mercado. El mercado ha creado dos valores: el simbólico, que corresponde a la producción de obras puras destinadas a apropiarse simbólicamente de lo cultural, y el comercial, que opera en función del éxito de ventas. De alguna forma, inventando a López como autor de mi novela, he intentado conseguir un efecto similar al de Duchamp cuando enviaba a los museos sus ready-mades. Porque a la impostura del dadaísta firmando botellas y titulándolas, corresponde mi eventual problematización discursivoficcional como autor de un texto que ya no me pertenece.

Después de poner cara de imbécil, García Campos pregunta:

—¿Por qué no le pertenece?

—Porque, como sugiere Ulises en el momento en que le destroza el ojo al Cíclope, el verdadero autor es el que es capaz de convertirse en cada uno de sus personajes sin llegar a hacerlo realmente en ninguno. Así, de alguna manera, yo, Gustavo Horacio Gilabert, me he atrevido a decir, con el descaro de mi protagonista, que también soy Nadie.

Después de más de dos meses de ininterrumpida relación amorosa con Teresa Gálvez —en los que sólo he escrito unas débiles líneas—, esta mañana, mi siempre erecto y jovial miembro sexual se ha visto aquejado por una tristeza inconsolable que lo ha reducido a un tamaño ridículo. A pesar de los incansables esfuerzos de Teresa (que ha recurrido al francés, al griego y al argentino), mi pene ha renunciado a dilatarse hasta los mínimos exigibles y, viendo que todo era inútil, nos hemos ido vistiendo con una sensación de derrota. Inmediatamente he llamado a mi nuevo psicoanalista argentino y le he contado el caso esperando que me diera una solución que me permitiese proseguir esta nueva vida amorosa a la que me había entregado con pasión, pero él me ha dicho que trate de tranquilizarme y que lo intente de nuevo dentro de unos días. Después de unos momentos de asfixiante intranquilidad, he vuelto a llamarle y él me ha sugerido que fuera a verle a su despacho. Allí le he confesado que no puedo esperar esos días y, entonces, me ha recetado unas pastillas (como es psicoanalista y no psiquiatra, me ha tenido que extender una receta con membrete falsificado por el Ilustre Colegio de Psicoanalistas Porteños) que al parecer me van a solucionar el problema de forma casi inmediata.

Han pasado cinco días en los que mi vida se ha visto presidida por la angustia de la impotencia sexual. No hay forma; ni las pastillas, ni la abstinencia temporal, ni nada. Teresa Gálvez se disfraza de enfermera (fingiendo manejar inyecciones y clavándome dolorosos alfileres en el culo) y de azafata de avión; me da las noticias imitando el tono de voz de la presentadora del telediario de las tres y se desnuda y se viste con la música de strip-tease que compramos en el sex shop. Luego vuelve a darme las noticias vestida con su lencería negra y, cuando llegan los deportes, me miente y me dice que el Barcelona ha ganado al Madrid por cinco goles a cero, mostrándome sus cinco deditos y su lengua y su lujuria de guarra. Pero todo resulta inútil, ya que nada consigue avivar en lo más mínimo este aletargado miembro que me aflige, que me hace llorar, que me humilla con una fría hostilidad de coche viejo en la chatarra. Apesadumbrado, de la mano de ella, recorro el apartamento y doy vueltas y círculos hasta fatigar las geometrías del salón. Después, Teresa me dice que el problema es que nunca salimos a la calle, y que cuando lo hacemos me emparanoio y comienzo a imaginar falaces detectives enviados por Silvia, y a presentir familiares o amigos que van a comer precisamente al mismo restaurante que nosotros. La verdad es que este adulterio ha horadado en mí un sentimiento de angustia que me vence. No sé explicarlo en términos racionales. Es posible que mi inconsciente (también mi irreconocible miembro sexual) perciba mi adúltera relación con Teresa como una profanación atávica y actúe en contra de mis impulsos inmediatos, retardándolos y filtrándolos en una red de inextricables mecanismos sociales y culturales. Seguramente me convendría que Silvia me pescara con las manos en la masa; esto aceleraría la separación y me obligaría a ser enteramente libre y feliz junto a Teresa. Sin embargo, algo me impide decidir, actuar en alguna dirección en concreto. Mi situación se parece cada día más a la novela que no escribo: es un sinfín de posibilidades que no se deciden a tomar cuerpo, que me paralizan y me retienen, que me anonadan y desesperan. Es como si este apartamento fuera el único recoveco del mundo en el que me siento tranquilo junto a Teresa. Estar con ella más allá del umbral de la puerta me produce ya un desasosiego irresistible.

