El murmullo elevado de un grupo de trabajadores de mono azul no era lo que más dificultaba hablar. La televisión y la máquina tragaperras parecían competir por alcanzar ese espacio auditivo que eclipsaría a todos los demás. Luis López pidió un café y una copa de anís, se dirigió a la parte del bar en donde estaba el teléfono, introdujo unas monedas y marcó el número que leyó en un papel arrugado.
—¿Puedo hablar con Teresa Gálvez?
—Sí, soy yo.
—Soy Luis López, el hermano de Antonio.
Se produjo una pausa que en medio del bullicio general no llegaba a ser un silencio. Luego, la voz entrecortada y nerviosa de Luis continuó hablando.
—Quería llamarte hace tiempo, pero como no sabía tu teléfono, no…
—Yo también había pensado llamarte —se apresuró a decir Teresa Gálvez, como para evitar explicaciones innecesarias.
—Mira, creo que sería bueno que nos viéramos. Cuando leí la novela de mi hermano pensé que tú podrías contarme algunas cosas sobre sus últimos meses. Me resulta todo tan extraño que…
—Yo le dije a tu cuñada, a Silvia, que contara conmigo para cualquier cosa, pero ella me colgó el teléfono después de decirme…
—Sí, bueno, ya lo sé, porque se sentía muy dolida y porque cree que tú fuiste la verdadera causa de todo; pero yo quiero hablar en plan distendido, quiero que nos contemos las cosas con sinceridad.
—Por mi parte estaré encantada de hacerlo. Dime dónde y cuándo nos vemos y allí acudiré. Si quieres nos vemos ahora mismo.
Quedaron una hora más tarde en las Granjas Balmoral, ese gran salón de la Diagonal en el que unos camareros injubilables continúan sirviendo cafés con leche con croissants a grupos de ancianas que no se mueren nunca. Allí podrían estar tranquilos. Luis pensó que se esforzaría en ser amable y hasta simpático. La haría sentir cómoda desde el principio. ¿Por qué no? Total, pese a lo que podía creer Silvia, ella no tenía ninguna culpa de haberse convertido en la amante de Antonio y, mucho menos —eso sería un disparate nada más pensarlo— de su inesperada muerte.
Luis llegó un cuarto de hora antes, como previniéndose de una posible impuntualidad. Pensó que la proximidad de Teresa Gálvez le había puesto un poco nervioso. Pidió un Habana 7 con Coca Cola, que el más anciano de los camareros le trajo con senil dificultad. Consultó muchas veces su reloj, y a la hora fijada comenzó a observar —a través de las puertas de cristal— a todas las jóvenes que pudieran ser ella. Pero ninguna hacía ademán de dirigirse a la puerta, ninguna respondía a las facciones que había conocido en las fotos de la prensa. Por fin llegó, con más de quince minutos de retraso. Se sentaron después de darse la mano con cierta frialdad. Ella pidió un dry martini y Luis empezó a comentar las banalidades del tráfico y del frío, como evitando entrar en materia demasiado rápido. Teresa no tardó en sonreír, revelando toda la sensualidad de su boca que tan bien había descrito Antonio en su diario. Efectivamente, cuando reía, sus ojos se entornaban hasta casi cerrarse, como gozando de un clímax erótico. Cuando comenzaron a hablar de Antonio, ella se enfrascó en un largo monólogo que dejó a Luis en una situación curiosa, como si fuera una especie de confesor o psiquiatra de ocasión. Contó las cosas desde el principio, desde que se conocieron en la facultad, cuando ella fue a comentarle, por indicación de Llorens, algunas dudas sobre el esquema de su tesis. El hecho de que gran parte de lo que narraba estuviera ya descrito en la novela de su hermano, convertía el turno de Teresa en una segunda versión que eventualmente difería de la primera. Ella misma sé refería con frecuencia al otro texto: «Ese día, como se explica en la novela, bueno, en la novela o en lo que sea, fue la primera vez que hicimos el amor». Lo contaba con una desenvoltura rayana en el orgullo, como sintiéndose bien en ese doble espacio entre lúdico y culpable. Un segundo dry martini acentuó su vehemente espontaneidad: de repente, parecía haber olvidado que estaba hablando con el hermano de Antonio; era como si detrás de sus palabras se ocultara la satisfacción de que los hechos hubieran ocurrido así.
