Yo creo que este Lloveras es un poco tonto. Anoche le conté un sueño que tuve anteayer y me dio una explicación tan estúpida que estoy por cambiar de cocólogo mañana mismo. Sí, creo que voy a buscarme un psicoanalista argentino; uno de estos judíos porteños tan espabilados, de estos que se enrollan como una persiana sobre cualquier atisbo onírico que se les cuente. Lloveras es un tipo muy soso, no le saca punta a nada de lo que le digo. En el sueño yo estaba en una ventanilla de la Caixa de Cataluña con un palo de golf en la mano. Una cola de individuos detrás de mí esperaban impacientes a que yo jugara una bola situada justo debajo de la ventanilla. Los clavos de mis zapatos repicaban al mínimo movimiento sobre el brillante pavimento de mármol. Alguien protestaba por mi prolongada indecisión.
—Venga, hombre, juegue o retírese, los demás estamos esperando.
—¿Pero dónde está la bandera? No veo la bandera —decía yo, resistiéndome a ensayar mi swing en aquel contexto financiero—. ¿Seguro que no estoy fuera de límites? ¿Seguro que no puedo cogerla con la mano y droparla en otro sitio? Es que darle sin nada de césped, sobre este suelo tan duro, y sin ver la bandera…
—El campo es el mismo para todos; o juega o nos deja jugar a los demás —me increpaba un hombre muy menudo.
—Tiene razón este joven —dijo una señora gorda solidarizándose conmigo—, con lo que pagamos y ya no queda césped ni en el banco. Hay que hablar con Eduardito; es que no hay derecho, hombre, no hay derecho; esto que pasa aquí no lo he visto en ningún otro club del mundo.
Acabo de descubrir un método para aproximarme a Gilabert. Lo voy a llamar «introspecciones fructíferas». Cierro los ojos y me quedo inmóvil imaginándomelo frente a mí.
Estamos en una masía del Ampurdán, junto a una chimenea que él ha avivado en silencio. Hipnotizado, mientras el fuego ondea entre nosotros, siento el calor de las llamas en la cara y en las manos. El fuego sube, se disipa, vuelve a aparecer, baila, iluminando el rostro inclinado de Gilabert y haciendo mover las sombras. Veo su cara brillante y enrojecida, moldeada por la luz, hasta que puedo sentir la forma de sus pómulos, de sus manos, de su nariz, casi tan claramente como si las viera en un espejo, pero de una forma mucho más profunda. Palpando y saboreando cada recoveco de su alma minuciosa, le miro y él me mira. Me sonríe, me sirve café, y yo no le digo que no a pesar de que imagino el insomnio que esta taza me provocará. Lentamente, con el mismo paso cauteloso con el que me acerco a la tarima el primer día de clase, le sigo ahora por un pasadizo que baja y se estrecha hasta un sótano húmedo. Sigue castigándome con su silencio y, al llegar a la bodega, me muestra unas botellas cubiertas de telarañas. Con expresión burlona, me obliga a decidir entre un Antonio V tempranillo o un López Gran Reserva del 75. Opto por el que lleva mi apellido y él, sin que yo apenas me dé cuenta, lo descorcha con habilidad y lo sirve en dos vasos opacos. Bebemos y brindamos junto a la luz vacilante de la vela. Veo entonces su cara llenándose de sangre y las innumerables gotitas de sudor que le brillan en la frente. Escucho su voz, que trata de decirme algo. Finjo haberle entendido y hasta me animo a responderle con una frase que ironiza sobre nuestra situación. Luego tensa la cara, se desabrocha los pantalones y me muestra unas piernas cubiertas de lepra. No puedo volver a mirarle y me esfuerzo por interrumpir esta parodia contra mí. Abro los ojos y recompongo con alivio mi rutina. Las inútiles cajas de mi libro inútil, las cortinas de siempre, el murmullo imborrable de la calle… El ordenador sigue encendido, como esperándome…