Creo que se está hartando de mis miedos y de esta absurda clandestinidad entre paredes a la que la someto. Una y otra vez, insiste en que salgamos al campo, en que nos marchemos de fin de semana a algún lugar lejano de la ciudad, pero a mí eso me da terror porque sé que entonces Silvia nos descubriría. ¿Qué excusa podría resultar creíble para ausentarme un fin de semana? Sería muy raro que yo, que casi no tengo amigos, de repente decidiera pasar un fin de semana con Llorens en Salamanca, para recitar poesías juntos y para darnos el abrazo fraternal que consolidara nuestra amistad… Tal vez podría inventarme una tesis doctoral en Huelva a la que he de asistir como miembro de un quimérico tribunal. Pero Silvia es muy lista y yo no sé mentir: llamaría al hotel de Huelva y le sacaría al recepcionista (con pelos y señales) si el señor López está solo o con una mujer; o, quién sabe si, incluso, contrataría a un detective privado que viajaría con nosotros en el avión y nos tomaría fotos —desde todos los ángulos posibles— paseando de la manita como idiotas por las calles de Huelva.

Hoy, cuando la angustia y la desesperación causadas por mi impotencia parecían llegar al límite de lo humanamente resistible, me ha reconfortado una frase de Cioran: «Puedo comprender y justificar todas las anomalías, tanto en el amor como en todo; pero que haya impotentes entre los imbéciles, eso es algo que no me cabe en la cabeza». Claro, la impotencia implica un proceso intelectual ajeno al imbécil. Toda impotencia es el resultado de una comida de coco, de un giro excesivo de la cabeza sobre sí misma, hasta que uno ya no sabe ni quién es ni dónde vive, hasta que ese uno cuestiona su propia naturaleza y mira a los animales y se da cuenta de que éstos nunca pueden padecer este tipo de problema, porque no hay nada que se cruce en sus impulsos puramente instintivos, porque no hay nada que les distraiga de su finalidad corpórea y testicular. Por eso hay pocos imbéciles impotentes, porque los imbéciles no se meten en esos circuitos cerrados del cacumen, porque su imbecilidad les tiene atareados y no les deja tiempo para pensar en nada que rice un poco el ya de por sí rizado rizo de la realidad (yo sí que estoy rizado, me hicieron la permanente y me quemaron el pelo para siempre…). Sin embargo, cabe la posibilidad de que yo mismo sea uno de esos pocos casos de imbéciles impotentes y, sin darme cuenta, a mi preocupante condición psicosomática le acompañe un invisible proceso hacia la imbecilidad. Calderón y Descartes debieron de pensar algo parecido cuando relacionaron su mundo interior con su propia existencia. No me cabe ninguna duda de que Calderón y Descartes eran impotentes. ¿Acaso estaré yo próximo a algún entreverado cogito parecido al del francés? ¿Podré merecer pronto esa caprichosa articulación de signos que me permita alcanzar mi anhelada consagración? Para entonces, mi impotencia ya no tendrá remedio…

Circunscrita a este apartamento de mi abuela, la relación (en la medida en que podemos llamar así a esta impotencia mía) con Teresa se ha convertido en el reverso de la que mantengo con Silvia. Si con la estudiante acompaño estas inquietantes jornadas de reflexión asexuada con interminables monólogos autoacusatorios, al lado de mi mujer oficial me convierto en un sonámbulo que se acuesta sin mediar casi palabra (afortunadamente para mí y para mi impotencia, las proposiciones sexuales de Silvia parecen haber desaparecido por completo). Cuando cada noche nos metemos en la cama y nos quedamos en silencio, con la luz apagada, pienso en que Teresa nos está imaginando y viendo. Entonces me siento el actor ridículo de una farsa inacabable.

