Hoy no me ha ocurrido absolutamente nada. Ha sido una jornada tan vacía y absurda que no puedo, por extraordinaria, dejar de registrarla en mi querido ordenador. Tal vez en el infierno todos los días sean así para siempre y tal vez allí pueda yo encontrar una justificación. Ayer, en cambio, me pasó algo realmente insólito. Antes de tomar el metro que me acercaría a casa, a eso de las nueve de la noche, una mujer de considerable belleza estaba insultando a voces a alguien dentro de una cabina telefónica.

—Sé perfectamente que estás con otra y voy a subir para demostrártelo, cerdo, que eres un cerdo. ¡Un auténtico marrano!

Justo cuando yo pasaba al lado de la cabina, la mujer interrumpió su agresivo monólogo y salió fuera tensando el cable del auricular.

—Me puedes dejar una moneda de cien… es que estoy hablando con mi marido, con este hijo de puta de mi marido.

Fue tan inesperada la forma de salir y de referirse a mí, que al principio no pude dejar de pensar que iba a golpearme por estar espiando su conversación. Le di lo que me pedía y volvió a meterse en la cabina, introdujo la moneda en la ranura y, mientras mantenía la puerta entreabierta, me dijo:

—Ahora verás lo que le voy a decir a ese cabrón mentiroso.

Era como si me estuviera invitando a ser cómplice en un momento culminante de su vida, como si esa presencia anónima que yo era equivaliese a un testigo que ella necesitaba. Siguió insultándole en un tono cada vez más elevado hasta que, transcurridos unos minutos, tuvo necesidad de otra moneda que yo me anticipé a ofrecerle. Parecía como si cada moneda me otorgara el derecho a presenciar un poco más de aquel espectáculo. Absurda y alternativamente pensé en las máquinas de autómatas y en las ranuras del «Peep-show» de las Ramblas.

—Mira que subo y si te haces el sueco y no me abres, hijo de puta, si no me abres, te monto un pollo en la escalera que tienen que venir los bomberos; además, yo también estoy aquí con alguien, sí, con un hombre de verdad, y no con un cobarde como tú, con un hombre que te quiere partir la cara, ¿verdad que le quieres partir la cara a este hijo de puta?

Salió y volvió a tensar el cable para acercármelo. De repente, como impulsado por un resorte que me enajenaba, di unos pasos y me aproximé hacia ella, cogí el auricular con las dos manos y dije:

—Sí, tío, te voy a partir la cara, ya está bien de que hagas el payaso; mira que si subo te voy a dejar la cara como un mapa.[24]

Antes de que yo dijera «payaso», la línea volvió a cortarse.

Compulsivamente saqué otra moneda de mi bolsillo (la última que me quedaba), pero cuando se la estaba ofreciendo la mujer me dijo con voz suplicante:

—Por favor, dile que tienes una pistola, sólo quiero asustarle un poco.

Retrocediendo, me negué.

—Oye, ya está bien, no me líes más.

Pero ella se acercó a mí y me agarró muy fuerte del brazo.

—Por favor, no me dejes sola ahora con él, luego si quieres echamos un polvito tú y yo, de verdad; sólo quiero asustarle un poco.

En el forcejeo para zafarme de ella, mi piel notó su piel y, durante un instante, pude ver su hombro desnudo y la línea blanca del sujetador. Había algo de salvaje sexualidad en sus agarrones violentos. La empujé hasta derribarla y me alejé lo más rápido que pude hacia la boca del metro. A los cinco minutos, cuando observaba el oscuro movimiento del túnel en la ventanilla, me pareció que la situación que acababa de vivir se parecía a esos sueños en los que una mujer desconocida nos facilita el placer elemental. Pensé que esa confluencia de erotismo y riesgo dotaba a la situación de un aire tan peligroso como atractivo. Pensé en las muchas personas que habrán muerto atrapadas en encrucijadas tan fortuitas como aquélla. Pensé que sólo la cobardía me impedía regresar a esa cabina —a esa situación— para entregarme a algo que sin duda albergaría insospechadas consecuencias. Pero sabía que no regresaría, que tan sólo me atrevería a pasar por allí, de regreso a casa, para comprobar una vez más que estas situaciones son en mí tan falaces como inconsumables, y que los personajes que las habitan son menos reales que los de los sueños, donde todo se realiza y culmina al confundirse los deseos con los hechos.

