Gustavo Horacio Gilabert estaba soñando que hablaba con su hermano Miguel —muerto hacía más de quince años de un infarto de miocardio— cuando le despertó el nervioso movimiento de sábanas de su mujer. La señora Gilabert saltó de la cama para socorrer a su nieta, quien, en la habitación de al lado, prorrumpía en un llanto agudo hasta lo inhumano, parecido al de una trompetilla de feria. Tras los pasos descalzos sobre el parquet, el bebé dejó de emitir su ininteligible lamento gutural y el señor Gilabert se incorporó para fijarse en la hora. Encendió la pequeña lamparilla y estiró la mano hasta introducirla en la limitada zona de luz del velador, donde se encontraba el viejo reloj de pulsera que le había regalado su padre muchos lustros atrás. En un movimiento indeciso, al intentar asirlo, el reloj cayó al suelo y Gilabert no pudo evitar proferir una maldición que no por apenas audible sonó menos grave.[27]

Lo recogió del suelo y comprobó su marcha acercándoselo al oído. No parecía haber sufrido ningún desperfecto: el tictac era el de siempre y la esferilla de cristal no tenía ninguna rotura apreciable. Se lo ajustó en la muñeca izquierda y lo acercó de nuevo hacia la luz. Eran las siete de la mañana, lo que le hizo pensar que era razonable irse levantando. En los cinco días que hacía que su hija marchara a Londres dejándoles a su nieta, no había podido dormir de una sola tirada, lo que comenzaba a advertirse en sus ojeras hinchadas de cansancio y de sueño atrasado. Se puso las gafas y desconectó el artefacto eléctrico que su mujer había comprado para disminuir la frecuencia de sus ronquidos. Con el pijama arrugado y algunos mechones de pelo cano orientados hacia lo alto, se dirigió al lavabo y se miró en el espejo. Por debajo de sus ojos, contempló un instante la blandura colgante y amarillenta, grotescamente envejecida. Más todavía que otros días, su cara desaliñada y soñolienta le pareció la de otro. Exageró esta sensación con una mueca horrible y le sorprendió hasta qué punto podía llegar a salir de sí mismo con un simple gesto facial. Orinó, se abstuvo de mirar el color del día por la ventana y se atusó un poco el cabello con la provisionalidad de la mano. Tras enjuagarse la boca con el elixir mentolado para combatir el mal aliento, se colocó la prótesis dental y se mojó un poco los ojos y la cara. Después, bostezando y extendiendo los brazos, se dirigió con paso desigual hacia su despacho. Una vez allí, se sentó sobre la cómoda silla abatible, tratando de no pisar las vías del tren eléctrico con el que todavía regresaba algunos domingos a la infancia. Abrió un cajón, levantó unos folios y extrajo el paquetito que contenía el regalo para Sandra. Como todos los viernes, hoy estaría con ella durante las dos horas convenidas. La última semana, ella le había recordado que un día de éstos se cumplirían diez años del comienzo de su periódica y estable relación. Estaba seguro de que los pendientes quedarían bien sobre su tez mulata. Ya la veía con ellos, desnuda, acariciándole el pecho fláccido y trabajado por los años.

Desordenadas sobre la mesa del despacho, las hojas de papel en las que la noche anterior había estado pergeñando un nuevo esquema para el desenlace de su novela, eran el reflejo irónico de su mente caótica y espesa. Cogió una hoja y observó en ella la compleja articulación de flechitas que arriba y abajo apuntaban a palabras que sólo él podría descifrar. En otra, bajo el rótulo idea alternativa, leyó:

