UNA DIVERSIÓN DIFÍCIL

ENSEÑAR A LOS INCAPACITADOS

Cuando en 1989 el Media Lab del MIT estrenó su trabajo LEGO/Logo, unos chicos, estudiantes de sexto grado de la Hennigan School, presentaron sus proyectos ante un numeroso grupo de ejecutivos de la empresa LEGO, académicos y periodistas. Una apasionada presentadora de una de las cadenas nacionales de televisión arrinconó a uno de los niños ante las cámaras y le preguntó si todo aquello no era más que diversión y juegos; la periodista presionaba al chico de ocho años buscando la típica respuesta picante y simpática. El niño se puso nervioso, y al final, después de la tercera repetición de la pregunta y sudando por culpa de los focos, aquel chico, exasperado, miró fijamente a la cámara y dijo: «Sí, es una diversión, pero es una diversión difícil». Seymour Papert es un experto en «diversión difícil».

Ya muy pronto notó que ser «bueno» en idiomas es un concepto extraño si se considera que todo niño de cinco años recién salido del nido aprenderá alemán en Alemania, italiano en Italia y japonés en Japón. Se diría que perdemos esa habilidad a medida que nos hacemos mayores, pero no podemos negar que la poseíamos en nuestra juventud.

Papert propuso que concibiéramos los ordenadores en la educación, literal y metafóricamente, como si creásemos un país llamado, digamos, Matelandia, donde una niña aprendiera matemáticas de la misma manera que aprende idiomas. Aunque Matelandia es un concepto geopolítico extraño, tiene un perfecto sentido informático. De hecho, las técnicas modernas de simulación por ordenador permiten la creación de micromundos en los que los niños pueden explorar, a través del juego, principios muy sofisticados.

En la llamada «clase de LEGO/Logo» de Hennigan, un niño de seis años construyó una pila de bloques y puso un motor encima. Conectó los dos cables del motor a su ordenador y escribió un programa de una línea que lo ponía en marcha y lo apagaba. Cuando estaba en marcha, los bloques vibraban. Después colocó una hélice, pero por alguna razón la montó excéntricamente, es decir, no centrada, quizá por equivocación. Entonces, cuando ponía en marcha el motor, los bloques vibraban tanto que no sólo saltaban sino que se empujaban unos a otros, lo que algunas veces solucionaba «trampeando» con unas pocas gomas elásticas.

Entonces se dio cuenta de que si giraba el motor de forma que la hélice rotase en el sentido de las agujas del reloj, la pila de LEGO se sacudía primero hacia la derecha y después con un movimiento desordenado. Si giraba en sentido contrario, la pila se sacudía primero hacia la izquierda y después con el mismo movimiento desordenado. Por fin, decidió poner células fotoeléctricas debajo de la estructura y asentar los bloques por encima de una línea negra que había dibujado en una lámina grande de papel blanco.

A continuación escribió un programa más sofisticado que ponía en marcha el motor en cualquiera de los dos sentidos. Según qué células fotoeléctricas veían el negro de la lámina, el motor se paraba e iniciaba la marcha en el sentido de las agujas del reloj, para dar una sacudida a la derecha, o en sentido contrario, para darla a la izquierda y, por lo tanto, para volver a la línea. El resultado fue una pila móvil de bloques que seguían la línea negra.

El niño se convirtió en un héroe. Los profesores y alumnos le preguntaron cómo funcionaba su invento y examinaron su proyecto desde diferentes perspectivas, planteando diversas preguntas. Este pequeño momento de gloria le dio al niño algo tan importante como la alegría de aprender.

Quizá lo que sucede en nuestra sociedad es que no son tantos los niños incapacitados para aprender y lo que hay son más entornos incapaces de enseñar de lo que creemos. El ordenador cambia esta situación capacitándonos para llegar a los niños con estilos cognitivos y pedagógicos diferentes.

NO DISECAR UNA RANA SINO CONSTRUIRLA

Muchos niños americanos no saben cuál es la diferencia entre el Báltico y los Balcanes, quiénes fueron los visigodos, o dónde vivía Luis XIV. ¿Y qué? ¿Por qué es tan importante? ¿Sabía usted que Reno está al oeste de Los Ángeles?