Este pequeño incidente (aunque ahora deseo a esa mujer) me hace reparar en que siempre he tenido una extraña curiosidad por espiar a los demás. Desde los jadeos que atraviesan las paredes de un apartamento alquilado en un lugar de veraneo, hasta las conversaciones más anodinas que la vida me ha permitido sintonizar, siempre me he visto como implicado en esa sustancia fugitiva de lo ajeno, en esa ventana indiscreta que da al lado oculto del vecino. Si yo pudiera ser invisible nada más que por unos días, me pregunto cuántas oscuras habitaciones me perderían y me hallarían en el fondo de los prostíbulos más recónditos, cuántos inusitados secretos me revelarían las más privadas voces. Sería como asistir a la crónica de una oculta realidad en el otro lado de las cosas, como traspasar las máscaras de las apariencias para descubrir lo que siempre habría sido un espacio reservado al misterio de la intimidad. Si fuera invisible podría presenciar las mayores conspiraciones políticas y las más evidentes (con pelos y señales) traiciones amorosas. Podría abofetear y escupir a todos mis enemigos (por un momento imagino a Llorens cayendo sobre la tarima a causa de un diestro puñetazo mío) sin que éstos acertaran a descubrirme. Podría comprobar, en definitiva, que los demás se parecen a mí al ser tan mezquinos, falsos y sufrientes como yo. Y es que la naturaleza humana se reconforta viendo en los demás la misma podredumbre que ve en sí misma, los mismos anhelos, la misma ansiedad sin propósito, los mismos vacíos de tardes de domingo. Por eso tienen tanto éxito los culebrones de televisión, porque en ellos el ama de casa contempla su vida desde fuera, sin compromiso, aliviada de las presiones rutinarias y sazonada con la pasión del sufrimiento ajeno. Por eso también se producen los tumultos en torno a los heridos de un accidente automovilístico. La sangre de los telediarios resulta ya demasiado falsa y es necesario curiosear el olor de la sangre real. Nada tan atractivo para los humanos como un verdadero espectáculo sanguinario: incinerar a un hombre vivo, ahogarlo en una pecera panorámica, arrancarle de cuajo los brazos y luego la cabeza. De niño practicaba este instinto natural del ser humano destrozando mis juguetes. Tan pronto como llegaban envueltos en sus papeles y cuerdas, tan pronto como los sacaba de sus cajas de cartón y olisqueaba el perfume del precinto, ya estaba imaginando su interior: aquellos diminutos mecanismos metálicos que conseguirían dar movimiento a los brazos de un muñeco o que harían girar los caballitos de un pequeño tiovivo. Mis padres se desesperaban y me reñían, pero la curiosidad que sentía por conocer los entresijos del mundo era superior a mis fuerzas e insistía en taladrar el vientre del muñeco meón o en buscar el artefacto eléctrico que accionaría la voz de la Caperucita cantarina.

Pero de esta inofensiva tendencia infantil pasé a la irreprimible curiosidad por presenciar el sufrimiento de los animales. Me preguntaba cómo se movería un hámster al cortarle las dos patas delanteras, cuántos segundos de vida tendría cada una de las partes de un gusano de seda seccionado con un implacable hachazo de cólera, o en qué momento perdería la vida un caracol cuyo caparazón fuera recalentado al fuego lento de mi mechero. Había incluso fabricado guillotinas casi profesionales para trabajar con gatos y perros abandonados, y en verano, en una pequeña chabola cercana a la vía del tren, había sometido a indecibles horrores a lagartijas, sapos y ranas. Los suplicios de algunos animales duraban un día entero. Los de otros, no llegaban al instante. Una tarde sofocante de agosto llegué a retener en mis manos el corazón de un conejo de indias moviéndose todavía en su caliente palpitar inercial.[25]

Todas estas prácticas las realizaba siempre al margen de Luis. Él las hubiera censurado y se habría chivado a mis padres. Por eso, siempre iba solo a las Ramblas a comprar las víctimas de mis reprobables investigaciones; las ocultaba en el garaje o en el trastero para que pasaran inadvertidas tanto a Luis como a mis padres. Pero de todas estas vergonzantes actividades del que seguramente era un niño enfermo, ninguna recuerdo con tanta congoja como la de aquella mañana en la que estuve a punto de asesinar al propio Luis. Estábamos pasando el verano en Menorca, en casa de mis tíos. Era una casa blanca, de puertas y ventanas verdes, situada en un valle pedregoso y árido en el que solíamos perdernos por las tardes hasta que oscurecía. Entonces, la casa se convertía en un faro que nos orientaba entre las laderas rocosas y los acantilados escasamente cubiertos de matorrales resecos y espinosos. El día anterior, Luis había abusado de mí golpeándome la cara hasta ensangrentarme la nariz. Total, porque me había caído con su bicicleta y le había torcido un poco el eje del manillar. Nos detuvimos en el precipicio desde donde siempre contemplábamos los embates del mar contra las rocas. Luis se acercaba hasta el borde mismo y yo, con un incontrolable vértigo que aún hoy me hace temblar las piernas, me alejaba conforme él se aproximaba. Pero aquel día estuve a punto de vencer el vértigo, de llegar hasta él y de empujarle. Hubiera sido tan fácil. Me estremezco al pensar en las consecuencias que aquel acto de un segundo hubiera acarreado en mi vida. Recuerdo que llegué a dar unos pasos hacia él con intención de empujarle, pero, cuando ya estaba preparando mis manos sobre su espalda, algo, no sé qué, me detuvo. Me había acercado y detenido frente a una realidad tan prohibida, frente a un acto tan intenso y simple… Abajo, los ronquidos del mar me animaban a una irresponsabilidad sin límites. Pero me detuve. Sí, me detuve. Tan sólo unos minutos más tarde me horroricé por lo que estuve a punto de hacer. Durante meses soñé que ya lo había empujado; lo soñé destrozado en el fondo del acantilado, inerte, subiendo y bajando con fuerza entre la espuma de las olas. Yo volvía temblando y mentía al contarles a mis padres que Luis se acercó y tropezó con el saliente de una piedra, y que en su caída intentó agarrarse a una rama que cedió hasta romperse. Pero luego corríamos todos allí y no encontrábamos ni el saliente ni la rama y mis padres me internaban en un correccional y yo moría de soledad y de tristeza.