—Antonio era un eterno indeciso, un verdadero campeón de la duda; yo le decía, pero hombre, si tan mal te va con tu mujer, por qué no te separas de ella y vivimos juntos, pero él se perdía entonces en angustias que le atormentaban y le bloqueaban. Los últimos meses se convirtió en un hombre muy temeroso de salir a la calle conmigo, en un hombre incapaz de decidir algo que afectara realmente su vida. Algunas veces se sentía eufórico con su novela y conmigo, pero minutos después se perdía en un pesimismo y en unos miedos atroces; y necesitaba mucho cariño, se ponía como un niño desprotegido y lloraba desconsoladamente. Además, te hacía entrar en su juego paranoico; tenía miedo de encontrarse con alguien conocido en los restaurantes y en los lugares públicos, y eso nos obligaba a encerrarnos todo el día en el apartamento de su abuela, donde creía que Silvia nunca iría. Esto también me parecía raro porque, al tratarse de su mujer, siempre sería más fácil que apareciera allí que en un restaurante. Tu hermano estaba obsesionado por escribir una novela que casi no había ni comenzado, se le iba la fuerza por la boca; quería hacer una especie de parodia de los cuentos de Borges, construir un personaje que reprodujera los de sus relatos, que participara de sus procedimientos literarios. Me hablaba sin parar de posibles alternativas, de posibles finales; hacía esquemas en los que el círculo era el principal símbolo referencial: los dibujaba concéntricos y los llenaba con los nombres que les daba a los distintos planos de realidad; yo me perdía en esos laberintos y él se esforzaba en explicármelo todo con una energía apabullante que me obligaba a escucharle con toda mi atención. Entonces le decía: pero por qué no escribes todo eso en tu novela, por qué no te sientas ahora mismo y desarrollas todo lo que me cuentas; pero él me respondía que todavía no había llegado «el gran momento en el que lo veré todo clarísimo». Luego me aseguraba que estaba avanzando mucho con nuestros encuentros, que escribía cada día y que las ideas no se perdían con nuestras palabras. Pero yo me desesperaba porque, por una parte, Antonio me atraía, me parecía un hombre con imaginación, un hombre inteligente y guapo, pero por otra me sentía como atrapada en su delirio circular, en esa locura que cada día iba a más. Llegaba a pedirme entre sollozos que me quedara con él todo el día, allí, encerrados, sin salir, y era entonces cuando le daban las fobias y se ponía fatal. Era como si tuviera dos mujeres que hacían relevos para estar con él encerradas; porque cuando salía por la noche del apartamento y yo me despedía de él, cogía el metro y se iba a su casa con su mujer. Y yo me pregunto ahora hasta qué punto eso también le estaba enfermando, dividiendo en una esquizofrenia de sentimientos divergentes hacia las dos. Él decía que era a mí a quien realmente quería, pero yo veía que en el fondo también dependía de ella, que le tenía un respeto extraño, como si fuera su madre protectora, no sé, todo era muy raro.
Los efectos del segundo dry martini eran ahora evidentes en su manera de hablar y de mover las manos. Esa progresión de sinceridad era también una forma de desnudarse ante Luis, una forma de hablar con alguien que sustituía a Antonio, una forma de despojarse de posibles culpabilidades, de enfatizar sus intenciones inocentes a la hora de presentar el diario al premio; una forma de contarle a alguien que lo conocía bien —o que creía haberlo conocido bien—, todo lo que había estado guardándose durante muchos días hasta convertirse en un personaje públicamente maquiavélico. Quería vomitar los argumentos que la podrían redimir de su presunta condición de inductora de la muerte de Antonio. Quería librarse de la responsabilidad de algo que no podía asumir de ningún modo. Pero en su inconsciente albergaba unos temores de los que no podía escapar. Tal vez fueran éstos el reflejo de los de Antonio, tal vez tendría que penar ahora y el resto de sus días por una acción (la de presentar su diario al premio) que no había tenido otra finalidad que la de ayudarle a salir de su bloqueo psicológico. Luis comenzaba a mirarla con una complicidad en la que no estaba ausente la ternura.
—Teresa, te entiendo… Supongo que además lo habrás pasado fatal por haber sido presentada como la mala de la película.
—Sí, eso es lo que pensé cuando Silvia me envió a la porra y me colgó el teléfono. Yo sólo quería compartir mis penas con vosotros, con la familia; contaros mi desconcierto por todo lo ocurrido. Necesitaba hacerlo desesperadamente, necesitaba sacarme esta espina que me ahogaba. Yo era cómplice de su adulterio, de su desgracia… Entiendo que eso fuera un motivo más que suficiente para no querer hablar conmigo; pero… caramba, había pasado algo mucho más grave… Yo también quería a tu hermano, estaba enamorada de él; sólo quería ayudarle, te lo juro…
Su respiración se hizo entrecortada y acercó la servilleta a los ojos y a la nariz. Luis se sentía confuso al ver cómo, a la versión que se había formado a través de la novela, de Silvia y de la prensa, a la versión que había caracterizado a Teresa Gálvez con un tinte misterioso y manipulador, se estaba superponiendo otra que la convertía en una mujer mucho más próxima y entrañable. Ella seguía hablando sin parar, y esto reafirmaba a Luis en el papel de confesor, de psiquiatra o incluso de juez. Escuchaba pacientemente el monólogo con una mezcla de severidad y comprensión, y pensaba que ese monólogo parecía contestar al escrito por su hermano. Por un momento se vio comprometido en esa duplicación y pensó que lo que ella estaba diciendo podría haber sido incluido también en la novela, para crear una voz desde la que se contaran las mismas cosas de otra forma, desde otra perspectiva. Se sintió fugazmente llamado a escribir esa novela en la que él sería un cuarto personaje, junto a Antonio, Gilabert y Teresa. Era como si, de repente, ella le estuviera iniciando en el juego, como si le estuviera animando a escribir un texto que hilvanase definitivamente los hechos.
