Creo que Silvia y yo en el fondo nos odiamos y que el odio es nuestro verdadero e inconfesable secreto. Los dos compartimos el mismo resentimiento y la misma cobardía que algún día estallarán. Si me dejara llevar por mis impulsos inmediatos y fuese enteramente sincero conmigo mismo, no dudaría en abandonarla. El problema es que cualquier separación que no fuera instantánea, que dejara huellas, abogados y nuevos psiquiatras, sería todavía más horrible que nuestra situación actual. No soporto ver cada día la angustia de su insatisfacción casi tan grande como la mía; esa permanente desazón con la que no deja de mirarme, de culpabilizarme de no sé qué. Las mujeres que cumplen treinta y cinco años sin tener hijos se sumergen en una angustia que tiende a crecer con el tiempo. Es como si se les presentara una anticipación biológica de la muerte, como si el calendario para tener hijos les estuviera marcando un primer fin de la vida. A Silvia, con la operación de riñón, ese fin la pilló desprevenida. Siempre me acusa con su mirada. Pero, ¿qué culpa tengo yo de su operación de riñón? ¡Que me deje en paz!; yo sólo quiero trabajar tranquilamente en mi novela, yo sólo quiero pensar en Gilabert y en tejer una trama para colocarle en una vida que pudiera ser real. Pero lo que llamo alegre e impunemente mi novela, tal vez nunca pase de ser este amasijo de palabras infelices que ahora escribo, esta permanente aproximación a algo que siempre retrocede, esta forma infructuosa de llenar mis horas vacías, este desquiciante proceso irreversible que me aniquilará hasta hacer de mí un perdedor definitivo.

El ordenador que me mira por el ojo grande de su pantalla luminosa es el gran cómplice de este reto que he tramado contra mí mismo. Frente a él imagino todas las cosas; algunas las escribo y otras las olvido. El resto del día me parece invariable, previsible y rutinario. Frente a mi ordenador el mundo cobra un sentido más intenso y yo me sueño convertido en escritor. Sé que mi propósito, por indefinido, por no ser ni siquiera un propósito, puede llevarme a un desinterés todavía mayor por los demás, a una frustración irreparable o a la locura, pero lo siento dentro de mí como una violenta llamarada que me arrastra, como una enorme bola de fuego que me empuja a seguir. Me río a carcajadas de mí mismo: en realidad, yo soy el objeto, el sujeto y el primer personaje de mi gran obra…; porque para pensar en Gilabert tengo antes que pensar en mí; tengo antes que confesar a mi ordenador todo lo que me pasa por la cabeza, por el cuerpo, por la piel. Por cierto, la relación entre el cuerpo y la cabeza plantea ya un problema existencial que yo descubrí a los ocho años seccionando el rabo a una lagartija. Porque, si me cortasen los brazos, sería yo y mis brazos; si me cortasen las piernas, sería yo y mis piernas; pero, si me cortasen la cabeza, ¿sería yo y mi cabeza o yo y mi cuerpo? Vivir es imaginar mediante hipótesis tan absurdas como ésta lo desconocido en base a lo conocido. Imaginamos la muerte y la poblamos de ángeles y demonios que se parecen demasiado a nosotros. Tal vez todo ello sea el resultado inercial del acto primigenio de Dios, que hizo al hombre a su imagen y semejanza, dando continuidad a una infinita cadena de identidades que se imaginan. Me gusta la intimidad que me permite mi ordenador. Escribir en un papel siempre supondría el riesgo de que alguien —como Fátima, la chica marroquí que viene aquí una vez a la semana a limpiar— lo leyera. Mi ordenador retiene todo fielmente en su memoria y sólo me lo muestra a mí (a no ser que yo esté equivocado y presuponga erróneamente a Fátima como incapaz de acceder a la información de mi ordenador). Ese acto introspectivo de escribir lo que se me ocurre sobre Gilabert, ha de fundamentar su personaje, cuya verosimilitud dependerá de la capacidad que yo tenga de verme a mí mismo en él. Supongo que ningún escritor deja en realidad de escribir en primera persona. Los personajes, por muy diferentes que sean de él, equivalen sólo a un mero desplazamiento de la mirada. Pero la transferencia de mi identidad en la de Gilabert sólo debería manifestarse en una primera fase, pues él será un viejo editor y yo no soy ni viejo ni editor. Hacer de Gilabert un personaje demasiado parecido a mí podría ser pasto para engordar a psicoanalistas pero no me serviría para darle consistencia. Tengo que hacer un esfuerzo para imaginarme a un hombre de su edad; tal vez fijándome en los viejos que me rodean, hablando con ellos, logre dar con su voz. Gilabert podría tener algo del viejo que un día me describió una puta cuando le pedí que me hablara del cliente más extraño que hubiera conocido. Ella, después de pensarlo, me dijo: «Un viejo venía con unos bolígrafos Bic y los tiraba al suelo para que yo, desnuda y calzada con unos tacones altos, los pisara y los rompiera mientras él se masturbaba y me llamaba madre. Un día comenzó a llamarme cerda y me pidió que le pegara; más fuerte, más fuerte, eres una cerda asquerosa, hasta que yo le di y él me respondió y yo le dije que allí habíamos terminado. Después de aquello no quise subir más con él a pesar de que me pidió perdón y me dijo que nunca más volvería a repetirse lo ocurrido. Unas semanas después lo vi subir con una chica del Big Ben, con la Lourdes, y me contó que seguía haciendo todo eso de los bolígrafos y yo le dije que tuviera cuidado, que esos tipos son peligrosos y que nadie sabe si un día vienen con un cuchillo y después de llamarte madre van y te matan».

Gilabert podría ocultar ese paréntesis perverso que le sacara de la rutina de su editorial. Podría ser un perfecto padre de familia que conviviera con unas fantasías que, sabiamente restringidas y controladas, serían como pequeñas excursiones a un lado abyecto de su alma. Aunque no sé si un hombre que practicara habitualmente un rito como el de los bolígrafos Bic podría luego llevar una vida enteramente normal de padre de familia, una vida que no se viera salpicada por otros detalles raritos con su mujer o con sus propios hijos. No parece posible ser completamente otro en un solo recinto aislado de nuestra identidad, en un solo momento de verdadera enajenación. Dicen que la mayoría de los asesinos en serie han dado siempre muestras de gran normalidad; los vecinos son los primeros en sorprenderse: «¿Cómo? ¿El señor Brudos es un asesino que ha matado a diecisiete mujeres? ¡No puedo creerlo!».[15] En un cuento del Gran Parodiador, el protagonista se imagina a sí mismo multiplicado infinitamente en tiempos distintos, que son las posibles alternativas por las que pudo haber optado y no optó; imagina que todos esos personajes que le duplican (él es todos ellos) cobran existencia simultánea poblando el jardín de la casa de un viejo sinólogo al que ha venido a matar. En otro de sus relatos, un hombre ha sido todos los hombres; en otro, un hombre ha sido El Hombre; en casi todos, un hombre es otro hombre. ¿Por qué no permitirle entonces a Gilabert esa leve incoherencia con su vida; ese pequeño aperitivo carnal de bolígrafos Bic que no le daña ni le pierde? Cioran, ese aristócrata de la duda, sólo tenía relaciones sexuales con prostitutas. A ellas les preguntaba sobre la vida y sobre la muerte, sobre el cielo y el infierno; a ellas consagraba su única sinceridad con el mundo, a ellas consideraba «una academia de lucidez ambulante».

