Ayer por la tarde, como hago cuando ya no soporto por más tiempo la abstinencia sexual a la que me condena la vida, me puse a leer los anuncios que, bajo el epígrafe «relax», aparecen en los periódicos que casi nunca leo. Con un lápiz comencé a señalar las ofertas más tentadoras: Jacqueline, aniñadas señoritas, sexo de arriba abajo, fetichismo, transformismo, humillación, bondage, spanking, aberraciones. Tenista, mis pechos son de verdad, francés a pelo, beso negro, lluvia dorada, me gusta hacer amigos, Visa, 24 h. Silvia, sumisa, me inicio, sí a todo. Diana, gordita muy picara, labios calientes, pecho 105, rasurada S.D., copro, jacuzzi, precios especiales enero. Ama Marlene, sadomaso a todos los niveles, la mejor luchadora, hab. preparada.

Después de varias llamadas de teléfono y de verificar otros servicios personales que yo considero imprescindibles, al final me decidí por Jacqueline, sobre todo porque me dijeron que habría ocho chicas entre las que yo podría elegir. Tomé un taxi que me acercó a la plaza Narciso Oller. Cuando entré en el coche, me llamó la atención que no hubiera una radio (acostumbrado al populismo altisonante de «Directamente García», aquel silencio resultaba casi intimidatorio). Al comunicarle mi sorpresa por la ausencia del «aparato de compañía», el taxista me dijo que en treinta años de profesión nunca se había sentido atraído por comprar uno. De forma absurda, sus razones me recordaron a Funes el memorioso.

—La realidad que veo en las calles es tan rica en matices, ¿para qué quiero más distracciones?

Al llegar al número 14, subí al entresuelo y pulsé un botón de color verde. Me abrió una mujer bien entradita en años con pinta de ser la dueña. Me condujo a una minúscula habitación, casi un armario, y me indicó que esperara allí. Desapareció al correr una cortina de plástico y se alejó sobre sus pasos hasta el fondo del pasillo. Entonces escuché el sonido de una puerta y otros pasos que siguieron a la mujer hasta la salida. Al pasar junto a mí, pude ver, debajo de la cortina, los zapatos Lotuse de un hombre, y, luego, escuchar su voz cortés y grave diciendo «buenas tardes». Traté de imaginar al hombre de la voz y los zapatos Lotuse, de ajustarle una cara conocida, pero el rostro que me sugería la mente me resultó impracticable, disparatado e incómodo. ¿Cómo iba a ser el psiquiatra que se mató en las costas de Garraf si, efectivamente, se mató en las costas de Garraf? Comenzaba a distraerme en la delirante tarea de inventarle un hermano gemelo, una prodigiosa duplicación de la naturaleza, cuando los pasos de la madame volvieron a mí y la cortina de plástico se transformó en su cara.

—¿Conoce usted ya nuestros diferentes servicios? —preguntó con solicitud, al tiempo que introducía las manos en los bolsillos de su batín.

—No.

—Pues mire, le cuento un poco cómo funcionamos. Son siete mil por media hora y doce por una. También tenemos la oferta de quince mil por hora y media y, en ese caso, lo puede hacer dos veces.

—¿Y si no me gusta ninguna chica?

—No hay compromiso, no pasa nada.

—Muy bien.

Me condujo a una habitación más amplia y, cuando se retiró, me detuve a observar la decoración. Sobre una mesa camilla había una figura de porcelana de un mal gusto parecido al que irradiaban unas cortinas de tonos anaranjados y verdes. Un cuadro reproducía un ambiente bucólico en el que bailaban querubines al lado de un manantial liláceo y cristalino. Era cursi hasta lo irritante. Imaginé al pintor de ese cuadro pintando durante toda su vida cientos de horteradas parecidas, que luego reposarían en paredes de lugares tan horribles como aquél. En las marisquerías baratas y en los prostíbulos es donde he visto las estridencias cromáticas más vomitivas, las combinaciones más incompatibles, los barroquismos más disparatados y mareantes. Sobre un alegre sillón de color verde loro, me llamó la atención otro cuadro que representaba algo que creí reconocer. Era el escudo forjado por Vulcano que admira Eneas en el canto VIII de la Eneida. Allí estaba el círculo de brillantes delfines argénteos barriendo las aguas con sus colas, el mar holgado de las naos herradas y la naumaquia de Accio. También, encaramado en la alta popa, bajo un cielo negro custodiado por la estrella de su padre, Augusto César parecía un bañista de la Costa del Azahar, y los penates que se dirigen a la nao principal, un colegio de subnormales subiendo a un autocar. En tierra, un Agripa parecido a Pinocho no mostraba en absoluto su soberbia insignia de la victoria: la brillante frente ceñida de espolones con la corona naval, era más bien un sombrero de fin de año en un hotel de carretera de Nevada. Por su parte, Antonio, que retorna vencedor de los pueblos de la Aurora y del litoral bermejo, era allí un irreconocible monigote fallero.