—Luego llegó un periodista y me puso un micrófono ante el que yo sentí que tenía la posibilidad de desahogarme, y empecé a largarlo todo porque pensé que era una forma de exculparme, de aclarar mis intenciones… Sí, lo he pasado muy mal. He tenido que ir a un psiquiatra porque me he contagiado de los miedos de Antonio; yo también siento ahora las mismas angustias que él sentía. Estoy en un estado de ansiedad permanente y no puedo pensar en otra cosa que en lo que ha pasado, y en las implicaciones que yo tengo en todo ello. A veces me siento culpable y entonces bebo y me pongo peor. He sufrido mucho… Ser amante clandestino de alguien es algo que no desearía ni para mi peor enemigo; nunca puedes llamar cuando te apetece o cuando lo necesitas, todo tiene un aire de culpabilidad que lo hace insoportable; tampoco podíamos irnos los fines de semana porque él los dedicaba a Silvia; siempre me hablaba de ella…
—¿Qué imagen te daba de Silvia? —preguntó Luis, dando una calada al cigarrillo y echando luego un trago de su Habana 7 con Coca Cola.
—Me decía lo mismo que escribe en la novela; me hablaba muy mal, aunque yo creo, insisto, que en el fondo la quería; a veces sentía miedo casi físico de estar conmigo, un doble sentimiento de atracción y desprotección. Otras se bloqueaba en lo que llamaba «la situación» y yo tenía que hacerle masajes en las sienes, con colonia, para que se le pasara. La música le relajaba mucho: un día le regalé un disco de Meredith d’Ambrosio en el que hay una canción titulada How is your wife, cuya letra describe una relación desde la perspectiva de la amante, desde la perspectiva de una mujer que se ve visitada un día a la semana por un hombre que siempre le habla de su mujer, de sus hijas, de sus flores, y yo le dije que esa mujer era como yo y entonces él me pidió por favor que no le exigiera nada en este momento de su vida, que todo le pasaría pronto y que entonces podríamos tomar decisiones. Pero cada día estaba peor y lo único que conseguíamos en el apartamento era que se angustiara por no poder escribir, por no poder hacer nada; con frecuencia decía que se sentía inspirado y me pedía que me fuera a dar una vuelta para poder trabajar, pero luego se deprimía mucho más porque sólo escribía su diario y no la novela, y entonces fue cuando yo comencé a tener esa extraña curiosidad por enterarme de lo que escribía, por saber si podían tener sentido o no sus reflexiones sobre la novela; entonces fue cuando cometí el error de llevarme el disco del ordenador y…
Guardó silencio durante unos segundos; bebió el último sorbo que le quedaba en la copita de cristal y buscó en los ojos de su interlocutor el mínimo relevo que le permitiera proseguir.
—¿Y por qué crees que no quería mostrarte lo que escribía?
—Por pudor, por temor a que yo le juzgase como escritor por algo que él no había hecho nada más que para ordenar sus ideas; también, por otra parte, supongo, aunque eso no lo supe hasta leer el diario, está el hecho de que yo sea el objeto de más de un tercio de su novela, bueno, otra vez… novela o lo que sea… Es lógico que no quisiera dejarme leer lo que escribía sobre mí.
Sus ojos se habían humedecido y su voz se vio repentinamente afectada por una confusa emotividad. Sacó un pañuelo del bolso y se lo llevó a los ojos.
—Pero tranquila, mujer, que tú no tienes ninguna culpa, no seas tonta. Estaba escrito que tenía que pasar así y así pasó —dijo Luis, echando mano a una frase tópica. Ella siguió hablando.
—Fue una gamberrada de niña, como cuando de pequeña tiraba bolsas de agua a la calle desde el ático del balcón de la casa de mis padres… Pero no sé, en cualquier caso, a mí me pareció que lo que leí tenía una cierta gracia, tenía una cierta autenticidad que podría ser valorada en un premio; aunque lo presenté sin pensar que ganaría…; y no se lo dije a él porque, bueno, creí que si realmente ganaba, entonces se pondría muy contento… y lo malo es que ganó y…