Ayer por la noche, cuando mi insomnio era acompañado por la acompasada respiración de Silvia, pensé que Gilabert y Beatriz, su entregada directora literaria que le ayuda a concretar la novela, podrían comenzar a tener una relación amorosa, una relación que eclipsara sus vidas y les lanzara a viajar compulsivamente por el mundo. Sus conversaciones sobre la novela que no escriben podrían suceder en escenarios muy distintos: la caliente terraza de un restaurante chino sobre la bahía de Hong Kong, la vertiginosa vista giratoria del cocktail bar más elevado y panorámico de San Francisco, el restaurante en Tahití donde sirven la ensalada afrodisíaca que nubla la vista… Cuando estaba ahora mismo soñando con el restaurante de Tahití, he liado un canuto y he abierto la carta que antes había encontrado en el buzón. Es de la editorial en la que publiqué mi tesis doctoral sobre Borges. ¿Me querrán comunicar alguna buena noticia? ¿Se habrán disparado las ventas de mi libro en Nueva Zelanda? ¿Lo querrán acaso traducir al japonés? ¿Tendré que desplazarme con urgencia a Buenos Aires para ser recibido en olor de multitudes bajo el grito unánime de López, López? Por desgracia, leer la carta ha significado una mala noticia que me ha deprimido y llenado de amargura. El texto dice literalmente así:

Ediciones Héctor S.A.

Barcelona, 16 de enero de 1995

Sr. Antonio López

Balmes 323, 4.a 2.a

08029 BARCELONA

Distinguido señor:

Por motivos de espacio y por el aumento constante de los costes de almacenaje, nos vemos obligados a destruir la mayor parte de las existencias de algunos títulos.

Este es el caso de su libro La morfología de los cuentos de Borges, del que desgraciadamente tenemos que informarle que sólo se han vendido 116 ejemplares desde que se puso en venta hace casi diez años. De acuerdo con el artículo 67 de la Ley de Propiedad Intelectual, se lo comunicamos para que nos diga, antes del día primero de febrero, la cantidad de ejemplares que desea que le reservemos, los cuales no pueden ser destinados en ningún caso a la venta. Quedamos a su disposición y, de no recibir una respuesta en el plazo mencionado, iniciaremos el proceso destructivo correspondiente.

Atentamente.

Jaume Amigo.

Al instante he llamado a la editorial para tener unas palabritas con ese verdugo de mi libro llamado, irónicamente, Amigo. Me ha dicho que si quiero salvar de la destrucción (parece que los descuartizan, los trinchan, los reciclan, quién sabe si para convertirlos en papel higiénico…) los dos mil ejemplares previstos, los puedo pasar a recoger por la editorial donde me los «regalarán». Nostálgico, le he dicho que enviaré a un transportista mañana mismo para que los traiga aquí, junto al ordenador que los vio nacer. Pero luego he pensado: ¿qué haré con ellos? Los podría regalar por la calle compitiendo con esos tristes poetas que me abruman a veces en las terrazas de los bares dándome una página con un poema y pidiendo «la voluntad». Sería como uno de ellos pero de lujo. O sea que en diez años sólo se han vendido 116 ejemplares. Me gustaría conocer a esas ciento dieciséis personas que invirtieron su dinero en mi libro. Tal vez debería disculparme y darles las gracias por lo que hicieron por mí. Pienso en ellas como seres reales, con sus respectivos trabajos, con sus respectivos hijos, con sus respectivas vidas. Si los conociera y les preguntase por qué compraron mi libro, seguramente me dirían que lo hicieron porque aparecía Borges en el título. Es muy posible que tan sólo uno o dos hayan aprendido algo de mi trabajo. Hubiera sido más lógico entonces hacerles llegar unas fotocopias del original. Este fracaso personal y este despilfarro de papel y de tinta se hubieran evitado. No es descartable que la presencia aquí de las cajas termine intimidándome y que decida celebrar, en la chimenea, en una noche de exaltación afectiva, un sacrificio dedicado al «lector desconocido». Me da vergüenza contarle a Silvia el ocioso viaje que emprendió hace diez años mi análisis del Gran Parodiador. Aunque ella es muy práctica y diría que sin esa publicación nunca hubiera llegado a ser profesor titular en la universidad. Siguiendo ese criterio, por un instante pienso en los miles de libros que se habrán destruido para acceder a las miles de plazas universitarias. Gilabert, como editor idealista, podría enterarse y denunciar el holocausto diario de todos esos ejemplares inocentes. Los autores que defraudamos a los editores deberíamos ser multados. Sólo de esta forma se dejarían de escribir libros tan innecesarios: «Usted tiene derecho a publicar su obra, pero piense que si no supera unos mínimos tendrá que pagar una multa y se le retirará la licencia para publicar». Y al que reincidiese en más de dos o tres fracasos se le podría incluso meter en la cárcel, desde la cual, el muy imbécil, posiblemente seguiría escribiendo. Llegar a editar un libro sin lectores es una caprichosa extravagancia que evoca, como el agua en el agua, el olvido.

Hace unos minutos se ha ido Fátima. Me ha dicho que ha comenzado el Ramadán y que no puede comer desde que se levanta hasta la caída del sol. Recuerdo que hace unos días le pregunté si era religiosa y me respondió que no. Es posible que no entienda por religión lo mismo que yo; o considere el concepto tan intrínsecamente ligado a su existencia personal, que ni siquiera haya conseguido distanciarse lo suficiente de él como para entreverlo. Nombrar y definir el marco semántico es una forma de dotarlo de existencia. San Juan comienza su evangelio diciendo: «En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios». Es como si la Palabra de Dios pasara a ser realidad física y temporal de forma inmediata. Diciendo «Luz», Dios creó la luz; diciendo «Estrellas», las estrellas y el sol; diciendo «Agua», los mares, los ríos y los lagos. Para la marroquí que ordena y limpia este pequeño santuario de mi soledad, la religión debe de ser algo inseparable de su vida y de sus costumbres y, en consecuencia, no existe como tal. «Religión» es un concepto genérico y relativo que no es comprensible cuando se piensa desde una absoluta y única realidad. Lo más probable es que ella entienda por religión «las otras» religiones y, en ese caso, mi pregunta hubiera sido equivalente a: «¿Eres católica, judía o hindú?».