El precio que se paga en países como Francia, Corea del Sur y Japón por imbuir muchos datos en las mentes jóvenes es que a menudo muchos estudiantes se han malogrado antes de llegar a la universidad. Durante los cuatro años de estudios superiores se sienten como corredores de maratón a los que se les pide llegar a la meta escalando montañas.

En los años sesenta, muchos pioneros en ordenadores y educación defendieron unos ínfimos métodos de enseñanza práctica con el uso individual de ordenadores, una moda de autoaprendizaje que pretendía enseñar lo mismo de siempre con más efectividad. Ahora, con el furor de los multimedia, hay algunos que creen sin confesarlo en la enseñanza práctica y piensan que se puede colonizar un juego Sega para embutir un bit más de información en las cabezas de los niños, con algo más de lo que ellos llaman «productividad».

El 11 de abril de 1970, Papert celebró un simposio en el MIT llamado «Enseñar a los niños a pensar», en el que proponía usar los ordenadores como máquinas a quienes los niños enseñarían, y así aprenderían enseñando. Esta idea tan sencilla se coció a fuego lento durante casi quince años hasta que cobró vida en los ordenadores personales. Hoy, cuando en más de un tercio de los hogares americanos existe un ordenador personal, ha llegado el momento adecuado para poner en práctica aquella idea.

Mientras que una parte significativa del aprendizaje procede de la enseñanza (de la buena enseñanza con buenos profesores), la mayor parte se adquiere mediante la exploración, reinventando la rueda e informándose uno mismo. Antes del ordenador, la tecnología en la enseñanza se limitaba a los audiovisuales y a la educación a distancia por televisión que, en definitiva, no hacen sino amplificar la actividad de los profesores y la pasividad de los niños.

El ordenador cambió esta proporción de forma radical. De pronto, aprender haciendo algo se convirtió en la regla más que en la excepción. Desde que es posible la simulación por ordenador de cualquier cosa, no hace falta disecar una rana para estudiarla. En lugar de esto, se puede pedir a los niños que diseñen ranas, construyan un animal con un comportamiento como el de la rana, modifiquen este comportamiento, simulen los músculos o que jueguen con la rana.

Cuando se juega con la información, el material adquiere un mayor significado, sobre todo en lo que se refiere a los temas abstractos. Recuerdo cuando la profesora de tercer grado de mi hijo me informó con tristeza que no sabía sumar o restar un par de números de dos o tres cifras. Qué raro, pensé, puesto que él siempre hacía de banca cuando jugábamos al Monopoly, y parecía desenvolverse bien con el manejo de aquellos números. Así es que sugerí a la profesora que probara a poner la misma suma con dólares, no sólo con números. Y, fíjense, de pronto fue capaz de sumar de memoria con tres cifras o más. La razón es que ya no se trataba de números abstractos y sin sentido, sino de dólares, que tenían que ver con comprar edificios, construir hoteles y pasar por la casilla de salida.

El ordenador controlable LEGO va un paso más allá. Permite a los niños crear construcciones físicas con un comportamiento determinado. El trabajo actual con LEGO en el Media Lab del MIT incluye un prototipo de ladrillo-ordenador que muestra un mayor grado de flexibilidad y adecuación al constructivismo de Papert, y contiene comunicaciones interladrillo y oportunidades de explorar procesos paralelos de modo distinto.

Los chicos que hoy usan LEGO/Logo aprenderán principios físicos y lógicos que usted y yo aprendimos en la universidad. La evidencia anecdótica y los resultados de pruebas minuciosas revelan que este enfoque constructivista es un medio de extraordinaria riqueza para aprender a través de una amplia variedad de estilos cognitivos y de comportamiento. De hecho, muchos niños que se suponía que eran incapaces de aprender, mejoraron en el entorno constructivista.

ESPABILADOS EN LA SUPERAUTOPISTA

Cuando yo estaba en el internado en Suiza, un grupo de niños en el que me incluía no pudimos ir a casa durante las vacaciones de otoño porque estaba demasiado lejos. En vez de eso, participamos en un concurso, una auténtica yincana.