Esta mañana, cuando he pasado por la facultad para recoger el correo, una estudiante llamada Teresa Gálvez me ha dicho que me había estado buscando para hablar conmigo. Hemos pasado a mi despacho y me ha dicho que quiere comenzar una tesis doctoral sobre el concepto de la máscara en Borges y en Pessoa. Me ha contado que leyó mi libro en la biblioteca (por lo que ella tampoco es una de las 116 personas que lo compraron) y que le pareció muy interesante. He debido de adoptar entonces el tono grave y vanidoso que tanto detesto en otros. Hemos estado hablando más de dos horas de mi libro y del tema de su tesis. A lo largo de nuestra conversación, Teresa Gálvez me ha parecido extraordinariamente inteligente y atractiva. Tiene unos ojos algo achinados, o, mejor, que se achinan haciendo juego con una sonrisa que pone en ella un toque mágico y sensual de colegiala traviesa. Al cabo de un tiempo de estar escuchándola, he sentido algo que no sentía hacía mucho tiempo con ninguna mujer: una sutil excitación, una pululación en la sangre que me ha hecho inmediatamente fantasear. Por un momento, cuando estaba hablando del ensayo «Borges y yo» y de los heterónimos de Pessoa, he notado un impulso animal que me arrastraba hacia ella, que me impedía concentrarme en sus palabras y me inducía a un erotismo animal en el que las palabras estaban de más. Todo el encanto de su cuerpo parecía condensarse en el eje que media entre sus ojos y sus labios. Ese pequeño espacio ambiguo, a la altura de su nariz, era como el desagüe de una bañera en la que yo era el agua que ella absorbía. Cuando Teresa Gálvez, después de mirar su reloj, me ha dicho que tenía que irse a una clase de doctorado con Llorens, he debido despertar de lo que ya era una hipnosis hacia el amor —en la que ella era una cascada y yo un agua torrencial y burbujeante— y he debido mirarla con la cara de idiota absoluto que ahora imagino y me avergüenza. Luego he odiado a Llorens y he sentido celos de él. También me ha dado rabia el hecho de no ofrecer este año un curso de doctorado en el que ella se podría haber matriculado. Pero tal vez sea mejor así, porque podremos vernos en mi despacho o incluso aquí, en este apartamento de mi abuela en el que paso tantas horas con mi ordenador.
Es curioso, desde que estoy casado nunca había deseado a una mujer tanto como hoy he deseado a Teresa Gálvez. Mi instinto siempre me había aconsejado que no simultaneara dos vidas, que no afrontara el peso psicológico de una traición mantenida, de un esfuerzo constante de fingimiento que me obligara a salvar unas mentiras con otras. Cuando se despedía, le he dicho que me interesaba mucho su proyecto de tesis y que teníamos que volver a vernos pronto para seguir hablando de él. Qué falso e hipócrita me resulta ahora mi interés por su tesis cuando pienso que en realidad lo que me lleva a ella es puramente instintivo. Con las mujeres, actuamos como si tuviéramos que inventar constantemente pretextos para salvar las mediaciones sociales, para crear los marcos que nos permitirán, en un momento propicio, darles la mano o besarlas.
Siempre con la incertidumbre del posible chasco, de lo dado anticipadamente por hecho, siempre con la inseguridad de no saber cómo sentará un regalo o una declaración ensayada y premeditada ante el espejo, siempre calculando como buitres la dosis exacta de esa gradación que nos conducirá al lecho o nos alejará definitivamente de él. Esas dilaciones, esas pausas que postergan el encuentro de piel, componen una progresión lenta e implacable hacia el objeto del deseo. Los japoneses permanecen horas en silencio contemplando la comida, para poder obtener, con ayuda de la saliva, la buscada sensación de inaccesibilidad indefinida que les hará gozar con plenitud. También, en el tantrismo, se practica un coito pasivo que consigue encender y adormecer el miembro masculino hasta la extenuación. Pero con Teresa Gálvez no he imaginado sólo el lado sexual de nuestra posible relación. Creo que entre esa chica y yo existen tantas afinidades que el sexo pronto dejaría de ser lo más importante. Siento hacia ella algo mucho más ambiguo y espiritual que sólo puedo describir ahora como un intenso azoramiento dulzón.
