Recuerdo que hace ya muchos años, cuando empecé con esta indeclinable afición a los psiquiatras, un día en la consulta comencé a imaginarme a alguien que no era yo. Que se parecía en algo a mí, que tenía esa gracia que algunas veces me caracteriza, pero que no era yo. Entonces me puse a hablar de él en las siguientes sesiones esperando que mi psiquiatra jugara conmigo a inventar el personaje que yo le proponía. A los dos meses de acaloradas tardes en el diván, tenía que esforzarme mucho en no entrar en contradicciones que delatasen mi condición de paciente farsante, derrochador de dinero —a ocho mil la sesión— y ludópata existencial. Mi psiquiatra jugaba con ventaja porque, tras las sesiones, anotaba todas mis ocurrencias conduciéndome a flagrantes contradicciones. Una tarde me pilló de lleno: le había dicho en una sesión anterior que mi padre había muerto de un infarto el día en que yo nací y, después, que vivía todavía con una japonesa y que era muy feliz en un chalet de Málaga.
Creo que esta incontrolable necesidad de fabulación que se cruza en todo lo que hago, desdoblándome y desviando mi atención hacia otros pensamientos, hacia otras imágenes, sabores y colores, podría ser aprovechada —como me dice el actual psiquiatra— para escribir mi novela. Pero es fundamental que Silvia no se entere de la existencia del proyecto que ahora comienzo. Por eso he decidido trabajar en este apartamento de mi abuela. Aquí me veré libre y tranquilo.
Silvia cree que sigo anclado en el artículo sobre la metamorfosis de Juan Dahlmann en El sur, ignorando que hace ya tiempo que logré desenredarme de esa pesadilla. No es malo que ella me crea trabajando en este artículo que nunca escribiré, porque así tengo el margen de un año o más que luego siempre podré justificar plagiando algo del inglés o refritando algún aspecto de mi tesis. Supongo que el trabajo en la novela será muy diferente al de la tesis. La tesis era como trabajar en la Telefónica: se entraba después del desayuno y se salía para comer, y luego, por la tarde, se volvía tras la siesta y se concluía para cenar. La tesis era un trabajo mucho más mecánico (aunque al final dejó de serlo y casi enloquezco al tener que presentarla en una fecha determinada). Tocaba leer un libro de Emir Rodríguez Monegal o de Ion Agheana y tocaba hacer fichas, subrayar, clasificar o resumir. Ahora imagino que el ritmo será mucho más pausado y desordenado, sujeto a los momentos de «inspiración» que puedan visitarme en mis horas inútiles, en esos momentos en los que un café, el sol de la mañana o un buen canuto, me hacen ver todo bajo el síndrome del entusiasmo. Sospecho también que estas intermitencias, estas detenciones, caso de prolongarse, serán una amenaza algo angustiosa contra la que me veré obligado a luchar. Siempre, además, con la inseguridad del que hace algo enteramente nuevo; siempre, además, con la incertidumbre de poder concluir un texto que todavía ahora tiene la magia de lo desconocido.
Supongo que cada escritor trabaja de formas diferentes.
Los hay que pululan por la ciudad con un cesto buscando aquel elemento que perfile una mirada, una voz, el pliegue de una falda; éstos, de reprobables tendencias realistas, quieren reproducir la vida con la inútil minuciosidad de una fotografía o de un espejo. Otros, como es el caso del Gran Parodiador, se han dedicado a releer para imaginar lo que otros ya imaginaron. Su obra sólo se compone de referencias literarias y, en cierta medida, no es su obra. Todo en ella nos recuerda otros textos: una frase nos sugiere el regreso de un hombre que ha navegado una década por el Mediterráneo, en otra vemos un castillo inhabitado que alberga sinuosos pasadizos y galerías; en otras presentimos un vasto túnel con nueve círculos. Un escritor es alguien que ha hallado un mundo propio mediante el lenguaje. Me pregunto si los dioses me depararán algún día conocer el mío. El hecho de aguardar con la pluma (en mi caso con el ordenador que tanto quiero) a ser iluminado, es ya un acto esperanzador y vanidoso. Pero la ambición ha de acompañar cualquier sueño: ¿por qué no aspirar a ser Homero, Virgilio o Dante «por un día», como en aquel marchito programa de la televisión franquista en el que convertían a una anciana de pueblo en reina por cinco minutos? La inspiración es algo parecido a la vocación sacerdotal; funciona por revelación, pero también por convicción. Por eso es preciso que aguarde, atento, confiado y seguro de gloria futura, frente a mi ordenador encendido.
