AGRADECIMIENTOS

En 1976 escribí una propuesta para el National Endowment of the Humanities en la que describía un sistema multimedia de acceso aleatorio que permitiera a los usuarios conversar con artistas famosos ya fallecidos. El doctor Jerome B. Wiesner, entonces presidente del MIT, leyó esta loca propuesta porque la cantidad de dinero que se necesitaba requería su aprobación. Más que verla como una locura, se ofreció a ayudar, pues se dio cuenta de que yo estaba muy lejos de mi especialidad en, entre otras cosas, en cuanto al procesamiento de lenguaje natural.

Fue el inicio de una gran amistad. Empecé a trabajar con discos de vídeo ópticos (muy analógicos en esa época). Wiesner presionó para elaborar una lingüística más sofisticada y comprometernos más a nivel artístico. Hacia 1979 nos convencimos a nosotros mismos y al MIT de que había que construir el Media Lab.

En los cinco años siguientes viajamos juntos cientos de miles de kilómetros cada año, algunas veces pasando más noches al mes fuera que con nuestras familias. Esta oportunidad de aprender de Wiesner y ver el mundo a través de sus ojos y los de muchos de sus brillantes y famosos amigos fue muy educativo para mí. El Media Lab se hizo global porque Wiesner era global; valoraba la sutileza del arte y el rigor de la ciencia porque Wiesner lo hacía.

Él murió un mes antes de que este libro se terminara de escribir. Hasta sus últimos días quiso hablar de llegar a «ser digital» y de su cauteloso optimismo al respecto. Le preocupaba la utilización incorrecta de Internet a medida que su uso se extendía y le preocupaba el desempleo en una era digital que hace desaparecer muchos trabajos y crea muy pocos. Pero siempre fue optimista aun cuando repentinamente dejó de serlo respecto a su salud y bienestar. Su muerte, el viernes 21 de octubre de 1994, nos traspasó a muchos de los que trabajamos en el MIT la responsabilidad de hacer por los jóvenes lo que él había hecho por nosotros. Jerry, haremos todo lo posible por seguir tu ejemplo.

El Media Lab también lo fundaron otras tres magníficas personas a quien debo agradecer especialmente todo lo que me enseñaron: Marvin L. Minsky, Seymour A. Papert y Muriel R. Cooper.

Marvin es el hombre más listo que conozco. Su sentido del humor es genial y es, sin duda, el científico informático más importante de hoy día. Le gusta citar a Samuel Goldwyn: «No prestes atención a los críticos. Ni siquiera los ignores».

Seymour pasó los primeros años de su carrera con el psicólogo Jean Piaget en Ginebra y poco después, junto con Minsky, fue nombrado codirector de Inteligencia Artificial del Media Lab del MIT. Aportó un conocimiento profundo tanto de las ciencias humanas como de las ciencias de lo artificial. Como dice Seymour: «No puedes pensar en pensar sin pensar en pensar acerca de algo». Muriel Cooper proporcionó la tercera pieza del rompecabezas: las artes. Fue la diseñadora más importante en el Media Lab y cuestionó algunos de los elementos más estables del trabajo con ordenadores personales, como las ventanas, y puso en tela de juicio su validez con interrogantes, experiencias y prototipos alternativos. Su trágica e inesperada muerte, el 26 de mayo de 1994, dejó un vacío muy profundo en el corazón de todos nosotros.

El Media Lab surgió, en parte, del antiguo Architecture Machine Group (1968-1982), donde yo realicé casi todo mi aprendizaje con un grupo de colegas. Le estoy enormemente agradecido a Andy Lippman, a quien se le ocurren cinco ideas innovadoras al día y a quien le debo muchas de las frases de este libro. Sabe de televisión digital más que nadie.

Algunas de las primeras ideas proceden de Richark A. Bolt, Walter Bender y Christopher M. Schmandt, todos anteriores al Media Lab, cuando teníamos dos pequeños laboratorios, seis oficinas y un cuartito. Entonces se nos consideraba unos «charlatanes» y, por eso, fue la época dorada. Pero para que llegara a ser dorada, tenían que descubrirnos.

Marvin Denicoff, de la Oficina de Investigación Naval, es para la informática lo que los Medici fueron para el arte del Renacimiento: subvencionó a gente con ideas atrevidas. Puesto que es dramaturgo, nos impulsó a que incluyéramos el cine interactivo en nuestra investigación muchos años antes de que a nosotros se nos hubiera ocurrido.

Cuando Craig Fields, el joven socio de Denicoff en ARPA, fue consciente de la ausencia norteamericana en la industria de la electrónica de consumo, propuso la atrevida idea de inventar un ordenador-televisor. La influencia de Craig fue tan fuerte que le costó el trabajo porque en aquella época su propuesta fue mal vista por la política industrial de la Administración. Pero durante esos años inició gran parte de las investigaciones que han conducido a lo que hoy llamamos «multimedia».

A principios de los años ochenta recurrimos al sector privado en busca de apoyo, en concreto para construir el edificio Wiesner que costó 50 millones de dólares. La extraordinaria generosidad de Armand y Celeste Bartos hizo posible que el Media Lab fuera una realidad, desde el principio hasta el final. Al mismo tiempo teníamos que encontrar gente que ayudara a financiar el proyecto.

Los nuevos colaboradores eran en su mayoría proveedores de contenidos que nunca antes habían interactuado con MIT, pero que sintieron (a principios de los años ochenta) que la tecnología estaba decidiendo su futuro. Uno de los más destacados fue el doctor Koji Kobayashi, que entonces era presidente y director ejecutivo de NEC. Gracias a su apoyo y confianza en nuestro proyecto sobre los ordenadores y las comunicaciones, obtuvimos el respaldo de otras empresas japonesas.

