Dicen en Inglaterra que el amor crece con la distancia. Y fue a un lugar distante adonde enviaron a Jeremy y Simon, Stephen, Leonard y Royston, a un extremo del Mediterráneo, a Egipto.
En esos años, Egipto era un país de dimensiones enormes que se extendía entre el infinito Sahara al oeste y el mar Rojo al este, desde la costa, con el verde exuberante del delta del Nilo al norte a través de desiertos polvorientos y pedregosos y sabanas hasta las provincias fértiles del sur de Sudán, donde sus fronteras tocaban en parte Abisinia y en parte el corazón del continente, que latía fuerte y pesadamente. Un país milenario y eterno, habitado y cultivado, abandonado y luego, recientemente, considerado de nuevo cultivable, cuya historia se remontaba al comienzo de los tiempos. Dominado por reinos que hacía mucho habían perecido y cuyos restos los siglos habían gastado y erosionado. Sumergido en la arena del inexorable desierto, que en su vastedad y poder nunca se dejaba someter. Ese desierto solo se dejaba domar, a disgusto y jamás del todo, por la arteria vital del Nilo. Ese río gigantesco que con su belleza hacía olvidar la crueldad de que son capaces el ardiente sol y el vacío infinito.
Egipto conocía la sequía y la inundación, el hambre y la abundancia, la pobreza y la riqueza ilimitada, la bondad y el odio exacerbado, a señores y esclavos. Egipto había visto el ir y venir de pueblos, de dioses e idiomas, algunos de los cuales habían permanecido allí, donde Oriente y Occidente siempre habían estado en contacto, fundiéndose el uno con el otro. Allí vivían seres de piel de distinto color y de origen diverso, árabes, bereberes, africanos y magrebíes; sirios, armenios, turcos, persas, kurdos; ingleses, franceses, griegos, alemanes e italianos; musulmanes, cristianos y judíos que se apretujaban en las grandes y bulliciosas ciudades de El Cairo, Alejandría y Jartum, mientras el imponente resto del país estaba formado por pequeñas localidades, aldeas y asentamientos dispersos o permanecía simplemente inexplorado. Ese país que en grandes áreas seguía anclado en la antigüedad, mientras las ciudades estaban a punto de abrirse a la modernidad. Un país que apenas había conocido la paz y que ahora se estremecía bajo oleadas de disturbios.
Ya hacía tiempo que la indignación recorría todos los estamentos del ejército egipcio a causa de su exigua paga y de ser utilizado como humillado chivo expiatorio; ya hacía tiempo que los egipcios iban almacenando una cólera feroz hacia la clase dominante y el creciente influjo de ingleses y franceses. El ejército, y con ellos el pueblo, se había rebelado a las órdenes del teniente coronel Ahmed Arabi con objeto de expulsar a los extranjeros y dejar de nuevo el país en manos egipcias. Desfilaban y protestaban, gritaban, vociferaban y amenazaban. «¡Egipto para los egipcios! ¡Apaleemos al perro inglés! ¡Acabemos con los cristianos! ¡Matadlos! ¡Matadlos!».
La tormenta se desató cuando Alejandría se atrincheró tras barricadas y fortificaciones reforzadas, cuando los europeos de la ciudad recogieron sus bártulos y huyeron. Bastaba una chispa para encender el barril de pólvora, y esa chispa revoloteó en el cielo cuando las naves de guerra inglesas y francesas penetraron amenazadoras en el puerto. Alejandría experimentó un estallido de violencia y docenas de europeos e incontables egipcios perdieron la vida. Una lluvia de obuses y balas cayó sobre la ciudad, que ardió en llamas. Y así, se desató un caos que de inmediato alcanzó a El Cairo.
Ese verano de 1882, el ejército británico entró en Egipto. La infantería, la artillería y la caballería. Los escoceses Coldstream Guards y el regimiento Berkshire, los Fusileros Reales y el batallón Black Watch, los regimientos de Highlanders y muchos más. Incluso se enviaron regimientos desde la India, Bengala, el Punjab y Beluchistán. Veinticinco mil hombres que emergieron de las entrañas de los barcos, formaron filas y se desplegaron por la ciudad como colonias de escarabajos rojos, verdes, grises y pardos. «Un dos, un dos, un dos —resonaban las botas al mismo compás—, derecha izquierda, derecha izquierda». Se descargaron relinchantes caballos asustadizos, cajas de armas y municiones; zapadores e ingenieros, sanitarios y médicos que supervisaban el transporte de su equipo. Todo un ejército preparado para la guerra y decidido a someter a los egipcios y restablecer el orden en el país según sus propias condiciones y para siempre.
Y en medio de todas aquellas tropas y oficiales, también Jeremy y Simon, Stephen, Leonard y Royston desembarcaron en el puerto de Alejandría. Vestidos con el uniforme caqui del Royal Sussex, jóvenes, curiosos y con una buena instrucción, con la mente y el cuerpo alertas, dieron sus primeros pasos sobre el suelo extranjero para enfrentarse a lo que el destino les deparaba.