Cuando estaba imaginando al piadoso Eneas frente a esa desgracia del arte, una joven entró en la salita, se acercó, me besó en la mejilla y me dijo: «Hola, soy Katia». Luego fueron pasando otras que hicieron lo mismo que la anterior. Entre las cuatro primeras, Úrsula me pareció con diferencia la más atractiva. Intenté retener su nombre, hasta que pasó a competir con la última de todas, con Amaya. Me esforcé en comparar a Úrsula con Amaya, pero sus caras y sus curvas se superponían y ya no era capaz de decidirme por una de las dos.

—¿Qué? ¿Qué le ha parecido? —dijo la mujer insinuando una leve sonrisa de complicidad.

—Dudo entre Úrsula y Amaya. ¿Podría volver a verlas un momento a las dos?

—Bueno, pero luego no se me vaya.

—No… Ah, una pregunta —me apresuré a añadir señalando el presunto escudo de Vulcano—: ¿Sabe usted dónde compraron ese cuadro?

—Me lo regaló un cliente que murió el año pasado, pobrecito; un cliente que estuvo viniendo aquí más de quince años, todas las semanas. Era profesor de literatura en un colegio. Muy buena persona.

Sonreí al pensar en la posibilidad de que yo también me convirtiese en un cliente asiduo del local y que terminase incluso aportando un cuadrito que diera paso a una larga saga de profesores de literatura puteros. Al volver a pasar, Úrsula me pareció más joven y sensual que la otra. También más inocente. Comuniqué mi decisión final a la madame y en pocos segundos reapareció la chica. Con una sonrisa, me indicó que la siguiera. Atravesamos un pasillo en el que volvían a dañar la vista otras tantas pinturas que, sobre el estridente papel de la pared, producían un efecto directamente psicodélico. En las puertas cerradas que dejábamos a los lados, se escucharon unas risas y luego unos exagerados y comerciales jadeos femeninos. Por fin llegamos a una habitación cuyas paredes eran espejos. Multiplicada incontables veces, vi a la muchacha cerrando la puerta y desnudándose.

—Ven que te lave. Estás muy serio, ¿cómo te llamas? Le respondí con el nombre completo del personaje de mi novela y luego me giré para observar su reacción.

—¿Gustavo Horacio Gilabert? Suena bien. ¿Cómo está el agua? ¿Caliente? Espera, ¿así está mejor?… ¿Y a qué te dedicas, Gustavo Horacio?

—Soy novelista —respondí con súbita seguridad en mí mismo.

—¿Ah, sí?… Pues yo soy estudiante, hago filosofía.

—¿En la universidad?

—Sí, en la Pompeu Fabra, estoy en tercero. Yo quería estudiar para relaciones públicas, porque soy muy buena tratando con la gente, ¿sabes?, pero en la selectividad exigían una nota muy alta y yo sólo saqué un 5,6. Entonces cogí filosofía que, aunque no me gusta, al menos es un título.

Me pareció un poco increíble que aquella joven pizpireta estuviese cursando el tercer curso de filosofía. Sentí una cierta curiosidad por examinarla.

—Y ¿vas a clase?

—Bueno, a primero sí que iba, por las mañanas, pero luego empecé a trabajar en esto todo el día y ahora ya sólo voy a los exámenes. Apruebo con los apuntes que me dejan.

—A ver —le dije con absurda autoridad profesoral—, dime tres obras de Platón.

—Ah, me quieres examinar, ¿eh?… Pues… Platón es el de la caverna, el que escribió El banquete, La metafísica

—No, esa última es de Aristóteles —corregí, no sin algo de vanidad.

—Ah, sí, es verdad, es del otro, de Aristóteles, pero lo sabía, ha sido un despiste, en el examen lo puse bien, te lo prometo… Platón también escribió El príncipe, ¿verdad?

—No, eso también es de otro.

Me dio una toalla pequeña y me dijo que la esperara en la cama.

—Así que escribes novelas —murmuró sobre el sonido del agua—, y ¿te las publican y todo? A lo mejor eres un escritor famoso y yo aquí como una idiota sin saberlo.

—Sí, soy bastante famoso.

—Pues ahora que lo dices, tu cara me suena. ¿Has salido alguna vez en la televisión?

—Sí, muchas veces.

—Y las novelas, ¿te las inventas?

—No, casi todo lo saco de la realidad.

Cuando volvió me fijé en sus pechos perfectamente dibujados hacia arriba, como los cuernos de un toro. Su sonrisa era muy ingenua, y sus ademanes transmitían una extraña sensación que oscilaba entre la inocencia y la perversión aprendida. Tanto su pelo, que con soltura se ajustaba a uno y otro lado de las orejas, como sus facciones y su piel, le conferían un cierto aire exótico. Ello me hizo pensar un instante en la niña Chole y, animado por el mismo impulso del marqués de Bradomín, así sus voluptuosos senos con mis manos doctorales y me dispuse a consagrar el sacrificio.

—¿Te importa que me fume un canuto? —le dije mientras se acomodaba en mis bajos.

—No, pero espera a que abra un poco la ventana, porque luego viene la jefa y se enfada conmigo.

