El tiempo que está transcurriendo ha comenzado a desdibujar su cara. Recuerdo la sensación que me produce su sonrisa, pero ya no soy capaz de retener el color preciso de sus labios, el tono oscuro de sus ojos cuando se achinan hacia la periferia de su cara, el momento hipnótico en el que su sonrisa parece preludiar el orgasmo. Vanidad del amor, narcisismo, cómo me gustaría que Teresa me admirara y se enamorara del talento que yo intuyo en mí. Creo que no podré evitar hablarle de la novela, aunque nunca le permitiré leer estas notas que escribo. Le puedo decir: «Estoy planeando una novela sobre un escritor que crea a otro escritor; los dos se escriben creando una articulación de discursos simultáneos». Y entonces ella me mirará perpleja y me dirá: «Bueno, pero ¿de qué trata tu novela?».

No puedo pensar en otra cosa que en Teresa Gálvez. Cuando la vuelva a ver me pondré una camisa oscura, la negra que me compré en El Corte Inglés estaría bien, porque los tonos oscuros me favorecen, me agitanan y me confieren una sensualidad indiscutible de latín lover. Pienso en el primer beso con Teresa Gálvez y siento un adormecimiento, una inquietud dulzona en la sangre que me incapacita para todo lo que no sea imaginar futuras escenas de amor con ella. ¡Oh, el amor, el amor, el amor!

He pensado en enviarle una cinta con una selección de la música que a mí me gusta. Grabaré los momentos clave de La consagración de la primavera de Stravinski, como aquel en que, después de una pausa, empieza chan, chan, chan en plan bestia. Aunque tiene pinta de gustarle algo más actual, tipo Tom Waits. Le podría grabar alguna canción de la banda sonora de la película Corazonada de Coppola. Pienso que el Kind of Blue de Miles Davis podría también funcionar. ¿Y sorprenderla con algún compositor de música contemporánea? ¿Algún chalado como José Santos? Por cierto, me han dicho que Santos, últimamente, tiene que pagar un extra por alquilar los pianos en los conciertos, porque se sube en ellos y pisa las teclas y salta y defeca en el arpa interior (defecar en público debe requerir un alto grado de concentración y desinhibición). Tal vez conseguiría enternecer a Teresa Gálvez con el Frank Sinatra de la primera época, con ese mundo de inocente felicidad que supo crear junto a Tommy Dorsey. Realmente, si Teresa Gálvez tuviera algo de sensibilidad musical tendría que arrodillarse ante discos como You must believe in Spring de Bill Evans, Mi ego lo perdí en Bahía de Karl Kanekoski o ante cualquier obra de Debussy o Satie. Seguro que tiene algo de sensibilidad musical. ¡Ah!, y luego tengo que pensar en una buena dedicatoria para cuando le regale mi libro sobre Borges. En una que sea sugerente, inteligente y original. ¿Qué tal, por ejemplo: «Para Teresa, para quien secretamente he urdido esta conjunción de símbolos»? Asquerosa, asquerosa, asquerosamente pedante y pretenciosa. No, tal vez: «A Teresa, que con sus ojos…». No, ya está el tópico de los ojos. «A Teresa, la de la sonrisa oriental en el eje.» Ésta no está mal porque resulta rarísima. Aunque ya puestos, una todavía más telegráfica: «A Teresa, eje, sonrisa, Pekín». No, tendré que idear una que lleve algo de coña pero que transmita sin demasiado cinismo el amor.

