Se detuvo un momento frente al restaurante Amaya. Una prostituta de aspecto lamentable le sonrió enseñándole una boca en la que faltaba algún diente. Entró, se quitó la gabardina y la dobló con cuidado. Miró su reloj; era la una y media, por lo que el restaurante estaba todavía casi vacío. Un camarero de pelo blanco se acercó y le preguntó si comería solo.

—Tengo una reserva para dos a nombre de Luis López.

Le siguió por el pasillo que dejaban las mesas alineadas a un lado y a otro hasta llegar a una habitación contigua y a una mesa en la que se leía, escrito en rotulador rojo: «Reservado».

—¿Deseará el señor un aperitivo o algo para picar mientras espera? Pidió una cerveza que le trajeron a los pocos minutos acompañada por unas aceitunas. Poco después apareció Silvia y él se levantó y le dio un beso cariñoso. Llevaba la melena recogida en una coleta. Sin apenas maquillaje, sus ojos parecían brillar en simétrica combinación con unos diminutos pendientes. Un suéter oscuro, que no llegaba al luto, marcaba sus senos prominentes y la línea de sus caderas ligeramente ensanchadas. Antes de sentarse, en un rápido gesto casi violento, se estiró para alcanzar un cenicero de la mesa más próxima. Su forma algo desgarbada de sentarse transmitió a Luis una ambigua sensación que oscilaba entre la incitación erótica y la ordinariez.

—A lo mejor no tienes mucha hambre, es muy pronto —dijo Silvia contemplando la hilera de mesas vacías.

—No te preocupes, yo siempre tengo hambre.

El placer de la comida, el erotismo y las sonrisas eran todavía elementos algo vedados a la conversación. En ninguno de los dos estaba el ánimo, sin embargo, de imponer un tono demasiado grave, aunque fuera la primera vez que se veían a solas para charlar después de la muerte de Antonio. Ella pidió otra cerveza a un camarero que dejó sobre la mesa una extensa carta donde destacaban los platos vascos. Más todavía que su hermano, Luis era un claro engullidor que odiaba los afeminados esteticismos de la nouvelle cuisine. Le gustaba fantasear con cada plato de la carta imaginándose los distintos sabores. Para ello se concentraba hasta reproducir cada sensación precisa en la lengua y en el paladar; el olor y la textura de una salsa, la temperatura y el color de un vino de crianza, la combinación perfecta entre un primer y un segundo plato. Pensó que, para empezar, los puerros a la vinagreta y las habas tiernas salteadas con ajetes, no estaban nada mal, pero qué decir de las angulas de Aguinaga, los cogollos de Tudela con anchoas de Cadaqués o las coles de Bruselas con salchichas. Aguinaga, Tudela, Cadaqués, Bruselas; asoció mentalmente cada uno de esos lugares a los diferentes sabores, como si éstos fueran el resultado cultural de un clima, una fertilidad determinada o un mar concreto. Los segundos platos indicarían la opción del vino; un Pesquera le iría de maravilla al muslo de cabrito asado con patatas, mientras que un Faustino del 87 no decepcionaría acompañando al conejo salteado al ajillo o al solomillo de buey con aceitunas a la mignonet. Los vinos blancos del Penedés se trabajarían bien unas cocochas a la vasca, y no harían menos con unos salmonetes de la costa, o con el besugo (pieza) del norte asado al limón.

—A Antonio le gustaba mucho venir a comer aquí —recordó Silvia mientras encendía un cigarrillo con la colilla del anterior.

—Sí, siempre pedía angulas. Le encantaba el picante; decía que le pusieran doble ración de guindillas.

Vino el camarero dispuesto a tomar nota y Luis se adelantó a pedir las angulas de Aguinaga, uno de los platos más caros de la carta. Le pareció que con su cuñada se debía mostrar espléndido y por ello la invitó a que ella pidiera lo mismo.

—Bueno —dijo Silvia en un tono en el que cabía la ironía tanto como la tristeza—, lo pediremos en honor de Antonio; pero las angulas —le dijo al camarero—, no las hagan muy picantes, que a mí luego me da ardor de estómago.

