—Beatriz, a mí me gustaría que la novela reflexionara sobre sí misma, doblándose y desdoblándose en múltiples miradas y perspectivas; me gustaría que algunos personajes la percibieran desde distintos ángulos y realidades: un periodista podría criticar la misma novela que el lector tiene enfrente, un personaje estaría intentando crear a otro personaje que tal vez sería más verosímil que él, un prologuista podría cobrar vida propia a través de las notas a pie de página que le convierten progresivamente en un personaje más de la novela. La propia obra se convertiría de esta forma en una monstruosa maquinaria de fagocitación; todo podría estar dentro y fuera, el premio literario, la edición, la publicación, las críticas de prensa, las cartas que distintos personajes se escriben entre sí, las numerosas conversaciones que se refieren a la novela que nadie y todos escriben. El texto sería así un proceso abierto en el que todos los personajes filosofan sobre el artificio de la propia obra, explicitándolo y haciéndolo evidente hasta lograr sugerir la presencia del autor, hasta oírle respirar, hasta verlo en la desdicha de su solitaria frustración.

—A usted le interesaría hacer partícipe al lector de un proceso lúdico.

—Sí, ¿te imaginas? «La primera novela juguete.» Ruedas y muelles que aparecen y desaparecen en el interior de una trama que nadie sabe qué dirección finalmente tomará. Nosotros mismos podríamos ser, con nuestras conversaciones, personajes de la novela, que entraríamos y saldríamos de ella, que expondríamos nuestras dudas y nuestras decisiones, que perteneceríamos y no perteneceríamos al texto.

—El propio lector sería el verdadero protagonista de la novela, ¿no?… usted podría escribir «la primera novela interactiva de la historia…». Por cierto, ¿en qué podría consistir una novela interactiva?

—Pues, por ejemplo, en líneas del tipo: «Hola, lector, ¿estás ahí? Si estás ahí di “sí”. Lo has pensado pero no lo has dicho… Sigues sin decirlo. Bien, así me gusta; ahora, tócate el mentón… No, en serio, tócatelo. Si no te tocas el mentón no interactúas y, por lo tanto, no puedes seguir leyendo esta novela (pasan cinco minutos). Lector, sigues sin tocarte el mentón. ¿Pero no te das cuenta de que si esta novela se consagra y se hace universal, si consigue horadar las durísimas barreras del tiempo, pertenecerás al extenso linaje de lectores que se tocaron el mentón, que interactuaron y celebraron el rito milenario que nos justificaría a todos? Lector, imagínate cuántos millones de hombres y mujeres y niños (en los colegios sería sublime…) se hubieran tocado ya el mentón si a Dante, en la Edad Media, se le hubiera ocurrido proponerte esta práctica. ¿Ya te has tocado el mentón? Bien, así me gusta. Ahora frunce el ceño… Y ahora imagínate que estás preso en una cárcel de Marruecos, que acaban de detenerte hace unas horas con un kilo de hachís en el coche. Imagínate rodeado de muchos ojos de presos que hablan en árabe en la oscuridad (casi no entra la luz y la poca que entra desaparecerá cuando llegue la noche) riéndose de ti, de tu miedo, de tus ingenuos tiquismiquis con la comida que no has podido probar, de tu falta de familiaridad con el olor a mierda, de tu inútil mosqueo frente a la trama sexual que preparan contigo a mitad de la noche. Lector, ¿sientes ya el canguelo en el estómago? ¿Consigues situarte en ese infierno al cerrar los ojos? ¿Presientes la mala leche del vigilante y el dolor en la espalda que podría ocasionarte con su famoso barrote de madera de cedro? Lector, haz un esfuerzo por estar allí, en la cárcel de Marruecos, con el olor a mierda y la mirada y los cuchicheos de los presos, para los que tú vas a ser el exquisito manjar soñado desde hace años. No, lector, seguro que no te estás esforzando lo suficiente para estar allí; consigue música árabe y hazla sonar, embadúrnate de mierda, date con un palo de cedro en la espalda hasta que percibas de verdad la mala leche del vigilante, siente las manos sucias y masculinas hurgándote en los bajos; ¿las sientes?; ¿notas ahora cuan lejos está de ti, lector, en este preciso momento de realidad implacable, en este presente de tus ojos cerrados (bueno, no, no los cierres del todo porque de hacerlo dejarías de seguir las instrucciones que yo te estoy escribiendo en otro presente distinto al tuyo), en este presente que se multiplicará sin disminuir su horror durante tres años y un día? ¿Te has dado cuenta ya de que aunque llores desconsoladamente durante horas, aunque asegures en tu francés macarrónico (con ayuda de las manos) que tu abuelo fue embajador en México o que el kilito de hachís era para consumo personal, se van a descojonar de ti? Lector, llora un poco para comprobarlo. Ves, es inútil, porque para que tu voz se filtre entre las jerarquías de la prisión y llegue al cuerpo diplomático, han de acontecer tal cúmulo de…».