El director de la escuela era un general suizo (en la reserva, como la mayoría del personal del Ejército suizo) que tenía tanta astucia como afición a dar tortazos. Organizó una prueba de cinco días que se desarrollaba por todo el país, en la que cada equipo de cuatro chicos, de entre doce y dieciséis años, disponía de 100 francos suizos (unas tres mil pesetas de aquella época) y un pase de ferrocarril de cinco días.

A cada equipo se le daban diferentes pistas, y tenía que recorrer el país ganando puntos a lo largo de la ruta. Conseguirlos era una auténtica proeza. En un momento dado teníamos que alcanzar una cierta latitud y longitud en mitad de la noche, y allí un helicóptero dejaba caer el mensaje siguiente grabado en una cinta de casete de un cuarto de pulgada, en idioma urdu, que nos decía dónde encontrar un cerdo vivo que había que llevar a un sitio que nos dirían en un cierto número de teléfono, el cual había que determinar por medio de un complejo rompecabezas hecho con las fechas en que tuvieron lugar siete hechos históricos poco conocidos, cuyas últimas siete cifras formarían el número al que había que llamar.

Este tipo de reto siempre me ha atraído mucho, y, no es por nada, mi equipo ganó, y yo estaba seguro de ello. Estaba tan entusiasmado por esta experiencia que hice lo mismo con mi hijo el día que cumplió catorce años. Sin embargo, como no tenía a mi disposición al Ejército americano, organicé para su clase una experiencia de un día en Boston; dividí a los chicos en equipos, cada uno con un presupuesto fijo y un pase ilimitado para el metro. Pasé varias semanas sembrando pistas con recepcionistas, bajo los bancos del parque, y en lugares que se determinaban con rompecabezas de números de teléfono. Como es fácil imaginar, los mejores en el trabajo en clase no eran necesariamente los ganadores; de hecho, lo normal es lo contrario. Siempre ha habido una diferencia real entre los chicos espabilados y los chicos inteligentes.

Por ejemplo, para sacar una de las pistas en mi yincana, había que solucionar un crucigrama. Los chicos inteligentes se lanzaron a la biblioteca o llamaron a sus amigos inteligentes. Los chicos espabilados pidieron ayuda a la gente en las escaleras del metro. No sólo obtuvieron las respuestas antes, sino que además lo hicieron desplazándose de A a B y ganando al mismo tiempo terreno y puntos para el juego.

Hoy día los chicos tienen la oportunidad de espabilarse gracias a Internet, donde se oye pero no se ve a los niños. Lo irónico es que esto mejorará la lectura y la escritura. Los niños leerán y escribirán en Internet para comunicarse, no sólo para realizar algún ejercicio abstracto y artificial. Lo que propongo no debería entenderse como antiintelectual o como un desdén hacia los razonamientos abstractos, sino más bien todo lo contrario. Internet proporciona un medio nuevo para obtener conocimientos y significados.

A veces me levanto con un ligero insomnio alrededor de las tres de la mañana, doy vueltas durante una hora y entonces me vuelvo a dormir. En una de esas sesiones soñolientas recibí un mensaje por correo electrónico de un tal Michael Schrag, que se presentó muy educadamente como un estudiante de segundo año de bachillerato.

Me preguntaba si podría ver el Media Lab cuando visitase el MIT aquella misma semana. Yo le sugerí que se sentase al final de la sala en mi clase «Los bits son bits» de los viernes, y que luego le asignaríamos un guía.

También envié una copia de nuestros mensajes a otros dos miembros de la facultad que estuvieron de acuerdo en conocerle (aunque tal vez el motivo fue que pensaron que se trataba del famoso columnista Michael Schrage, cuyo nombre tiene una e al final).

Cuando por fin conocí a Michael, iba con su padre. Éste me explicó que Michael conocía a toda clase de personas en la Red y que la usaba de la manera en que yo utilicé mi concurso.

