Apretamos aquí y nuestras conversaciones se graban. Pero, señor Gilabert, no creo que sea bueno que tenga en cuenta el magnetófono, ni que piense mucho las frases; creo que debe olvidarse de la grabación y soltarse, porque lo que le puede servir a usted es precisamente su espontaneidad, la frescura de su propia reflexión. Yo luego lo escucharé todo y le pasaré una transcripción de lo que me parezca más constructivo para su novela. ¿Por qué no comienza por el principio, por lo que me comentó la semana pasada cuando me dijo que podríamos reunimos usted y yo para hablar de lo que está pensando escribir?

—Bueno, Beatriz, vayamos por partes. Puedo decirte que a mis setenta y dos años, yo, que como editor he tenido en mis manos incontables manuscritos, he decidido, medio en broma medio en serio, escribir una novela. Como aventura que ya no me compromete —a mis años, qué puede comprometerme— he pensado en un personaje que, como yo, intenta por primera vez escribir una novela. Como yo, Antonio López Daneri, mi personaje, comienza escribiendo un cuaderno de notas que le ayudará a definir la estructura narrativa de su historia. El texto que él comienza, que podría ser a imagen y semejanza del que yo comienzo ahora al pensar contigo en ese personaje, sería una de las voces en primera persona que estaría dentro de mi novela. Ésta, sintéticamente, hoy la imagino así: Antonio es un profesor de literatura clásica de unos cuarenta años, casado con Silvia, una mujer algo más joven que él que trabaja en una agencia de publicidad. Con el tiempo, Antonio y Silvia han desarrollado una forma de cariño que, sin embargo, no les convierte en una pareja feliz.

—¿Por qué?

—Son muchas las ocasiones en las que su relación no parece presidida por la sinceridad. Antonio está tratando de dar forma a su novela en un apartamento que heredó de su abuela. La escribe allí, refugiado, porque, entre otras razones, no quiere que Silvia se entere de su proyecto. Ella ha mostrado siempre una falta de fe absoluta en su talento literario y piensa que más le valdría concentrarse en publicar artículos académicos que le llevaran algún día a la cátedra. Antonio escribió la tesis doctoral sobre los cuentos de Borges, convertida después en el libro La morfología de los cuentos de Borges, pero no ha conseguido, desde entonces, y de esto hace más de una década, publicar ni escribir un solo texto sobre nada más. La novela que ha comenzado a imaginar tiene como protagonista a un viejo editor que, a pesar de llamarse como yo y de ser un viejo editor como yo, poco tendrá que ver conmigo. Un día, en la universidad —aunque esto podría ocurrir más allá de la mitad de la novela—, Antonio conoce a Teresa Gálvez, una estudiante que quiere escribir su tesis sobre el concepto de la máscara en Borges y Pessoa. Antonio no sólo no le oculta —como a Silvia— sus pretensiones literarias, sino que al poco tiempo se enamora de ella y la hace copartícipe.

Comienzan entonces a hablar y a imaginar —al igual que nosotros ahora— muchas cosas juntos: cómo serán los personajes y qué agitadas vicisitudes tendrá su destino, qué relación se establecerá entre Gilabert —ese personaje que se llama como yo sin ser yo— y los otros personajes de la obra, cuál será el estilo que logre imponerse sobre los demás, etcétera. Después de un año, el proyecto está acabado y perfilado hasta en sus más mínimos detalles. Con la ayuda de Teresa Gálvez, Antonio ha logrado escribir cientos de páginas que configuran la futura novela, caracterizan su caprichosa oscilación, describen las distintas tramas y subtramas y agotan un número considerable de finales descartados: Gilabert muriendo en un accidente de coche, Gilabert saludando animosamente en una playa de Río, Gilabert tocando el violín con sus nietos, Gilabert disfrazado de Borges en el lavabo de un prostíbulo, Gilabert cantando borracho sobre unos esquís en Montserrat, Gilabert golpeando y rompiendo con la cabeza un espejo que de tan sucio no le duplica, Gilabert soñando que es capaz de concluir su novela y despertándose en el capítulo sexto, Gilabert conociendo personalmente a López y desapareciendo fulminado por un rayo…… Gilabert tocándose los cojones.[10]

Por fin, todo está ya listo y calculado y nada parece el resultado de la improvisación. Sólo falta algo fundamental: escribir la novela. Pero el tiempo pasa y López apenas consigue alumbrar fatigosamente unas débiles páginas. Harta ya de tan sospechosa postergación, Teresa Gálvez urde un plan: sin que Antonio se entere buscará un título cualquiera y presentará a un certamen literario el «proyecto» de novela como si ya fuera una novela. Toda esa absurda multiplicación de fárragos verbales, todas esas disparatadas ideas sin sentido ni conexión, pasan, por el capricho de la maquiavélica estudiante, a convertirse en una novela. Antonio, que asistirá con su mujer a la cena del certamen, morirá del infarto que le produce escuchar el nombre del ganador; es decir, el suyo. De esta forma rigurosamente extraña, al leer la «novela» ganadora —que dadas las luctuosas circunstancias que rodearon la noche del premio se convertirá en un morboso best seller—, Silvia descubre la existencia de la estudiante y amante de su marido.

