Muchos años después, cuando él apenas sería un leve perfil en la memoria de Silvia, ella recordaría la noche en que le preguntó: «¿Es el humor una rama del sexo o el sexo una rama del humor?». Todo empezó aquella noche desprovista de símbolos premonitorios en la que Antonio murió.
Sonó el teléfono hasta que Silvia decidió cogerlo. Antes bajó el volumen del tema Turn Out the Stars, de Bill Evans, que Antonio había puesto demasiado fuerte antes de introducirse en la bañera.[3] Era la madre de Antonio.
—Dile que estoy en el baño y que la llamaré mañana —gritó desde el agua caliente.
Todavía tenía que afeitarse y vestirse cuando Silvia apareció con el pintalabios, casi dispuesta para salir. Siempre se distraía en la bañera y sus tardanzas habían reportado a la pareja una fama de impuntual que hoy volvería a confirmar. Disfrutaba del baño y accedía a él como a un rito sagrado. Le gustaba el agua muy caliente, casi al límite de lo resistible. La tanteaba con el pie y algunas veces se pasaba y tenía que rebajarla con un poco de agua fría. Se sumergía lentamente, como gozando del dolor que poco a poco iba ganando cada centímetro de su piel. Permanecía mucho tiempo e, incluso, después de transcurrido ese rato en el que se relajaba hasta casi dormirse, abría de nuevo el grifo del agua caliente para repetir la sensación. Siempre que se introducía en la bañera lo hacía fumando un canuto que había liado minutos antes y que con el vapor se humedecía en sus dedos hasta apagarse. Este conjunto de impresiones sensoriales —el hachís aumentaba su intensidad perceptiva, por lo que también lo consideraba imprescindible para hacer el amor— formaba parte de su vida como un paréntesis abierto en la rutina y el malestar general.
El vapor, el olor dulce del cannabis, la inmersión en el agua caliente, la música de Bill Evans, la ceremonia constante de avivar el cigarrillo apagado, y la sonrisa fiel y previsible del póster de Marilyn que le inducía con frecuencia al onanismo subacuático, se habían convertido en elementos esenciales de su creciente filosofía inmovilista y zanganil.[4]
Habían quedado en recoger a Víctor y Ana enfrente del café París a las nueve y media, y ya casi lo eran. Como solía ocurrir, ante las protestas de Silvia, salió y se vistió con una rapidez frenética. A la secuencia veloz de Antonio apagando el tocadiscos mientras se hacía el nudo de la corbata para salir corriendo por el pasillo hacia el ascensor, sucedieron nuevos reproches de Silvia por su dilación en la bañera, por haber dejado toda la habitación encharcada y por salir con espuma de afeitar en la oreja y la nariz «como un payaso».
En el paso acelerado hacia el aparcamiento, Antonio se dio cuenta de que no llevaba consigo las invitaciones del premio literario. Se habían quedado encima de la mesa del pasillo cuando fue a ponerse el abrigo. Vuelta a subir corriendo y a bajar saltando por encima de las escaleras, con la imagen de locura que esa inútil ansiedad deja siempre en la eventual vecina que llega lentamente a la quietud de su hogar. «De repente —pensó— las cosas se aceleran; de repente, la música de Bill Evans se hace irritante y hay que correr a bajarla, a silenciarla. Pero ¿se hace irritante de verdad o se hace irritante para Silvia, a la que no le gusta el jazz a pesar de que siempre dice que le encanta?» A Silvia no le gustaba el jazz y eso, junto a tantas otras cosas, era lo que les separaba, lo que les impedía urdir ese tejido necesario de complicidades que debe fundamentar toda pareja. Con la literatura pasaba lo mismo: decía que le apasionaba Borges cuando en realidad lo que le distraía eran las novelas de Patricia Highsmith o de Simenon.