«Gilabert, el personaje de la novela de López, piensa en un posible argumento para una posible novela titulada El texto real, cuya única trama consiste en reproducir milímetro a milímetro los detalles de un atraco. Tan precisos y pormenorizados serán éstos, que la voz del narrador se perderá en un foco demasiado aumentado y los personajes se diluirán en un sinfín de detalles excesivamente minuciosos e insignificantes. Por ejemplo, las caprichosas manchas de grasa en el pañuelo de uno de los atracadores, serán descritas con múltiples y absurdas mediciones que pretenderán dar cuenta exacta del espacio ocupado, de la precisa intensidad cromática, de la duración cronológica de las manchas, del tipo de grasa, de su correlativo grado de aceitosidad, etc. En otro pasaje de la novela, leeremos también: “Se enciende el interruptor al ser presionado por una mano en cuyos dedos aparecen dos anillos de oro desteñido. La mano es velluda y, bajo su pelaje, se adivinan las venas de un hombre que se desplaza hacia el otoño de su vida. El interruptor es blanco y rectangular (4,3 x 3,6, de la marca Soifenix 62). El dedo sudoroso del atracador deja unas huellas de dos centímetros y ventisiete milímetros de  largo por un centímetro y cuarenta y seis milímetros de ancho. Las pestañas del atracador son de dos milímetros y medio de grosor y su iris es apenas visible por escaso contraste cromático. La secreción lacrimógena es de 0,5 de salinidad y la córnea (con película y gelatina exterior normal) lleva a un encuentro interior que, en resonancia magnética, se ve algo desgastado en la frontera corneal”».

Decepcionado, tachó la hoja, la arrugó y la tiró a la papelera. En otra página, con letras muy grandes, se leía: «Luis se enamora de Silvia y le propone adoptar un niño del tercer mundo». Subrayado en rojo, leyó también en la parte inferior de esa misma página: «La novela podría comenzar con la carta de un catedrático de veterinaria que explica a un amigo filólogo que encontró un paquete que contenía una novela; esa novela pródiga, como se sabrá al final, permite intuir los reflejos de la mano huidiza de un prologuista que cifra su misterio en cada una de las notas a pie de página que nos ofrece».[28]

Finalmente, le llamó la atención una hoja que había colgado en el corcho que tenía en una pared. Leyó con escepticismo el encabezamiento de esa nueva ocurrencia nocturna: «Argumento para introducir como un posible sueño de López». Bostezó estirando sus extremidades hasta tensar el tejido del pijama. Luego leyó: «López sueña que entra en la realidad de una novela en la que tiene una clara misión encomendada: reconocer al protagonista. En vano interroga a un viejo taciturno y sombrío que pasea por un jardín cercano a su casa; en vano se esfuerza en urdir tramas imaginarias relacionadas con un puñal que encuentra en el pasadizo de una sinagoga abandonada. Todo regresa a él con una contundencia implacable, a su situación estática e inenarrable, a su mirada carente de labios próximos, a su vacío, a su soledad. Por fin, en el alba mortecina de un domingo lluvioso, y después de prodigarse breves horas frente al espejo, López se da cuenta de que el protagonista de la novela es él. Un minuto antes de morir, se da la vuelta hacia la ventana de siempre y descubre a un encaramado malhechor apuntándole con una pistola. Sólo una leve evocación de su vida tiene tiempo de intuir antes de ser fulminado por dos certeros disparos en el pecho».

Mareado por este vaivén de curvas perplejas, se levantó y se dirigió hacia la cocina para hacer café. La luz del día hacía ya innecesaria la artificial, pero Gilabert accionó el interruptor como buscando la claridad de la que carecían sus ideas. Una cucaracha se apresuró a desaparecer por debajo de la nevera, lo que le hizo pensar que no podrían fumigar hasta devolverle la niña a su hija. Encendió el gas, cargó la cafetera y la puso a calentar.

En ese momento llegó su mujer con la niña y le pidió que la cogiera mientras iba al lavabo. En sus brazos, la pequeña comenzó a llorar, pero Gilabert consiguió apaciguarla dándole una galleta y señalándole el fuego con entusiasmo bobalicón. Mientras la niña chupaba la galleta, se imaginó a sí mismo desde la perspectiva del bebé como un ser extraño y rugoso que la cogía amargándole sus despertares. Intentó unas carantoñas, pero su enronquecida voz produjo un inmediato efecto de terror en su nieta, que comenzó a llorar de nuevo con desesperación. Se sintió aliviado cuando su mujer regresó y consiguió que se callara.