Para ella, la suya no es una religión, porque eso implicaría que hay otras y, para ella, sólo hay Una y está como pegada al Mundo. La idea que relaciona el nombre con la existencia abunda en los textos del Gran Parodiador. Así, al pensar en el ejemplo concreto de Fátima no puedo eludir el patio y los niños jugando a algo que Averroes no es capaz de nombrar. De hecho, anoche, imaginando en la cama el patio de Averroes, se me ocurrió la posibilidad de articular mis pensamientos dentro del sistema de símbolos del Gran Parodiador, de forma que mi novela se construyese en base a sus procedimientos narrativos. Como Almotasim, yo buscaría el alma de Gilabert a través de los delicados reflejos que ha dejado en otras. De El sur, podría plagiar la valiente muerte de Juan Dahlmann, con lo que Gilabert, muriendo humillado por los tubos y las inyecciones del hospital de Bellvitge, creería que muere en realidad defendiéndose heroicamente frente a un grupo de navajeros de la calle Escudellers. Tres versiones de Judas dotaría a mi personaje de unos valores morales tan diametralmente opuestos a los cristianos, que una obra buena sería para él toda traición bien urdida y perpetrada. Ello llevaría a Gilabert a granjearse innumerables enemigos que, lejos de mostrar interés por asistir a sus sombrías misas de exaltación del cuerpo y la sangre de Judas, planearían su muerte. Entraría así Gilabert en un estado permanente de paranoia que le llevaría a confundirse con el personaje de La espera. Más difícil, aunque no imposible, resultaría conciliar a los pacíficos Ireneo Funes y Pierre Menard con toda esta serie de gángsters y compadritos, aunque siempre podrían coexistir dos planos de realidad: el de los soñadores, que como Funes y Menard sólo recuerdan o escriben, y el de los héroes de la acción, que consiguen sobrepasar con el cuchillo su condición de meras apariencias. Escribir una novela que utilizase como marco de referencia la obra del Gran Parodiador es una empresa ardua y tal vez imposible, mucho más ardua que «tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara». Porque mientras el relato breve permite centrar la trama en una situación y en dos o tres símbolos básicos, la novela obliga al desarrollo psicológico de los personajes y a un cambio gradual, historiado. Algunas novelas, como El extraño caso del doctor Jekyll y Mr Hyde o La metamorfosis, se parecen mucho y hasta podrían ser cuentos alargados del Gran Parodiador. Precisamente por ello son novelas breves, porque no resisten que la trama abandone apenas un instante al protagonista y se desplace hacia otros personajes. En la novela de Stevenson, la posibilidad de que conociéramos a las familias de las víctimas y la relación detallada que los miembros de éstas mantienen entre sí, plantearía una insuperable ruptura narrativa, porque nos alejaría de la pulsión del personaje central; de igual forma, en la de Kafka, ¿qué lector podría regresar a la mirada del protagonista convertido en insecto si alteráramos un momento el ángulo subjetivo de su angustia?[16] La única posibilidad que yo veo de alargar los cuentos del Gran Parodiador hasta convertirlos en una novela, estaría en utilizar algunos de sus trucos de prestidigitación: la existencia de la literatura dentro de la literatura (que en nuestro caso podría consistir en que Gilabert se creyera real como yo y que incluso pensara en mí como un personaje de ficción), la idea del doble (dos personajes que parecen diferentes son en realidad el mismo), el juego con la identidad de los protagonistas (sus cambios existenciales frente a situaciones culminantes), las alternancias metafísicas de la realidad (que muestran la condición ilusoria del mundo). Estos procedimientos deberían estar articulados dentro de un argumento no borgeano que los hiciera apenas visibles por secundarios y tenues. Un personaje que quisiera dar forma a esa novela podría ser el protagonista idóneo de la mía. Pero a ese personaje, a ese posible e incierto Gilabert, le tendrían que acontecer las cosas normales de la vida en un mundo concreto, en una casa y en una familia concreta, visible, imaginable, real. Esta secuencia gradual de los hechos, esta minuciosa descripción de lo que contextualizaría a Gilabert, le haría pasar de ser un ente abstracto (un mero axioma sobre el que cargar pesadas hipótesis especulativas) a convertirse en un hombre de carne y hueso que hace cosas como los demás; un hombre capaz, por ejemplo, de dormir en sábanas blancas de hilo, de amar el estofado de rabo de toro, de soñar que está cazando en el campo ataviado con un chaleco de cuero y un sombrero tirolés, de recordar con nostalgia «las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos» o «las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho». No menos ímproba sería la tarea de incorporar en mi novela los símbolos del Gran Parodiador: ¿qué inextricable yuxtaposición de sucesos imprevistos justificaría un desierto en la monótona vida de mi viejo editor catalán? ¿Qué perplejas curvas tendría que deparar su destino para que un día se encontrara con el tigre que «marcará su rastro en la limosa margen de un río cuyo nombre ignora»?

Los símbolos complementan la insuficiencia verbal de la palabra; son imágenes saturadas de autoridad espiritual que sugieren la totalidad a través de un complejo proceso de analogías y correspondencias. Los símbolos contienen algo de la atemporalidad que hallaremos en el otro mundo: los entendemos de forma simultánea, sin la torpe sucesión cronológica a la que está sujeta toda forma de escritura. Explicar con palabras, por ejemplo, todo lo que contiene el símbolo de la Cruz implicaría a muchas generaciones de hombres afanados en un propósito tan enloquecedor como eternamente inconcluso; porque los símbolos, como decía El Griego, son pequeños escarceos hacia la eternidad, hacia aquel lejano instante de plenitud en el que las cosas serán todo para todos los hombres. De esta excelsa región de formas quietas y esenciales participa también el Gran Parodiador. A Él le fue revelado el Secreto que nos aguarda después de la vida, cuando la última trompeta aniquile para siempre las sentencias de los hombres. Y es que los símbolos del Gran Parodiador viven en el mismo libro en el que escribieron Homero, Virgilio y Dante. Parece mentira que toda esa cantidad de églogas y silogismos afortunados haya podido ser escrita por la misma persona. Recuerdo la tarde en la que lo conocí en Sitges. Lo primero que pensé cuando pude enfrentarme sin miedo a sus ojos luminosos y muertos fue que todos esos mares convexos, todos esos desiertos, tigres, cuchillos y sombras, todos esos laberintos, tropos literarios y bibliotecas, habían surgido de la cabeza de ese viejecito cuya res extensa no ocupaba frente a mí más que una partícula ínfima del universo. Tantas veces lo había visto en fotos con idéntico traje oscuro y bastón, que cuando llegó en su silla de ruedas más me pareció un símbolo de sí mismo que una persona real.

Tan pronto me enteré de su llegada a Sitges me desplacé al hotel Calípolis y pregunté en la recepción si me podían dar una habitación cercana a la suya. Después de mirar en una hoja grande, el recepcionista sonrió y me dijo que por una recientísima anulación, la única libre de todo el hotel era precisamente la habitación contigua a la de él. Entendí aquello como un signo premonitorio que allanaba mi camino hacia el maestro. Subí en el ascensor al segundo piso y entré en la habitación 235 con un paso lento pero firme. Todo en ella me pareció enormemente familiar, como en esos sueños en los que creemos reconocer algo que ya hemos vivido. Era una estancia amplia en la que predominaba el color blanco. La persiana estaba bajada, pero entre sus listones de madera, los rayos de la tarde se colaban dividiendo en líneas anaranjadas los muebles y la pared. Una mosca revoloteaba y se iluminaba de forma intermitente en los rectilíneos haces de luz y polvo. Cuando me quedé solo, cerré las puertas del balcón para evitar el ruido del paseo marítimo y pegué mi oído al tabique que nos separaba. Sobre el leve murmullo de los bañistas y el mar, pude escuchar —en una lejanía que contradecía mi proximidad física— la voz femenina de María Kodama. En algunos de sus silencios, otra voz mucho más tenue y ronca me pareció la de un balbuceante monstruo de ultratumba. Tardé unos minutos en deducir (tal era su levedad y distorsión a través de la pared) que aquellos graves timbres ininteligibles procedían del Gran Parodiador. Tan sólo pude percibir su musicalidad, su cadencia argentina, tan sólo pude adivinar alguna palabra que, descontextualizada, me pareció lejana a sus textos. Entonces, guiado por la irrepetibilidad del momento, sentí ganas de acercarme más, de franquear esa barrera que ahora nos distanciaba más que nunca. Me senté en la cama de espaldas a la oscuridad del fondo. Un mueble demasiado grande para ser una mesilla de noche corría, paralelo a mi mirada, hacia la luz. Decidí llamar por teléfono. Tras el enladrillado, los pasos de María Kodama llegaron hasta el auricular.

—Buenos días, supongo que usted es María —dije, animado por una familiaridad del todo injustificable.

—Sí, ¿con quién hablo?

—Me llamo Antonio López; soy profesor de la Universidad de Barcelona, especializado en la obra de su marido, y he pensado que tal vez podría aprovechar su estancia en Sitges para conocerle personalmente.

El haberme referido a él como «su marido» acentuó el carácter insólito de la situación. La voz de María Kodama me llegaba ahora al teléfono acompañada por su propio eco de la pared, como si dos personas distintas me estuvieran hablando a la vez.[17]

—Borges está muy fatigado por el viaje y necesita descansar. Tal vez si usted hablara con el profesor Emir Rodríguez Monegal, que es la persona que organiza conmigo el programa en España, pudiera encontrarle un hueco.