Cada uno de estos fingimientos, cada una de esas elusiones de la realidad, confirmaban a Antonio la forma esencialmente superficial de entender la vida que tenía Silvia; forma que, aunque en otro tiempo le había parecido un componente innegable de su encanto, ahora le resultaba un mero simulacro de felicidad. Desde hacía ya años vivían como separados por un cristal; cada uno hacía su vida y apenas hablaban de lo que les acontecía en el interior. Los reproches se habían vuelto inútiles y cualquier alternativa —la separación— daba a ambos una cierta pereza, un cierto miedo a afrontar lo que serían, al menos inicialmente, nuevas e interminables conversaciones aclaratorias que harían del proyectado divorcio un tortuoso camino inacabable. Antonio estaba convencido de que, al menos por el momento, necesitaba mantener su relación con Silvia. Aunque desgastada, esta relación le seguía aportando el calor y el orden mínimos que él intuía necesarios para poder escribir su novela. Además, en realidad, era casi como si ya estuvieran separados: existía entre ellos un acuerdo tácito para respetar el statu quo con cierta frialdad, como si se resignaran a dejar pasar el tiempo guardando las apariencias, como si ambos supieran que cualquier replanteamiento frontal de la situación sería demasiado conflictivo e irreversible. Incluso el piso estaba dividido en áreas de uno y de otro y, salvo en lo que necesariamente se veían obligados a compartir, cada uno se sentía en su zona «como en su propia casa». La frecuencia de sus relaciones sexuales también había ido disminuyendo cada vez más. ¿Una vez al mes?, ¿acaso dos?, y era todo. Por otra parte, el orgullo hacía que esta frecuencia no estuviera —ni mucho menos— garantizada, porque algunas veces, cuando él proponía ella rechazaba diciendo que se sentía cansada, y esto significaba que él se la guardaba para rechazarla en la primera ocasión que se le presentase. Así podían estar meses sin apenas tocarse. Cuando en esas contadas ocasiones —con frecuencia en las tediosas tardes de domingo— llevaban el acto adelante, Antonio imponía una oscuridad total. Esto le permitía jugar más fácilmente con la ilusión de transformar el cuerpo de Silvia en el de Teresa Gálvez. La tácita complicidad por parte de su mujer en esa rigurosa carencia de luz, hacía sospechar a Antonio que tal vez él fuera también el reflejo de otro cuerpo ausente: dos máscaras jadeando en la tiniebla de un domingo tedioso, dos seres que se acarician en una velada simetría proyectada en otros cuerpos imaginados: ¡qué extraña forma de negar el presente!
A veces, en el orgasmo —quién sabe si fingido—, ella gritaba: «Me gusta follar contigo». Eso a Antonio le parecía otra posible prueba de su infidelidad, porque quién sabe si en ese «contigo», como en su caso con Teresa Gálvez, se hallaba algún yuppie o publicista de su despacho. Pero no sentiría celos, sólo le picaría un poco el orgullo; no sentiría celos aunque descubriese pruebas irrefutables. De hecho, alguna podría considerarse ya irrefutable: paralela a la espina dorsal de Silvia, una raya roja había sido perversamente trazada en su espalda. Era un arañazo del que Antonio no se sentía autor.
Todas estas reflexiones sobre Silvia y sobre su vida se las comentaba a Lloveras, su nuevo psiquiatra, que desde hacía un año había sustituido al que se mató en las costas de Garraf. Era un joven sumamente serio que le escuchaba sin apenas intervenir y que le obligaba a hablar de su caso, que era el caso de un hombre triste y sin interés. Informado de su proyecto de novela, Lloveras le sugirió que todos esos discursos que largaba en su presencia, le podían servir para comenzar a escribir. Comenzar a escribir: sabía a ciencia cierta que ése era su verdadero y único problema. Sabía que si comenzaba a escribir, si conseguía erigir al cielo esas primeras páginas de su mundo interior, no pararía hasta alcanzar la gloria que le sacase de su anónima y dolorosa situación.
