Es la una de la madrugada. Hace tan sólo unos minutos he acompañado con un taxi a Teresa hasta su casa y me han entrado ganas de venir aquí a escribir todos los detalles de nuestra primera noche juntos. Ha sido mágica como un sueño.

Se ha presentado puntual, con un vestido muy ajustado que terminaba en una minifalda y en unas medias negras que no he podido dejar de mirar o intuir a lo largo y ancho de toda la velada. Me he fijado en que no llevaba sujetador y en que los senos y los pezones se evidenciaban a través del tejido. ¿Se habrá vestido de esta forma tan provocadora para mí? Sólo tiene veintitrés años. Es una monada. ¡Ah!, y no tiene novio ni nada que se le parezca (además, me ha parecido intuir con alegría que detesta a Llorens).

La he recibido con un disco de Bill Evans y Toni Bennett que ha reconocido al momento.

—Mi padre es cirujano, pero su pasión es el jazz. Toca el piano muy bien y tiene más de dos mil discos. Te encantaría conocerle.

Nos hemos sentado y con mucha naturalidad le he preguntado si le importaba que liara un canuto.

—Con tal de que me lo pases —me ha respondido con una sonrisa cómplice—. Yo fumo siempre… mi padre también.

Su padre debe de tener aproximadamente mi edad, lo que hace que la vea todavía más joven.

—La otra pasión de mi padre es la literatura, sobre todo la poesía. Es por su influencia por lo que yo estudié literatura y me he metido en esto de la tesis.

—Es un poco raro que te guste Borges, ya sabes que él opinaba que nunca conseguía interesar a las mujeres.

—Eso no es verdad —ha contestado ella—, Borges siempre estaba rodeado de mujeres.

—Sin embargo, no hay muchas mujeres que se interesen por su obra. Yo no he conocido a ninguna y, si te fijas en las bibliografías, hay pocas que hayan escrito sobre él.

—Porque es muy abstracto y porque las mujeres tendemos más a lo inmediato, a lo intuitivo. Sí, es un poco frío, pero a mí me gusta esa frialdad, me divierte la imaginación que desprende al jugar con el tiempo y con la literatura. En tu libro lo explicas muy bien cuando dices que su gran metáfora es la propia idea del lector.

He aprovechado ese momento para levantarme y darle mi libro firmado. Ha sonreído al leer la dedicatoria. Luego le he preguntado qué quería beber y ella me ha dicho que se dejaba recomendar. Le he sugerido un dry martini de Bombay, que ha aceptado de inmediato, ayudándome incluso a prepararlo en la cocina.

—Mi padre siempre dice que el dry martini tiene dos secretos, el primero consiste en servirlo muy frío, y el segundo, en no pasarse con el vermouth, sólo tiene que tener una gota de vermouth.

Con las copas en la mano, hemos vuelto al salón y he cambiado el disco de Bill Evans por uno de Chet Baker.

—¿A ti te gusta Chet Baker más como cantante o como trompetista? —me ha preguntado después de brindar.

—No sé, porque creo que toca la trompeta igual que canta.

—Pues a mi padre…

La referencia constante a su padre me ha parecido algo reiterativa, como si entre nosotros se estuviera interponiendo un hombre inseparable de ella. He preferido cambiar de tema.

—Sabes, estoy comenzando a escribir una novela.

—Ah, sí, no me digas. ¿Y de qué va?

—Bueno, es un poco difícil de explicar; trata de un viejo editor que quiere escribir una novela sobre un tipo parecido a mí.

Se ha entusiasmado tanto con mi proyecto que no me ha costado nada convencerla (sólo habíamos quedado en charlar un rato) para que cenáramos juntos. Como yo había reservado una mesa en Carballeira (entre otras cosas por aquello de que el marisco es afrodisíaco), hemos cogido un taxi que nos ha llevado hasta el puerto. Durante la cena, en algunos momentos, he sufrido imaginándome la aparición de alguien conocido. Creo que la próxima vez (seguro que habrá una próxima vez) será mejor cenar en el apartamento una Pizza World que nos traiga uno de esos jóvenes y temerarios motoristas. No he querido forzar en esta primera noche una posible relación sexual, por lo que la he acompañado a su casa en lugar de volver aquí. Al despedirnos me ha dicho que se lo ha pasado muy bien conmigo y luego nos hemos besado prudentemente en la mejilla. He quedado con ella para el viernes. Ante Silvia me tendré que inventar una cena con algún profesor del departamento. Espero que al decírselo no me note extraño.

Ha sido una noche infinitamente superior a como la había imaginado. No voy a poder dejar de pensar en Teresa ni un solo momento. Tal vez el viernes pueda atreverme a poseerla, tal vez lo consiga. Sólo de pensarlo me tiemblan las piernas…

—¿Puedo hablar con Teresa?