Estuve tentado de decirle que yo me encontraba ya en el hotel (en el otro lado de la pared) y que ese hueco lo podríamos encontrar allí mismo, pero creí que podría resultar una presión algo intimidatoria y me despedí y colgué. Al cabo de unos minutos, los pasos de María Kodama se dirigieron hacia la pared donde yo volví a poner mi oreja. Hubo un silencio. Parecía como si ella me estuviera ahora espiando a mí. Entonces escuché el ruido de las puertas de su balcón y yo abrí y salí también al mío. Borges estaba allí, a mi izquierda, a menos de dos metros. Sus ojos, que parecían fijarse en algún punto de la gran franja azul del mar, se orientaron de repente hacia los míos.

—Qué linda ciudad y qué linda tarde —escuché sin que su mirada se mantuviera ya en la mía.

Atribuí a la magia del momento y a los canutos que me había fumado para la ocasión, el hecho de que el Gran Parodiador me estuviera hablando a mí. Sorprendido, permanecí unos instantes sin contestar. Tantas veces lo había conocido en mis sueños, tantas veces había imaginado una conversación con él, que ahora sus palabras me parecieron del todo falaces. Por fin, me animé a decir algo.

—Gran Parodiador, soy yo, el Borges joven que conoce usted en sus cuentos; el azar ha hecho que nos volvamos a encontrar en un hotel lejano de Adrogué.[18]

Se produjo una pausa larguísima. Luego, su sonrisa fue un alivio para mí.

—Azar, palabra persa que significa dados.

Un soplo de viento marino hizo bailar algunos de sus finísimos y largos cabellos blancos. Siguió hablando.

—El hotel de Adrogué fue demolido ya hace muchos años, sólo quedan las palabras de un sueño.

Borges y yo nos hemos reconciliado: su sonrisa refleja ya de algún modo la mía.

Aquella respuesta a mi frase era un guiño que entraba en complicidad con los textos que yo había leído tantas veces.

Por un momento me sentí depositario de ese guiño que me convertía en un elegido. Como una música lejana recordé las últimas frases de El inmortal. Las releí de memoria, en voz alta.

—Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras.

Después de otro inquietante silencio, una sonrisa enigmática iluminó durante un segundo su cara. Luego tuve una sensación que oscilaba entre la ansiedad y la plenitud y, como para intensificar el carácter onírico de la situación, lié un nuevo cigarrillo de cannabis que cargué con entusiasmo compulsivo. Reparé en que no tenía más cerillas, y pedirle lumbre a un ciego ascético me pareció una ironía excesiva… Entonces recordé lo que me dijo un médico que conocí en Marruecos en una noche de exaltación y lujuria: el cannabis ingerido produce un efecto mucho más intenso que el fumado. Sin dudarlo, extraje del fondo de la caja de cigarrillos la gran china que me quedaba y, tras masticarla trabajosamente, me la tragué.

El Gran Parodiador permanecía quieto en una sonrisa interior, como en esas fotos que mi memoria había fijado para siempre. El silencio de antes se dilataba ahora entre nosotros, pero ya no nos molestaba. Pasaron unos minutos sin que ninguno de los dos dijera nada. Participé entonces de una múltiple alucinación cuyo nítido recuerdo no han erosionado los años. Ebrio de felicidad, Borges comenzó a levitar salmodiando en arameo las Verdades del Arca. Yo le vi ascender encantado y absorto con la lentitud ingrávida de los zepelines, saboreando cada instante, cada palmo que iba ganándole al cielo. Con un fondo de violines que creí de Arriba, se detuvo a unos ocho metros por encima de mi cabeza (lo que significaba más de veinte sobre el nivel de la playa). En el paseo marítimo, todos se detenían para escucharle y señalarle en lo alto. Juiciosos padres y solícitas madres intentaban en vano explicar el prodigio a sus hijos. Nadie parecía entender el idioma en que hablaba. Un viejo bañista con larga barba de sabio hindú aventuró unos alejandrinos en latín. Desde su balcón, María Kodama le reñía con dulzura: «Ven, Georgie, no me hagas enfadar». Pero el Gran Parodiador seguía salmodiando traviesamente en el aire. Su cara se había rejuvenecido muchos años y su voz, chulesca y autoritaria, había dejado de ser la suya. Sentí algo en la mano y, al fijarme, vi un fino hilillo cristalino que me unía a él; parecía ahora una cometa que yo mantenía. Abajo, la multitud se quedó repentinamente muda; hasta los niños y los perros guardaban silencio. Entonces se produjo un milagro inefable: vi una gran luz superior a las luces; vi varias lunas persiguiéndose en lo alto; vi al psiquiatra que se mató en las costas de Garraf haciéndome señas con las manos desde la playa; vi el sol poniéndose en el mar y volviendo a salir; vi una enorme sombra en el agua que se propagaba a gran velocidad hacia el horizonte. Decidido, comencé a tirar del hilo hasta que me detuvo el paso de sus plegarias en arameo a un desgañitado grito de dolor. Un cansancio insuperable me nubla la vista cada vez que intento recordar todo lo que ocurrió después. Parece que permanecí varias horas inconsciente en el balcón, sin que nadie se diera cuenta de mi eufórico estado alucinatorio.

Me despertó la frescura de la noche y fui a dar una vuelta por la playa. Comprendí que toda la escena de la levitación había sido el resultado de la sobredosis de cannabis. Luego vi al Gran Parodiador cenando en un restaurante del pueblo. Estaba rodeado de un grupo de admiradores entre los cuales distinguí con fastidio la cara de Llorens. Opté primero por alejarme, pero luego pensé que tal vez no tendría otra oportunidad para hablar con el Gran Parodiador. Volví. Tan pronto como Llorens me vio en la acera detrás del cristal, comenzó a gesticular, con su característica energía infantil, unas salutaciones completamente exageradas. Entré para que no se prodigara más en ellas y me senté en una silla que yo mismo acerqué al único hueco que quedaba. El Gran Parodiador se encontraba justo al otro lado de la mesa. Pedí un solo plato que Llorens no pudo abstenerse de desbaratarme con el tentáculo inevitable de su tenedor.

—Te hemos estado buscando, ¿dónde estabas?, es muy simpático, ¿quieres que te lo presente?

Sólo me faltaba ser presentado por el idiota de Llorens. Además, yo ya lo había conocido desde mi balcón del hotel. Aunque esa experiencia había sido enteramente anónima. ¿Qué pensaría él de aquel loco del balcón? Maldije el cannabis y me juré dejarlo para siempre.

En el restaurante, una serie de trepas encorbatados que no creo que nunca hubieran llegado a leerle —y mucho menos a comprenderle—, parecían ser sus propietarios (tan seguros de su inmortalidad como del momento que estaban ocupando en el tiempo). Daba la sensación de que lo estuvieran manoseando: le ponían un vaso de vino en la mano, le volvían la cabeza para que su oreja estuviera más cerca de una pregunta, le hablaban de uno de sus relatos confundiéndolo con otro. En un momento en que María Kodama había ido al lavabo, un periodista se lo llevó unos metros con la silla de ruedas para hacerle una entrevista en directo. Al instante saltó uno de sus «propietarios», se abalanzó sobre el periodista y le empujó. Casi se pegan a menos de un metro de él. Aquello era como darles perlas a los cerdos.

—Como vuelvas a tocar a José Luis Borges —se confundió y le llamó José Luis— te parto la cara.