Lloveras propuso incluso grabarle sus propios monólogos, pero a Antonio le pareció que no soportaría volver a escuchar esa dispersión de sentimientos inconexos. Necesitaba más estructura, más narrativa fuera de su propia persona, más alejamiento de ese ser lamentable al que en el fondo quería olvidar. Pero el psiquiatra insistía —hechizándolo en el diván— en que todo escritor construye sus personajes en función de sí mismo, y eso le fue convenciendo hasta que por fin, un día, comenzó a registrar sus vaivenes imaginativos en el ordenador. Primero intentó elaborar una clasificación temática para enumerar los asuntos que más podían agobiarle: los tipos de angustias y de fobias que sentía, la absurda relación con su mujer, la dificultad para afrontar la separación, el proyecto de una novela que no era capaz de comenzar, las inquietantes citas adulterinas con Teresa, los innumerables miedos y paranoias que le dañaban a veces sólo con salir a la calle, los insufribles colegas del departamento de literatura que le involucraban en feroces luchas internas, sus experiencias con las drogas, etcétera. Pero pronto se dio cuenta de que esas clasificaciones, ese aparente orden categorial de sus problemas no conducían a nada, al convertirse inmediatamente en una compleja red de imágenes y recuerdos que su mente era ya incapaz de diferenciar. Todo estaba relacionado entre sí, de forma que nada se podía pensar sin aludir a la globalidad de las cosas; porque aquella tarde de su infancia en la que presintió por primera vez el sexo no podía ser más o menos importante que la semana que se encerró en una pensión de Comarruga para leer Madame Bovary por segunda vez. Todo había dejado huellas imborrables en su memoria, todo se relacionaba con el que ahora era y sería, todo formaba pequeñas geografías definitorias en su piel. Qué islas recónditas, se preguntaba, habría dejado Emma Bovary en sus sueños y en su espalda; qué ignorado propósito albergaba la mirada sensual que él había imaginado en ella y que ahora se interpondría en la de todas las demás. No, sería mejor comenzar a escribir un diario sin atender a rótulos ni clasificaciones, dejando que los entresijos más ocultos se fueran sedimentando en función de los énfasis, de las reiteraciones y de las urgencias que su propio inconsciente arrojara espontáneamente sobre el ordenador. Fue a partir de ese pequeño axioma metodológico cuando Antonio se sintió capaz de comenzar a escribir todo lo que el azar (salvo que no hay azar, salvo que lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de una compleja y secreta maquinaria de causalidades) consentía presentar en su imaginación.[5]
Cuando Antonio saltó por segunda vez a la calle, notó un mareo y una fuerte presión en el pecho. Extrajo de su bolsillo uno de los tranquilizantes que siempre llevaba consigo y se lo tragó sin agua, como se había acostumbrado a hacer. Por el momento no quiso decirle nada a Silvia. Ella estaba harta de sus mareos y de sus fobias. Le habían aguado tantas cenas y compromisos que algunas veces llegaba a creer que lo hacía a propósito para fastidiarla. Empezaban con un dolor de cabeza y una creciente sensación de morirse para seguir con los «me quiero ir a casa» o con los «llama a una ambulancia». No es que ella reaccionara mal, no es que no fuera suficientemente comprensiva o maternal, pero claro, tener a un cenizo así a la vera se convertía en un verdadero calvario con cruz de plomo.
Desde luego que no lo hacía a propósito —a no ser que algunos de sus propósitos escondieran insospechadas derivaciones hacia el masoquismo y la degradación—, pero el mero hecho de que ella pudiera creer que todo era un simulacro, le irritaba y le agraviaba en lo más hondo. Era verdad que Antonio notaba palpitaciones y sudores fríos, era verdad que percibía un insufrible hormigueo en las manos, era verdad que había sentido claros preludios de insuficiencia hepática y explosiva presión arterial, era verdad que al ponerse la mano en el corazón no se lo notaba palpitar, pero era también innegable que todos esos síntomas se convertían en psicológicos una vez que volvía a casa y conseguía relajarse un poco, y que la sonora ambulancia, el eventual médico que de forma espectacular le había suministrado un boca a boca en Finisterre o la melodramática visita semanal —con despedidas para siempre y lágrimas en los ojos— a las urgencias de la clínica Quirón, incrementaban en las mentes de los demás —también en las de sus compañeros de facultad— un currículum lamentable.