El abigarrado pasillo está repleto de libros hasta el techo.[22] Son colecciones obsoletas que al editor le gusta conservar perfectamente colocadas por temas y autores. Sólo un exiguo espacio al final de las estanterías de hierro deja ver unas fotos colgadas en la pared, que reproducen rancios retratos de Kafka, Poe y Joyce. Un joven de barba muy oscura y gafas de anchos lentes descuelga el auricular y marca un número en un teléfono que apenas sobresale entre los innumerables libros amontonados y las cajas.

—¿Puedo hablar con Gustavo Horacio Gilabert?

Le dicen que espere un momento y que no cuelgue. Ese tiempo es aprovechado por otro joven menudo que aparece sacando la cabeza detrás de una puerta del pasillo.

—Dile que tendrá las galeradas la semana que viene, y de paso —aquí baja la voz y pone cara de pillo— pregúntale cuántos López y Gilabert hay en su maldita novela.

El joven de barba oscura se lleva el dedo índice a los labios pidiéndole que se calle.

—¿Señor Gilabert? Hola, buenas tardes, soy Laureano Viñas de aquí de Galaxia; le llamo porque ya estamos componiendo las galeradas y dudamos de algunas cosas… Si, por ejemplo, en las conversaciones que el personaje de Gilabert mantiene con la directora literaria, podríamos poner una de las voces en cursiva para destacarla de la otra o tal vez…

—Sí, me parece bien, porque como sólo aparece la conversación y no hay un narrador que permita diferenciar, hay que pensar en algo que clarifique. La cursiva está bien, mejor que la negrita, aunque también podríamos escribir sus nombres enteros al principio y luego sus iniciales, como en una entrevista de prensa.

—Bueno, sí, ésta sería otra posibilidad, pero yo creo que tratándose de una novela es preferible marcar una voz en cursiva y dejar la otra en redonda. ¿No?

—Me parece bien, dejemos la cursiva… Ah, otra cosa, ¿habéis resuelto el tema de la portada?

Como lo de portadas lo lleva Lucía Fuertes, Laureano Viñas le dice a Gilabert que espere un momento. Luego deposita el auricular sobre el montón de libros y comienza un peregrinaje por los despachos. ¿Está Lucía? ¿Habéis visto a la Fuertes? «Está en el lavabo», responde su compañera de despacho sin desatender un dibujo en la pantalla del ordenador. Después, aparece la Fuertes y una voz la apremia para que corra al teléfono.

—Hola, señor Gilabert, he pensado que la mejor forma de dar la sensación de espejo, de duplicación de su persona en su personaje, estaría en invertir el fotolito de una foto suya en la que aparezca de perfil. Así, usted estaría mirándose a sí mismo.

—Bueno, lo que ocurre es que hemos cambiado de opinión… veo que no te ha dicho nada Laureano… Bueno, te lo cuento, aunque es un secreto; no lo digas a nadie porque entonces se desbarataría todo. Resulta que al final vamos a montar una pequeña operación de lanzamiento que supone que el que firmará la novela será López, es decir, mi personaje de ficción.

—No entiendo nada —dice la joven, contrariada.

—Yo voy a firmar mi novela con el seudónimo de López. Él será el que tendrá que bregar con la prensa y con todo lo demás.

—Pero López no existe.

—Por eso hemos buscado a un actor que se hará pasar durante un tiempo por él. Pero, sobre todo, insisto, no se lo digas a nadie.

—Pues no me habían dicho nada. Y… entonces, ¿cómo será la portada? —Haremos lo del fotolito invertido con una foto de López, es decir, con la foto de ese actor que se hará pasar por él.

—¡Qué lío, señor Gilabert!… Bueno, mientras lo entienda usted.

Laureano Viñas se acerca a Lucía Fuertes y le hace un gesto indicándole que quiere volver a hablar con Gilabert.

—Señor Gilabert, le paso otra vez a Viñas.

—Hola, sí, es que me preguntan aquí si ya tiene la solapa… Se acuerda de que pensamos que como la novela era un poco complicada, lo mejor era que la escribiera usted.

—Sí, precisamente la he terminado esta mañana. Te la envío en cinco minutos por fax…

fax 4536042

Para Laureano Viñas

de Gustavo Horacio Gilabert.

Laureano, esto te puede servir al menos para utilizar algunas frases. Creo que explica bastante bien la novela, aunque no sé si la hace suficientemente atractiva para el lector. Ya verás que no tengo mucha experiencia en solapas…

(Solapa para "López y yo".)

Con un estilo cincelado, preciso, lírico, de una deslumbrante eficacia en el análisis de los sentimientos y las situaciones, Antonio López es a un mismo tiempo el autor y el protagonista de un relato que comienza con su propia muerte en la noche en que gana un premio literario. La novela es un prodigio de alternancias de voces, parodias y citas. Desde las reflexiones personales que el protagonista —un profesor de literatura que se doctoró con una tesis sobre Borges— escribe en su «querido ordenador», hasta las charlas que mantiene el viejo editor Gustavo Horacio Gilabert con su directora literaria, todo en "López y yo" parece articularse en favor de una sola dirección: la de convertir la novela que nadie escribe (pero que el lector está leyendo) en la verdadera protagonista de la historia.