Lo que asombraba al padre de Michael era que toda clase de personas, ganadores del Premio Nobel y altos ejecutivos, parecían disponer de tiempo para responder a las preguntas de Michael. La razón es que es muy fácil contestar, y, al menos por ahora, la mayoría de personas no están desbordadas por correo electrónico gratuito.

Más adelante, habrá cada vez más gente en Internet con el tiempo y la sabiduría necesarios para convertirse en un hilo de la trama del conocimiento y la asistencia humanos.

Los 30 millones de miembros de la American Association of Retired Persons (Asociación Americana de Jubilados), por ejemplo, constituyen una experiencia humana que está desaprovechada en la actualidad. Bastaría con poner al alcance de las mentes jóvenes esa enorme cantidad de conocimientos para llenar el vacío generacional.

JUGANDO A APRENDER

En octubre de 1981 Seymour Papert y yo asistimos a un encuentro de la OPEP en Viena. Fue allí donde el jeque Yamani pronunció su famoso discurso en el que decía que había que dar a un hombre pobre una caña de pescar y no un pescado: enseñarle cómo ganarse la vida y no cómo coger una limosna.

En un encuentro con Yamani, nos preguntó si sabíamos la diferencia entre una persona primitiva y una ignorante. Fuimos lo bastante educados para dudar, dándole ocasión de responder a su propia pregunta, lo que hizo con mucha elocuencia.

La respuesta era que la gente primitiva no era en absoluto ignorante, sino que simplemente usaba otros medios para transmitir sus conocimientos de generación en generación, dentro de un entramado social solidario y compacto.

Por el contrario, explicó, «una persona ignorante es el producto de una sociedad moderna cuyo entramado se ha desintegrado y cuyo sistema ya no es solidario».

El gran monólogo del jeque era en sí mismo una versión primitiva de las ideas constructivistas de Papert. Una cosa llevó a la otra y el resultado fue que empleamos el siguiente año de nuestras vidas para idear de qué manera el uso de los ordenadores podría ser útil para la educación en países en desarrollo.

La experiencia más completa de este período tuvo lugar en Dakar, Senegal, donde se introdujeron en una escuela elemental dos docenas de ordenadores Apple con el lenguaje de programación Logo. Los niños de esta nación del oeste de África, que es rural, pobre y subdesarrollada, se lanzaron sobre los ordenadores con la misma facilidad y naturalidad con que lo hacen los de la clase media urbana norteamericana. No mostraron ninguna diferencia de aceptación y entusiasmo aunque es evidente que en sus vidas normales no existía un entorno mecánico ni electrónico orientado al uso de aparatos. No tenía nada que ver que fueran blancos o negros, ricos o pobres. Lo importante, como al aprender francés en Francia, era ser un niño.

En nuestra propia sociedad existen evidencias del mismo fenómeno. Ya sea en la demografía de Internet, en el uso de Nintendo y Sega o incluso en la introducción de los ordenadores personales en los hogares, las fuerzas dominantes no son sociales, raciales o económicas, sino generacionales. Los que tienen y los que no tienen son ahora los jóvenes y los mayores. Las fuerzas étnicas y nacionales dirigen de una manera diferente muchos movimientos intelectuales, pero no la revolución digital. Su ethos y su poder de atracción son tan universales como la música rock.

Muchos adultos se equivocan en su manera de apreciar cómo los niños aprenden con los juegos electrónicos. La idea más generalizada es que esos juguetes hipnóticos convierten a los niños en adictos espasmódicos con menos posibilidades de redención que un tonto. Pero no hay duda de que muchos juegos electrónicos enseñan a los chicos unas estrategias y exigen unas habilidades de planificación que después usarán en la vida. Cuando éramos niños, ¿cuántas veces discutimos estrategias o nos apresuramos por aprender algo más deprisa que los demás?

Hoy día un juego como Tetris se entiende demasiado pronto. Lo que varía es la velocidad. Lo más probable es que haya miembros de una generación Tetris que sean mucho mejores en el empaquetado a toda prisa del portaequipajes de un vagón de tren, pero nada más. A medida que los juegos se trasladen a ordenadores personales más potentes, veremos aumentar las herramientas de simulación, como en el popular SimCity, y de los juegos ricos en información. Una diversión difícil.