Aquella misma mañana había estado haciendo el amor con Teresa, y el hallarse ahora con Silvia representando el papel social de marido consolidado, aumentaba su sentimiento de culpabilidad. Por un momento recordó que después del dilatado acto sexual, cuando Teresa se durmió, se había mareado más que otras veces. Pensó que debía de ser por la mezcla del hachís con el popper que inhalaba siempre con ella en los umbrales del orgasmo. Se había levantado para beber agua cuando sintió que estaba a punto de desvanecerse. Fue al cuarto de baño y abrió la ventana de par en par a pesar del frío. Seis meses antes, la primera vez que Teresa le dio a inhalar la sustancia líquida, creyó por un momento que esa intensa sensación en las vísceras y ese extraño calor en el pecho eran un signo inequívoco de la inminencia de su muerte. Silvia aceptaba compartir el hachís pero no el popper, por lo que éste se había convertido en otra secreta particularidad de su relación con Teresa. Pero el mareo de la mañana había sido inusualmente intenso y prolongado; además, a diferencia de otras veces, no acababa de pasarle totalmente. Todavía se sentía muy fatigado y, de no tener el compromiso del premio literario, se hubiera metido en la cama y hubiera intentado combatir el insomnio con los casi siempre inútiles ejercicios de tensión y distensión muscular recomendados en su día por el psiquiatra que se mató en las costas de Garraf. Además de los encuentros con Lloveras, Antonio estaba ahora siguiendo un tratamiento nuevo que consistía, en lo esencial, en asistir a «sesiones de rutinización y desdramatización fóbica» y en la compulsiva ingesta de un arco iris de pastillas.
Mientras conducía el coche, notó como si se moviera el suelo, como si no percibiera bien los pedales, como si la ausencia de gravitación le fuera a hacer levitar por encima de los coches del atasco, por encima de los semáforos y los árboles de la Diagonal. Descartó la posibilidad de que tales sensaciones pudieran ser atribuibles al hachís o al popper, por lo que creyó estar en las cercanías de una nueva fobia declarada. A pesar de esta evidencia empírica, resistió y fingió unas palabras de normalidad. El atasco de la Diagonal dilató hasta lo increíble el suplicio de este fingimiento. Abría al máximo la ventana como buscando desesperadamente una salida, pero tenía que volver a cerrarla porque el frío se instalaba en el interior del coche y Silvia se lo hacía notar.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, sí, sólo me agobia un poco el atasco.
—Bueno, es igual, no pasa nada, si llegamos tarde ya comeremos el segundo plato o el postre. Además, en general, la comida que se sirve en estas ocasiones es peor que la del cuartel.
Víctor y Ana les esperaban de pie, frente al café París, en la misma acera de otras veces. Tan pronto como les vieron llegar levantaron los brazos en un doble signo de alivio y reproche.
—¿Qué pasa, tíos? Es tardísimo —dijo Víctor entrando y cerrando la puerta de un golpe.
—Este señorito se ha tirado una hora en la bañera, y la Diagonal está intransitable —respondió Silvia para desentenderse de toda responsabilidad.
—Llegaremos cuando estén fotografiando al ganador —agregó Víctor con cara de muy pocos amigos.
Se impuso un silencio de reprobación que Ana no tardó en romper con una cariñosa sonrisa y con su típico: «Bueno, ¿qué tal?, ¿qué contáis?».
Al llegar al hotel Lluna Palace, Antonio volvió a sentir la presión en el pecho y, cuando los dejó a todos frente a la puerta y se quedó solo en el coche, tuvo por un instante la tentación de conducir el vehículo hacia la clínica Quirón. Allí, en urgencias, seguro que se encontraría de nuevo con el mismo joven de otras veces, quien, después de hacerle esperar interminables minutos junto a sangrantes accidentados, le tomaría la tensión y le repetiría los humillantes consejos de siempre: «Tienes que hacer un poco más de deporte, y los calmantes, tómatelos regularmente, porque así se crea como un colchón, ¿entiendes?». No, no entendía nada porque cumplía cada mañana sin fallar la penitenciaria hora de ejercicios de tensión y relajación, tomaba las malditas pastillas —los viernes y sábados por la noche, en ración doble— y, sin embargo, seguían apareciendo aquellas malditas fobias que le convertían en un ser cuyo orgullo se dispersaba por las cloacas más abyectas de la ciudad.