—Señor Gilabert, no se lo tome usted mal, pero creo que para avanzar un poco, lo ideal seria que trazáramos un mapa que nos permitiera visualizar con cierta claridad a los personajes, que nos posibilitara definirlos, progresar

—Desde luego, pero sin que ello nos limitase en la posibilidad de hacer bruscos cambios argume ntales. No quiero pensar en unos personajes o en un argumento demasiado definidos, porque ello nos llevaría a algo excesivamente rígido y estático. Prefiero pensar en múltiples caracteres que, en realidad, sean el mismo, en varios argumentos que, en realidad, sean desdoblamientos de un único argumento; es decir, que las formas de la trama superen la propia trama tanto en intensidad como en fuerza literaria, dejando en el lector un efecto de lucidez que le haga dudar de su propia condición de realidad, que le cree una incertidumbre que le implique en la novela, transformándole en un personaje capaz de salir y entrar, de escribir y ser escrito, de tocarse el mentón y fruncir el ceño…

—Usted quiere hacer una novela enteramente metaliteraria, una novela en la que la literatura esté dentro de la literatura el máximo número de veces.

—En efecto, que lleve los posibles desdoblamientos de la ficción y la realidad hasta sus últimas consecuencias. De hecho, inicialmente, yo había pensado en un personaje que escribe sobre otro escritor, que escribe, a su vez, una obra sobre otro escritor. Como en diferentes estratos de realidad, cada uno de esos escritores podría tener una pequeña historia y diferentes motivaciones que le impulsan a escribir pensando en otro escritor. Cada uno sería escrito por el escritor que le antecede, formando una cadena de escritores escritos por otros. El personaje que muriera o dejara de ser escrito daría fin a toda la cadena, porque el segundo dejaría de escribir al tercero y el tercero al cuarto y así sucesivamente.[13]

—Sería como un cuadro que estuviera dentro de otro y de otro, hasta que sólo viéramos los infinitos marcos que se pierden en un centro que terminaría siendo un punto apenas visible y conceptualmente infinito.

—El problema, Beatriz, es que es muy difícil escribir una novela con un argumento en el que se entrecruzan tantas realidades; ese tipo de idea es más sugerible que realizable, es más propicia para un relato breve, para un cuento.

—Bueno, de momento tenemos una historia que reproduce un poco la nuestra, la que tenemos usted y yo, porque la relación que tiene Antonio con Teresa Gálvez —ella ayudándole a plantear una novela a él— refleja un poco la nuestra. ¿No?

—Desde luego, aunque nosotros no tenemos una relación amorosa.

—No, señor Gilabert, eso está claro… por cierto, ¿qué relación tiene Antonio con la estudiante?

