Llovía ahora con intensidad y el ritmo acompasado del limpiaparabrisas sonaba, en su mecánica oscilación, como un metrónomo que dividiera el tiempo en perfectas partes iguales. Las mismas líneas paralelas, las mismas simetrías prolongadas hasta perderse en la luz blanca de los faros, agravaban de algún modo los sentimientos de opresión y soledad. Prendió un cigarrillo que castigó todavía más sus ojos dañados por el sueño y el llanto. No podía creer la noticia de que Antonio hubiera fallecido. Como cada viernes, había salido de copas hasta muy tarde y al volver se había encontrado las tres insistentes llamadas de Víctor en el contestador. Repetían casi con las mismas palabras el mismo mensaje: «Luis, soy Víctor, llámame inmediatamente a casa aunque llegues tarde; tengo que darte una mala noticia». Cuando le llamó, Víctor le dijo que Antonio había fallecido —de lo que parecía un ataque al corazón— justo después de habérsele concedido el premio Gracián de novela. Luis había notado un vuelco en el estómago y las piernas le flaquearon obligándole a sentarse. Lloró y sintió la necesidad de abrazar a alguien que no encontró. Víctor le había dicho que su madre y Silvia estaban en el Hospital Clínico; que la pobre señora estaba destrozada y que le habían tenido que suministrar un potente sedante.
Todavía llevaba en la sangre el alcohol de los bares nocturnos de Valencia, y el sabor del café que se había tomado antes de salir le subía a la boca en una amargura espesa y sin límites. Quería abandonar esa noche. Por un momento le pareció que conducía en el interior de una pesadilla, pero la conciencia de una realidad enteramente física le repetía, con la misma insistencia de la lluvia en la chapa del coche, que ya nunca podría despertar, que ya nunca más volvería a sentir la vida junto a su hermano. Puso la radio en el momento en que emitían las señales horarias del boletín informativo de las cuatro de la madrugada. La primera noticia hablaba de Antonio. Escuchó perplejo el tono y la voz del locutor de siempre; le parecía increíble que estuviera hablando de él y cada vez que lo nombraba con sus dos apellidos sentía una desconcertante extrañeza interior: «La vigésimoquinta edición del premio Gracián de novela se ha visto envuelta por la tragedia y por la insólita y lamentable muerte de su ganador, Antonio López Daneri, quien con la novela titulada Proyecto de monólogo para la soledad de G. H. Gilabert, se adjudicó el galardón minutos antes de sufrir lo que los médicos no dudan en considerar un infarto de miocardio. Los restos mortales de este joven profesor, titular de literatura en la Universidad de Barcelona, se encuentran en el Hospital Clínico a la espera de que mañana le sea realizada la autopsia. Desde Barcelona, Mireia Colomer nos amplía la noticia».
De nuevo le pareció insólita esa confluencia íntima y pública de su nombre: «Minutos después de cenar, cuando el jurado daba a conocer su veredicto por la megafonía del gran salón del hotel Lluna Palace, Antonio López Daneri le dijo a su mujer, Silvia Peroliu, que notaba un fuerte dolor en el pecho. Según testigos presenciales y su propia mujer, el ganador, instantes antes de caer al suelo fulminado, se mostró contrariado por la noticia que anunciaba públicamente su galardón, llegando incluso a decir que él no se había presentado al premio y que sin duda se trataba de una broma de mal gusto. Estas últimas y enigmáticas palabras del fallecido ganador han añadido todavía mayor confusión a lo que es ya una luctuosa y dramática edición del Gracián».
La noticia sobrepasaba su imaginación. No entendía nada. ¿Antonio? ¿Una novela? Estaba convencido de que a pesar del distanciamiento que habían mantenido durante los últimos años, éste le hubiera contado que andaba en eso. Además, con lo narcisista que era —se dijo—, no hubiera podido evitar sus fabulaciones con la fama.