Creo que he comenzado este proyecto de novela porque estoy harto de perderme en los espejismos del ansiado alumbramiento, porque mi cabeza ya no soporta por más tiempo el peso de mi imaginación. Escribiendo este proyecto concretaré al menos los elementos esenciales de mi novela: el género, la localización en el tiempo, las geografías, la raza de los personajes, los nombres de los pájaros y de los árboles, el aspecto físico e intelectual de los protagonistas. Tan sólo me quedará unir, fusionar, escindir y, entonces, casi tendré la novela.
Estos últimos días he decidido que —al menos por ahora— mi protagonista será un viejo editor llamado Gustavo Horacio Gilabert, y que estará intentando dar forma a una novela acerca de un profesor de literatura parecido a mí. Una historia en la que podría vivir este personaje, podría ser ésta: Gilabert es un hombre de ojos grises y de barba gris que, en el tiempo limitado de su vejez, quiere, como yo, justificarse con una novela que merezca ser leída por las futuras generaciones. Al no poder soportar la angustia de reiterados intentos de garabatear en el vacío, comienza a hablar del proyecto con Beatriz Lobato (su autoritaria directora literaria), quien acoge con simpatía lo que, sin embargo, atribuye a la senilidad y al aburrimiento de su jefe. Entusiasmado, el viejo editor decide dedicar al nuevo asunto todas las horas que antes dedicaba a la editorial, para lo cual libera a Beatriz Lobato de gran parte de sus funciones ejecutivas en la empresa. Ello crea no pocos problemas en la colección Ciudades del Mundo que, en fase de lanzamiento, la Lobato se encargaba de coordinar. A los pocos días, Gonzalo Duduar, un joven ayudante de Beatriz, tiene que sustituirla, lo que provoca un verdadero desconcierto entre el personal. Desconcierto mucho menor, sin embargo, que el de aquella mañana en la que el viejo Gilabert ordenó que sólo les molestasen con problemas importantes.
Bueno, ya tengo al menos este impreciso argumento. A partir de él voy a escribir en mi ordenador todo lo que se me ocurra, todo lo que me pase por la cabeza, aunque en apariencia nada tenga que ver con Gilabert. Luego ya arreglaré ese puzzle caótico e intentaré darle una forma narrativa definida. Sí, tengo que soltarme y escribir: cualquier pequeño detalle o anécdota que me ocurra durante el día puede ser muy útil para dar pie a detalles o a futuros personajes. Por ello debo permanecer muy alerta, con un pequeño cuaderno de notas y un bolígrafo, al acecho de cualquier feliz conjunción de palabras que me asalte en la noche. Un guiño, una leve impresión sugerida en el ocaso de la tímida luz de la ventana, un extraño verso adivinado en el interior de un sueño o el símbolo oculto en una música lejana pueden alimentar la consistencia de Gilabert, pueden hacerle repentinamente levantarse, respirar, saludarme, hablar conmigo e irse luego a dar un paseo sin decirme adiós.
A veces creo que Silvia conoce este mundo interior que he abierto en mi cabeza y en mi ordenador. Con frecuencia me dice que estoy muy poco comunicativo, que apenas le dirijo la palabra. Se trata de un reproche más entre los muchos otros que arrastra o silencia. Si consiguiera dar vida a Gilabert y escribir una buena novela podría prescindir completamente de ella, porque entonces me convertiría en un escritor famoso y me sobrarían las mujeres que me quisieran. Pero una separación ahora sería contraproducente. Más adelante, las cosas se irán sedimentando con inexorable justicia poética. En la medida en que Gilabert se convierta en Gilabert, ella se convertirá en un capítulo de mi vida que yo podré situar en el pasado.