Sabía que ir a la clínica equivaldría a montar un nuevo numerito dramático de sábado por la noche, pero también sabía lo mal que lo iba a pasar si aparcaba el coche y se dirigía andando hacia el hotel, para —no lo descartaba— escenificar una compleja representación ante los efusivos aplausos del público. En la clínica, pensó con algo de sarcasmo proyectado hacia sí mismo, «al menos la escenita queda en familia, porque ese joven que hace la guardia los fines de semana y me toma la tensión, me resulta ya tan familiar que terminaré por enviarle una botella de Moët en Navidad».
Puso el intermitente y detuvo el coche un momento frente a la entrada del aparcamiento. Con un sudor frío ya instalado definitivamente en su cuerpo, pensó que si se dirigía a urgencias tendría que llamar a Silvia por teléfono desde allí, para intentar explicarle lo inexplicable. Decidió que al menos iría a comunicarle personalmente su indisposición. Entró en la rampa y guardó el ticket que una máquina rectangular amarilla escupió con un sonido hostil. Se sentía ahora tan horriblemente mal que le sorprendió su capacidad para conducir por el sinuoso laberinto de cemento sin chocar contra las paredes. Aparcó y, después de cerrar con el mando a distancia, buscó sin éxito las escaleras peatonales hasta que no tuvo otro remedio que subir andando por la rampa. Como otras veces, trató de tomarse el pulso en la muñeca izquierda, pero no lo encontró. «Mi corazón se ha detenido —se dijo—, voy a morir en esta rampa del parking de la calle Viladomat.» Se imaginó yaciendo en el suelo, se imaginó enfocado por los faros del primer coche inocente que bajara, se imaginó la reacción de sus familiares al conocer su muerte: su madre llorando vestida de negro, su hermano Luis viniendo desde Valencia al entierro, Silvia atrapada en la contradicción que le supondría llorar de pena y de alegría liberadora. Escuchó las conversaciones de algunos allegados a la familia el día de su entierro: «Parece que el pobre llevaba una temporada con muchos problemas». «Yo le había dado el biberón en mis faldas.» «De pequeño era una monada.» «Sin duda abusaba de las drogas y eso el corazón no lo tolera bien.» «Sobre todo la madre, la madre está deshecha.» Cada una de estas frases llegaba a su memoria junto con el rostro correspondiente; la señora Corrons entraba en la sala mortuoria con sus imponentes joyas; los Dalmau se abrazaban en bloque a su madre y a su hermano; el tufo del perfume que en su infancia había vertido en el aire la señora Ródenas se extendía por la iglesia y se mezclaba irreverente con el incienso y el olor de las velas. Todo lo percibía envuelto en una nebulosidad lejana donde convergían su pasado y su fatídico presente. Vio su propio cadáver en la capilla ardiente, vio al sacerdote que le había bautizado oficiando ahora su ausencia, vio a algunos de sus amigos del colegio desgastados por el tiempo y la calvicie. Perdido en esta paranoia de lo que ya creía su realidad post mortem, se detuvo apoyando la mano en una gruesa columna cilíndrica. La rampa se movía y serpenteaba como jugando con su destino. Su infancia asmática en un pueblo del Pirineo, su padre agobiado por los negocios dando puñetazos en la pared, su hermano Luis socorriéndole en la Plaza de Cataluña el día en que se tomó el primer ácido lisérgico, la bigotuda prostituta con la que sintió el primer goce carnal, el cachorro de Fox Terrier que le regaló un niño y que su padre no le permitió tener en casa, los amarillentos gusanos de seda muriéndose por falta de hojas de morera, el señor Palacios suspendiéndole eternamente las matemáticas en una amenazadora mueca inconclusa, sus estudiantes esperando desconcertados el final de una frase interrumpida sobre Virgilio.