—Todavía nos quedan cinco días. No sé si podré soportarlo. Diez días son muchos días —dijo Gilabert con un nuevo bostezo quejumbroso—. Hay que decirle a Luisa que tampoco se pase, porque…

—No protestes tanto —le reprochó su mujer— porque la que la cuido soy yo. Tú no haces nada. Además, cualquiera diría que no es tu nieta, cualquiera diría que se trata de una niña que nos ha colocado la Unicef.

—Yo lo que sé es que apenas puedo dormir; y hoy tengo un día complicado, muy complicado.

Pensó que, al ser viernes, vería a Beatriz por la mañana y a Sandra por la tarde: dos mujeres que le servían a cambio de dinero en dos aspectos diferentes de su vida. Su mujer conocía a Beatriz, pero no en su nueva función de «ayudante creativa». Le había contado que estaba pensando en escribir una novela pero —tal vez para que no confirmara su sospecha de que se estaba chalando— no le había dicho que ésta era ahora la que ocupaba casi todos sus pensamientos.

—La niña tiene fiebre —dijo la señora Gilabert en un tono que reclamaba indirectamente la responsabilidad de su marido.

—Dale el antitérmico y, si no le baja, llama al médico. Ya sabes que a mí siempre me puedes localizar en el teléfono móvil, aunque hoy es viernes y por la tarde tengo reunión; o sea, que no me llames si no es por algo urgente.

Dos horas después, Gilabert bajaba con su elegante Jaguar de color verde por la avenida de Pedralbes. Cuando se detuvo frente al semáforo anterior a la Diagonal, volvió a abrir su maletín para comprobar que no se había dejado el regalo de Sandra. También encontró algunas de las hojas sueltas en las que había garabateado las notas de la noche anterior. Ahora, al llegar al despacho, las discutiría con su directora literaria. Pensó que la idea de que Luis y Silvia se enamorasen y decidieran adoptar un hijo del tercer mundo no estaba mal, aunque resultaba un poco increíble. Sin embargo, por otra parte, si al final Luis iba a terminar con Teresa Gálvez —para seguir el esquema amoroso de su hermano Antonio—, el hecho de una implicación sentimental y ética con el tercer mundo podría dar consistencia dramática al desenlace.

Al llegar al despacho saludó a su secretaria y le preguntó si ya había llegado Beatriz. La secretaria le respondió que no y le comunicó que Flores quería hablar con él. Ordenó que le avisaran y que le hicieran pasar a su despacho.

A los pocos minutos entró el asesor financiero y, con su habitual gravedad, le comunicó que ya tenía los datos de la cuenta de explotación de febrero.

—Señor Gilabert, en el mes de febrero los resultados arrojan pérdidas considerables. Estoy preocupado y quería decirle que me parece que así no podemos continuar.

Flores desplegó una gran hoja formateada para el ordenador y la extendió sobre la mesa al mismo tiempo que con su dedo oscurecido por el tabaco le indicaba unos números redondeados en rojo.

—En febrero se han perdido cinco millones seiscientas mil. Uno de los conceptos negativos más importantes es el derivado del libro sobre los castillos de Cataluña; el de los excursionistas del Montseny y el del billar también nos han producido pérdidas.

—Pero a mí me dijo Gonzalo Duduar que se estaban vendiendo bien.

—Pues no, señor Gilabert, desgraciadamente no se están vendiendo nada bien. Si me permite mi opinión, creo que tenemos que reducir gastos y la única forma que veo consistiría en despedir a algunos trabajadores improductivos. Con la caída de ventas que hemos sufrido en lo que va de año no podemos hacer frente a los costes fijos de personal. Piense que también tenemos que pagar cada mes la hipoteca que pedimos a la Caixa.