Después, absurdamente animados por un vino local, los propietarios del Gran Parodiador se empeñaron en hacerle probar el famoso pan de payés catalán. A consecuencia de su lucha encarnizada con este rústico derivado del trigo, y de la rozadura que la prótesis dental le ocasionó en la boca, el maestro se quejó de unas llagas que precisaban inmediata asistencia médica. En el hotel intentaron con desesperación encontrar un dentista en Barcelona, pero eso, en pleno mes de agosto, era casi imposible. Por fin localizaron a uno en Sitges que, a pesar de su ya dilatada jubilación, se atrevió a limar con un artefacto eléctrico la dolorosa prótesis del maestro. Según me contó alguien después, parece que cuando el viejo dentista terminó su operación, le pidió a Borges que le firmara un autógrafo en un libro en el que aparecían unos dibujos con el nombre de Forges, el dibujante y humorista español. Borges firmó un libro de Forges creyendo que firmaba uno suyo; por su parte, el viejo dentista se fue convencido de guardar el autógrafo del dibujante. Luego, con el tiempo, lo he pensado muchas veces y no deja de parecerme extraña la simetría de la confusión: Borges, que ha llevado al máximo de la elaboración estética el arte de las falsas atribuciones, había firmado un libro a un hombre que también lo tomaba por otro…[19]

Al día siguiente me desperté con un dolor de cabeza que casi me retuvo en la cama. Las imágenes de la noche anterior revoloteaban y se superponían en mi mente en forma de recuerdos increíbles. En vano me esforcé en rememorar las imprecisas palabras de nuestra insólita charla. Desayuné en la habitación. Como siempre en los hoteles, el zumo de naranja no estaba recién exprimido a pesar de que así lo pedí. No había nadie en el balcón de Borges. Me duché, me vestí y bajé. En la recepción me dijeron que el matrimonio había salido a dar un paseo. Llegué andando hasta el centro del pueblo y, recordando que era el cumpleaños de Silvia, me dirigí a la librería Puig para comprarle Ficciones (entonces, yo acababa de conocerla, entonces, todavía era un iluso enamorado que ignoraba la opinión de Borges sobre la incapacidad femenina para la metafísica…). Al entrar en la librería, reconocí la voz de María Kodama. No tenían el libro de Pascal que él necesitaba con urgencia. Una dependienta se dirigió a mí y yo le pedí Ficciones. Tan pronto me oyó, el Gran Parodiador se interesó por conocer a la persona que estaba comprando un libro suyo. Yo me abstuve de identificarme y me hice pasar por un simple lector. Curioso, tanteó mis conocimientos acerca de su obra preguntándome con aparente inocencia.

—Pues los cuentos que más me gustan de usted tal vez sean «El sur», «La busca de Averroes», «La muerte y la brújula» y «La biblioteca de Babel». Aunque no sé, todos me gustan.

—Sabe —me dijo risueño el Gran Parodiador—, en «La biblioteca de Babel», hay algo que yo cambiaría ahora si pudiera. Cuando en una nota a pie de página dice: «Memoria de indecible melancolía; a veces he viajado muchas noches por corredores y escaleras pulidas sin hallar un solo bibliotecario». Eso de «a veces» no combina bien con «muchas noches»; es un poco raro, ¿no?

—¿Cómo lo cambiaría?

—Simplemente, eliminaría «muchas noches».

—Aquí tengo su libro en la mano, voy a corregirlo ahora mismo.

—No, hombre, ¿qué va a hacer? —me dijo entonces alzando los brazos—, déjelo así, sería el único ejemplar corregido en el mundo y eso nos haría a todos ciudadanos de Tlön. Los errores hay que asumirlos para siempre, ya no se pueden modificar. Mire, también, en «La muerte y la brújula»… ¿lo ha leído?, ¿sí? pues a mí me parece que al final, cuando va a morir Lönnrot, no queda suficientemente claro que, en realidad, se trata de un suicidio. Creo que añadiendo dos o tres detalles hubiera quedado más claro.

—Pero usted es el autor, usted todavía puede cambiarlo.

—No —dijo, apoyándose pesadamente en su bastón—, porque entonces cambiaría cada día muchas cosas y sería muy fatigoso para todos. Además, el texto definitivo sólo pertenece a la religión o al cansancio.

Se acercó su mujer y nos advirtió que había concertado una cita con unos periodistas y que se hacía tarde. Por la noche debían volar a Ginebra. Nos despedimos con efusión. Sabía que nunca más le volvería a ver. Me dirigí inmediatamente hacia el bar más próximo.

Observo que, en estas anécdotas relacionadas con el Gran Parodiador —que seguramente habré distorsionado con algún énfasis subjetivo—, he introducido diálogos por primera vez. Sin duda, el ansia por comenzar mi novela me lleva a experimentar estas primarias formas narrativas; a salir del tono de reflexión íntima de esta especie de diario para introducirme en la verdadera escritura, en aquella que situaría a Gilabert en un auténtico contexto literario. ¿Cómo lo diría Homero? «Como las garzas aprisionadas anhelan el aire para poder volar y escapar, así anhelaba López el papel blanco para dar vida a Gilabert.» ¿Cómo lo diría el Gran Parodiador? «Lo mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar, así López (también el hombre que entreteje estos símbolos) ansiaba la llanura inagotable que resuena bajo los rasgos de la pluma.»

El estar escribiendo así, como sin pensar, en este monólogo inconexo que confieso a mi ordenador, me permitirá luego separar la paja de la simiente, la miel de la putrefacta carne de Penteo.[20] Nunca me atrevo a leer lo que escribo; presintiendo que nada tendrá sentido, temiendo que Gilabert apenas sea la sombra de una figura enteramente transparente. Escribo todo lo que se me pasa por la mente; todo lo que siento y pienso en la fracción del día en la que estoy sentado frente a mi ordenador. ¿Debería alterar esta costumbre para escribir lo que pienso durante el resto del día? Podría llevar conmigo una libretita en la que anotar cualquier ocurrencia por insignificante que me pareciera. Pero escribir en la calle es incómodo; sería mejor grabarme con un magnetófono. Sí, me compraré un magnetófono y narraré en directo, entre la multitud de los metros y las avenidas, la crónica sentimental de mis emociones. Me tomarán por loco, aunque ahora mucha gente habla con su teléfono móvil. Ah, ¡ya está!: diseñaré un teléfono móvil que pueda grabar mi voz; así podré hablar conmigo mismo en cualquier lugar; así, incluso, cuando al caer la tarde el último sol me venza y, cansado por el esfuerzo realizado a lo largo de la jornada, mi cuerpo y mi mente requieran el lecho y el reposo, podré también dejar grabando el aparatito en la mesilla de noche, por si en medio de un sueño me asalta la inspiración y canto dormido las aladas palabras de los viejos poetas…

Ayer, en un momento de incontrolable entusiasmo, se me ocurrió una idea para comenzar mi segunda novela: un hombre sueña que su mujer planea matarle en compañía de su amante y, cuando se despierta, ella no está durmiendo a su lado. Inmediatamente va a la cocina y toma un cuchillo, pero su mujer y su amante aparecen y, disparándole con una pistola, lo matan. Sólo el lector sabrá que, antes de morir, el hombre tuvo un sueño que prefiguraba su muerte. Además, el lector también sabrá, algunas páginas más adelante, que otra noche la mujer sueña con el fantasma de su marido que viene a hacer justicia. Cuando sobresaltada se despierta y alerta a su amante, que duerme ahora a su lado, éste tiene la cara de su marido. Todo ha sido un mismo sueño articulado en varios subsueños.

Mi tercera novela podría comenzar con un hombre que gana un premio literario y muere de un ataque cardíaco al conocer el fallo del jurado. En ella se alternaría la historia de la novela ganadora con la historia de todo lo que ocurre después de la muerte del protagonista. El lector leería dos novelas, aunque la que escribió el ganador del certamen implicaría un plano de ficción mayor al ser la ficción de una ficción. Estas dos novelas confluirían al final al mezclarse los personajes y las propias tramas. Un título podría ser Indicios de realidad postergada.