Hablaban de vez en cuando por teléfono y, a veces, sus conversaciones eran breves y como de cortesía, pero cuando se veían en verano o en Navidad charlaban de sus proyectos, del lugar en donde iban a pasar las vacaciones o de la chica de turno que Luis no conseguía ligarse en Valencia. También se recomendaban novelas e incluso habían llegado a leer en voz alta algunos cuentos y poemas. Le parecía raro que la última vez que se vieron en Barcelona no le hubiera dicho nada de esa novela que, ya por entonces, debería de tener prácticamente terminada. Pensó que si la había escrito en secreto tal vez lo hizo por miedo a tener que compartir con los demás la frustración de un posible fracaso por no terminarla o no poder publicarla. Encendió otro cigarrillo. Pensó que apenas le separaban dos horas del momento de ver el cuerpo de Antonio sin vida. Estaría como dormido y muy pálido. Pero tenía demasiado cerca su expresión y su voz para imaginárselo realmente muerto. Esta noche sería histórica para él, se recordaría el resto de su vida conduciendo en esta autopista lluviosa e iluminada por los faros. Recordó algunos de los acontecimientos que siempre rememoraba al pensar en él. El día en que le golpeó hasta sangrarle la nariz, cuando Antonio apenas tenía diez años. Le había cogido la bicicleta sin permiso y, tras una caída, se la había devuelto con el manillar torcido. Luis, que era dos años mayor, se vengó de forma vergonzosa y cobarde. En la infancia y en la adolescencia, Luis había sido para Antonio la referencia incuestionable que son la mayoría de los hermanos mayores para los más jóvenes. Era uno de los líderes del colegio y gozaba de un innegable prestigio hasta entre los profesores. Jugaba al fútbol como nadie y, sin llegar a ser el más fuerte, sabía hacerse respetar por todos con su simpatía y su carisma personal. Luego, cuando Antonio entró en su mundo idealista de ensoñaciones, cuando comenzó a fumar hachís todo el día y a apasionarse por los primeros discos de rock sinfónico, fue marcando unas diferencias que terminarían convirtiéndose en críticas contra Luis. Su hermano mayor le pareció entonces un personaje insípido y sin interés, un burgués conservador «que le hacía el juego al sistema».
Luis llevaba más de diez años viviendo en Valencia. Había encontrado allí un trabajo en un banco francés, por lo que sólo iba a Barcelona en Navidades y algún que otro fin de semana. Aunque había vivido con varias mujeres, desde que hacía más de un año rompiera con la última, con Clara, parecía decantarse cada vez más por la vida de soltero. En esto, como en tantas otras cosas, los dos hermanos habían desmentido las apariencias y la opinión de todos aquellos que creyeron que Antonio nunca se casaría.
En la radio, con la lluvia de fondo, una mujer hablaba ahora de un problema de impotencia de su marido. Decía que un médico le había dicho que podía ser la ansiedad y el estrés. Pronunciaba esta última palabra con una acentuación incorrecta, lo que delataba en ella un bajo nivel social y cultural.
Desde su micrófono falsamente maternal, la locutora se regocijaba con el morbo de sus preguntas.
—Irene, ¿crees que haces todo lo que a él puede excitarle?… ¿sabes si tu marido ha tenido en su vida alguna experiencia homosexual?
Lejano al diálogo radiofónico, sin reparar en esas palabras sin sentido que se perdían en el repiqueteo del agua sobre el coche, Luis recordaba ahora los ilusos reproches de su hermano cuando tenía dieciocho años, su ingenuidad al intentar convencerle de la importancia de luchar para cambiar el mundo y de no convertir sus vidas en la mera reproducción de la de su padre o en el homogéneo resultado de los convencionalismos de un colegio de jesuitas. Antonio llegó a estar seguro de que la única manera de desmarcarse de la forma calvinista de entender el trabajo que tenía su padre era escapándose de casa. Hasta que éste murió, cuando Antonio todavía no había terminado la carrera, Luis había sido por contra el típico hermano responsable que sintoniza con su progenitor.
El señor Enrique López, abogado mercantilista pasado al mundo de los negocios, acumuló durante los años prósperos de los planes de desarrollo una fortuna considerable. Abrió varios restaurantes y hoteles, pero su incontrolada ambición por crecer le llevó a apostar demasiado fuerte por una urbanización en Comarruga que no funcionó. Sus empresas se endeudaron y se descapitalizaron hasta que, al no poder hacer frente a las deudas, llegó la quiebra. Los últimos meses de Enrique López fueron sumamente difíciles. A la angustia económica se agregó la angustia existencial motivada por un cáncer de garganta. A pesar de ser sólo un joven estudiante de derecho, Luis estuvo bien informado de los acuciantes problemas de su padre; le hacía pequeñas gestiones y, cuando apenas le quedaron ánimos para ir al despacho, cuando su voz se enronqueció hasta lo incomprensible, su hijo mayor permaneció tardes enteras acompañándole. Por el contrario, algunos años antes, Antonio había ocasionado no pocos disgustos a la familia, como el de su escapada de varios meses de convivencia hippie en una masía de Gerona o el pequeño escarceo con la heroína. Frente al firme propósito de Luis de abrirse camino profesional, Antonio era un progre convencido de que su futuro seguiría otros derroteros menos «enajenantes».