Cuando por fin pudo zafarse de estas alucinatorias circularidades del recuerdo y dar con la salida, vio en una cabina a un hombre que seguía absorto un ruidoso programa concurso a través de un pequeño monitor. Hipnotizado por el cuadro luminoso, comía como un cerdo un aceitoso e inverosímil bocadillo de sardinas, de esos que uno cree —por gigantescos— que ya no existen y que, si alguna vez existieron, lo hicieron contaminados de leyendas populares como las que todavía circulan sobre las suecas o el extraordinario priapismo nipón…
Sin mirarle, el hombre del inverosímil bocadillo le preguntó si regresaría tarde y Antonio contestó que lo haría en unos pocos minutos. El frío de la calle agregó otras formas de irrealidad y de angustia que el tumulto de periodistas reunidos en el hall del hotel y las caras de los famosos multiplicaron hasta el pánico. Tuvo que disculparse por haberse apoyado con descaro en el hombro anónimo de un fotógrafo. Entró en un abarrotado lavabo y se mojó la frente y las sienes. Se miró en el espejo para comprobar su cara. No había nada extraño en ella.[6] Al entrar en el gran salón localizó su nombre y su mesa en un tablón (como en las bodas), y se dirigió hacia donde se encontraban Silvia, Víctor y Ana conversando con el mismo e incomprensible entusiasmo de todos. Odiaba este tipo de situación: ahora tendría que discutir con ella, tendría que intentar convencerla para que se quedara a pesar de que él se fuera. Pero sabía que Silvia trataría de convencerle a él para que se relajara y para que no hiciera, una vez más, tan injustificable y efímero su esmerado maquillaje. Discutir esto delante de los demás sería mucho más insoportable todavía.
Cuando los camareros comenzaban a servir las vichyssoises, se tomó un segundo y un tercer tranquilizante. Al llegar a la mesa, trató de calmarse y de saludar con naturalidad a tres parejas de desconocidos. Decidió hacer el esfuerzo para quedarse a pesar de que la objetiva lentitud de los camareros en servir la cena aumentó su impaciencia hasta el límite. Parecía que cada minuto se dilataba convirtiéndose en una hora o en un día. Además, el aburrimiento y la trivialidad de las conversaciones hacían más arduo todavía el esfuerzo por hablar, para mostrar un mínimo de alegría o para sonreír un mal chiste. Todo parecía perversamente organizado contra él.
Por fin llegó el café, el momento en que el editor contaría la historia del premio y hablaría de las cantidades de dinero que se concedían, de los componentes del jurado, de la editorial y de su padre fallecido lustros atrás. Cada año se extendía más de la cuenta, pero en éste su dilación llevó a pensar a Antonio que la historia de la editorial era en realidad la historia del mundo, y que una brusca irrupción escatológica iba a hundir las paredes del salón para castigar a los hombres por tanta infamia y crueldad. Por fin tomó la palabra la alquilada presentadora de televisión que iba a desvelar el nombre del ganador. Frente a ella, los reporteros se agolpaban y se daban codazos, peleándose por ese reducido espacio que les permitiría fotografiar al principal protagonista de la noche. Llegó un silencio seco y, como desde el interior de una pesadilla, escuchó en la megafonía su nombre: Antonio López Daneri. También, el título de la novela ganadora: Proyecto de monólogo para la soledad de G. H. Gilabert. Fue como la culminación de un mal sueño, como el éxtasis convulsivo de un vómito visceral. Los aplausos le parecieron el aditivo final a esa farsa elegante que le convertía en protagonista. Alguien le felicitaba dándole molestas palmaditas en la espalda. Alguien le llamaba «torero». Alguien, Silvia, le acariciaba y le miraba con ojos cariñosos. La presión en el pecho era ahora un puñal que le atravesaba el corazón. Le pareció que perdía el conocimiento y se dejó caer hasta notar el suelo en la cara. Sintió el momento de lucidez que precede a la muerte, el tibio sabor en la boca; sintió el calor de los flashes, el nervioso movimiento de empujones y los gritos de desconcierto y el caos. Contra el techo, apenas distinguía la silueta de Silvia envuelta en la bruma azulada del haz de luces; su voz ya no parecía corresponder a su cara. Antonio yacía en el suelo y todo se apagaba y se perdía en el sopor de una sensación que intuyó definitiva.
—¿Qué te pasa, rey mío?, tranquilízate… tómate otra pastilla… Dicen que has ganado tú el premio. No me habías dicho nada, ni siquiera que habías escrito una novela, ¿era una sorpresa que me querías dar?…
Todavía pudo mirarla por última vez, todavía pudo balbucear unas palabras que ella, como siempre, no comprendió.
—Me… duele… mucho aquí —dijo con dificultad señalándose el pecho—, esto es una broma de mal gusto… yo no he presentado… ninguna… novela… a… ningún jodido premio…