Intuyo que mi cuarta obra literaria será una pieza teatral con tres personajes y en tres actos. En el primero, un actor (que para hacer más baratos los costes de producción podría ser el mismo actor para los tres personajes) representa tres casos sucesivos de pacientes que filosofan sobre su vida en un diván. Los tres transmiten al espectador un clima pesimista in extremis. En el segundo acto, en sus casas (que para hacer más baratos los costes de producción podría ser la misma casa del psiquiatra con el diván anterior convertido ahora en aburguesado sofá para ver la televisión), los tres personajes se suicidan después de tres sucesivos monólogos que prolongan asfixiantemente los tres monólogos del primer acto. De forma sorprendente, unos minutos antes de morir —yaciendo ya en el suelo ensangrentados con las venas abiertas— sus voces se ven enmarcadas en férreos endecasílabos. El tercer acto transcurre en La Arcadia —tierra de pastores poetas—, donde los tres personajes despiertan, se conocen, se abrazan y lloran. La escena final reproduce una conversación que, en torno a un asado de cordero, mantienen riendo los tres protagonistas (el olor del asado debería inundar la sala hasta la última fila de espectadores). Liberados del peso de toda métrica, han pasado ahora a la vulgaridad de un lenguaje obsceno y agresivo contra el autor, al que consideran responsable de su propia naturaleza de personajes confusos e ilusorios. También hablan mal de Dios, renegando desdeñosamente de Él y culpándole de haber creado al idiota que los creó. Un título provisional que se me ocurre es El cordero de los giros. Otro, La secularización del bucolismo.

A veces me pregunto por qué quiero escribir una novela —empecemos por una y luego ya vendrán las demás—. ¿Por un afán de notoriedad? Miro mi cara ansiosa en el espejo y mi respuesta es afirmativa: tengo necesidad de reconocimiento por parte de los demás, quiero que ellos me aplaudan y me consideren, quiero aparecer en los periódicos porque cuando los leo nunca hablan de mí, porque ya no soporto por más tiempo este doloroso anonimato, esta carencia humillante de gloria e inmortalidad. Silvia dice que soy un caso extremo de egocentrismo. Por ello no le he hablado nunca de mi proyecto literario, para no implicarla más en «mis cosas» y para no contaminarme de su falta de fe en mí. Por lo demás, creo que todo el mundo es egocéntrico. El egocentrismo es consubstancial al ser humano. ¿Quién no desea secretamente ser halagado? Hasta Jesús de Nazaret, en su fastidiosa humildad, vino al mundo para ser cubierto de piropos (también el propio Dios se autofelicitó las seis noches de la semana en que tardó en crear el mundo). El que dice que no le gustaría ser incluso vitoreado por los demás es un tipo sospechoso. Todos somos infinitamente jactanciosos y vanidosos. Exigimos el homenaje y el aplauso y, si pudiéramos, obligaríamos a los demás a calibrar nuestro genio con palabras de admiración. Nunca nos resultarían ridículas o excesivas porque, para nosotros, el adulador sería el único juez razonable y justo. Toda opinión tímida u objetiva nos parecería siempre una debilidad de carácter; y es que nadie puede escapar a la tentación de imaginar la experiencia fisiológica del halago, ese calor que se impone en las vísceras y en las glándulas. Hasta el amor y el matrimonio son pactos entre dos personas para piropearse (sin méritos demostrables) durante un tiempo… Los divorcios se producen precisamente cuando la esencia del pacto se olvida y uno de los dos miembros deja de ser cursi con el otro. Además, sólo la represión impide al discreto no seguir sus impulsos naturales y salir pregonando sus virtudes. De hecho, si un drástico cambio cultural introdujera la chulada como un nuevo valor universal, las calles de las ciudades se llenarían de liberados hablando solos a gritos y los millonarios invertirían faraónicas sumas de dinero para autopublicitarse en la televisión. La diferencia entre los hombres estriba sólo en que algunos, hartos de esperar oír nuestros logros en boca de los demás, nos lanzamos a una autoadulación que proclama con rotundidad nuestro talento. Estamos enfermos porque creemos seriamente que hemos sido iluminados (con una lucecita apenas visible que tenemos en la frente). Los demás todavía no lo creen —porque no ven aún esa lucecita— y por eso es preciso cogerlos de las solapas y convencerlos a escupitajos: «Entérate bien, pasmado ciudadano medio: si cuando me leas no transformo tu vida, si no consigo horadar en tu alma un agujero tan grande como el universo que te lleve a postrarte ante mí para llorar mi grandeza, tomaré la sal y el fuego y escribiré mi nombre en tu frente. Ya verás cómo así me irás recordando».

Creo que el nacionalismo, que Einstein consideró una enfermedad de la infancia, existe porque sólo algunos nos atrevemos a proclamar nuestro orgullo individual. El nacionalismo es el aullido de todos para crear la ilusión del orgullo de cada uno. Pero el verdadero orgullo no se comparte, porque al hacerlo sólo alcanza a convertirse en simulacro pueril y primario. Enfatizado por los ritos, los himnos y las ceremonias, el nacionalismo es el desgañitado vociferío de las hordas sin identidad. Aunque sentirse español no está del todo mal, teniendo en cuenta que supone pertenecer a un incierto país cuyo mayor personaje literario es un loco lector que decide aventurarse a salir con su caballo y su escudero por el mundo… Sentirse miembro de una comunidad religiosa me parece algo todavía mucho más grave y peligroso. El hombre de fe se hace en la medida en que decrece en él su sentido común. Cualquier persona un poco perspicaz y observadora podría darse cuenta del innegable parecido entre el pithecantropus erectus y un gorila. Ello debería considerarse una prueba definitiva en favor del evolucionismo y en contra de cualquier tipo de creacionismo genesíaco. Pero la inconsistencia de las religiones es también de índole moral: ¿qué sentido ético tiene que una lujuriosa pareja, una tarde en un jardín, condene a todo el género humano, y que el sufrimiento de un judío clavado en una cruz baste para salvarlo? ¿Qué responsabilidad tengo yo en un acto o en el otro si ni siquiera había nacido cuando ocurrieron? Sólo una ética de la humillación y del resentimiento puede inventar semejantes culpabilidades y salvaciones absurdas. Y con el hinduismo, pasa tres cuartos de lo mismo: tener que penar en el fango de las castas inferiores por algo que hicieron otros en encarnaciones anteriores a la mía es una disparatada hipótesis absolutamente inaceptable para cualquiera que conserve un mínimo orgullo individual. Por su parte, Nietzsche, que personalmente debía de ser un tipo al que sin duda yo habría abofeteado a los diez minutos de conocerle, creó, con el superhombre, la utopía más ingenua de la historia de la humanidad: ¿a qué viene, después de haberse mostrado lúcido hablando del cristianismo, esa profecía en la que sólo debió de creer en una noche de borrachera y vómito?