Hoy pienso en mí como en un amigo al que no se le ha prestado nunca la debida atención y al que ya es totalmente imposible ayudar. Es preferible no escribir nada en días así.

Acabo de conocer al inquilino que desde la semana pasada ha ocupado el apartamento colindante a éste. Es un apartamento que había permanecido vacío más de tres años. Se trata de un hombre de buena planta que se ha presentado en la escalera con una sonrisa muy abierta.

—Hola, soy Bernardo, tú debes de ser el profesor; la portera me ha hablado un poco de ti. Verás que algunas noches pongo un poco de música; si la pongo demasiado fuerte, dímelo y la bajo.

Por la tarde le he oído hablar con una mujer y, sin poder reprimir mi tendencia al espionaje, he acercado la oreja a una pequeña grieta de la cocina que permite escuchar casi perfectamente lo que se dice al otro lado. Bernardo ha estado hablando de un hotel en una playa de Venezuela y de los cócteles —según él, los mejores del mundo— que sirven por las tardes en una de las terrazas que dan al calor y a la humedad del Caribe. Luego ha estado hablando de lo barato que es Venezuela para un europeo.

—Por diez mil pesetas alquilas un yate con capitán, camarero y con dos tíos que te ponen la sardina en el anzuelo y que te ayudan a sacar las piezas.

Luego ha puesto una ópera italiana y ya no he podido seguir curioseando sobre la playa de Venezuela ni sobre los cócteles ni sobre los tíos que te ponen la sardina para sacar las piezas, porque sus palabras han sido eclipsadas por Puccini y por la Caballé. Sólo a lo lejos, en uno de los momentos de mayor exaltación melodramática de la diva, me ha parecido escuchar los entrecortados jadeos del placer. Después, cuando el disco ha terminado, he vuelto a escuchar la voz de la mujer preguntando a Bernardo:

—¿Te has enamorado alguna vez?

—Sí, sólo una, pero fue hace muchos años.

—¿Cómo se llamaba?

—Beatriz.

—Y ¿qué pasó?

—Me dejó por un profesor de literatura mucho más guapo e interesante que yo.

—¿Por qué dices eso?

—Porque es verdad.

He sonreído al pensar en las irónicas coincidencias que existen entre esta conversación de mis vecinos y mis personajes imaginados (imaginados pero no escritos). Sus palabras me han hecho pensar que Beatriz Lobato podría ser una mujer enamorada de una especie de gigoló y que, en las conversaciones con su jefe, podría irle narrando una historia de amor que Gilabert incluyera en su novela. Gigoló, Play Boy, latin lover, don Juan, Casanova, caballero galante, ¡cuántos nombres para los distintos personajes del amor! Recuerdo que uno de los libros que siempre me leía mi abuela se titulaba El caballero galante. Consistía en las diferentes actitudes cívicas y corteses que un caballero debía adoptar en distintas ocasiones con las mujeres. Por ejemplo, el caballero galante al subir a un taxi debía pasar primero, porque le ahorraba a ella el corrimiento de culo hasta el fondo del asiento. También, el caballero galante, al entrar en un restaurante, debía adelantarse por si dentro se había producido una batalla campal y los platos y los vasos volaban por los aires. Asimismo, si pasaba junto a alguien que estuviera comiendo, el caballero galante no debía decir «que aproveche» ni mucho menos, de ser él el comensal, «si gusta», porque eso denotaba inmediatamente una cuna muy provinciana. No aparecía nada, sin embargo, acerca de cómo debía comportarse el caballero galante en las relaciones eróticas. ¿Qué anticipación o postergación debería cumplimentar en cada postura para no ser tachado de patán o zafio? ¿Qué preciso culeo sería el aceptado por Oxford? ¿Cuál la forma perfecta y más elegante de palpar el monte de Venus? ¿Debería acaso pedir por favor algunos servicios? ¿Satisfacer algunas urgencias ajenas antes que las propias? Me fatiga la sucesión de ideas inconexas que infructuosamente me llevan cada día más lejos de Gilabert. Pero no debo desalentarme, porque este texto que voy ampliando en mi ordenador terminará por formar algún día un mosaico con el que podré articular la trama que tanto se resiste.