El Heraldo de Asturias, 23 de febrero de 1996
Proyecto de monólogo para la soledad de G. H. Gilabert, Antonio López
La imposibilidad de una ficción
La pasada edición del premio Gracián de novela se vio envuelta hasta tal punto en la excepcionalidad —la muerte del ganador en el mismo momento en que se le nombraba por la megafonía del hotel Lluna Palace de Barcelona—, que el que escribe estas líneas confiesa estar algo confundido a la hora de emprender esta crítica, por otra parte ineludible. El hecho de que Teresa Gálvez, una amiga del escritor, reconociera haber presentado el manuscrito al premio —que incluso tituló según su criterio— sin que el propio ganador estuviera al corriente de ello, parece añadir a la última edición del Gracián un aire de misterio que, de no ser real, todos juzgaríamos inverosímil.
A estas alturas sabemos que el malogrado autor de Proyecto de monólogo para la soledad de G. H. Gilabert nunca entendió esta suerte de diario personal como una novela. Por ello, juzgarla como tal sería caer en una evidente y lamentable injusticia. Injusticia, sin embargo, que quedaría algo paliada por el hecho de que un jurado autorizado —compuesto por novelistas y profesores de literatura— no sólo entendió el texto presentado como una novela, sino que incluso le otorgó el principal premio del certamen. El conocimiento de los hechos que rodearon aquella luctuosa noche, hace que cualquier profesional que acometa la crítica de esta «novela» se vea asaltado por una serie de dudas y contradicciones de índole esencialmente moral, pues, cuando leemos el texto, no sabemos nunca si estamos ante el personaje o la persona, ya que éstos no sólo se confunden, sino que tienden a convertirse en el mismo hombre de carne y hueso que nos dejó. ¿Con qué derecho entonces juzgar a López como el autor de un texto literario? Que Antonio López existió sólo como persona, es decir, que no se pretende en el texto una ficción de ningún tipo, parece evidente desde la primera hasta la última línea. La novela —llamémosla así aunque no resultará retórico insistir una vez más en que no lo es— consiste, por lo demás, en una delirante sucesión de pensamientos caóticos abocados a la insólita finalidad de preparar una novela sobre un protagonista —éste sí, personaje— llamado Gilabert. El proyecto parece albergar también el intento de crear una cierta simetría lúdica, porque en esta novela que López proyecta en su «diario», se nos promete la futura existencia de un personaje cuya tarea principal sería la de escribir una novela cuyo protagonista sería, a su vez, López. Así, en esa futura novela que se promete en el diario, ambos (López y Gilabert) se escribirían dándose mutua consistencia existencial en una misma dimensión realístico-ficcional. Desde luego, esta anunciada y pedante pretensión, no consigue nunca llevarse a cabo al no rebasar la mera formulación retórica —repetida hasta la saciedad en constantes e inútiles pronunciamientos— que tendría que llevarnos al siempre remoto y desdibujado personaje de Gilabert. Y es que casi nada sabremos de éste al final del relato, por lo que la simetría apuntada no deja de ser una confusa idea meramente esbozada que no encuentra nunca su realización. Casi nada hay tampoco de estructura narrativa en este texto literariamente mediocre de López, ya que en él sólo leemos las frustrantes relaciones personales que el autor mantiene con su mujer —con lo ruborizante que habrá sido esto para la persona real de Silvia Peroliu—, las desesperantes dificultades para comenzar su novela y las diferentes experiencias mantenidas con las drogas y con el Gran Parodiador (así es como llama constante y reverencialmente a Borges).
Por lo demás, como todo diario, el texto transmite los distintos estados de ánimo de López al enfrentarse a su novela —o proyecto de novela, como reza irónicamente el título fijado por Teresa Gálvez—. Son estados contradictorios y poco orientativos para el lector: del entusiasmo y la prepotencia épica se pasa al sadismo más despiadado y, de éste, a unas visiones del mundo en las que el suicidio parece la única puerta de salida. Así, resultaría imposible hablar de esta supuesta novela sin concluir que López debía de ser un maníaco depresivo con delirios de grandeza y, aunque esto también nos duela tener que decirlo, que el texto revela una patente incapacidad literaria en el malogrado profesor. Por todo ello, parece difícil entender qué vio en estas páginas el jurado del Gracián. El morbo y la cantidad de elementos insólitos que rodearon aquella noche, pueden explicar su éxito comercial —se han agotado tres ediciones en tan sólo dos meses—, pero no la calidad de un producto de escasísimo valor literario. Antonio López era, al parecer, un competente profesor de literatura; todo parece indicar, sin embargo, que difícilmente hubiera llegado a ser un buen escritor.
José Luis González García