Ha pasado una semana sin que Teresa Gálvez me haya llamado ni haya venido a verme. La posibilidad de que lo haga decrece en proporción al tiempo que transcurre. Voy a mi despacho todas las mañanas y permanezco allí durante horas de inactividad total. La inactividad total en un despacho de funcionario me precipita vertiginosamente hacia el aburrimiento y la angustia existencial. He pensado en llevar allí mi ordenador, pero he desechado esa posibilidad porque no podría escribir con la excitación permanente que me supondría que cualquier ruido de pasos al otro lado de la puerta pudiera ser ella. Seguiré yendo allí por las mañanas y luego vendré aquí para transcribir la crónica de estos anhelos inevitables a los que me somete su ausencia. Es posible que Teresa no sienta absolutamente nada por mí, y que en nuestro breve y ya lejano encuentro en mi despacho, ni siquiera se fijara en alguno de mis evidentes encantos personales. Claro que tal vez no puedo pretender que se enamore de mí tan rápidamente como yo me he enamorado de ella. Lo raro es que esto no me haya ocurrido con nadie desde que estoy casado. Acaso el amor sea un sentimiento que se atrofia con el desuso. Ahora entiendo a los poetas románticos como nunca. Tienen ese fondo de fatalismo que yo voy a sentir muy pronto si no viene a verme mañana mismo Teresa Gálvez. En el despacho suena el teléfono con mucha frecuencia, pero nunca es ella. Eso me obliga a responder y a hablar con personas que detesto. Una de ellas ha sido esta mañana el pesado de Llorens. Me ha recordado que fue él quien me la envió para hablar conmigo de su tesis y me ha preguntado mi opinión sobre ella. Me hablaba como si Teresa le perteneciese, como si me la hubiera prestado sólo para un par de horas: «Bueno, en realidad lo suyo es más mi tema porque yo hago literatura comparada y ella quiere plantear un discurso…». ¡Qué imbécil! No tiene ni idea de Borges ni de Pessoa y pretende enseñarle algo a una chica tan inteligente como ella. Tal vez ese idiota esté tramando un plan secreto para seducirla. Por un momento no puedo evitar la imagen repugnante del gordo Llorens fornicando con Teresa como un cerdo babeante. Cioran sufrió tal desengaño amoroso a los quince años, que se limitó a tratar exclusivamente con prostitutas el resto de su vida. Parece ser que una jovencita monísima había estado paseando con él una tarde de otoño, cuando los árboles de Bucarest tenían el color del barro. Entonces se dieron la mano y él sintió el calor del amor. Se estuvieron mirando hasta que se hizo de noche, cerca de la puerta del colegio en el que ella estaba interna. Al día siguiente, entre los matorrales de un parque, la vio besando a un gordo asqueroso y fofo (sin duda parecido a Llorens) al que todos llamaban «el Piojo».

He pensado en llamar a Teresa por teléfono. Conseguiré su número en la secretaría de la facultad y la llamaré mañana mismo.

Acabo de hablar con Teresa hace menos de diez minutos. Primero ha cogido el teléfono su madre, con la que me he mostrado muy cortés y educado (las madres son siempre unas aliadas fundamentales en el amor). Luego se ha puesto ella. Su voz en el teléfono me ha parecido extraña.

—Hola, ¿qué tal?, ¿cómo está?

—No, Teresa, por favor, no me trates de usted… Te llamo porque he encontrado un artículo que podría interesarte para tu tesis. Un artículo de Harold Bloom sobre la idea de la máscara.

—¿Ah sí?, qué bien, me lo puede… bueno, me lo puedes dejar en la secretaría del departamento; dáselo a Mercedes, ella me conoce.

—Bueno, yo preferiría entregártelo personalmente, así te lo comentaría y podríamos hablar un poco de…

—Me parece muy bien, ¿dónde quedamos?

La he citado aquí en el apartamento mañana a las seis. Ha estado muy simpática y no ha parecido sorprendida por el hecho de que la llamara a su casa. Ni siquiera por haberla citado aquí. Es increíble, sólo estoy a menos de veinticuatro horas de una cita segura con Teresa Gálvez en mi apartamento. Por un momento temo que el cannabis que me veré obligado a fumar para desinhibirme sea excesivo y que haga que me lance precipitadamente a sus brazos para besarla. Tendré que contenerme porque todo se puede estropear con una caricia torpe o una insinuación a destiempo. Ella podría llegar a denunciarme como un caso claro de acoso sexual; e incluso me podrían quitar la plaza de funcionario que tan penosamente conquisté. Tal vez podría optar por no fumar canutos antes de verla, pero entonces me sentiré rígido y mi fino sentido del humor se verá mermado en los brillos esenciales que lo caracterizan. El sentido del humor es un arma fundamental en el amor. Conseguir la risa y la ironía —ese distanciamiento que nos hace a un mismo tiempo actores y espectadores— supone ya verse inmerso en el fluido resbaladizo de la seducción. Como el sexo, el humor es algo que mejora con la improvisación. Es una complicidad vedada a cualquier premeditación, porque ha de ser espontáneo, natural, como los solos de trompeta en la música de jazz. Es imposible buscarlo porque entonces no viene (nada tiene menos gracia que los alevosos chistes de Llorens). El humor de Jardiel Poncela, por ejemplo, me parece demasiado obvio, suena a astracanada y a chiste (aunque muchos me odiarían sólo por pensar esto), sobre todo si se compara con el del Gran Parodiador. El final de «Tres versiones de Judas» me hace desternillar de risa cada vez que lo leo: Runember errando por las calles de Malmö rogando a voces que le sea deparada la gracia de compartir con el Redentor el Infierno. Tal vez le diga a Teresa Gálvez que llevo varios días errando y gritando su nombre por las calles de Malmö. Las personas sin sentido del humor constituyen una subespecie humana con la que nos vemos obligados a tratar. Pero todavía son mucho más insufribles los «graciosos» (en esto, el pobre Llorens es medalla de oro desde hace muchas olimpíadas) que nos abruman con la pose permanente de su supuesta ironía o de sus chistes (en general, odio los chistes; constituyen un camino idóneo para despojar al humor de toda inteligencia).