De segundo, ella pidió una merluza en salsa verde con espárragos, mientras que Luis optó por el besugo (pieza) del norte asado al limón. Para beber eligió un Blanc de blancs y el camarero tomó nota con rapidez en su pequeño bloc.

—Ayer encontré a tu madre un poco mejor —comentó Silvia aspirando el humo del cigarrillo.

—No te creas, tiene momentos. Han pasado ya dos meses y todavía la oigo llorar por las noches. Ahora es cuando se lo empieza a creer, cuando comienza a ser consciente de que nunca más volverá a ver a Antonio. —Bebió un sorbo de vino y emitió un leve sonido aprobatorio—. Y tú, ¿cómo estás?

—Me siento muy confusa. He leído varias veces la novela, si a eso se le puede llamar novela, y no sé si no entiendo nada o no quiero entender nada. Todo me parece tan extraño. No reconozco a Antonio en esas páginas, a veces me parece un loco. Tengo la sensación de haber estado viviendo con un impostor, con un personaje que él había inventado para convivir conmigo. Además, está claro que el Antonio de la novela es el real, el que yo nunca llegué a conocer. Es muy duro darse cuenta de esto cuando ya ni siquiera puedo hablar con él. Es evidente que llevaba una segunda vida en la que yo no participaba en absoluto… Me siento muy mal y muy triste, humillada, traicionada, inútil…

Indiferente a la comida, parecía demasiado ensimismada como para dejar de fumar el cigarrillo que levantaba ahora, frente a sus ojos, una informe nube de humo.

—La verdad es que la novela —dijo Luis mientras servía vino en las copas—, me dejó también a mí muy impresionado. Todo eso del narcisismo, es una verdadera locura…

—Es horrible, horrible; es como si alguien, de repente, hubiera destapado la máscara del hombre con el que yo he estado viviendo más de diez años. Hay tantas frases hirientes para mí… Además, representa una humillación añadida el hecho de que yo me haya enterado a través de lo que ya se ha convertido en un morboso best seller. Dice el editor, para consolarme, que hay mucho de ficción, que todo son fantasías, que nadie tiene por qué enterarse de nada, pero eso no es verdad, porque todos los periodistas han hablado ya de lo que es muy evidente: esto no es una novela, las novelas están hechas con personajes de ficción y aquí el único personaje de ficción es ese tal Gilabert que apenas tiene importancia.

Luis notó que las palabras de Silvia contenían rabia e indignación. Entendía que se sintiera muy mal. En la novela, quedaba claro que Antonio había estado engañándola con la joven estudiante, pero lo peor no era eso, lo peor eran los duros sentimientos que él había dejado escritos sobre ella. Cada una de esas opiniones, cada uno de esos pensamientos referidos a su mujer, eran verdaderas puñaladas al corazón. Esas frases desvelaban una crueldad que ella nunca hubiera llegado a imaginar.

Al sentimiento de pena que sentía por la desaparición del Antonio de los buenos momentos, por la desaparición de aquel hombre que había llegado a amar, se superponía otro no menos intenso que le presionaba con una agria sensación de estafa. Ella no merecía un engaño de tal magnitud.

—Se te van a enfriar las angulas —le advirtió Luis con dulzura.

—Es que es muy bestia, es muy fuerte… Luis, tu hermano se portó muy mal conmigo.

Comenzó a llorar y se acercó la servilleta a los ojos. Luis le cogió la mano y se la apretó, como intentando atenuar una falta irreparable de la que se sentía, como hermano del que la cometiera, algo culpable. Al verla llorar, un camarero que permanecía erguido junto a la puerta, se alejó dejándoles solos.

—Yo también he descubierto a otro Antonio —dijo Luis—, la verdad es que nunca creí conocer tan mal a mi hermano. Dice cosas que me han dejado con muy mal sabor de boca, como lo que cuenta de cuando éramos muy pequeños, cuando estuvo a punto de empujarme por un acantilado…

Le mantuvo la mano apretada durante unos minutos y luego se la soltó. Ella volvió a dar una calada al cigarrillo a pesar de haber comenzado ya a masticar las angulas. El moqueo, el humo y la desazón no le permitían comer con apetito.