Después de observar los números, Gilabert pensó que la tendencia era, en efecto, algo inquietante pero sin llegar a ser alarmante. Por un momento, se sintió frente a Flores como si estuviera recibiendo una bronca por haber arruinado la empresa. Parecía como si se hubieran intercambiado los papeles, como si Flores fuera ahora el empresario que iba a despedir al empleado Gilabert.

—Señor Gilabert, ya sabe usted que yo siempre le he dicho lo que pienso y, en este caso, no voy a hacer lo contrario. Todos sabemos que usted está escribiendo una novela con la señorita Beatriz.

—Bueno —repuso Gilabert frunciendo el ceño—, ¿y qué tiene que ver eso con los problemas de la empresa? Además, lo que dices no es cierto, el que escribirá la novela soy yo; ella sólo me está ayudando a estructurarla durante unos días.

—¿Y por cuánto tiempo cree usted que va a seguir la señorita Beatriz ayudándole a estructurar? —dijo «estructurar» con un deje irónico.

—Flores, no hace falta que seas sarcástico conmigo, yo…

—No, señor Gilabert, no soy sarcástico, sólo le estoy transmitiendo mi inquietud con toda la sinceridad de la que soy capaz.

—Bueno, van a ser dos semanas más y luego volveremos a lo de siempre. Pero ¿hay algún problema con Gonzalo Duduar? Parece que este chico lo estaba haciendo bien, ¿no?

En ese momento entró la secretaria y anunció que Beatriz Lobato había llegado ya. Gilabert dijo que le comunicaran que estaría con ella al cabo de unos minutos, tiempo que utilizó para explicar a Flores que la deuda tampoco era tan grave, que todavía disponían de reservas y que todo se debía a las fluctuaciones del mercado y al desacierto especfico en la elección de tres títulos.

—Flores, ya verás cómo en primavera nos recuperamos —le dijo al final, dándole una palmadita en el hombro como para animarle—, la enciclopedia de Taylor va a ser un avión, y luego vendrá mi novela, que, aunque no te lo creas ahora, verás cómo también funciona.

La reunión con Beatriz fue tan intensa que decidieron comer juntos. Gilabert salió del despacho con una euforia inusual y todos sus empleados pudieron verle pasar diciéndole a su directora literaria:

—Es genial, es genial, es el desenlace que estaba buscando. El tío se va con la otra al Caribe y manda todo a la mierda, es buenísimo.

A Beatriz no le parecía del todo mal la idea de que Luis y Silvia se enamorasen, pero objetó que lo del niño tercermundista metería la novela en un proceso demasiado complicado y que, además, podría resultar un recurso sentimental algo peligroso. Propuso como idea alternativa que Silvia padeciera un cáncer de mama. Gilabert se apresuró a decir que esa solución le parecía algo tópica, aunque no la descartaba como idea complementaria a la de la adopción del niño, para intensificar aún más el proceso dramático del final. Posiblemente, la solución estaría en sintetizar las dos ideas: el niño tercermundista podría contraer una enfermedad mortal.

—Claro —dijo Gilabert en el restaurante, después de restregarse la servilleta por la boca y beber un poco de vino blanco del Penedés—, cuando el niño enferma, Silvia se ve inmersa en un nuevo infierno del que Luis escapa, sólo a veces, con el alcohol y con sus escarceos amorosos con Teresa. Luis termina escribiendo una novela que narra ese infierno y la presenta al premio que ganó su hermano. La novela gana el premio y se convierte en un segundo éxito de ventas descomunal. Las dos novelas de Antonio y de Luis pasan a venderse en un mismo paquete, en paperback, con una banda roja en la que se lee algo así como «El doble éxito de los hermanos López en el Gracián (5.a edición)». ¿Qué te parece? ¿Cojonudo, no?