Mientras buscábamos a los 75 colaboradores que hoy tenemos, conocí a muchos personajes, en el mejor sentido de la palabra. Hoy día, los estudiantes del Media Lab tienen la oportunidad de entablar relaciones amistosas con más directores ejecutivos que cualquier otro grupo de estudiantes que yo haya conocido. Aprendimos mucho de estos visitantes, pero hay tres que destacan de entre todos: John Sculley, ex integrante de Apple Computer, John Evans, director de News Electronic Data; y Kasuhiko Nishi, director ejecutivo de ASCII Corp.

Además, debo un especial agradecimiento a Alan Kat, de Apple Computer, y Robert W. Lucky, de Bellcore. Puesto que los tres somos miembros del Vanguard Group de CSC, sus ideas me han ayudado a desarrollar muchos de los temas que trato en este libro. Kay siempre dice: «La perspectiva vale 50 puntos de cociente de inteligencia», Lucky fue el primero en preguntar «¿Un bit es realmente un bit?»

Como los laboratorios no se construyen sobre ideas, le debo una gratitud enorme a Robert P. Greene, director asociado de Administración y Finanzas, quien ha trabajado conmigo durante más de doce años. Gracias a él me ha sido posible llevar a cabo nuevas investigaciones y viajar sin tregua, porque es un hombre que goza de toda la confianza del personal del Media Lab y de la administración del MIT.

En el ámbito de la enseñanza, Stephen A. Benton se hizo cargo de una organización académica obsoleta y le dio nueva forma y carácter hasta el pasado julio, cuando nombró a su sucesor Whitman Richards.

Victoria Vasillopulos nos lleva a mí y a mi oficina, dentro y fuera del MIT, en casa y en el trabajo. Este libro sugiere que ser digital unifica casa y oficina, trabajo y diversión, y es cierto. Victoria puede corroborarlo. Aún está lejos el día en que podamos disponer de agentes de ordenador realmente inteligentes, por lo que tener un agente humano tan excelente como Victoria es importante (y excepcional). Cuando desaparecí del mapa para acabar este libro, el trabajo de Victoria fue asegurarse de que nadie se diera cuenta, y lo consiguió gracias a la ayuda de sus asistentes Susan Murphy Bottari y Felice Napolitano.

La elaboración del libro en sí implica una serie de reconocimientos. Sobre todo quiero darle las gracias a Kathy Robbins, mi agente en Nueva York. Conocí a Kathy hace más de diez años y firmé con ella para que fuera mi agente. Durante los diez años siguientes estuve tan ocupado construyendo el Media Lab que ni siquiera me quedaba aliento para pensar en escribir un libro. Kathy tuvo una paciencia infinita y me lo recordaba con cierta regularidad, pero con mucha dulzura.

Louis Rossetto y Jane Metcalfe tuvieron la idea de fundar una revista sobre la vida en el mundo digital, Wired, en el momento más adecuado. Le agradezco a mi hijo Dimitri que me impulsara a colaborar. Nunca antes había escrito un artículo. Algunos fueron fáciles y otros me costaron más trabajo, pero disfruté con todos. John Battelle me hizo el favor de editarlos después. La gente me hacía sugerencias que me fueron muy útiles. Raves se llevó la palma. Todos fueron muy amables.

Cuando fui a ver a Kathy Robbins con la idea de tomar los 18 artículos de Wired y escribir un libro a partir de ellos, su respuesta fue inmediata. «Hecho». Firmé el contrato en menos de veinticuatro horas. Me llevaron a la editorial Knopf y conocí al presidente, Sonny Mehta, y a mi editor Marty Asher. Marty acababa de descubrir America Online (sí, tiene dos hijos adolescentes) y éste se transformó en nuestro canal de comunicación. Su hija le ayudó a imprimir en casa. Marty se volvió digital muy rápido.

Palabra por palabra, idea por idea, Marty convirtió mi estilo disléxico en algo aceptable. Durante muchos días, Marty y yo fuimos como compañeros de clase que pasan toda la noche haciendo el trabajo final.

Más tarde, Russ Neuman, Gail Banks, Alan Kay, Jerry Rubin, Seymour Papert, Fred Bamber, Michael Schrag y Mike Hawley leyeron el manuscrito para comentarlo y corregirlo.

Neuman se aseguró de que no me sobrepasara en mis críticas a los políticos y a la política. Banks hizo dos lecturas del manuscrito: la del crítico profesional y la del lector común. En casi todas las páginas del manuscrito había un comentario suyo. Kay, con la sabiduría que lo ha hecho famoso, encontró errores de atribución y reparó en los pasajes que no tenían una secuencia lógica. Papert revisó la estructura general y reorganizó el comienzo. Schrag (dieciséis años) encontró muchos errores en el borrador que se le habían escapado al impresor, como por ejemplo: 34 800 baudios en lugar de 38 400 baudios, y que nadie más hubiera encontrado. Bamber se aseguró de la veracidad del contenido. Rubin se encargó de darle una forma más convencional. Hawley empezó a leer el libro por el final, al igual que hace con la música para asegurarse de que haya alguien que toque bien el final.

Finalmente, debo un inmenso reconocimiento a mis padres que, además de cariño y afecto, me dieron cantidades infinitas de dos cosas: educación y viajes. En mi época no había más opción que mover nuestros átomos. A los veintiún años, sentía que había visto el mundo. Aunque esto no fuera verdad, el creerlo me dio la seguridad suficiente para ignorar a los críticos. Les estoy muy agradecido por ello.