Volvió a dejar el tenedor de madera sobre el recipiente de barro y lo apartó. Luego echó un largo trago de vino y, en un tono que contenía más cansancio que odio, dijo:

—Yo, que siempre he considerado estúpida a la gente que permite que se publiquen sus vidas y sus desgracias en la prensa del corazón, me he convertido en el principal pasto del morbo nacional, en la desgraciada más cornuda y apaleada del reino. Han salido fotos mías que yo no sé ni dónde ni cuándo me las han hecho. Hasta me han llamado de un programa de televisión para hacerme una entrevista. ¿Qué esperan que haga, que vaya y que me ponga a llorar delante de todos, y luego diga que Antonio era un hijo de puta?

Enseguida se dio cuenta de que lo último que había dicho era un poco excesivo delante de Luis. Pero no se disculpó, porque la ira y la vergüenza que sentía eran ahora superiores a cualquier formalidad familiar.

En el fondo de la sala, dos ejecutivos ocuparon una de las mesas próximas y, al percatarse de la gravedad de la conversación y de las lágrimas en los ojos de ella, se quedaron en un silencio expectante e incómodo. La llegada del camarero y sus comentarios sobre la carta disminuyeron esa tensión, permitiendo a los ejecutivos comenzar una conversación rutinaria y fluida. Silvia apagó el cigarrillo y encendió inmediatamente otro. Dio una calada profunda. El humo tenía el sabor rancio de las noches demasiado largas.

Luis fijó su mirada en la forma sensual en que ella fumaba el cigarrillo, sus curvas prietas en el interior del suéter, sus ojos verdes. Pensó que ahora, en ausencia de su hermano, tal vez fuera el momento para que ellos tuvieran una relación; una relación que —por otra parte— se había insinuado muchas veces antes. Se imaginó por un momento desnudo en casa de Silvia, rodeado de fotos de su hermano que presidían desde la mesilla de noche un acto del todo inmoral. Se recriminó esos pensamientos perversos y trató de alejarlos de sí. Pero ella estaba tan atractiva llorando que hasta el brillo de sus pupilas parecía un aditivo más a su encanto. Animados por el vino, los ejecutivos consiguieron meterse en el problema comercial que planteaba algún inepto del escalafón inmediatamente inferior al suyo. El elevado tono de su voz les distanciaba ahora, lo que permitió a Silvia y a Luis volver a conversar con comodidad.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella.

—No lo sé, mañana tendré que volver a Valencia, aunque a lo mejor dentro de un tiempo vengo a vivir aquí.

—¿A Barcelona? —exclamó ella con incredulidad.

—Sí, hace unas semanas me dijeron en el banco que a lo mejor les interesa que me instale aquí. Si me lo confirman, es posible que venga dentro de uno o dos meses. La verdad es que me gustaría mucho volver, estoy un poco harto de Valencia, de ver siempre a la misma gente. Además, estaría más cerca de mamá. Si vengo, viviría un tiempo con ella y luego me buscaría algo.

—Podrías vivir en el apartamento de tu abuela, en el que se encerraba Antonio para escribir —pronunció esta última palabra con un soniquete irónico.

—Lo he pensado, aunque no sé si me gusta la idea. El otro día pasé por allí. Todo está como él lo dejó: el ordenador, su querido ordenador, la raqueta de tenis, los montones de libros por el suelo, el que escribió sobre Borges; por cierto, había cuatro cajas enormes con ejemplares de ese libro.

—¿Y qué hacen allí?

—No sé, tal vez la editorial se los devolvió. ¿Pero tú nunca ibas a verle?

—No le gustaba nada que fuera allí, era su refugio. Ahora entiendo el principal motivo, esa Teresa que me sustituye en la novela; bueno, en la novela y en la realidad. La semana pasada me llamó la tía esa y yo, claro, la mandé a freír espárragos, ¿qué tengo yo que hablar con esa puta?

Esa Teresa Gálvez de la que la prensa hablaba por haber sido la amante de su marido, se había convertido para Silvia en un personaje enigmático, en alguien que conoció mucho mejor a Antonio que ella. Teresa Gálvez, Teresa Gálvez; era un nombre que llevaba rebotando dentro de su cabeza desde la misma noche del premio en la que Antonio murió en sus brazos.

