La Gaceta Ilustrada, 23 de marzo de 1997

López y yo

Antonio López (seudónimo de Gustavo Horacio Gilabert)

El triunfo de la simetría

Gustavo Horacio Gilabert agrega con López y yo otra brillante novela que participa de un tema que ya comienza a ser enteramente suyo: el de la relación entre literatura y realidad. Si bien es cierto que este mismo tema había sido desarrollado en algunas de sus novelas precedentes, en López y yo ocupa un espacio y un protagonismo mucho mayor. Ya en El poeta Aquiles (1975) encontrábamos a un grupo de escritores llamado Homero, afanados en redactar el canto XXII de la Iliada (aquél tan sobrecogedor que narra el aniquilamiento de Héctor por Aquiles). La versión de Gilamero, el más joven de esos poetas, conseguía imponerse sobre las de los demás, a pesar de que éstos querían substituirla por una en la que era Aquiles quien moría al ser atravesado su carcaj y su pecho por la certera lanza de Héctor. Finalmente, era Aquiles mismo quien aparecía y destrozaba con sus propias manos las páginas de todos esos poetas, abarrotadas de rústicas rimas y torpes desarrollos. También, en La mujer dentro del texto (1977) aparece un argumento metaliterario: un escritor recibe cartas de una bella mujer que ha leído su última novela y cree ser idéntica a la protagonista. El vanidoso escritor lo toma al principio como un intento de la joven para acercarse a él, pero cuando la conoce y habla con ella en profundidad, desfallece y muere de la emoción que le provoca un sinfín de coincidencias. Efectivamente, la bella mujer resulta ser idéntica al personaje de su novela: ambas —persona y personaje— son hijas de un polaco y una iraní, ambas tuvieron un accidente jugando al polo que las dejó algo cojas de la pierna izquierda, ambas comparten el mismo carácter díscolo por las mañanas, cuando aún no se han tomado un café sin azúcar.

En López y yo, el autor parece querer llevar este ludismo metaliterario hasta sus últimas consecuencias. Aquí se nos aparece el mismo Gilabert, convertido en personaje de ficción, encarnando a un viejo editor que intenta por primera vez escribir una novela cuyo protagonista es un profesor de literatura llamado Antonio López Daneri que, a su vez, da vida al editor. En un doble reconocimiento semejante al que se da entre don Quijote y Montesinos (dos caracteres que necesitan una validación de su identidad para existir como caballeros andantes), López y Gilabert se confieren de esta forma realidad vital el uno al otro.

Con López, Gilabert jugará incluso hasta convertirle en el seudónimo con el que ha firmado su obra —es decir, ésta que ahora nos ocupa—, lo que ha acarreado no poca confusión entre sus seguidores, que tardaron en advertir que López (el supuesto autor) era un personaje más de Gilabert. Hasta la prensa necesitó un tiempo de varios meses para darse cuenta de este premeditado equívoco que Gilabert ha sabido justificar inteligentemente con argumentos estéticos y filosóficos. Pero la inquietante anomalía que suele caracterizar los planteamientos de Gustavo Horacio Gilabert, la tensión que los recorre, también —conviene subrayarlo— su notable comicidad, son producto de la habilidosísima articulación ficcional a la que somete un mismo discurso narrativo tan paradójico como verosímil (la anunciada versión de la novela en CD ROM está siendo esperada ya por distintas editoriales internacionales). Y es que para ahondar en este tipo de realidades virtuales, López y yo nos ofrece dos elementos formales que el atento lector no va a pasar por alto: por un lado, Gilabert ha escrito su novela con un lenguaje deliberadamente primario y mediocre —que puede recordar al que aparece al comienzo de El ruido y la furia, de Faulkner, en la voz del subnormal—, como para evidenciar con el mayor realismo posible el hecho de que tanto López como Gilabert, los dos personajes que escriben la novela, son autores bisoños (qué magníficas resultan, por cierto, «las introspecciones fructíferas» del final, cuando Gilabert y López han conseguido romper el espejo que los separaba y se lanzan a vivir aventuras juntos). Por otro lado, la novela está plagada de textos que, desde un punto de vista lógico, nadie podría incluir en ella: notas a pie de página de un supuesto prologuista que comenta la obra de Gilabert basándose en las polémicas que suscitó en el mundo académico, críticas en periódicos que están incluidas en la propia novela (de no haber sido escritas por esta humilde servidora, estas mismas líneas podrían pertenecer al texto de Gilabert). A todo ello se añade la ruptura lógica que el autor introduce al simultanear elementos existencial y cronológicamente incompatibles entre personas y personajes, es decir, entre figuras o categorías que no podrían convivir en un mismo plano de realidad. Como Dante y Cervantes al incorporarse ellos mismos en La divina comedia y en El Quijote, Gilabert parece, con su presencia dentro de esta brillante novela, querer advertirnos de una sorprendente simetría: si los personajes de una ficción pueden ser escritores de esa misma ficción, nosotros, los lectores, podemos ser también ficticios…

Patricia Lacasa