—Sí, soy yo.

—Hola, soy Luis.

—Es increíble, por teléfono tienes exactamente la misma voz que tenía Antonio…

—Sí, todo el mundo lo dice, heredamos las mismas cuerdas vocales… Oye, ¿qué tal?, ¿qué haces?

—Pues nada, estaba organizando un poco las citas en el ordenador.

—¿De tu tesis?

—Sí… ¿y tú?

—Acabo de cerrar una hipoteca al 9,8 por ciento TAE con un cliente después de negociar más de una hora en mi despacho.

—¿Ah sí? ¿Qué tipo de cliente?

—Es una empresa de cosmética… ¿Necesitas algo de cosmética?

—No, yo soy una chica «mu naturá»…

—Oye, lo pasé muy bien el otro día hablando contigo.

—Yo también, me sentí muy cómoda… y al final nos reímos mucho… y cenamos muy bien.

—Te iba a proponer que nos viéramos.

—¿Cuándo?

—Hoy, para cenar.

—¿Tú crees?

—¿Por qué no? A mí me encantaría…

—A mí también, pero no sé, es un poco fuerte.

—¿Por qué?

—Pues porque tú eres el hermano de Antonio y Antonio murió hace menos de un año y, no sé… Es un poco fuerte… ¿no?

—No veo por qué… Es sólo para seguir hablando… como amigos… Tengo dos entradas para ver una obra de Pirandello, y luego podríamos ir a cenar al chino del Maremagnum.

Acabo de fumarme tres canutos seguidos y me resulta difícil pulsar las teclas del ordenador. Me siento poeta y quiero escribir como los poetas. Ayer pasó todo lo que tenía que pasar y fui plenamente feliz con Teresa. Es difícil explicar con palabras los pasos fáciles hacia su desnudez, y la dicha que sentí cuando la realidad no era otra cosa que una magia imperecedera en nuestra piel. Parecía que todas las cosas regresaban a nosotros y que la vida se justificaba en cada una de nuestras prolongadas miradas en la oscuridad. Fumamos la fruta del cannabis hasta que la voz del Gran Parodiador nos pareció una entrega de símbolos que nosotros tendríamos que cantar a las generaciones. Lo escuchamos en silencio, de memoria, porque sus palabras aprendidas nos revelaban el misterio del Aleph, y Beatriz Viterbo era una diosa de luz que se interpolaba entre nosotros intensificando cada sensación. Imaginamos a Dante y a Virgilio, los imaginamos tomando el sol indolentes y aburguesados en el canto IV del Infierno. Sus caras enrojecidas se habían desfigurado y las pupilas de sus ojos resplandecían en una iridiscencia de intolerable fulgor. Entonces nos entregamos al prodigio más grande que los años me han deparado: vimos al hombre que camina dormido recitando los arcanos que la pluma del Espíritu Santo apenas indica, vimos todas las estrellas que abarcan los dos hemisferios, vimos el inescrutable Juicio Final que los bienaventurados ignoran, y al monstruoso Minos haciendo de acomodador junto a Caronte y su fúnebre chalupa; vimos los nueve círculos concéntricos. Allí estaba Lucifer (el gusano que horada el mundo) en el vértice de un cono transparente e inmenso que creímos de agua. Casi desfalleciendo, retozamos por una imaginaria playa. Luego, exhausto y mudo, levanté mi brazo y señalé a lo lejos un gran monte. Ella me sonrió.[29] ¡Qué ignorada arena es ésta del amor! ¡Qué ceremonial de sentimientos graves y cuerpos silenciosos! Cuando los besos no son otra cosa que una pulsión acuosa de la imaginación; cuando somos reconocidos en unos ojos que nos agrandan y enorgullecen. Todo parece fluir entonces en una misma dirección que nos eterniza en el instante. Teresa y yo, tendidos en el suelo, dejamos pasar el tiempo sin ser asaltados por los superfluos ruidos del mundo. Nos pareció que la música que escuchábamos cristalizaba en una materialidad casi tangible; oímos el piano de Bill Evans tocando para nosotros You Must Believe in Spring a unos pocos metros de nuestras caricias desinhibidas. Eddie Gómez hacía llorar su contrabajo mientras que Eliot Zigmund se esforzaba en silenciar aún más los platillos de la batería. Por tres veces intenté rodear el cuello de Bill con mis brazos y por tres veces su sombra escapó de mis manos, pareja a los vientos ligeros y muy semejante a los sueños alados.[30] El amor es inefable porque no está sometido a la torpe sucesión del lenguaje. Ocurre en la misma simultaneidad del éxtasis que Mañana mereceremos. Sólo la poesía puede sugerir esta plenitud sin tacha. Hoy me siento poeta; hoy me siento perdido en esa mirada que comienza en Homero. ¡Qué me importa la progresión de mi muerte si he alcanzado la gloria de ser feliz por un instante![31] ¡Qué me importa no recordar quién prendió el fuego hacia el primer beso si el incendio fue un bosque en llamas y el sol! ¡Qué me importa que hoy vuelva a ser un pobre melancólico o que Gilabert sea un proyecto ridículo, si ayer los labios de Teresa se posaron en la yema de mi sexo y yo alcancé a vislumbrar el vasto valle de la inmortalidad!