—Creo que podría ser algo clandestina. Podrían reunirse en el despacho de Antonio y dejarse notas en sus respectivos buzones de la facultad, creando nuevos textos que aparecerían como otros textos dentro del texto general de la novela y que, junto a las cartas, los graffitis que lee Antonio en los lavabos, las citas de Borges, las pequeñas reseñas de prensa y demás, crearían otros planos metaliterarios, otros textos que participarían en la intertextualidad general. Claro que la idea de que Teresa tuviera un buzón nos obligaría a elevarle el rango a profesora ayudante, porque una simple estudiante de doctorado no tendría un buzón con su nombre en una facultad.

—¿Cómo ve usted a Silvia, la mujer de Antonio?

—Bueno, Silvia tiene una mentalidad de pija. De pija que ha estudiado piano durante años en el salón de su casa sin pasar de primer curso, sin pasar de tocar el piano en las propias clases de piano, frente a resignadas profesoras que escuchan la misma pieza cada semana sin ninguna mejoría. Creo que las pijas de Barcelona han creado una nueva estirpe de profesoras de piano; una estirpe que asume, con una sonrisa cómplice, que en sus alumnas no va a haber ningún progreso, ningún avance; que les pagan para eso, para no enfadarse, para silenciar un verdadero escándalo de ineptitud artística, para guardar las apariencias sociales necesarias y para poder afirmar en el Palau o en una fiesta cualquiera de Pedralbes que la niña toca muy bien y que «pronto nos sorprenderá interpretando a Rachmaninov». Creo que se podría pensar en una novela que reflejase ese ambiente peculiar de la ciudad; una novela que se podría titular Las alegres comadres de Pedralbes.[14]

—«Pija» es una palabra muy local y pasajera que se utiliza en España para referirse a personas en realidad muy diferentes; es preferible caracterizar a Silvia a través de lo que ella diga o haga, ¿no?

—Tienes razón… Pero ahora no puedo pensar en Silvia ni en su pijez porque se me acaba de ocurrir una idea, y si no te la cuento la olvidaré en cuestión de segundos. Se me ocurre que la novela podría comenzar de tres formas distintas.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que al principio que cuenta cómo salen Silvia y Antonio de su casa para ir a la cena del premio se podrían añadir otros dos principios en los que ocurren distintos acontecimientos alternativos. Por ejemplo, un segundo principio de la novela podría narrarse desde la perspectiva de Silvia, que es la que se retrasa con sus cosméticos y piensa que Antonio es un hombre del todo insensible a la música y a la buena literatura. También podría ser ella la que muere atropellada por un camión que la arrolla en la acera cuando Antonio ha ido a buscar el coche al parking. En un tercer principio llegarían puntuales y no moriría nadie. El lector podría deducir cuál de los tres principios es el que elige el autor al verlo continuar en el siguiente capítulo. Toda la novela podría articularse por bloques en los que siempre se presentan tres senderos que se bifurcan. Sólo uno de ellos continuaría en uno de los tres siguientes y así sucesivamente. ¿Se entiende?

—Usted quiere construir un laberinto, quiere rizar el rizo y organizar un bucle que permita entrar y salir en la realidad y en la ficción hasta un punto en el que el lector se pierda y se desoriente.

—Sí, aunque insisto en que en una novela existe el riesgo de que el lector se harte de esa propuesta, de que no esté dispuesto a participar en ese juego que acabaría minimizando el posible y, en todo caso, leve argumento.

—Bueno, no se preocupe ahora, ya lo haremos avanzar. ¿Cómo es Antonio?

—Lo imagino como un hombre patológicamente narcisista, que ha convertido el narcisismo en una forma de vida, en un universo hermético en el que todo gira en torno a su ego insaciable de gloria y de grandeza. Su imaginación se canaliza de forma inconsciente en esa dirección, no cesa nunca en el empeño que le hace soñar con aplausos, con ovaciones multitudinarias, con galardones y reconocimientos de la academia sueca puesta en pie. Sueña que sería el primer joven de la historia en recibir el premio Nobel por una sola novela diestra y definitiva como la luz del sol, por una sola novela que le llevara a estar todo el día recibiendo a reverenciales periodistas de la prensa internacional, que propagarían su foto y su nombre por todos los rincones del planeta, hasta convertirle en un símbolo reconocible parecido a Homero o Shakespeare. Por eso es para él tan importante su novela, porque ha internalizado hasta tal punto el delirio de su megalomanía, que ya no le caben apenas dudas de que su obra se convertirá en una especie de continuación y hasta de superación del Ulises de Joyce. Este narcisismo enfermizo podría aparecer solapadamente en su diario, junto a otros momentos en los que duda de sí mismo, en los que se derrumba hasta la desesperación más terrible.