Después de comer y de beber algo más de la cuenta, Gilabert enfiló su Jaguar hacia el apartamento de Sandra, en la esquina de Consejo de Ciento y Rambla de Cataluña. Como el tráfico no era demasiado denso, llegó unos minutos antes de lo previsto y ella lo recibió vestida con un traje largo de pliegues muy ligeros, y con unos tacones altos que realzaban, todavía más, su esbeltez natural. Al andar, el traje se abría por debajo dejando entrever las piernas que pronto podría abrazar y besar. Sintió ganas de pedirle que se quitara la ropa allí mismo, pero se contuvo para permitir que la ceremonia siguiera su curso habitual.

Poco después de perderse por el pasillo que iba a la cocina, la bella mulata llegó con dos dry martinis, los depositó en una mesilla pequeña del salón y se dirigió hacia el tocadiscos para poner el «Toca mi timbal» de Tito Puente. La música, a pesar de ser latina, tenía también mucho swing y, en los solos de trompeta y piano, los fraseados evocaban claramente el jazz. Cuando Gilabert le entregó los pendientes, ella los contempló durante unos instantes y luego comenzó a dibujar con sus brazos unos aspavientos que parecían condensar toda la felicidad del mundo. Se lanzó sobre él y empezó a besarle hasta verter todo su dry martini sobre la alfombra.

—Eres un sol, un encanto, son preciosos… No, no te preocupes por la copa, ahora mismo te traigo otra.

Desapareció hacia la cocina y al poco tiempo volvió —silueteada previamente por su sombra contra la pared del fondo— con los pendientes puestos, portando una nueva copita perfectamente transparente y triangular. Dejó la bebida sobre la mesilla, recogió la copa anterior —que no se había roto por el espesor de la alfombra— y con paso firme, al ritmo de la música, llegó hasta él y se sentó a su lado, cruzando las piernas con un movimiento lento pero sin pausas. Sonrió, estaba preciosa.

—Sandrita, estás realmente guapísima; mucho más todavía que hace diez años.

A continuación Gilabert comenzó a hablarle, como hacía casi siempre, de los progresos de su novela. Ella opinó que la Silvia que él le había descrito otras veces era un personaje demasiado poco atractivo como para que Luis se enamorara de ella.

—Lo más razonable —dijo, con su encantador acento caribeño— es que Luis se vaya directamente con la otra, con la Teresa, que es la que realmente es atractiva y se deje de vainas.

—Sabes, Sandrita, he pensado que uno de los personajes de mi novela podrías ser tú.

—¿Yo?

—Bueno, podría haber una mujer que se dedicara a lo que tú te dedicas y que fuera un encanto como tú.

—Pero ¿y qué pinto yo con todo lo otro del Antonio y la Teresa Gálvez y…?

—Podrías verte, como nosotros, una vez a la semana con alguno de los personajes masculinos. Tengo que pensar con quién.

—Con Antonio.

—Sí, por ejemplo, aunque tendría que ser antes de conocer a Teresa, porque a partir de que la conoce sólo piensa en ella.

—¿Me vas a poner con mi nombre?

—Si tú quieres.

—Preferiría que no.

—Bueno, pues te podría introducir con otro: Mercedes, Esther, Katia; podrías ser, por ejemplo, una amiga de Bernardo, el gigoló vecino de Antonio.

—¿Pero por qué quieres que aparezca yo?

—Porque podrías dar mucho juego; podrías contar tus experiencias con los hombres que vienen por aquí; lo que me contaste del tipo aquel que te hacía romper bolígrafos Bic con los tacones mientras se masturbaba sin apenas tocarte.

—A ése no lo he vuelto a ver más. Estaba mal de la cabeza.

—También podría meter en algún sitio una descripción del efecto que produce en el orgasmo el frasquito que me diste a probar. ¿Cómo se llamaba?

Popper.

—Ah, sí, me parece maravilloso porque aumenta la sensación hasta un punto increíble; es como un tobogán directo hacia el placer. Creo que cualquier persona que lo probase repetiría. Aunque me dijiste que va muy mal para el corazón. Por eso yo no debo abusar.