Cuando Teresa Gálvez se despedía, me ha dicho que tan pronto tenga clara la estructura de su tesis pasará por mi despacho para seguir hablando. No he querido forzar una cita incierta y precipitada que podría desbaratar todas las demás. De inmediato, despues de cerrar la puerta, he sido consciente de la importancia que para mí puede tener este encuentro. Ojalá que Teresa Gálvez no tenga un novio que ocupe sus pensamientos y del que esté locamente enamorada. Si sólo estuviera un poco enamorada, yo todavía podría dirigirla en su tesis hasta intentar conquistar un espacio en su corazón. Pero si estuviera locamente enamorada del típico tío más guapo y más joven que yo —la vanidad y el orgullo me hacen ahora imposible imaginar a alguien superior a mí en todo lo demás—, entonces no habría nada que hacer. Lo mejor será aclarar pronto lo del posible contrincante para que no me ilusione con un espejismo más entre los ya muchos que pueblan mi vida. Me arrepiento de no habérselo preguntado en algún momento de la conversación: «Por cierto, ¿tienes un novio del que estás locamente enamorada?».
Teresa Gálvez me ha parecido de un atractivo peligroso (la curva que dibujaba su trasero en el tejano también me lo parece ahora). Cuando hablaba del concepto de la máscara en Borges, sus comentarios y el sentido de éstos eran nuevos elementos al servicio de su belleza. Como si la metafísica se hubiera reconciliado por fin con la física, como si el Gran Parodiador y Pessoa quisieran participar en la incipiente ceremonia que parecía tejerse entre ella y yo. Tengo que planear muy bien mi próximo encuentro con Teresa Gálvez. La invitaré aquí, a este santuario de mi soledad, y le ofreceré una taza de Darjeeling tea, o mejor una cerveza. Vodka frío sería demasiado imprudente para la primera vez. Le preguntaré si fuma cannabis y si me dice que sí, liaré un canuto con mi insuperable técnica habitual. Aunque no debería planearlo todo tanto, porque entonces perderé la espontaneidad que requieren los desafíos de Cupido. Espero que no me coja una fobia que me arruine la cita. ¿Cuáles serán sus aficiones y sus gustos? Por la forma de vestir, no tiene nada que ver con Silvia. Es mucho más inteligente y sensible que ella. En realidad, con todo lo que me ha comentado sobre su tesis, conozco ya mucho del interior de Teresa Gálvez. Es muy intuitiva al adivinar el velado sentido del humor que contienen tanto Pessoa como Borges. Me ha puesto dos ejemplos clave: el saludo que Pessoa le hace a Esteve —un hombre «sin metafísica»— en su poema «Tabaquería», y el perro que no es el mismo perro al verse de perfil y a otra hora en «Funes el memorioso». Le comentaré que estoy escribiendo estas notas para mi novela y le hablaré con sinceridad de Gilabert. No descarto la posibilidad de que ella actúe de musa inspiradora para que yo pueda avanzar en mi proyecto literario. Su tesis y mi novela dan para muchas conversaciones… A lo mejor me decepciona algo en ella que no he sido capaz de entrever hoy. He llegado a pensar que tal vez sería mejor que esto ocurriera, como presintiendo que las pasiones siempre preceden a la desdicha y al desconsuelo. Me da un poco de miedo este salto sin retorno hacia el amor.
Hoy ya es domingo y, como casi todos los domingos, el contacto con Silvia se ha hecho inevitable. Los domingos —también los viernes y los sábados por la noche— simulamos compenetrarnos y hacemos algunos planes juntos. Esta mañana hemos ido a comer a casa de mamá. Ella nos cree un matrimonio estable y, naturalmente, se equivoca. Llegar a la casa de mamá es como llegar a un escenario en el que Silvia y yo actuamos poniéndonos las máscaras de la felicidad conyugal. Por la tarde, una siesta demasiado prolongada nos ha llevado a implicarnos sexualmente. Desde un punto de vista objetivo, todo hay que decirlo, el cuerpo de Silvia es casi perfecto para el acto amoroso; su piel todavía se mantiene tersa y firme y sus senos conservan la fijeza de la primera vez. Mientras nuestras piernas se iban entrecruzando, he estado pensando en Teresa Gálvez. Esto ha hecho que, en algunos momentos, mis caricias fueran más afectivas y sentidas de lo habitual. El cannabis y la poca luz que yo suelo imponer con Silvia, facilita esta suerte de fantasías. De hecho, muchas veces —casi todas las veces— me distraigo con otras mujeres.