Cuando muy de tarde en tarde nos implicamos sexualmente, lo hacemos con la misma indiferencia con la que hablamos o nos relacionamos. Parece como si evitáramos el acto sexual por principio: los dos odiamos la rutina a la que nos somete la mecánica de nuestros cuerpos, la insinceridad de nuestros besos, la falta de magia que contiene cada falsa caricia que prodigamos sin convicción, el jadeo que, como por inercia, como quien dice algo de memoria o sin pensar, ya no nos esforzamos en fingir. Con el tiempo, ella ha dejado de ser transparente para mí. A veces pienso que puede tener un amante. Nunca lo reconocería hasta que éste le supusiese una alternativa clara de futuro. Me reprocha el que yo no quisiera hijos cuando ella podía tenerlos. Después de la extirpación de su riñón, ya nunca podrá y eso significa un alivio para mí. Yo no quiero tener hijos y menos con ella. Ahora está pasando la crisis que toda mujer sufre a los treinta y cinco años, con el agravante de saber que nunca podrá ser madre. Mantener nuestra relación así, como la mantenemos, es un martirio que ella me impone, una penitencia que yo tengo que cumplir por no haberla preñado a tiempo. No sé quién de los dos depende más de esta relación absurda y gastada. Cuando le hablé un día de dejarlo, se deprimió hasta tal punto que tuve que decirle que bromeaba y que, en el fondo, yo no podría vivir sin ella. Todo será contradictorio y tenso hasta que el corazón de Gilabert consiga empezar a latir en mi querido ordenador. Parece mentira cómo en la vida sucumbimos a rutinas que no tenemos conciencia de haber elegido. Al menos este año sabático del que dispongo me ha alejado un poco del suplicio de las clases. Salvo excepciones, durante los quince años que llevo como profesor, he impartido la misma asignatura de primer curso, las mismas lecciones básicas sobre Homero, el teatro griego, Virgilio y Dante. Sus obras me parecen cada día más aburridas porque es aburrido lo que yo reproduzco en las clases con mis rancios apuntes. La ilusión por transmitir una visión personal fue desapareciendo para dejar paso a esta mecánica sucesión de tópicos con los que hago bostezar a mis alumnos. Tal vez este alejamiento temporal de las clases, y el intento de escribir la novela, me permitan recobrar la frescura que me falta para quemar mis viejos apuntes y salir de esta mediocridad pedagógica e intelectual en la que habito.
El otro día le conté a Lloveras, mi nuevo psiquiatra, el bochorno que pasé al sobrevenirme la primera fobia en una clase. Estaba hablando sobre las Bucólicas de Virgilio, del plan ascensional que guardan entre sí las distintas Églogas y comencé a explicar la relación que mantienen la primera con la novena y la segunda con la octava y la tercera con la séptima y la cuarta con la sexta, y dibujé una pirámide en la pizarra y dije que la pirámide culmina con la quinta bucólica y alguien me preguntó qué sentido tiene ese plan ascensional y yo empecé a tartamudear porque nunca se me había ocurrido por qué es ascensional y no, por ejemplo, descensional; y me quedé callado, y para decir algo dije que era ascensional porque Virgilio ya preludia el cristianismo con ese ascenso hacia el cielo. Luego fue peor porque todos comenzaron a escribir esa chorrada en sus apuntes y yo quise corregir la chorrada y les dije que la borraran y, luego, que daba igual, que lo dejaran, hasta que uno de los más jóvenes de la primera fila preguntó desorientado: «¿Qué borramos, lo de ascensional o todo lo de la pirámide?», y todos se rieron y yo enmudecí, sin saber qué decir. Después comenzaron a reírse de mi sonrojo y yo a notar en la cara que mis mejillas ardían de vergüenza; y entonces, un gamberro desalmado dijo en voz alta desde el fondo que yo parecía un tomate y yo ya no pude más y di por concluida la clase con un nudo seco en la garganta que me impidió hasta disculparme. Pero al cabo de unos días volvió a pasarme lo mismo al intentar explicar el parentesco que en la Eneida mantiene Eneas con Augusto; volví a quedarme en silencio, tardé más de un minuto en recordar el nombre de Mecenas y me confundí relacionando las Bucólicas con Hesíodo y las Geórgicas con Teócrito de Siracusa. Hasta que un día me di cuenta de que esos bloqueos se extendían como un cáncer a todas mis clases y entonces tuve que hablar con el decano y contárselo con la mirada gacha de los vencidos. Él me dijo que no me preocupara y que hablaría con mis alumnos y les explicaría que yo estaba inmerso en una depresión que me obligaba a dejar el curso y a ser sustituido por otro profesor. Cuando en junio volví a ver a los estudiantes para ponerles el examen, me miraron con una comprensión casi rayana en caridad, y yo era un pobre hombre tímido y vulnerable a cualquier risa, a cualquier «¿se encuentra usted mejor?». Mis sonrisas eran forzadas y mi examen demasiado fácil, pero tenía que aprobarles a todos por ser yo el que había fallado en algún lugar de mi cabeza.