—Podría fantasear directamente con el Nobel, sin pasar por otros premios anteriores, imaginarse el olor del gran salón de Estocolmo y la música del himno nacional sonando para la Historia y para él. Me parece bastante creíble que alguien que nunca ha publicado una novela pueda caer en ese tipo de demencia; quiero decir que un escritor mínimamente maduro conocería mucho mejor sus límites que uno que se enfrenta por primera vez a un papel en blanco; el hecho de que ni siquiera haya comenzado la novela le convierte en un iluso; nada tan limpio de paja, tan expuesto al delirio de grandeza como un primer proyecto.

—Se trata de un hombre que alterna estados de depresión y de euforia. Esos altibajos le hacen fumar hachís todo el día, hasta el punto de caer en frecuentes crisis de pánico. En sus reflexiones, en las desordenadas consideraciones que leemos en el libro de notas que ganará el premio, Antonio, viéndose incapaz de configurar sus personajes, podría comenzar a fijarse en los que le rodean, en aquellos que conoce en la vida real; un día, por ejemplo, podría tener la ocurrencia de grabar conversaciones con personas de carne y hueso para luego utilizar esos diálogos en la ficción. Es decir, que plagiaría de la realidad lo que no puede conseguir con su imaginación.

Quiere usted decir que para conocer mejor al viejo editor, Antonio entrevistaría a un viejo editor como usted; y que para conocer mejor a una directora literaria, vendría aquí y me entrevistaría a mí.

—Hombre, tampoco soy tan viejo…

—Señor Gilabert, es así como usted calificó al protagonista de la novela de Antonio.

—Bueno, pero ya te he dicho que podría llamarse como yo y no por ello ser necesariamente como yo. De hecho, estoy pensando que incluso podríamos buscar un personaje radicalmente opuesto a mí. Desde luego, me incomodaría enormemente que fuera una descripción de mí mismo, una especie de autorretrato literario.

—Estábamos en lo de las grabaciones.

—Sí, es verdad, te decía que Antonio podría pensar en que algunas de estas entrevistas reales podrían aparecer literalmente en su novela. Así, para darle mayor credibilidad a los diálogos, se lanzaría a grabar conversaciones sin que el interlocutor se diese cuenta. Ésa es una idea que yo también podría llevar a cabo.

—¿Cuál?

—La de grabar a gente real.

—Pero luego tendría que inventar un contexto para intercalar esas conversaciones.

—Sí, o al revés, buscar una situación real que se ajuste a la ficción.

—¿Cómo?

—Pues, por ejemplo, si en la novela quiero introducir un diálogo político entre un taxista y un personaje, cojo realmente un taxi y grabo una conversación que yo dirijo hacia lo político. Podríamos pensar en personajes infrecuentes; en un afilador callejero o en un gigoló. ¿Te imaginas a nosotros dos entrevistando a un gigoló real?

—Pues yo conozco a uno, un tipo que se llama Bernardo.

—Ah, sí, y ¿cómo es?

—Es un hombre que vive de las mujeres a cambio de tenerlas contentas.

—Qué interesante, me cuesta mucho imaginarme a un tipo así. Pero ¿actúa como una prostituta, es decir, ve a una mujer con aspecto de tener dinero y se moviliza para conseguirla?

—Sí, pero es más sutil que una prostituta, es menos directo. Es un profesional camuflado, un impostor tolerado.