Identificado más con su madre, Antonio veía a su padre como la víctima de una religión equivocada. La señora López se sentía atraída por la música. Antonio la había acompañado muchas veces a escuchar conciertos al Palau, lo que creó entre ellos una complicidad de la que no participaban su padre ni su hermano. Ella había cursado estudios de piano, aunque, desde hacía mucho tiempo, sólo se animaba a tocar en contadas ocasiones. Decía que ya lo había perdido todo y que lo hacía muy mal. Sólo cuando Antonio le pedía que tocara algunas piezas de Satie o Mompou, intentaba recordarlas y las interpretaba muy despacio para no equivocarse. Con su madre hablaba de música y de las imágenes y de los climas que sugieren algunas melodías. Escuchaban juntos a compositores españoles como Albéniz, Granados o Falla y compartían también su atracción por Ravel y Debussy. A él le sorprendía que a ella le gustaran compositores como Stravinsky o Schönberg y que incluso apreciara el jazz (sobre todo algunas cantantes como Billie Holiday o Sarah Vaughan). Con su padre, en cambio, Antonio tendía a mostrarse displicente y le contrariaba con frecuencia desde posiciones orgullosas y retadoras. Cuando Enrique López se metía con su pelo largo y su vagancia, le respondía con acritud e insolencia y le recriminaba sin remilgos que sólo pensaba en el dinero y que su vida era vacía y «unidimensional». Fue después de uno de estos enfrentamientos cuando Antonio se marchó por primera vez de casa dando un portazo. Su padre le había reprochado su decisión de estudiar filología en lugar de económicas y habían llegado a insultarse alzando la voz. Estuvo dos días sin llamar y la señora López culpó a su marido por inflexible y duro. Cuando regresó permanecieron más de un mes sin hablarse, con la tensión que eso generaba en las comidas y en las cenas. Luego se reconciliaron y se prometieron que un incidente como el ocurrido nunca más se volvería a repetir. A los pocos días de la reconciliación, incitado por su mujer, Enrique López le propuso a Antonio que le acompañara en un viaje a Nueva York. La idea le pareció muy bien porque, entre otras cosas, no conocía Estados Unidos. En Nueva York se instalaron en el hotel Royalton, esa reliquia de la posmodernidad que una amiga bastante esnob de la familia les había recomendado.
Luis recordaba ahora, mientras conducía bajo la lluvia, la minuciosidad con la que Antonio le contó después ese viaje; la habitación doble en la que se hospedaron, las sábanas que se amontonaban inexplicablemente en el hall como si aguardaran la sangre de una virgen, la inmensa concha-urinario que recibía las gotas doradas con música de violines, mientras surgían en espiral creciente unas cintas de perfumes azulados que espumeaban hasta producir una repugnante ebullición verdosa. Por la noche, siguiendo las recomendaciones de la amiga esnob, fueron a cenar al River’s Café, lugar idóneo para el romanticismo urbano desde donde se visualiza la panorámica imagen del Brooklyn Bridge y del skyline de Manhattan.
Antonio, en su ingenua juventud, pensaba que al menos en ese viaje debía tratar de compartir con su padre la mayor parte de cosas que le fuera posible. De pronto, una sonrisa se esbozó en sus labios: puestos a compartir, por qué no hacerlo con las drogas que tanto, pensaba, favorecen la comunicación. Le divirtió la idea de que su padre tomara medio ácido lisérgico (más podría ser demasiado para él). Qué extrañas asociaciones produciría en esa mente acostumbrada a los negocios la psicodelia del LSD. Tal vez su existencia se transformaría, se volvería más dulce, le subiría el sueldo al chófer, llevaría a mamá a un concierto en París… Tal vez, por el contrario, imaginara que los balances de la urbanización de Comarruga se agrandaban y le perseguían, mientras que de la concha-urinario salían cifras amenazadoras hasta ahogarle en una estela intratable de números rojos… Naturalmente, lo diluiría en el café con leche de la tarde sin que se diera cuenta.[11]
Después de cenar, Enrique López comenzó a sentirse mareado y se desabrochó la corbata y el primer botón de la camisa. Cuando un poco más tarde se incorporó para ir al lavabo a mojarse la cara, se sintió tan raro que le dijo a su hijo que llamara a una ambulancia. Pero Antonio, sabedor del origen de esas sensaciones, le recomendó que se tranquilizara, que sólo podía ser una bajada de tensión, que irían inmediatamente al hotel a descansar y que lo único que tenía que hacer era intentar dormir hasta el día siguiente. Al llegar al hotel, Enrique López comenzó a tener alucinaciones, comenzó a decir que la decoración del hall le parecía maravillosa (mucho más maravillosa que la de sus propios hoteles, que ahora rememoraba en la distancia con una tristeza inconsolable) porque conseguía transmitir «algo misterioso y como de encantamiento». Cuando llegó a la habitación y orinó en la concha rosada, se vio preso de una irreprimible melancolía que le hizo llorar y abrazar a Antonio en un gesto que recordaba la emoción y el candor de los héroes antiguos. Hasta su voz no parecía la suya:
—Hijo mío, cómo he podido pasar por alto tantas veces el cariño que te tengo; apenas cierro los ojos y me viene a la memoria aquella tarde en la que te di por primera vez la mano, cuando comenzabas a andar en el jardín del Turó Park.