El recuerdo de estas tristes horas en que perdí completamente el oremus de mi profesión, me hace entender este año sabático como un reto personal para escribir la novela. Sin embargo, la sistemática reclusión a que me quiero someter en este pequeño apartamento de mi abuela, sería del todo ociosa y frustrante si no culminara con un texto que me justificase, que fuera reconocido por mis compañeros, que ganase incluso algún premio, en fin, que se mencionase a la larga en los libros de historia de la literatura española: generaciones de niños peinados a chorro de colonia aprendiendo mi nombre de memoria, jóvenes y estudiosos doctorandos recopilando datos sobre mi vida para dar con una relación entre el autor y su obra, sesudos y silenciosos historiadores escribiendo frases como: «La novela española moderna cierra el siglo con Los avatares del viejo Gilabert de Antonio López Daneri. En ella encontramos un ejemplo de estilo férreo y eficaz junto a una trama tan laberíntica que hasta los lectores más atrevidos no osan adentrarse, y los que lo hicieron —este humilde cronista es uno de ellos— penan la desdicha de vagar por la infinitud de sueños que comprende». Este es el milagro secreto al que aspiro; creo que por él vendería no sólo mi alma sino mi cuerpo y todo lo que yo soy y no soy.[7] Pero por el momento me cuesta dejar de pensar en mí para pensar en Gilabert. No consigo fijar en él aquellos rasgos que le convertirían en un personaje verosímil; sólo arbitrariamente y por el agotamiento de mi mente infructuosa, he llegado a atribuirle una identidad onomástica, una responsabilidad empresarial y un proyecto que le hermana conmigo: escribir una novela sobre alguien que quiere escribir una novela por primera vez.
Algunas veces —también se lo he contado a mi psiquiatra— sueño que estoy dando clase y que entran en el aula las fuerzas antidisturbios para llevarme con ellos. Aparecen de repente, cuando una vacilación mía se convierte en una pausa excesiva que mis estudiantes no suelen perdonarme. Los veo entrar de un salto por las ventanas, correr hacia mí por la tarima de madera y cercarme contra la pizarra en la que tantos nombres he escrito. Inútilmente prodigo entonces manifestaciones de inocencia y de dolor: amparados en sus uniformes y en sus cascos brillantes, los antidisturbios me sacan a rastras bajo el unánime abucheo de mis alumnos, que con sus índices acusatorios me señalan y me llenan de escupitajos. Veo a Llopart, el primero de la clase, subido en su pupitre para enfatizar un claro corte de mangas que me dedica. Veo a Valdés, al que siempre creí fiel, orinando sobre mis viejos apuntes y pateando con violencia mi cartera. Veo al estudiante ciego, con su bastón blanco en el suelo, masturbándose en un éxtasis celebratorio. Por fin consigo despertarme acalorado en medio de la noche. Silvia duerme plácidamente a mi lado. Me da miedo volver a dormir y me levanto y pienso que me estoy volviendo loco.
Menos mal que llevo un tiempo sin tener que dar clases. Aquello no podía ser, hombre, no podía ser. Cada vez hablaba más de mí y menos del programa… Mis clases se estaban convirtiendo en un auténtico psicoanálisis en el que yo no paraba de hablar de Silvia, de mi madre, de mi soledad, y al final me emocionaba y organizaba coloquios sobre mi situación. Había un tipo pequeño en la primera fila que siempre se lanzaba a hablar, y terminaba metiéndose con mi madre, culpabilizándola de todo. No, aquello no podía seguir… Tal vez ahora me sentiría algo mejor para afrontar una clase. Pero no sé, no sé.