—Me contó también algo de un hermano de Antonio que trabaja en un banco en Valencia.

—Sí, Luis se queda muy impresionado tras leer la novela (o proyecto de novela) de su hermano y descubrir facetas insospechadas en él. En el texto, a Luis le parece descubrir a un nuevo hermano, a una nueva persona cuyos sentimientos e ideas son un mensaje del que lentamente se convierte en destinatario. Esa lectura obsesiva de la novela de Antonio transformará mucho a Luis, que abandonará el banco y dejará de ser el ejecutivo de traje y corbata que había sido hasta entonces. Para intentar la búsqueda de una explicación que dé sentido a su vida, Luis decide trasladarse a vivir a Barcelona, donde comienza la enloquecedora tarea de leer, releer e interpretar las páginas que Antonio dejó escritas. La resolución del argumento no es más que la historia de una suplantación entre hermanos: Luis termina trabajando con Teresa en un nuevo texto literario que resulta ser la continuación de la novela anterior. Algo parecido al amor irá naciendo entre ellos.

—En torno a este argumento básico, me dijo usted que su intención era la de articular un juego literario que llegase a ofrecer tramas y subtramas alternativas, dejando siempre abierta la significación última que pueda darle el lector.

—En efecto, me gustaría que fuera posible hacer participar al lector en las propias reflexiones que al autor le llevan a definir sus personajes; a tantear y a decidir entre diferentes opciones, a deducir que cada alternativa no anulará la existencia de las otras, a entender que la novela será un abanico sin fin que se abre en otros abanicos posibles.

—Se produciría así una simetría lúdica entre su protagonista y usted: López es el protagonista de la novela que usted escribe y usted es el protagonista de ficción de la novela que escribe López; los dos se escriben mutuamente como protagonistas de sus respectivas novelas.

—Sí, pero ya he dicho que el hecho de que el protagonista de la novela de López se llame como yo, no implica que sea como yo; porque, si esa equivalencia se produjera, mi novela sería autobiográfica y ello, tanto mi pudor natural como mi timidez, no me lo permitirían.

—Entonces tendrá que inventarse un personaje que, llamándose como usted, sea distinto a usted.

—En realidad, López lo intenta con desesperación; todo el día se esfuerza en trazar ese rostro; su vida casi depende de dar forma a ese personaje, de conferirle un alma que lo haga creíble. Además disfruta de un año sabático que podría ser trascendental para su vida; un año sabático que Antonio solicitó a la universidad después de sufrir un colapso psicológico que le impedía dar las clases. Él está convencido de que escribir una buena novela le convertirá en un hombre de éxito, posibilitándole abandonar las clases que tanto le abruman.

—Pero ¿consigue progresar López en su novela, consigue definir y tramar una historia para su personaje, o todo se queda en el simple delirio circular al que le somete su febril y estéril imaginación?

—A duras penas, porque nunca llega a encontrar una estructura narrativa capaz de articular, con mínima coherencia, la inevitable dispersión de sus pensamientos; una estructura narrativa que le lleve a la definición de su personaje. Por ello, las supuestas reflexiones que escribe para acercarse a la novela, no dejan de ser una empanada mental, un aleatorio mosaico de sentimientos y anécdotas que nunca adquirirán demasiado sentido.

—¿En qué consiste esa tendencia dispersiva de López?

—En creerse capaz de escribir una novela tan extraordinaria, imaginativa y compleja, tan universal, enrevesada y sorprendente, que la epopeya del protagonista coincida finalmente con la del heroico lector que consiga recorrerla sin desfallecer.

—Me está usted hablando de un verdadero delirio.

—Así es. De hecho, López se trastornó hace algunos años al tener que terminar su tesis doctoral a plazo fijo; ya sabes, esas deadlines que la administración impone a los doctorandos que se resisten a crecer… Entonces se encerró con los personajes de Borges (especialmente con Funes, Hladik y Dalhmann) y creó un mundo propio del que, obviamente, ya no conseguiría salir. Es decir, que el muy imbécil se pasó seis meses con una fecha límite marcada en rojo en el calendario.

No te parezca extraño; sin ir más lejos, mi sobrinita Cuca invirtió diez años en terminar su master de enfermería. Pero déjame volver a López: el muy infeliz apenas comía, ni paseaba, ni hablaba. Se imaginó miles de veces frente al implacable tribunal, profiriendo un monólogo indeciso sobre el símbolo del laberinto y las manchas del tigre. Sentía entonces en su piel la recriminación severa de los profesores, el escándalo de convocarles para eso… (Para un acto ritual en el que un candidato alterado, realmente un enfermo, se somete a las humillaciones públicas de un grupo de supuestas eminencias de indiscutible carácter sádico.) Antonio se pasó esos seis últimos meses tomando anfetaminas para no dormir y, cuando caía rendido, soñaba invariablemente que se encontraba desnudo frente a los cinco expectantes catedráticos, y que su madre se esforzaba en hacerle llegar una manta y una taza de café con leche desde la ventana de un aula tan gélida como inhóspita.