—No, papá, yo también te he perdido el respeto con frecuencia a pesar de que en el fondo también te quiero mucho.
Entonces se abrazaron y lloraron durante unos entrañables minutos, quedándose luego en silencio hasta que, repentinamente, les entró una risa floja del todo incontrolable. Tal era la calidad extraordinaria de la sustancia alucinatoria compartida, tal fue el soberano colocón contraído en esa especie de regresión a la infancia de Antonio, que durante largas y traviesas horas de júbilo, padre e hijo se pusieron a saltar en pijama sobre el colchón de sus camas, saliendo luego al pasillo para correr como locos por los salones y dejarse deslizar a gran velocidad sobre el bruñido parquet de madera de los corredores. Alguien protestó en la recepción, y el propio director estuvo persiguiéndoles como si fueran dos niños que se burlaban abiertamente de él. Por fin, cuando el máximo responsable del hotel se vio incapaz de atraparles, mandó llamar al servicio de seguridad, servicio que consistía en un negro inmenso cuyas manos redujeron al señor López hasta esposarle. «Déjame jugar con mi hijo, negro de mierda, no ves que es la primera vez que lo hago en mi vida», gritaba fuera de sí y con los ojos desorbitados.
Al día siguiente, el señor López no recordaba nada; sólo le dijo a Antonio que cuando llegó al hotel la noche anterior debía de estar muy cansado y mareado, pues se metió en la cama y tuvo una extraña pesadilla que ya no era capaz de recordar. Por pudor, Antonio no quiso desmentir el equívoco, ni mucho menos contarle la causa que había propiciado su artificial exaltación afectiva. Antonio entendió que esa experiencia, que para él había sido enteramente real, sería del todo ilusoria para su padre, al creerla soñada (aunque ya El Griego sabía que somos sombras de un sueño).
Al llegar a Barcelona, la lluvia había amainado y, con el incipiente claror del día, las luces de las farolas y los semáforos perdían su intensidad cromática en el reflejo brillante del asfalto. A lo lejos se dibujaban las curvas rojas de la caravana de coches que entraba lentamente en la ciudad. Luis pensó que él no era más que una lucecita en esa serpiente de infinitos destinos. En la Diagonal, unos hombres con impermeables de color amarillo barrían y amontonaban las hojas mojadas, mientras que los madrugadores basureros cargaban y volteaban ruidosamente los containers. De repente, un gato negro salió detrás de un camión de basura y cruzó a gran velocidad sin que a Luis le diera tiempo ni a poner el pie en el freno. Escuchó el inevitable golpe sordo y lo notó crujir debajo de las ruedas. Se detuvo a más de cincuenta metros del animal, puso el intermitente, bajó y se acercó. El gato se movía dando saltos como un pez recién salido del agua. Era impresionante verlo en esa enloquecida dispersión última de energía. Un basurero dejó su tarea para contemplarlo y Luis se sintió desconcertado, culpable.
—Si lo llevo corriendo a un veterinario, a lo mejor…
—Ese no dura ni un minuto —dijo el basurero con aire de seguridad.
En efecto, el animal siguió dando saltos sobre el asfalto y de golpe se quedó quieto y empezó a sangrar por la boca bien abierta en una mueca de pánico. Luis permaneció durante un rato mirando el cadáver inmóvil del gato, sin saber qué decir.
—Tranquilo, ya lo sacaremos nosotros.
—No me ha dado tiempo ni a tocar el freno.