De repente, en este día gris en el que me encuentro muy deprimido y pesimista, ha resurgido en mí, con la hostilidad de una bala certera en el pecho, una inquietante pregunta: ¿quiero escribir mi novela —como dicen tópicamente algunos escritores— para responder a una necesidad compulsiva parecida a la sexual? Desde luego, si he de ser sincero conmigo mismo (y tengo que serlo: si no, ¿qué sentido tendrían estas reflexiones preparatorias que escribo para mí?) creo que no pienso en mi novela como en algo placentero; por el contrario, me produce más bien un sentimiento doloroso que tal vez se incremente cuando comience (si algún día comienzo) a escribirla de verdad. Es posible que este sentimiento negativo hacia el acto mismo de escribir sea ya una prueba suficiente para saber que no soy un escritor. Pero ¿realmente habrá escritores que escriban con el mismo placer inmediato del sexo? ¡Qué dilatado polvazo hubiera pegado entonces Tolstoi con Ana Karenina! ¡Qué ignoradas noches sodomitas hubieran entrelazado al gran Manco con la tosca cadera del gobernador de la ínsula de Barataria! No, desgraciadamente, no creo que los dioses tengan reservados para mí ese tipo de felicidades onanistas… Por otra parte, pienso que hay mucha hipocresía entre los escritores que comparan el acto de la escritura con el sexual, porque, mientras que el único destinatario inmediato del sexo es uno mismo, no hay escritor que escriba sin la mínima pretensión de ser leído, y, eso, ya de por sí, equivale a otras aspiraciones más mundanas como las de ser publicitado, comprado, aplaudido o premiado, De hecho, hasta en el sexo (aparentemente tan íntimo, tan sincero, tan antimetafísico, tan en sí y para sí), encontramos constantes casos de donjuanes que darían la vida para que sus conquistas fueran convertidas en seriales televisivos…

Muchas noches sueño que me conceden el premio Nobel de literatura, pero cuando estoy en Estocolmo, en el mismísimo momento de mi discurso, veo entre el público al psiquiatra que se mató en las costas de Garraf y me despierto otra vez en esta cruda realidad a la que me condena mi anonimato. Abatido, me desplazo hasta llegar al espejo y ensayo posibles fotos de mi cara. Me dilato entonces en muecas favorecedoras tras las que imagino un estadio abarrotado por una multitud enfervorecida que me aplaude, que aplaude mi cara multiplicada hasta el vértigo en inmensas pantallas luminosas, que aplaude mi carisma apabullante, mi mensaje cifrado, mi heroicidad. Durante un rato soy un extraordinario jugador de fútbol. Luego me convierto en un bello actor de cine o en un cantante definitivo. Algunas veces, cuando me emociono hasta llorar, he llegado a ser un astronauta, un héroe que ha salvado a miles de niños o un enviado de Dios. Entonces tengo alucinaciones acústicas y escucho con claridad el himno nacional. También, organizando ritos que yo mismo invento como para jugar, he sabido que me encanta leer mi nombre, que me encanta ser el que Soy. Ello me hace fantasear con la imagen de una portada de diario en la que sobresalen esos dos grupos de letras que tanto se refieren a mí: Antonio López. El mero hecho de escribirlas —de pulsar las teclas precisas en mi ordenador— me produce ya una felicidad casi palpable. Algunas tardes enloquezco y me entrego a mi nombre con una devoción de jaculatoria: Antonio López, Antonio López, Antonio López, Antonio López, Antonio López, Antonio López, Antonio López, Antonio López, Antonio López, Antonio López, Antonio López, Antonio López, Antonio López.

Si algún día me envalentono y consigo domeñar el tenue pudor que sobrevive en mí, tal vez incluya en mi novela algún personaje que se llame como yo. Dante tuvo la osadía de alzarse a sí mismo como protagonista de su obra maestra, situándose, además, al lado de Virgilio, que era para él el dios de la poesía. Me pregunto en qué ignorada arena podría yo iniciar un periplo semejante de la mano del Gran Parodiador. Pero sería difícil hallar esa senda excelsa, porque nada puede alcanzar el refinamiento del florentino. Nadie ha sido capaz de crear, en toda la historia de la literatura, un personaje tan potente como el de Beatriz. Es una invención espectacular, un escándalo de la imaginación. Sólo el Yahvé de la Torah o el Cristo humanizado de Marcos consiguen ser representaciones tan insólitas de Dios. A diferencia de estos ejemplos, sin embargo, Dante consigue hacer de Beatriz una divinidad femenina y erótica al mismo tiempo, cuya última función es nada menos que la de salvarle (o lo que es muy parecido, conducirle hasta la visión inefable de Dios con la que termina el poema). En esto consiste precisamente el escándalo de Dante, en haber erotizado y parodiado las Confesiones de san Agustín. (Como Dante, el Gran Parodiador es también un teólogo que lee y escribe al servicio de la literatura; por ello, la Beatriz Viterbo de El Aleph es un guiño que le envía un parodiador al otro.) Creo que el segundo gran escándalo de Dante es haberse autoproclamado el gran héroe del amor; porque si la Divina Comedia es un viaje que tiene mucho de épico (parecido al que se emprende en la Odisea) su héroe no tiene nada que ver con un guerrero como Ulises. El móvil de Dante no es la violencia y el valor sino la poesía, la poesía que conduce al amor. Por eso veo a Dante como una mezcla de hippie y don Juan. De hecho, de no ser porque es muy cursi —ya se sabe la mariconería del italiano moderno—, él podría haber dicho perfectamente aquello de fare l’amore e non la guerra.

A lo mejor, como Dante, algún día, yo seré consciente de mi grandeza y podré situarme en el centro de una mirada poética afirmativa y sublime. Entonces, como Joyce con su Ulises, no dudaré en hacer referencias a los clásicos desde el mismísimo título. En el título podemos medir ya el valor que le echa un autor a su obra. Titulando mi novela La Lopeceida me emparentaría un poco con Virgilio; titulándola Don Lopezote de la Mancha, con Cervantes. En El gran López, todo dios vería en mí al menos una huella de Fitzgerald, mientras que con López y yo nadie dudaría en situarme en la misma onda del Gran Parodiador.[21]

Se me acaba de ocurrir un improbable cuento. Un joven estudiante es tan narcisista, tan narcisista, tan narcisista, que decide escribir su tesis doctoral sobre sí mismo. El día de la lectura sorprende al tribunal diciendo que la única bibliografía de la tesis es la propia tesis. El objeto y el método de la investigación coinciden también en ese voluminoso texto que versa sobre sí mismo. A veces, la tesis discrepa con partes de la propia tesis. Por ejemplo, el capítulo tres no coincide con «las preconciliares asunciones teológicas» del capítulo siete.

Por su parte, el uno acusa de «peligroso esoterismo» las alegrías dialécticas del dos. Otra grave discrepancia interna se produce en las conclusiones finales, en las que se insinúa que en el capítulo noveno —temerariamente titulado «La metáfora del ojo de la caverna»— se ha tomado a Platón por lo que en realidad es una secta de heresiarcas judíos llamados los infiltrados. Finalmente, la introducción es tal semillero de símbolos, ambivalencias y concesiones que más parece una constitución política que un acervo de principios coherentes. Con la gravedad propia de este tipo de ceremonias y tras sus respectivas intervenciones, los cinco miembros del tribunal deciden suspender al joven narcisista que, en su último turno de defensa y con toda la razón del mundo, acusa a los catedráticos de saber mucho menos de la materia de la tesis que él. Luego se produce un intercambio de insultos y agresiones físicas y tiene que intervenir la policía y el cuerpo general de psiquiatras del Valle de Hebrón. Irreprimiblemente vanidoso y retador, el joven narcisista convoca una rueda de prensa a la que acuden los más cualificados periodistas y las más importantes cámaras de televisión. Encantado con el poder que le concede el escándalo, el doctorando comienza a besar —en directo y delante de todo el país— a una hermosa periodista que «me miraba con los ojos del deseo». El relato termina con un plano del presidente de los Estados Unidos viendo en la televisión las imágenes de ese beso. La noticia ha recorrido el mundo y el joven narcisista es ya un hombre famoso del que se escribirán libros y se imprimirán pósters.