—Yo creo que lo que hizo esa chica es ilegal —dijo Luis, mientras volvía a llenar las copas—, incluso lo han dicho algunos periodistas. Uno no puede presentar un texto de alguien a un premio sin que el otro lo sepa. Imagínate que yo voy a tu casa, estoy allí una tarde, cojo todas tus cartas, las junto y las envío a un premio de novela.

Silvia dio una nueva calada y sonrió por primera vez. Lo que Luis acababa de decir le trajo a la memoria el montón de cartas que todavía guardaba en un cajón. La mayoría eran cartas de amor, de novios adolescentes que había conocido en una etapa muy anterior a la de Antonio. Durante unos instantes pudo avivar el recuerdo de esos jóvenes. Uno se le aparecía con granos en la cara, otro subido en una ruidosa moto de trial. Luego se entristeció al pensar en las cartas que le enviaba Antonio cuando estaba estudiando en Buenos Aires. Eran cartas de una ingenuidad maravillosa que la sumergían ahora en recuerdos tan dulces como remotos.

—De hecho, la novela estuvo a punto de no publicarse —dijo ella cuando dejó de evocar ese epistolario de imágenes—. Ojalá no se hubiera publicado, ojalá no me viera yo ahora convertida en esta pieza apetitosa para la prensa del corazón.

—La verdad es que como novela —dijo Luis bajando un poco la voz— yo no entiendo qué le vieron los del jurado del premio. Me parece un texto literariamente malísimo; de haberse muerto Antonio un día antes, todo el mundo hubiera creído que el tribunal, presionado por la editorial, aprovechaba la muerte de uno de los concursantes para premiar y lanzar una novela insólita. Esto es lo que decía el que escribió la crítica en La Vanguardia. Yo creo que el único interés de ese texto, que para nada es una novela, está en el hecho de que se trata de un testimonio de una autenticidad angustiante en el que se puede apreciar un gradual proceso de enloquecimiento.

—Yo lo notaba cada vez más angustiado —dijo Silvia—, más abstraído, más indiferente conmigo, más abatido; algunas noches nos metíamos en la cama sin apenas haber intercambiado unas palabras de cortesía… Un día le hablé y le dije que ya no podíamos seguir así; me contestó que no pasaba nada, que sólo estaba muy concentrado en un artículo sobre Borges que pronto terminaría. Claro…, luego hemos visto en qué estaba tan concentrado… (el soniquete irónico de Silvia empezaba a instalarse en su forma de hablar de Antonio).

Cuando trajeron la cuenta, Luis reparó en que el restaurante se había ido llenando. Pagó con tarjeta de crédito y, después de firmar y dejar la propina en metálico, pasó primero, abriéndose camino entre las mesas repletas de hombres y mujeres cuya única voz se había convertido en un murmullo animoso y compacto. Fuera, en las Ramblas, el viento de mar hacía vibrar las hojas de los plátanos y sobre la estatua de Colón se cernían unas nubes oscuras que amenazaban lluvia. A la desdentada prostituta de antes se le habían añadido otras de aspecto no menos lamentable: recostadas contra la pared y pintarrajeadas hasta lo grotesco de sus escotes, amedrentaban a los turistas con fellinianas provocaciones. Un vendedor de rosas de tez muy morena hizo el gesto de ofrecer una a Silvia, y Luis, sin pensarlo, la pagó y se la entregó con una sonrisa.

—Gracias —dijo, algo desconcertada—, me encantan las rosas.

Silvia había venido en taxi, por lo que él la acompañaría (una vez consiguiera sacar su coche del cavernoso aparcamiento de enfrente) hasta la misma puerta de su casa. En el trayecto —como para liberarse de conversaciones más trascendentes— ambos se sintieron cómodos hablando de trivialidades; de la lluvia inminente, del tráfico de Barcelona, de Valencia.

—¿Qué vas a hacer esta tarde? —preguntó Luis, mirándola, cuando el coche se detuvo en un semáforo rojo.

—No lo sé; a lo mejor voy al cine, me gustaría distraerme un poco, ¿y tú?

—Creo que voy a ir a ver a mi madre —improvisó él como alejando una absurda tentación.