—Casi cada día hay alguno que se mete debajo de las ruedas de alguien. Los gatos, ya se sabe…
Se despidió y regresó al volante. Qué extraño —se dijo mientras conducía de nuevo—, ¿cómo podía haber cruzado tan decidido hacia su muerte en una avenida tan grande y desierta en la que el ruido del coche habría tenido que ser evidente con bastante antelación? Pensó en las siete vidas de los gatos,[12] en la posibilidad de un suicidio del animal, en la relación y en el significado que esta muerte accidental pudiera tener con la de su hermano. Hasta el día gris y nublado que despuntaba en la ciudad parecía el decorado propicio a una muerte sin fin.
Al llegar a la plaza Francesc Maciá, se situó en el lateral de la Diagonal y torció en Villarroel hasta llegar al Hospital Clínico. Como no encontró aparcamiento dejó el coche en doble fila, con el intermitente puesto. Al salir, notó el mal cuerpo del frío y del sueño. Se estremeció con ese encogimiento de estómago que provoca el miedo en la fatiga. Se detuvo, encendió un cigarrillo y aspiró con energía el humo como intentando llenar la oquedad que se abría ahora en su mente. La entrada del hospital le recordó el día en que Antonio se tomó su primer ácido lisérgico, a los dieciséis años. Había llamado a casa asustado y le pidió a Luis que no dijera nada a sus padres y que viniera a buscarle al bar Zurich de la Plaza de Cataluña. Luis lo encontró en un estado calamitoso y febril; tiritando, le confesó que le daba miedo volver a casa antes de que se le hubiera pasado el efecto. Hablaba con dificultad, describiendo maravillosas alucinaciones y terribles sensaciones de pánico. Había estado en las Ramblas con una puta y, en el mismo momento del orgasmo, había sentido su cabeza a punto de estallar y su cuerpo, repetido en el espejo del techo, fundiéndose y derritiéndose con el de la mujer, hasta gotear un líquido fluorescente sobre un pavimento ondulante que se movía como un oleaje. Decidió llevarlo al hospital para que le dieran un calmante que le rebajase el efecto de la droga. Ahora, próximo a verle muerto, estaba atravesando el mismo portalón grande de aquella noche, el mismo suelo de tonos oscuros, la misma rocalla con plantas de plástico, la misma fuente incesante que parecía querer paliar los momentos de dolor.
—Buenos días, soy el hermano de Antonio López Daneri; ingresó cadáver anoche.
—¿El del premio? —preguntó una mujer con indiferencia profesional.
—Sí.
—Está en la sala de autopsias, al fondo del pasillo a la derecha.
Desde el otro lado del corredor, un grupo de periodistas le había oído y se abalanzaron sobre él acercándole a la boca sus pequeños magnetófonos. Le preguntaron por la novela, pero él respondió que no sabía nada de ella. Luego le siguieron por el pasillo, agobiándole y casi deteniéndole en ocasiones.
—¿Qué quiso decir su hermano antes de morir?
—Por favor, dejadme tomar un café y luego hablamos. Estoy muy cansado, no he dormido en toda la noche, vengo desde Valencia conduciendo; ahora sólo quiero ver a mi madre. Además, yo no sé nada, ni siquiera que mi hermano hubiera escrito una novela.
No pudo quitárselos de encima ni en la puerta de la sala de espera. Allí estaba su madre vestida de negro, enrojecida y llorosa, con un gran pañuelo mojado y arrugado en las manos.
Estaba sentada, como dormida, abrazada a la señora Ródenas. Al ver a Luis, ésta le apretó un poco las manos, despertándola de la sedación.
—María, María, es Luis, tu hijo.
Se abrazó a su madre llorando y ella apenas pudo articular su nombre entre el moqueo y el llanto entrecortado. Irrespetuosos, los periodistas seguían haciendo girar sus cintas como para captar los visajes de una agonía en la que las palabras habían sido sustituidas por gemidos y suspiros de dolor. Uno de ellos hizo una foto y Luis se volvió en un gesto violento.
—Vete a la mierda, hombre, ya está bien, ¿no te parece?
Cerró el acceso a la sala dando un portazo y volvió a abrazarse a su madre. Ella repetía llorando el nombre de su hijo muerto. Lo hacía en diminutivo, como queriendo regresar a una infancia de Antonio que ahora se alejaba a gran velocidad. Una mujer con uniforme verde se acercó a la señora Ródenas y le hizo unas preguntas burocráticas sobre el cadáver. Ésta respondió en voz baja, como cuando al acostarse les contaba cuentos a Antonio y a él en los veranos de Vilassar.