Sin dejar de escucharle, pero siguiendo el ritmo de la música con un movimiento que implicaba a todo su cuerpo, Sandra se levantó y comenzó a desvestirse y a llevarle hacia la habitación, tirándole levemente de la corbata como a un perrito al que se le conduce a hacer pipí. Al llegar a la cama, ella retiró la colcha de seda haciéndola inflarse y volar hacia el suelo. Luego siguió desvistiéndose sin que su cuerpo cimbreante perdiera un solo contrapunto del ritmo musical.

—Espera —dijo él, en un tono que quería imponer una cierta autoridad—, no te quites todavía el sostén ni las bragas.

Cumplió la orden con dócil sumisión y siguió bailando mientras Gilabert no dejaba de parlotear ni por un instante de su novela.

—He pensado que podríamos ir al Caribe tú y yo —dijo, aflojándose la corbata con lentitud—, así podríamos tomar notas de detalles para que alguna de las parejas pudiera fugarse en romántica peregrinación…

—Claro, podrían ser Antonio y Teresa, o Luis y Silvia.

Le dijo que también se dejara puestos los pendientes. Luego se tendió en la cama y ella hizo lo mismo. Ahora ya estaba como se la había imaginado la noche anterior: reclinada sobre su pecho, luciendo el regalo entre la melena negra, acariciándole y mirándole con sus ojos fulgurantes.

—¿Cuándo nos vamos?

—¿Adonde?

—Al Caribe.

—Ah, ¿pero lo dices en serio?

—Sí, claro.

—Es que como todo el rato hablas de cosas que sólo pasan en la novela, y como dices que hay un personaje que se llama como tú y que me vas a meter a mí también, me hago un lío.

—En este caso me refiero a nosotros, a las personas de carne y hueso que somos nosotros. Si me dices que sí, mañana mismo llamaré a mi agencia de viajes y reservaré los billetes.

—Hombre, así, de repente… Pero bueno, sí, me encantaría; podríamos ir a Puerto Rico, así vería a mi familia; ya hace tres años que no los veo.

—Me parece muy bien, nos podemos ir la semana que viene.

—¿Y qué le dirás a tu mujer?

—Pues nada, que me han invitado a un congreso de editores en Puerto Rico y que tengo que ir.

Gilabert se incorporó y quedó sentado en la cama. Se dio cuenta de que no tenía ganas de seguir ahora hacia el acto sexual; de repente, a la sucesión de imágenes que le había producido la mulata en el Caribe se habían agregado el informe de Flores y la fiebre de su nieta, formando una espesa nube que derivaba hacia la angustia y la ansiedad. Cerró los ojos y apoyó la frente sobre su mano derecha, como restableciéndose de un gran esfuerzo intelectual.

—¿Qué te pasa? —dijo ella, al notar su intranquilidad.

—Estoy muy cansado; esta noche me la he pasado escribiendo y pensando.

Desde el salón comenzó a sonar el pitido agudo del teléfono móvil y Gilabert, en calzoncillos, se apresuró a responder.

—Gustavo, soy yo, la niña tiene casi cuarenta de fiebre. He llamado al médico, a Palacios, y me ha dicho que la lleve a la consulta porque no puede venir; dice que allí la podrán ver con aparatos. Me tendrías que acompañar.

—Bueno, pues termino en diez minutos la reunión y voy para allá…

Al colgar, maldijo esta moda que han impuesto los médicos actuales de no visitar a domicilio a sus pacientes. Luego, mientras se vestía a toda velocidad, le explicó la urgencia y le dijo que la llamaría con los billetes cerrados para el viaje. Sandra, además del de Gilabert, sólo tenía otros pocos compromisos semanales, con lo que llamando por teléfono los podría cancelar y dejar para más adelante.

—Me parece un sueño que vayamos juntos a Puerto Rico.

Te llevaré a la casa donde nací y al colegio donde fui de pequeñita; te enseñaré las mejores playas y te presentaré a mis hermanas y a mis padres, te gustarán.