Pasan los días en los que Teresa Gálvez y yo nos entregamos incansablemente al amor. Son jornadas en las que no salimos apenas de este apartamento al que yo venía para vivir mi soledad. Silvia debe sospechar que algo me está ocurriendo, porque no sé disimular este encantamiento en el que vivo. Además, cada día vuelvo más tarde a casa. Pasan los días en que no pienso ni siento nada más que lo que me dicta este contacto epidérmico con Teresa, con sus geografías y curvas, con sus cálidas altiplanicies. Soy feliz.

Han transcurrido varias semanas desde que escribí estos últimos desvaríos pseudopoéticos. Durante estos días, he estado viviendo sin pensar; o en todo caso he estado sintiendo más que pensando. He sido otro al someterme a la enajenación que encierra la mirada de Teresa. Ella me acaricia y yo la contemplo en su infinita belleza, y así pasan las horas sin que nos contamine la afiicción de un pensamiento. Es como si el amor anulara esa dirección negativa del mecanismo conceptual, lógico; como si, de repente, pudiera sustituirse una forma de vivir por la otra. Pero hoy he vuelto a reconocerme otra vez en mis pensamientos y ello me ha llevado a escribir estas líneas que arrancan de un momento en el que me siento realmente inspirado. Le he pedido a ella que me dejara solo para trabajar. Cierro los ojos y veo mi relación con Teresa como un viaje que he vivido en un mundo extraordinario. Sé que inclinarse hacia el pensamiento supondrá llegar al fin de este viaje. Tal vez debería intentar no pensar ni escribir para dejarme vivir en el sentimiento. Pero los conceptos se cruzan y se hacen inevitables. Hoy lo veo con la claridad del contraste: pensar me lleva a ser un hombre angustiado y atrapado en infinitos callejones sin salida. Debo luchar contra esa enfermedad de mi cabeza, debo intentar permanecer el resto de mi vida lo más lejos posible de esta rutinaria refiexión que me atrapa. Seguro que me vendría bien olvidarme de la novela, vender mi ordenador y dejar para siempre este proyecto estéril. Así encontraría la felicidad que nunca he hallado en mi vida. De hecho, la disciplina que me he impuesto durante lo que va de año sabático (viniendo aquí todos los días para encontrarme con mi ordenador y con mi soledad), me ha inducido sistemáticamente a pensar. Es como si me hubiera organizado el día para ser esencialmente infeliz. ¿Tendrá esto el componente masoquista que ya descubrió en mí hace años el  psiquiatra que se mató en las costas de Garraf? Vuelvo a cerrar los ojos y a sentir la inutilidad de la vida. Sentir, pensar, hallar, reconocer y olvidar; todo se confunde en el leve murmullo que me llega ahora desde la calle…

Me sueño escritor sin serlo, me sueño creando un eco que me multiplica en certeras resonancias, en personajes a los que logro dar la dignidad de lo creíble. Los detalles más pequeños de mi vida —la voz de Bernardo al otro lado de la pared hablando con sus diversas mujeres, la alegría incomprensible del cartero en su rutina, las progresiones de luz de cada tarde intrascendente— se superponen en una falaz continuidad que yo quiero imaginar con sentido. Pero los objetos y las personas sólo me pertenecen en la medida en que consigo sentirlos como reflejos de mis vivencias, de mis nostalgias, en la medida en que soy capaz de tener fe en este canje de equivalencias entre lo objetivo y lo subjetivo, en la medida en que pienso la profundidad como si fuera una superficie. Me gustaría ser una cinta de Moebius, un gusano de luz sin anverso ni reverso, una sola superficie sin fin…

Ahora, cuando estaba escuchando otra vez ese sonido atenuado por los cristales, he notado la presencia de una mosca que se ha detenido justo encima de la pantalla de mi ordenador. Es casi un moscardón, de esos que tienen un color entre verde y azul oscuro. Parece mirarme mientras escribo. Pienso en su vida y en este instante preciso de su vida. ¿Cómo me verá desde su ojo poliédrico? ¿Me verá multiplicado en cada uno de los hexágonos que lo componen? Entonces nunca sabrá cuál es mi imagen original y cuáles las quiméricas duplicaciones. El Gran Parodiador relacionaba los paralelogramos con el conocimiento, porque éstos nos posibilitan la abstracción de la simetría. Por eso, en «La biblioteca de Babel», todas las galerías son hexagonales.