Siento entonces en mis manos los senos de Silvia metamorfoseándose en los de otras: en los de la joven, fiel y previsible Marilyn que veo cada mañana en el póster desde la bañera, en los de la autoritaria prostituta que tanto me marcó aquella tarde en Amsterdam, en los de la tetuda verdulera que perversamente pesa las patatas y las coliflores en la plaza del mercat. También rememoro algunas de mis amantes del pasado, como la enfermera que yo obligaba a vestirse de enfermera, la primera noruega del camping de Vilassar o la guapa camarera de Logroño, tantas horas sacrificada en la ceremonia de la fellatio. Entonces la beso con desesperación hasta morderla y ella grita y se queja pellizcándome y apartándome con violencia. A través de estos deslices imaginarios que yo consigo activar a partir del cuerpo de Silvia, he besado a mujeres anónimas que apenas había visto una sola vez en el metro, he acariciado dulces espaldas de presentadoras de televisión y de aniñadas estudiantes que me miraban con la entrega del miedo y he lamido hasta la sequedad de mi boca rostros que compongo a mi antojo en la oscuridad. En el proceso de estos ensimismamientos, con frecuencia profiero frases que, por descontextualizadas, le deben resultar incomprensibles: «Culéame, cerda, te voy a meter la polla hasta que te salga como un tapón de champán por el culo». Silvia parece entonces confundirse y desconcertarse todavía más.[26]
Después del acto y de yacer un buen rato sin hablarnos, le he dicho que quería trabajar —como siempre— en el artículo sobre «El sur» de Borges, y he venido aquí para tantear estas líneas que ahora escribo. En mi bolsillo he encontrado un esquema que debí de garabatear en algún momento —tal vez en el metro— de los días anteriores. El esquema es el siguiente:
Recuerdo haberlo escrito pero no precisamente en esta servilleta de bar manchada de café con leche. Me pregunto si estaré perdiendo la memoria: veo el esquema y reconozco mi letra, pero no soy capaz de articular en la cabeza lo que estaba pensando cuando lo escribí. La única relación que ahora entiendo es la de «amor-embobamiento». Cabe la posibilidad de que la aparición de Teresa Gálvez me haga perder la lucidez y el ritmo de trabajo que estaba empezando a conseguir con estas notas para mi novela. Teresa parece ahora distraerme de todo propósito hacia Gilabert. Los días que transcurren sin verla se me hacen interminables. No creo que durante este tiempo pueda escribir nada porque Gilabert se aleja en cuanto dejo de pensar en él. Ahora me acuerdo de las últimas líneas del cuento «La busca de Averroes». Qué maravillosa es allí la prosa poética del Gran Parodiador, cuando —cito de memoria— dice: «Sentí en la última página que mi narración era un símbolo del hombre que yo fui mientras la escribía» y, al final, en el inquietante paréntesis: «(En el instante en que yo dejo de creer en él, Averroes desaparece)».
Es también posible que mi experiencia amorosa con Teresa Gálvez pudiera reflejarse en algún personaje de mi novela, pero para eso tendría que pensar en alguien más joven que Gilabert, en alguien de mi edad que se enamorase apasionadamente de una mujer como ella. De hecho, nadie puede hablar del amor sin haberlo vivido con intensidad. Dante pudo escribir su relación con Beatriz (que todos hemos gozado en alguna u otra tarde de relectura hedónica) a partir de enamorarse de una persona real, de una tal Bice di Folco Portinari. Claro que también podría optar por rejuvenecer a Gilabert, pero entonces ya no sería el mismo personaje entrañable que tantas veces he imaginado e intentado perfilar. Sería como volver a comenzar con un forastero y ni mi querido ordenador ni mi orgullo inquebrantable me lo permitirían. Hacer desaparecer a un personaje que ha costado tanto esfuerzo intuir es un sacrificio excesivo para un improbable escritor tan incipiente como yo…