A Teresa Gálvez le hablaré de mi proyecto de novela y de Gilabert, pero, tengo que tenerlo claro una vez más, nunca le dejaré leer estas páginas que escribo, ya que son una reflexión personal e intransferible que, por lo demás, seguro que le horripilarían. Voy a comenzar mi novela ahora mismo, así podré decirle sin mentir que ya tengo parte del primer capítulo: «Gustavo Horacio Gilabert estaba soñando que hablaba con su hermano Miguel —muerto hacía más de quince años de un infarto de miocardio— cuando le despertó el nervioso movimiento de sábanas de su mujer. La señora Gilabert saltó de la cama para socorrer a su nieta, quien, en la habitación de al lado, prorrumpía en un llanto agudo hasta lo inhumano, parecido a una trompetilla de feria».

Ya he comenzado mi novela. Es curioso que lo haya hecho en el momento de mayor adversidad, en el momento en que Gilabert parecía haberme abandonado definitivamente. Creo que el amor podría llevarme a la escritura. Sí, es posible que Teresa justifique mi supremo esfuerzo hacia la gloria y que la novela se convierta en una carta de amor que yo le escribo a ella. No concibo otra forma mejor para pasar mis tardes que fumando cannabis, fornicando e imaginando con Teresa Gálvez pequeñas historias para Gilabert. En este sentido, seré mucho menos egocéntrico que los poetas románticos: no la apartaré de mi lado cuando me llegue la inspiración que ya siento próxima (como hicieron los románticos con sus amantes, de las que hablan como si fueran parte decorativa del paisaje), pues quiero compartir con ella el acto mismo de la creación, aquel momento de plenitud que nos hará felices a los dos.

Estoy emocionado porque mañana, a esta hora de la tarde, Teresa Gálvez estará sentada aquí junto a mí. Ya presiento su cuerpo, su mirada. Me levanto, cojo un ejemplar de La morfología en los cuentos de Borges de una de las cajas y escribo sin pensar la dedicatoria definitiva: «A Teresa, en cuya cara está contenido el universo». Me vuelvo a levantar y escondo las cajas en un armario para que no tenga que explicarle el fracaso de mi libro. Tendré que ir a comprar algunas bebidas y acordarme de poner agua en las cubiteras de la nevera. Aquí sólo tengo ginebra y un culito de whisky. Es insuficiente, aunque a lo mejor resulta ser abstemia… y hasta vegetariana. No, no tiene pinta de eso, me pareció bastante normal. Tal vez Bernardo, esa especie de semental que tengo por vecino, pudiera aconsejarme alguna estrategia infalible. Pero sus «piezas» (como él las llama) son de otra generación. Además, es mejor no decirle nada porque igual viene y se pone a hablar de la pesca en Venezuela y me la pisa. También tengo que pensar en un restaurante por si se presta a ir a cenar. Incluso debería reservar. Finisterre o Via Véneto la podrían impresionar, aunque son demasiado pretenciosos para una joven tan sencilla como ella. Además, en esos restaurantes habría más posibilidades de que nos encontrásemos con alguien conocido. Por cierto, eso sería horrible: ir allí, sentarnos y en el segundo plato ver llegar a los padres de Silvia o a alguno de sus hermanos. Seguro que no podría resistir la tensión que me produciría pensar en tal eventualidad. No, me pondría muy tenso y no sería capaz ni de seguir la conversación con ella. Lo mejor será reservar en algún lugar a las afueras de la ciudad. Sonrío al pensar que entonces tal vez me encontrase con el padre de Silvia acompañado por una amante… Aunque en ese caso podríamos brindar juntos en complicidad (por un instante recuerdo lo violento que fue el día que me topé cara a cara con un profesor de matemáticas en un bar de putas de las Ramblas).