Hoy he llegado a la firme conclusión de que soy extraordinariamente vago. Por ello estoy dilatando demasiado este proceso preparatorio para escribir mi novela. Silvia me odia también por esta especie de enfermedad congénita que me acompaña desde que nací, y por tender a reclinarme todo el día en el único mueble para mí entrañable —junto con la bañera— de la casa que compartimos: el sofá. La cama me parece algo intimidatoria al ser un espacio en el que también duerme ella. El sofá, en cambio, es un territorio que conquisté hace muchos años. Silvia no suele sentarse en él, pero cuando lo hace durante demasiado tiempo sufro un desequilibrio psicológico y emocional que sólo consigo apaciguar zambulléndome en un baño de agua bien caliente. Llego a casa, como siempre cansado, y me desplomo sobre mi sofá. Si la vanidad es la esencia de mi espíritu intranquilo, la horizontalidad es mi único estado natural. Tiendo cada vez más al decúbito supino, a tumbarme y a dejar pasar el tiempo para olvidar cualquier compromiso o actividad. Sólo el impulso para tantear estas reflexiones preparatorias de mi novela me anima a levantarme y a venir cada día aquí frente a mi ordenador. Me regocijo en mi vagancia y no entiendo cómo cuesta tanto a los hombres reconocer la indignidad del trabajo. Casi todos los trabajos son mecánicos y, en esencia, rutinarios. Me pregunto si el mío también lo es. Con el paso de los días estoy consiguiendo superar el sentimiento de culpabilidad que me produce no hacer nada productivo. Cualquier intromisión u obligación representa un acontecimiento insufrible que sólo termina cuando regreso a la inactividad absoluta de mi sofá. Pero incluso entonces mi mente fluye y me fatiga en su inquieto devenir. Supongo que sería enteramente feliz si además pudiera detener mi mente, si pudiera anularla en su frenético recorrido, si pudiera incluso sacudirme de los hombros el pasado (esa fastidiosa memoria de todo lo que nos identifica y define). Aunque entonces ya no podría escribir la novela que me sacará algún día de mi doloroso anonimato. A lo mejor, deteniendo mi mente, borrando todo mi pasado, el anonimato ya no me resultaría tan doloroso. ¿Conseguiría detener mi mente mediante la liberación que proponen las filosofías orientales? Pero me daría una pereza enorme levantarme de mi sofá para aprender esas filosofías. Oriente queda demasiado lejos de mi perturbado espíritu sin remedio.

Me pregunto por qué me prodigo en esta crónica de mi tragedia interior. Probablemente lo haga para eludir una prueba que no me atrevo a afrontar: escribir realmente la novela. Pero ¿escribo estas notas para mí o para que las lea alguien? Si las escribo para mí, entonces las leeré dentro de un par de meses y pensaré que me he vuelto definitivamente loco. Es posible que las escriba como un viaje hacia mi interior; como una experiencia —y me río de la idea— que me permitirá encontrarme «a mí mismo». Por cierto, un día, un joven del barrio en el que vivían mis padres me dijo que quería viajar a la India para encontrarse consigo mismo. Según me contó un hermano suyo unos meses después, el joven murió al beberse un cubo de agua del Ganges. ¿Qué debió de creer ese idiota que le aportaría el agua del Ganges? Tener miedo a la enajenación es tenerse miedo a uno mismo. Por ello, buscarse en el propio interior supone querer ser otro.

Haber dejado de trabajar (quiero decir haber dejado de dar clases gracias a este año sabático que la administración me ha concedido) ha aumentado mucho mi sensación de soledad. Ayer leí un artículo sobre las afecciones psicológicas que comporta el paro. La jubilación debe de ser otra cosa, debe de ser como salir de la vida para contemplarla por última vez. En cambio, el parado contempla la vida desde un paréntesis que finalizará el día de su reincorporación laboral. Mientras que el jubilado puede asumir su inactividad laboral como un hecho biológico, el parado vive en la angustia de su humillante inutilidad. Pero, como se pregunta Cioran, ¿qué sería de la humanidad si se declarase la prohibición del trabajo, si se obligase oficialmente a una dilación indefinida del ocio? Sería un desastre porque el hombre ha sido históricamente manufacturado de acuerdo a una justificación laboral, a una justificación que da sentido ético a su identidad. Si los fines de semana se prolongasen para siempre, asistiríamos a un aumento incontrolable de los suicidios y de los crímenes. Los bañistas se ahogarían entre ellos y el desenfreno parecería candor, el sollozo, música y la burla, ternura. A nadie le faltaría ya tiempo para nada, y, precisamente por ello, cada instante sería un calvario, cada hora, una postergación penosa y enteramente vacía, cada día, un caprichoso castigo del tiempo. En tal festividad sin límites, los padres de familia sólo serían ejemplos de decadencia y alcoholismo, y las religiones se multiplicarían en proporción geométrica a los gritos de dolor. En un mundo convertido en una perpetua festividad, las iglesias y los burdeles estarían abarrotados. Los psicólogos se convertirían en gobernantes y los poetas practicarían impunemente el canibalismo. ¡Cómo se derrumbarían entonces los sueños del Progreso y de la Historia! ¡Con qué agria verdad estaríamos obligados a mirarnos en el espejo! Lejos del Jardín, cerca de una caída mucho más seria y definitiva, el hombre recobraría entonces su primigenia condición animal.

¿Un lema que sintonice realmente con la naturaleza humana? «Inactividad, inactividad, e inactividad.» Sólo el inactivo puede ver las cosas tal como son. Todo proyecto laborioso tiene algo de enajenación, de distracción. Mientras que el atareado se sumerge en la concreción de su trabajo, ningún objetivo limita el amplio horizonte del verdadero desocupado. Los escritores y los filósofos dejarían de serlo si no se les permitieran esos tiempos libres de auténtico ocio, esos paseítos por la nada, esas tardes enteras rascándose la barriga sin tener que dar cuenta de nada a ningún jefe…

Desde la horizontalidad de mi existencia contemplo el mundo. Y mi mundo es inevitablemente lo que pienso y siento, las ilusiones y los miedos que me asaltan sin que pueda controlarlos ni dirigirlos, como si yo fuera un mero espectador sufriente de las circularidades mentales que un perturbado programa en mi cerebro. Pero ¿soy acaso lo que pienso? No, no puedo ser lo que pienso porque pienso muchas cosas y yo no podría ser todas esas cosas. ¿Tal vez la síntesis de ellas? De nuevo una abstracción. Estos circuitos de mi cabeza terminan agotándome, desesperándome. Con frecuencia, esta descontrolada sucesión de imágenes dispersas se apodera de mí en situaciones en las que debería prestar máxima atención. Por ello, para hablar con la mayoría de mis interlocutores, he tenido que desarrollar técnicas faciales con las que consigo simular un alto nivel de concentración. Un día, en un pasillo de la facultad, Llorens me asaltó durante más de una hora sin que yo apenas acertara a escucharle medio minuto. De vez en cuando le decía «sí, desde luego» o «claro, la cosa ya no tiene remedio», y eso bastaba para que animosamente siguiera articulando unas palabras del todo incomprensibles para mí. Yo estaba pensando en Gilabert y en su penoso viaje a la realidad y Llorens me hablaba de las becas de un banco de Sabadell. Esta progresiva desconexión con el mundo, sin embargo, no me preocupa demasiado. Pienso que debe de ser un estado de catarsis por el que tengo que pasar antes de comenzar mi novela. Incluso he llegado a pensar que las interminables reuniones del departamento de literatura son una especie de impuesto que tengo que pagar al ayuntamiento de la gloria; y los violentos silencios con los que nos castigamos cada noche Silvia y yo, un peaje a la inmortalidad. Si mi ordenador me permitiera escribir en posición horizontal comenzaría la novela ahora mismo, y, si fuera ministro de Cultura, propondría el reposo absoluto como deporte nacional (en una reunión a la que yo mismo acudiría con riguroso pijama de hilo finísimo).