Otra «introspección fructífera». De nuevo cierro los ojos y me esfuerzo por imaginarme a Gilabert. Al poco tiempo lo intuyo jugando a esconderse entre las frescas galerías de la biblioteca del Clementinum. Bruscamente, tendido en el suelo de un pasadizo húmedo y musgoso, me lo encuentro hojeando un gran atlas. Cuando me reconoce, me abraza con exagerada efusión, y luego me muestra dónde estamos en un mapa minucioso de Europa que reproduce cada uno de los matices de Praga y de la biblioteca del Clementinum. Con algo de vértigo, puedo distinguir en el mapa el ventanuco de la segunda galería hexagonal en la que nos hallamos. Veo la representación de mis manos, en nada menos precisas que las mías. Entre grandes reverencias, Gilabert me indica que le siga para mostrarme «Nuestro Escritorio». Pasamos por un patio en el que abundan cisternas llenas de arena y cruzamos un extenso corredor en el que se amontonan manuscritos antiguos. Gilabert me precede andando despacio. Algunas veces se da la vuelta y me sonríe en silencio. Nos introducimos en un pasadizo y nos cansamos subiendo unas interminables escaleras de caracol que conducen a una gran sala blanca y amarilla. Es una habitación con menos libros, ventanas y puertas que las anteriores. Iluminado por una excesiva luz cenital, distingo en el centro de la sala un inmenso escritorio de piedra. Llegamos a él y nos sentamos en unas pesadas sillas que movemos con dificultad. Gilabert abre el libro que reposa sobre la mesa. Cuando trato de leerlo, las letras se desplazan a un lado y a otro en una mareante y caprichosa oscilación. Hago un esfuerzo por retener alguna palabra, pero los signos se juntan y se funden entre sí tan pronto los miro. Agresivamente, una gran «Y» se acerca hasta mi nariz, para luego alejarse hacia las líneas más altas. Una «0» se coloca detrás de la «Y», y luego viene también para agigantarse ante mis ojos. Gilabert la increpa y la aleja escupiéndole en el centro mismo de su aro. Se trata de una Biblia Original, me dice en un solemne susurro, acercándose a mi oreja. Luego me anima a combinar letras con él, a desordenarlas, a adivinar viejas metáforas con otras voces. Pero siempre se corrigen y se recomponen invariablemente hacia un mismo Nombre: YAVÉ. Escuchamos una voz ronca que viene de Arriba: la colaboración del azar es Aquí calculable en cero. Miro un momento los ojos de Gilabert y él me da la mano y me hace saltar sobre el Texto. Comenzamos a caminar en sentido inverso, desde las letras del Libro de Daniel, cuya tipografía reproduce ahora un no sé qué del perfil de nuestras caras. Sin detenernos, proseguimos durante tres fatigosas lunas y, al llegar a los sombríos campos del Pentateuco, encontramos, junto a una fuente, a una ramera preciosa. Con inconcebible indecencia, Gilabert comienza a desnudarse. Me dice que si fornica delante de mí no sentiré celos. Yo le respondo que lo que dice es absurdo, pero él me inquieta con una sonrisa no exenta de ironía. Vuelvo a mirar a la ramera, que tiene ahora la cara de Teresa. Gilabert insiste en que no sentiré celos, pero yo me abalanzo furiosamente contra él para partirle la cara. En el forcejeo violento junto a la piel desnuda de la ramera Teresa, nos precipitamos sobre unas letras y rompemos una tilde. Escuchamos entonces unos rugidos graves y ensordecedores, tras los cuales todos los signos comienzan a girar a gran velocidad. Contra un cielo rojizo, vemos derrumbarse un gran templo y una esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor, ascendiendo lentamente a las alturas (es el Aleph). Un ángel negro viene a reprendernos por lo de la tilde y, con expresión infantil, Gilabert le dice que fue la ramera Teresa la que comenzó todo. Cuando nos giramos, ella se ha convertido en una serpiente y el ángel en una manzana. Esto me recuerda algo, dice Gilabert frunciendo el ceño. Proseguimos. Vemos el tiempo en el Texto, desde la primera palabra del Creador hasta la última trompeta; vemos los odios y los engranajes del amor, las muchedumbres desamparadas de Babilonia, las palabras incomprensibles de la torre de Babel, el oro, los camellos, los fieles llorando en El Cairo, las innumerables estrellas que comporta el camino entre Amr y Damasco, las silenciosas caravanas siguiendo en ese camino a un Moisés ebrio e irresponsable. Vemos mi infancia y mi adolescencia, las cartas de amor que escribí a Silvia, los textos obscenos que se quedaron en el cajón del viejo escritorio y que ella no leyó, las humedades de Teresa y la lengua alargada de la serpiente. Me asusto y abro los ojos. Ya no está Gilabert, ni Teresa, ni el ángel negro, ni la biblioteca del Clementinum. Tampoco estoy yo…