—Debe de ser un tipo muy atractivo.

—Sí, a mí me lo parece, aunque no es especialmente guapo. Su secreto es que sabe tratar a las mujeres; sabe muy bien qué decirles y en qué momento tiene que hacerles una caricia o en qué otro traerles una copa; tiene una intuición extraordinaria para hacer que una mujer se sienta bien; su secreto consiste en saber adaptarse a los distintos tipos de mujeres; es muy camaleónico, puede cambiar su tono de voz y su sentido del humor en función de cada caso. Es un tipo muy listo… muy capaz de esconderse detrás de máscaras distintas.

—Pareces conocerlo bien…

—Lo conozco bastante bien porque durante un tiempo fue mi vecino y lo oía actuar a través de la pared; recuerdo el día en que lo vi por primera vez, al poco tiempo de alquilar yo el apartamento donde vivo. Me vino a pedir limones para hacer margaritas. Al día siguiente le vi salir a la calle con una mujer algo mayor que él. Con el tiempo nos hicimos amigos y, desde entonces, entre él y yo ya no hubo secretos.

—¿Intentó seducirte alguna vez?

—No, él sabía que conmigo no había posibilidades; simplemente nos hicimos amigos.

—¿Es culto?

—No, pero le sabe sacar mucho partido a todo lo que ha visto y leído. Sabe no meter la pata, llevar los temas a su terreno de forma simpática y natural.

—Pero, ¿cómo conoce a mujeres dispuestas a financiarle la vida?

—Bueno, él se mueve en ciertos ambientes: algunos bares de postín, el club de golf, el club de bridge. También escoge a mujeres especiales; mayores que él, las ricas cuarentonas y aburridas son su especialidad. Ellas nunca están predispuestas de entrada; pero luego, con el trato, es muy hábil en mover bien las fichas; en eso consiste precisamente su capacidad de seducción, en saber crearles una cierta dependencia gradual, una cierta necesidad.

—¿Necesidad?

—Sí, me explicó que a un proceso inicial en el que es muy amable y cortés, sucede otro en el que se muestra desinteresado. Yo he visto llorar a muchas mujeres por él. Una le regaló un coche. Otra le invitó a un crucero por el Caribe. Es un hombre que sabe idealizar el presente, dotarlo de un halo mágico que lo privilegia como momento. Sabe convencerte de que cada situación tiene una luz adecuada, una música propicia, un paisaje que es urgente imaginar. Sabe tomar buenas iniciativas y transmitir un peculiar optimismo, una extraña seguridad

—Sin embargo, yo siempre imaginaría a un hombre así envuelto en una terrible inestabilidad emocional. Esta gente de la noche, como los que se dedican a las relaciones públicas en fiestas y discotecas, o tipos que parecen divertidos y graciosos, esconden luego un aspecto de sí mismos algo patético, ¿no?

—Bueno, en el caso de Bernardo sí hay algo de patético, porque ahora ya debe de rondar los cuarenta y cinco años y seguramente no podrá mantener su éxito por mucho tiempo. Sí, es muy posible que termine quedándose solo y sin un duro. Aunque nunca se sabe, porque es un tipo muy listo y con muchos recursos.

—También podríamos grabar conversaciones con un ama de casa y conducir el diálogo de forma que nos contase lo que hace durante el día, los culebrones que ve, las ventajas y los sorteos que ofrece un detergente, sus excursiones al bingo, la relación con el marido, sus problemas con la comida y el sexo. Creo que una novela en primera persona sobre una «maruja» sería económicamente rompedora (tendría la posibilidad de atraer la atención de millones de «marujas», que comprarían una novela que por primera vez habla de ellas). Tal vez sea ésa mi segunda novela. Ya me veo cada día camuflado en el súper con un pequeño magnetófono. El lanzamiento podría ser como en una campaña electoral, con roulotte, altavoces, carteles propagandísticos reivindicando la identidad del marujismo…