La mosca sigue aquí parada. ¿Quién sabe para qué deidad superior seré yo una mosca como ésta? Compararme con la mosca me hace un poco mosca. Miro el techo y pienso en la gigantesca suela de zapato de alguien que podría aplastarme como yo podría aplastar ahora mismo a este insecto, a este repugnante bichito que me mira con impertinente inocencia. Pienso en Teresa Gálvez, pienso en el amor y decido concederle el indulto. Si yo me convirtiera milagrosamente en un gran escritor y estas mismas páginas pertenecieran a una obra que me consagrara, la mosca recibiría una pequeña fracción de mi universalidad. Se convertiría en un sujeto paciente, en un animal irracional que se eterniza en la especie; sería como el ruiseñor de Keats que tanto impresionó al Gran Parodiador. No puedo evitar acordarme ahora de su magnífico gato en «El sur». Son palabras que nunca me abandonan en la soledad de mi memoria: «Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante».

Nueva «introspección fructífera». Cierro los ojos y me concentro en Gilabert durante un rato. De repente, me siento corriendo por las arenas de un desierto lluvioso. Él también corre junto a mí, mojado y risueño como los pájaros negros que cubren el flanco violento del oasis próximo a Alzamán. Me dice que hemos estado bebiendo té verde en la tienda de un tuareg, pero yo ya no me acuerdo ni del té verde ni del tuareg, ni del té verde ni del tuareg ni de nada. Con misteriosa expresión alevosa, Gilabert me cuenta que tiene un instinto infalible para guiarse entre los infinitos laberintos del desierto. Me sorprende que no estemos cansados, que no tengamos sed, que sigamos corriendo sin cuestionar la situación. Me asegura que nos dirigimos a buen puerto y que pronto podrá entrever los rasgos esenciales de un poema afortunado. Veo su lengua reseca moviéndose dentro de su boca para recitar ese poema. Cuando consigo entender el título, pienso para mis adentros que se está mofando de mí: ¡Oh López!, quién te ha visto y quién te ve. Comienza el poema y me pierdo en ese estado de dicha que sólo puede dar la amistad. Recita de memoria, sin pensar. No entiendo lo que significan sus versos, pero reconozco una musicalidad que me hace sentir libre y feliz. Ahora canta con ardor un brillante alejandrino que festejamos con una sonrisa cómplice. Seguimos corriendo. Nos cruzamos con una caravana de camellos y un hombre nos ofrece agua en un cántaro que tiene el color de la encía de los leopardos. Sin contemplaciones, lo rechazamos desde nuestra vanidad inquebrantable, con unas palabras del Eclesiastés que dejan al hombre tendido en la arena. En ningún momento hemos aminorado nuestras zancadas. Seguros de comprendernos y hasta de querernos, proseguimos recitando el poema al unísono. No entiendo mi capacidad para recitar el poema con él, pero no me importa no entenderlo. Nuestras palabras rebotan entre las dunas y se pierden agigantadas en un horizonte ondulado. Sin ceder a la vacilación o al desánimo, cantamos entusiasmados el estribillo con el que concluye cada estrofa: ¡Oh López!, de luna cobriza en la frente y perfil aindiado. Con nuestros versos (que ahora ya son sólo nuestros) hemos conseguido desdibujar las curvas de arena y borrar atrás la caravana de camellos, convertida en un gusanito oscuro que desaparece. Seguimos cantando el poema y nos parece que el poema es el desierto y que el desierto es el poema, de forma que ya no sabemos por dónde nos hallamos corriendo, si por el poema o por el desierto. Llegamos a un pozo cegado y nos detenemos un instante para escuchar algunas de nuestras resonancias anteriores. Cosas sin nombre, cosas que se esfuerzan en ser reconocidas en un nombre. Hechos, hechos huecos que anhelan ser llenados de sentimientos, que brotan incansablemente de nuestras voces hasta perderse en cualquier espacio remoto. Abro los ojos. El ordenador se ha animado a dar vida a unas imágenes del desierto que yo no he tecleado en él. ¿Será que el piadoso Gilabert se empeña en corregir mi soledad? ¿Será que escribe por mí unas palabras que yo no soy capaz de escribir? ¿O será que ha sentido celos al ver a Teresa como un barco de vela que viniera hacia mí desde la noche? Sonrío…